Al anochecer
Luce caminaba hacia su habitación por el vestíbulo frío y húmedo de la residencia arrastrando de la bolsa roja de Camp Gurid, de la que colgaba una correa rota. Las paredes tenían el color de una pizarra llena de polvo, y en todo el lugar reinaba un silencio extraño que solo rompía el zumbido monótono de los fluorescentes que colgaban del mohoso techo falso.
Lo que más le sorprendía a Luce eran todas aquellas puertas cerradas. En Dover, siempre había deseado más intimidad, un descanso de las fiestas que se montaban a todas horas en la residencia. Allí no podía llegar a su habitación sin tropezarse con una reunión de chicas con las piernas cruzadas y los vaqueros idénticos, o una pareja enrollándose contra la pared.
Pero en Espada & Cruz… bueno, o todos habían comenzado ya sus trabajos trimestrales de treinta páginas… o el tipo de vida social de aquel lugar era más bien de puertas adentro.
Hay que reconocer que las puertas en sí eran algo digno de verse. Si los alumnos de Espada & Cruz disponían de recursos para saltarse las normas de vestimenta, cuando se trataba de personalizar sus espacios también eran sencillamente ingeniosos. Luce ya había pasado frente a una puerta con una cortina con cuentas, y por delante de otra que tenía un felpudo de bienvenida con un detector de movimientos que la invitó a «mover el culo».
Se detuvo ante la única puerta intacta del edificio. Habitación 63. Hogar, amargo hogar. Rebuscó en el bolsillo frontal de su mochila hasta dar con la llave, respiró hondo y abrió la puerta de su celda.
Resultó no ser tan terrible. O tal vez no fuera tan terrible como esperaba Luce. Había una ventana de un tamaño decente que abrió para dejar entrar el aire un poco menos agobiante de la noche. Y a través de las barras de acero, la imagen de las instalaciones a la luz de la luna resultaba, en cierto modo, interesante, si no prestaba demasiada atención al cementerio de más allá. Había un armario y un lavamanos pequeño, un escritorio donde estudiar… Pensándolo bien, lo más triste que Luce veía en la habitación era a sí misma reflejada en el espejo de cuerpo entero que había detrás de la puerta.
Apartó la mirada con rapidez, porque sabía demasiado bien qué podía encontrar en ese reflejo: la cara cansada y demacrada, los ojos de color avellana que dejaban entrever la angustia, el cabello que parecía el pelo del caniche histérico que tenían en casa después de una tormenta. El jersey de Penn le quedaba como un saco y estaba temblando. Las clases de la tarde no habían sido mejores que las de la mañana, sobre todo por el hecho de que su peor temor se había materializado: la escuela entera ya había empezado a llamarla Pastel de Carne, por el cantante de Meat Loaf. Y por desgracia, más o menos como con su tocayo, parecía que el apodo iba a perdurar.
Quería deshacer las maletas y convertir la genérica habitación 63 en su propia habitación, un lugar adonde podría ir para estar sola y sentirse bien, pero solo llegó a abrir la cremallera de la bolsa antes de desplomarse destrozada en la cama. Se sentía tan lejos de casa… Solo había veintidós minutos en coche desde la desvencijada puerta trasera de su hogar hasta la cancela oxidada de Espada & Cruz, pero podían haber sido perfectamente veintidós años.
Esa mañana, durante la primera parte del viaje en silencio con sus padres, los barrios que había visto eran todos más o menos iguales: suburbios-dormitorio de la clase media del sur. Pero luego el camino pasó a ser una carretera elevada rumbo a la costa, y el paisaje se volvió cada vez más cenagoso. Los manglares marcaban la entrada a los pantanos, pero al cabo de poco incluso estos desaparecían, y las últimas diez millas hasta Espada & Cruz eran deprimentes, de un marrón grisáceo, monótonas, abandonadas. La gente de Thunderbolt, su antiguo hogar, siempre bromeaba sobre el extrañamente famoso hedor a podrido de aquel lugar: sabías que estabas en las marismas cuando el coche empezaba a apestar a abono encharcado.
Aunque Luce había crecido en Thunderbolt, en realidad no conocía demasiado bien las zonas que estaban más al este del condado. Cuando era niña, sencillamente, había supuesto que era porque no había nada que ver allí, porque todas las tiendas, los colegios y toda la gente a la que conocía su familia estaban en la parte oeste. El este estaba menos desarrollado. Eso era todo.
