Fin del viaje
Las Puertas del Cielo
La Caída
Por supuesto, solo había un lugar donde podía encontrarla.
El primero. El principio.
Daniel se dirigía hacia la primera vida, dispuesto a esperar tanto como Luce tardara en llegar. La estrecharía entre sus brazos, le susurraría al oído «Por fin. Te he encontrado. Jamás dejaré que te vayas».
Emergió de las sombras, y un brillo cegador lo dejó petrificado.
¡No! Aquel no era su destino.
Aquel aire divino y aquel cielo opalescente. Aquel abismo cósmico de luz adamantina. El alma se le encogió al ver los níveos bancos de nubes que rozaban la negra Anunciadora al pasar. Lo oyó, a lo lejos: el acorde inconfundible de tres notas que nunca cesaba. La música que el trono del Etéreo Monarca emitía con solo irradiar luz.
No. No. ¡No!
Él no tenía que estar allí. Quería reunirse con Lucinda en su primera encarnación en la Tierra. ¿Cómo había terminado precisamente allí?
Había desplegado las alas de forma instintiva. Al abrirlas, su sensación había sido distinta que en la Tierra. No la gran liberación de ser por fin él mismo, sino un hecho tan corriente como lo era respirar para los mortales. Sabía que resplandecía, pero no como a veces brillaba bajo la luna de los mortales. Allí, su gloria no era nada secreto, ni tampoco extraordinario. Era normal.
Hacía mucho tiempo que Daniel no estaba en casa.
Aquel lugar lo atraía. Los atraía a todos, como el olor de un hogar de infancia (a pinos o galletas caseras, a la suave lluvia de estío o al perfume almizclado de un puro paterno) atraía a cualquier mortal. Tenía un poder inmenso. Esa era la razón de que Daniel se hubiera mantenido alejado de él durante aquellos últimos seis mil años.
Había regresado, y no por voluntad propia.
¡El querubín!
El ángel pálido y etéreo de su Anunciadora: lo había engañado.
Se le erizaron las plumas de las alas. Aquel ángel tenía algo sospechoso. Su marca de la Balanza en la nuca era demasiado reciente. Todavía estaba hinchada y enrojecida, como si se la acabaran de hacer…
Daniel había caído en una trampa. Tenía que marcharse, fuera como fuera.
Flotaba. Allí arriba siempre se flotaba. Siempre se surcaba el aire más puro. Extendió las alas y notó que la niebla blanca se ondulaba por encima de él. Atravesó los bosques celestiales, sobrevoló el Huerto del Conocimiento, torció por el Bosque de la Vida. Dejó atrás lagos de un blanco satinado y las estribaciones de los argénteos Montes Celestes.
Había pasado muchas épocas felices allí.
¡No!
Todo aquello debía permanecer en lo más oculto de su alma. No había tiempo para la nostalgia.
Redujo la velocidad y se acercó a la Pradera del Trono. Estaba tal como él la recordaba: la blanca alfombra de nubes que conducía al centro de todo. El propio Trono, de un brillo deslumbrante, irradiando el calor de la bondad pura, tan luminoso que, incluso para un ángel, era imposible mirarlo directamente. Nadie podía acercarse siquiera a ver al Creador, que estaba sentado en el Trono envuelto en luz, de modo que la sinécdoque habitual, llamar Trono a toda la entidad, era apropiada.
Daniel posó la mirada en el semicírculo de altares argénteos que, situados a diversas alturas, rodeaban el Trono. Cada uno llevaba escrito el rango de un arcángel distinto. Aquel solía ser su cuartel general, un lugar que venerar, al que acudir, donde comunicar mensajes al Trono.
Vio el altar brillante que él mismo había ocupado, cerca de la esquina derecha superior del Trono. Estaba allí desde que el Trono existía.
Pero solo había siete altares. Antes, eran ocho.
Un momento.
Daniel hizo una mueca. Sabía que había cruzado las Puertas del Cielo, pero no había pensado en qué momento lo había hecho. Era importante. El Trono solo había estado desequilibrado de aquella forma durante un período muy breve: el poco tiempo transcurrido entre la decisión de Lucifer de desertar y el momento en el que los demás se habían visto obligados a tomar partido.
Había llegado en el breve lapso transcurrido entre la traición de Lucifer y la Caída.
Se avecinaba el gran cisma en el que algunos se aliarían con el Cielo y otros lo harían con el Infierno, en el que Lucifer se transformaría en Satanás ante sus propios ojos y el Gran Brazo del Trono barrería a legiones de ellos de la faz del Cielo y los arrojaría a la Tierra.
Se acercó a la Pradera. El acorde armonioso aumentó de volumen, al igual que lo hizo el murmullo del coro de ángeles. Todas las almas más brillantes se hallaban congregadas en la resplandeciente Pradera. Su antiguo yo estaría ahí; todos lo estaban. Había tanta luz que Daniel no veía con claridad, pero su memoria le recordó que Lucifer había podido pronunciar su discurso desde su altar reubicado en el otro extremo de la Pradera, justo enfrente del Trono, aunque en una posición mucho menos elevada. Los otros ángeles estaban reunidos delante del Trono, en el centro de la Pradera.
Aquel era el momento de la votación, el último momento de unidad antes de que el Cielo perdiera la mitad de sus almas. Entonces, Daniel se había extrañado de que el Trono lo permitiera. ¿Creía el que tenía dominio sobre todas las cosas que el llamamiento de Lucifer a los ángeles culminaría en pura humillación? ¿Cómo podía haberse equivocado tanto?
Gabbe aún hablaba de la votación con asombrosa claridad. Daniel apenas recordaba nada, salvo el suave roce de un ala que lo tocó para mostrarle su solidaridad. El roce que le transmitió: «No estás solo».
¿Se atrevería ahora a mirar esa ala?
Quizá había una forma distinta de proceder en la votación para que la maldición de la que fueron objeto después no les afectara tanto. Daniel se estremeció profundamente al darse cuenta de que podía convertir aquella trampa en una oportunidad.
¡Por supuesto! Alguien había reformulado la maldición para que Lucinda tuviera una vía de escape. Mientras había ido tras ella, Daniel había dado por hecho que había sido la propia Luce. Que en algún momento de su huida inconsciente al pasado, había introducido una laguna. Pero quizá… quizá había sido él desde el principio.
Ahora estaba allí. Podía hacerlo. En cierto sentido, ya debía de haberlo hecho. Sí, había perseguido las consecuencias de la maldición a través de los milenios por los que había viajado para llegar allí. Lo que hiciera en el Cielo, en ese momento, en el mismo principio, influiría en cada una de sus vidas posteriores. Por fin, todo comenzaba a cobrar sentido.
Él sería quien atenuaría la maldición, quien permitiría que Lucinda viviera y viajara a su pasado. Tenía que haber empezado allí. Y tenía que haberlo empezado él.
Se abatió sobre la pradera de nubes y sobrevoló lentamente su luminosa linde. Había centenares de ángeles allí, miles, radiantes en su nerviosismo. La luz era increíble cuando se sumó a la multitud. Nadie advirtió su anacronismo; la tensión y el miedo de los ángeles brillaban demasiado.
—¡Ha llegado la hora, Lucifer! —gritó su Voz desde el Trono. Aquella voz había dado la inmortalidad a Daniel, y todo lo que ello implicaba—. ¿Es esto lo que verdad deseas?
—No solo para nosotros, sino para nuestros ángeles —respondió Lucifer—. Todos merecemos tener libre albedrío, no solo los hombres y mujeres mortales a los que observamos desde aquí. —Lucifer se dirigió a los ángeles y brilló más que el lucero del alba—. Se ha trazado la línea en el suelo de nubes de la Pradera. Ahora sois libres de elegir.
El primer escriba celestial, rodeado de una radiante aureola incandescente, se cernió en la base del Trono y comenzó a recitar sus nombres. Empezó por el ángel de menor rango, el hijo del Cielo número 7812:
—Geliel —gritó el escriba—, el último de los veintiocho ángeles que gobiernan las mansiones de la luna.
Así fue como empezó.
En el cielo opalescente, el escriba tomó nota cuando Chabril, el ángel de la segunda hora de la noche, escogió a Lucifer, y Tiel, el ángel del viento del norte, escogió el Cielo, junto con Padiel, uno de los guardianes de los partos, y Gadal, un ángel que realizaba ritos mágicos para los enfermos. Algunos de los ángeles pronunciaron largos discursos, otros apenas dijeron una palabra; Daniel casi no prestó atención. Estaba concentrado en localizar a su antiguo yo y, además, ya sabía cómo terminaba aquello.
Se abrió paso entre el campo de ángeles, agradecido por el tiempo que llevaba que todos los ángeles votaran. Tenía que reconocerse antes de que se alzara entre la multitud y pronunciara las ingenuas palabras que le habían costado tan caro.
Se produjo un alboroto en la Pradera: susurros y destellos de luz, un rumor retumbante. Daniel no había oído el nombre, no había visto al ángel que se había alzado por encima de los demás para anunciar su decisión. Se abrió camino a empujones entre las almas que tenía delante para ver mejor.
Roland. El ángel se inclinó ante el Trono.
—Con todos mis respetos, no estoy listo para elegir. —Miró al Trono, pero señaló a Lucifer—. Hoy perdéis un hijo, y todos los que estamos aquí perdemos un hermano. Parece que muchos lo seguirán. Por favor, no toméis esta funesta decisión a la ligera. No obliguéis a nuestra familia a escindirse.
Daniel se quedó destrozado al ver el alma de Roland, el ángel de la poesía y la música, su hermano y amigo, suplicando en el blanco cielo.
—Te equivocas, Roland —bramó el Trono—. Y, al desafiarme, has hecho tu elección. Acógelo en tu bando, Lucifer.