Echó de menos a sus padres, que le habían pegado un Post-it en la primera camiseta que vio al abrir la bolsa: «¡Te queremos! ¡Los Price nunca se rinden!» Echaba de menos su habitación, que tenía vistas a las tomateras de su padre. Echaba de menos a Callie, que seguramente ya le habría enviado al menos diez mensajes tipo «no-te-lo-vas-a-creer». Echaba de menos a Trevor…
Bueno, tampoco era eso exactamente. Lo que echaba de menos era cómo se había sentido al hablar por primera vez con Trevor, y tener a alguien en quien pensar cuando no podía dormir por las noches, un nombre que garabatear como una tonta en sus cuadernos. La verdad era que Luce y Trevor no tuvieron tiempo suficiente para conocerse bien el uno al otro. El único recuerdo que tenía era una foto que les hizo Callie a escondidas desde el otro lado del campo de fútbol mientras Trevor hacía flexiones, cuando él y Luce hablaron durante quince segundos sobre… hacer flexiones. Y la única cita que tuvo con él no fue siquiera una verdadera cita, solo una hora robada cuando se escabulleron de la fiesta. Una hora de la que se iba a arrepentir el resto de su vida.
Todo había empezado de forma bastante inocente, dos personas que van a dar un paseo por el lago, pero no pasó mucho tiempo antes de que Luce comenzara a sentir las sombras merodeando por encima de su cabeza. Entonces Trevor la besó, y una ola de calor inundó el cuerpo de Luce, y los ojos de él se pusieron en blanco de terror… Segundos después, la vida tal y como la conocía se había ido al traste.
Luce se revolvió en la cama y escondió la cabeza entre los brazos. Se había pasado meses llorando la muerte de Trevor y en ese momento, tendida en aquella habitación extraña, con los muelles del colchón clavándosele en la piel, sintió la futilidad egoísta que lo dominaba todo. No había conocido a Trevor mejor de lo que había conocido a… bueno, Cam.
Un golpe en la puerta hizo que Luce se levantara de inmediato. ¿Quién podía saber que ella estaba allí? Se acercó de puntillas a la puerta y la abrió. Asomó la cabeza por el pasillo totalmente vacío. No había oído pasos fuera y no había señal alguna de que alguien acabara de llamar a la puerta.
Excepto por el avión de papel que habían clavado con una tachuela de latón en el centro del tablero de corcho que había junto a la puerta. Luce sonrió al ver su nombre escrito con rotulador negro en el ala, pero cuando desplegó la nota solo había una flecha negra que apuntaba abajo, hacia el vestíbulo.
Arriane la había invitado a su habitación esa noche, pero aquello había sido antes del incidente con Molly en el comedor. Luce miró el pasillo vacío y se preguntó si debía seguir la flecha misteriosa. Luego observó su bolsa gigante, que aún estaba por deshacer. Se encogió de hombros, cerró la puerta, se metió la llave en el bolsillo y empezó a caminar.
Se detuvo delante de una puerta en el otro extremo del pasillo para contemplar el enorme póster de un músico ciego que sabía, por la colección de discos de su padre, que tocaba la armónica de forma increíble. Se acercó para leer el nombre que figuraba en el corcho de la puerta y dio un salto al ver que se trataba de la habitación de Roland Sparks. Enseguida, y de un modo irritante, una pequeña parte de su cerebro empezó a calcular las posibilidades de que Roland estuviera con Daniel, y de que únicamente los separara una delgada puerta.
Un zumbido mecánico la sobresaltó. Miró directamente a la cámara de vigilancia colgada sobre la puerta de Roland. Las rojas. Enfocando de cerca cada uno de sus movimientos. Retrocedió, avergonzada por razones que ninguna cámara podría discernir. De todas formas, había ido allí a ver a Arriane, cuya habitación, descubrió, estaba justo al otro lado del pasillo, frente a la de Roland.
Delante de la habitación de Arriane, Luce sintió una pequeña punzada de ternura. La puerta entera estaba cubierta de pegatinas, algunas de ellas de verdad, y otras claramente caseras. Había tantas que se solapaban, cada lema cubría parcialmente y a menudo contradecía al anterior. Luce rió en voz baja al imaginar a Arriane juntando pegatinas de forma indiscriminada (LOS GOBERNANTES SON MEZQUINOS… MI HIJA ES UNA J… ALUMNA DE ESPADA & CRUZ… VOTA NO A LA PROPUESTA DE LEY 666), y luego pegándolas de manera caprichosa, pero entregada, en el panel de la puerta.
Luce se podía haber pasado una hora leyendo la puerta de Arriane, pero pronto se dio cuenta de que estaba frente a la puerta de una habitación a la que solo suponía que la habían invitado. Entonces vio el segundo avión de papel. Lo desprendió del tablero de corcho y desplegó el mensaje:
Querida Luce:
Si al final has venido para pasar un rato, ¡guay! Vamos a llevarnos muuuy bien.
Si me has dejado colgada, entonces… ¡saca tus pezuñas de esta nota personal, Roland!
¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Dios…
De todas formas: sé que te he dicho que quedábamos esta noche, pero he tenido que pirarme directamente de la sesión de recuperación de la enfermería (la parte buena de mi tratamiento eléctrico de hoy) para recuperar la clase de Biología con la Albatros. O sea que, ¿lo dejamos para otro día?
Besos psicóticos,
A.
Luce se quedó de pie con la nota en la mano sin saber qué hacer. La aliviaba saber que alguien cuidaba de Arriane, pero aun así le había gustado verla en persona. Quería oír por sí misma el tono despreocupado de la voz de Arriane, y de este modo sabría cómo sentirse con respecto a lo sucedido aquel día en la cafetería.
Pero allí, de pie en el pasillo, Luce se sentía aún más incapaz de procesar todo lo ocurrido. Un pánico sordo se apoderó de ella en cuanto fue consciente de que había anochecido, y estaba sola, en Espada & Cruz.
Oyó el crujir de una puerta a sus espaldas. Una franja de luz se abrió paso hasta sus pies y oyó la música que provenía de la habitación.
—¿Qué estás haciendo? —Era Roland, de pie en la puerta con una camiseta blanca hecha polvo y unos téjanos. Llevaba las rastas recogidas en una cola con una goma amarilla sostenía una armónica cerca de la boca.
—He venido a ver a Arriane —dijo Luce, reprimiendo el deseo de comprobar si había alguien más en la habitación—. Teníamos que…
—No hay nadie —respondió en tono misterioso.
Luce no sabía si se refería a Arriane, a los demás alumnos de la residencia, o a que Roland tocó algunos compases con la armónica sin dejar de mirarla. Luego abrió la puerta un poco más y arqueó las cejas. Ella no supo si la estaba invitando a entrar.
—Bueno, solo me he pasado de camino de la biblioteca —mintió con rapidez, y empezó a irse por donde había venido—. Hay un libro que quiero consultar.
—Luce —dijo Roland.
Ella se volvió. Aún no los habían presentado, y no esperaba que él supiera su nombre. Roland le dirigió una sonrisa y con la armónica le indicó la dirección contraria.
—La biblioteca está hacia allí —dijo, y luego se cruzó de brazos—. No te pierdas las colecciones especiales que hay en el ala este. Valen la pena.
Le pareció tan normal, mientras le decía adiós con la mano y tocaba una melodía de despedida. Pensó que quizá antes se había puesto nerviosa porque se trataba de un amigo de Daniel, pero, por lo que sabía, Roland podía ser un chico muy agradable. Se le fue subiendo el ánimo mientras caminaba por el pasillo. Aunque la nota de Arriane había sido brusca y sarcástica, luego había tenido un encuentro decente con Roland Sparks; y, además, de hecho sí quería ir a la biblioteca. Las cosas iban mejorando.
Cerca del final del pasillo, donde se torcía para llegar a la biblioteca, Luce encontró la única puerta entreabierta que había en la planta. No estaba decorada, pero la habían pintado de negro. Al acercarse, Luce pudo oír la música heavy metal que sonaba dentro. Ni siquiera se tuvo que parar a leer el nombre en la puerta: era la de Molly.
Luce se apresuró, repentinamente consciente del ruido de cada paso que daban sus botas negras de montar. No se dio cuenta de que había estado aguantando la respiración hasta que empujó las puertas de madera veteada de la biblioteca y espiró.
Miró alrededor de la biblioteca y la invadió una sensación de tranquilidad. Siempre le había encantado el dulce y ligero olor a viejo que solo una sala llena de libros despedía y se dejó llevar por el sonido suave y ocasional de las hojas al pasar. La biblioteca de Dover siempre había sido su refugio, y Luce se sintió aliviada al ver que aquella también podía darle esa misma sensación de santuario. Casi no podía creer que aquel lugar estuviera en Espada & Cruz. Resultaba casi… resultaba… atrayente.
Las paredes eran de color caoba oscuro, y los techos, altos. A un lado había una chimenea de ladrillo, y unas largas mesas de madera iluminadas por lámparas antiguas con pantallas verdes, pasillos llenos de libros que se extendían más allá de la vista. Cuando traspasó el umbral, una gruesa alfombra persa amortiguó el taconeo de sus botas.
Había unos pocos alumnos estudiando, ninguno al que Luce conociera de nombre, pero incluso los que tenían más pinta de punkis parecían menos peligrosos con la cabeza hundida en un libro. Se acercó al mostrador principal, que era un gran mueble circular en medio de la sala. Había pilas de libros y papeles, y un desorden acogedor, con un aire intelectual que a Luce le recordó la casa de sus padres. Las montañas de libros eran tan altas que casi no se podía ver a la bibliotecaria que se hallaba sentada tras ellas. Estaba husmeando entre el papeleo con el ímpetu de un buscador de oro. Cuando Luce se acercó, asomó la cabeza por encima del muro de papel.
—Hola —saludó la mujer con una sonrisa (sí, sonreía). No tenía el cabello gris, sino plateado, con una especie de brillo que resplandecía incluso a la suave luz de la biblioteca. Su cara parecía vieja y joven a la vez. Tenía la piel pálida, casi incandescente, los ojos de un negro intenso y una naricita respingona. Cuando se dirigió a Luce, se arremangó las mangas del jersey de cachemira blanco, dejando al descubierto un montón de brazaletes de perlas que llevaba en ambas muñecas—. ¿Puedo ayudarte en algo? —preguntó en un risueño susurro.
Luce se sintió cómoda con aquella mujer al instante y miró la placa del mostrador con la inscripción de su nombre: Sophia Bliss. Deseó tener algo que pedirle.
Aquella mujer era la primera autoridad que había visto en todo el día con quien realmente le habría gustado tratar. Pero Luce solo estaba deambulando… y entonces se acordó de lo que le había dicho Roland Sparks.
—Soy nueva aquí —le explicó—. Lucinda Price. ¿Podría decirme dónde está el ala este?
La mujer la miró con la sonrisa de «a-ti-te-gusta-leer» que siempre le dedicaban todos los bibliotecarios.
—Por allí —respondió, y señaló una hilera de ventanas altas al otro lado de la sala—. Yo soy Miss Sophia, y si mi lista es correcta, estás en mi seminario de Religión de los martes y los jueves. ¡Ah, lo vamos a pasar bien! —Le guiñó un ojo—. Entretanto, si necesitas algo más, estaré aquí. Encantada de conocerte, Luce.
Luce le dio las gracias con una sonrisa, le dijo que al día siguiente se verían en clase y se dirigió hacia las ventanas. Fue entonces cuando se quedó pensando en la forma extraña e íntima con que la mujer la había llamado por su diminutivo.
Había atravesado la sala principal y estaba pasando entre las estanterías altas y elegantes cuando una presencia oscura y macabra se cernió sobre su cabeza. Miró hacia arriba.
«No. Aquí no, por favor. Dejadme al menos este lugar.»
Cuando las sombras iban y venían, Luce nunca estaba segura de lo que harían ni de cuánto tiempo tardarían en volver.
En ese momento no sabía qué podría ocurrir, pues había notado algo distinto. Estaba aterrorizada, sí, pero no tenía frío. De hecho, se había ruborizado ligeramente. En la biblioteca hacía calor, pero no tanto. Y entonces sus ojos vieron a Daniel.
Estaba de cara a la ventana, de espaldas a ella, inclinado sobre un estrado en el que se leía COLECCIONES ESPECIALES en letras blancas. Llevaba las mangas de la vieja chaqueta de piel arremangadas hasta los codos, el pelo rubio resplandecía bajo la luz. Tenía los hombros estaban encorvados y, de nuevo, Luce deseó instintivamente que la abrazase; pero se sacó aquella idea de la cabeza y se puso de puntillas para poder verlo mejor. No podía estar segura, pero, desde donde estaba, le pareció ver que estaba dibujando algo.
Mientras observaba los movimientos ligeros de su cuerpo al dibujar, Luce sintió que se abrazaba por dentro, como si se hubiera tragado algo ardiendo. No podía decir por qué, y no parecía razonable, pero tenía el presentimiento de que Daniel la estaba dibujando.
No debería ir hacia él. Después de todo, ni siquiera lo conocía y nunca había hablado con él. Hasta el momento sus comunicaciones se habían limitado a un dedo corazón en alto y un par de miradas asesinas. Aunque, por alguna razón, sintió que era importante averiguar qué había dibujado en el cuaderno.
Fue entonces cuando sintió la sacudida del sueño que había tenido la noche anterior. De repente, le llegó un brevísimo destello: era noche cerrada, una noche húmeda y fría, y ella iba vestida con ropa larga y holgada. Estaba apoyada contra una ventana con cortinas, en una habitación que no le resultaba familiar. Solo había otra persona allí, un hombre… o un chico, no llegó a verle la cara. Esbozaba su retrato en un bloc grueso de papel: el cabello de Luce, su cuello, el contorno exacto de su perfil. Permaneció detrás de él, demasiado asustada para hacerle notar su presencia, y demasiado intrigada para marcharse.
De pronto, Luce dio un paso al frente al sentir que algo le pellizcaba el hombro y a continuación flotaba sobre su cabeza. La sombra había reaparecido. Era negra, y tan espesa como una cortina.
El latido de su corazón se hizo tan fuerte que dejó de oír el crujido oscuro de las sombras y el sonido de sus propios pasos. Daniel alzó la vista y pareció dirigir los ojos al lugar exacto donde flotaba la sombra, pero no se sobresaltó como Luce.
Por supuesto, él no podía verlas. Dirigió su mirada tranquila más allá de la ventana.
Luce cada vez tenía más calor, y estaba tan cerca que pensaba que él notaría aquel calor emanando de su piel.
Con cuidado, trató de ver el dibujo por encima de su hombro. Por un instante, su mente vio la página con la curva de su propio cuello desnudo esbozada a lápiz. Pero entonces parpadeó y, cuando volvió a enfocar el papel, tragó saliva con dificultad.
Era un paisaje. Daniel estaba dibujando la vista del cementerio desde la ventana con todo detalle. Luce nunca había visto nada que la entristeciera tanto.
Ni siquiera sabía por qué. Era una locura —incluso para ella— haber esperado que su extraña intuición se materializara. Daniel no tenía ninguna razón para dibujarla. Lo sabía. De la misma forma que sabía que él no tenía por qué haberle hecho aquel gesto por la mañana. Pero lo había hecho.
—¿Qué haces por aquí? —le preguntó. Cerró el cuaderno y la miró con seriedad. Sus labios carnosos tenían una expresión seria, y sus ojos grises parecían apagados. No parecía enfadado, para variar; parecía exhausto.
—He venido a ver un libro de las Colecciones Especiales —dijo con voz temblorosa. Pero cuando miró a su alrededor se dio cuenta del error. Colecciones Especiales no era una sección de libros, sino una zona abierta en la biblioteca para una exposición de arte sobre la Guerra Civil. Daniel y Ella estaban en una pequeña galería donde se exhibían bustos de bronce de héroes de guerra, vitrinas de cristal llenas de viejos pagarés y mapas de la Confederación. Era la única sección de la biblioteca donde no había ni un solo libro que consultar.
—Suerte con eso —replicó Daniel, y abrió de nuevo su bloc, como si le dijera adiós de forma anticipada.
Luce tenía un nudo en la lengua, estaba avergonzada, y habría deseado salir de allí corriendo. Sin embargo, las sombras seguían vagando a su alrededor y, por alguna razón, Luce se sentía mejor cuando estaba cerca de Daniel. No tenía sentido, porque no había nada que él pudiera hacer para protegerla de ellas.
Estaba clavada en el suelo. Él la miró y suspiró.
—Déjame preguntarte algo, ¿te gusta que te acosen?
Luce pensó en las sombras y en lo que le estaban haciendo en ese preciso momento. Sin pensarlo, negó con la cabeza bruscamente.
—Vale, pues ya somos dos. —Se aclaró la garganta y la miró, dándole a entender de forma inequívoca que ella era la intrusa.
Quizá podría explicarle que se sentía un poco mareada y que solo necesitaba sentarse un minuto.
—Verás, ¿podría…? —empezó a decir. Pero Daniel cogió el bloc y se puso de pie.
—He venido aquí para estar solo —la interrumpió—. Si no vas a irte, lo haré yo.
Metió el bloc en la mochila. Cuando pasó a su lado, sus hombros se tocaron. Aunque el contacto fue muy breve, y aunque llevaban varias capas de ropa, Luce sintió una descarga de electricidad estática.
Por un momento, Daniel también se quedó parado. Se volvieron para mirarse, y Luce abrió la boca. Pero, antes de que pudiera hablar, Daniel ya había dado media vuelta y caminaba a paso ligero hacia la puerta. Luce se lo quedó mirando mientras las sombras flotaban en círculos sobre su cabeza y a continuación salían por la ventana para desaparecer en la noche.
La estela de frío que dejaron la hizo temblar, y durante un buen rato se quedó de pie en la zona de las Colecciones Especiales, acariciándose el hombro que había tocado Daniel y sintiendo cómo aquel calor iba desapareciendo.