—¡No! —gritó Arriane, y surgió del centro del resplandor para quedarse suspendida junto a Roland—. ¡Por favor, solo dadle tiempo para comprender qué entraña su decisión!
—La decisión ha sido tomada —fue la única respuesta del Trono—. Sé lo que hay en su alma, pese a sus palabras: ya ha elegido.
Un alma rozó la de Daniel. Caliente y formidable, reconocible al instante.
Cam.
—¿Qué eres? —susurró Cam. Había presentido de forma innata que Daniel no era el mismo de siempre, pero resultaba imposible explicarle la verdad a un ángel que jamás había salido del Cielo, que no tenía ninguna noción de lo que se avecinaba.
—Hermano, no te inquietes —le suplicó Daniel—. Soy yo.
Cam lo cogió del brazo.
—Eso lo percibo, aunque también veo que no eres tú. —Negó gravemente con la cabeza—. Confío en que estés aquí por una razón. ¿Puedes impedir que esto suceda?
—Daniel. —El escriba había pronunciado su nombre—. Ángel de los vigilantes, los Grigori.
¡No! Todavía no. No había decidido qué decir, qué hacer. Se abrió paso entre la cegadora luz de las almas que le rodeaban, pero ya era demasiado tarde. Su antiguo yo se alzó en el aire despacio, sin mirar ni al Trono ni a Lucifer.
Miraba a lo lejos. La miraba a ella, recordó Daniel.
—Con todos mis respetos, no haré esto. No elegiré el bando de Lucifer ni tampoco el del Cielo.
Un clamor surgió de entre los bandos de ángeles, de Lucifer y el Trono.
—Elijo el amor, lo que todos habéis olvidado. Elijo el amor y os dejo con vuestra guerra. Te equivocas planteándonos esto, Lucifer —le dijo Daniel con serenidad—. Todo lo que es bueno en el Cielo y en la Tierra nace del amor. Esta guerra no es justa. Esta guerra no es buena. El amor es lo único por lo que merece la pena luchar.
—Hijo mío —rugió la voz firme y resonante del Trono—, lo malinterpretas. Mi gobierno aún se rige por el amor, el amor a todas mis creaciones.
—No —repuso Daniel en voz baja—. Esta guerra es por orgullo. Expulsadme, si debéis hacerlo. Si ese es mi destino, me someto a él, pero no a vos.
La carcajada de Satanás fue un fétido eructo.
—Tienes el valor de un dios, pero la mente de un adolescente mortal. Y tu castigo será el de un adolescente. —Lucifer movió la mano hacia un lado—. El Infierno no lo acepta.
—Y ya ha dejado clara su decisión de abandonar el Cielo —dijo decepcionada la voz del Trono—. Como con todos mis hijos, veo lo que hay en tu alma. Pero ahora no sé qué será de ti, Daniel, ni de tu amor.
—¡Él jamás tendrá a su amor! —gritó Lucifer.
—¿Tienes algo que proponer, Lucifer? —preguntó el Trono.
—Hay que darle un castigo ejemplar —dijo Lucifer, furioso—. ¿No lo veis? ¡El amor del que habla es destructivo! —Sonrió cuando las semillas de su acto más vil comenzaron a germinar—. Así pues, ¡que destruya a los amantes y no al resto de nosotros! ¡Ella morirá!
Gritos ahogados entre los ángeles. Era imposible, lo último que nadie se esperaba.
—Ella morirá siempre —continuó Lucifer, con la voz cargada de veneno—. Jamás pasará de la adolescencia, morirá una y otra vez justo en el momento en el que recuerde tu decisión. Para que nunca estéis verdaderamente juntos. Ese será su castigo. Y, en cuanto a ti, Daniel…
—Es suficiente —dijo el Trono—. Si Daniel decide mantenerse firme en su decisión, lo que propones, Lucifer, será castigo suficiente. —Hubo un silencio largo y crispado—. Compréndelo: no deseo esto para ninguno de mis hijos, pero Lucifer tiene razón. Hay que darte un castigo ejemplar.
Aquel era el momento en el que Daniel tenía la oportunidad de introducir una laguna en la maldición. Con audacia, se alzó en el aire para quedarse suspendido junto a su antiguo yo. Había llegado la hora de cambiar las cosas, de modificar el pasado.
—¿Qué es este desdoblamiento? —rugió Lucifer con los ojos repentinamente enrojecidos. Los entrecerró y miró a los dos Daniel.
Por debajo de Daniel, los ángeles parpadearon con desconcierto. Su antiguo yo lo miró asombrado.
—¿Por qué estás aquí? —susurró.
Daniel no esperó a que nadie le hiciera más preguntas, ni tan siquiera esperó a que Lucifer tomara asiento o el Trono se recobrara de la sorpresa.
—He venido de nuestro futuro, de milenios después de vuestro castigo…
El súbito desconcierto de los ángeles era palpable en el calor que irradiaban sus almas. Por supuesto, aquello rebasaba todo lo que ellos podían imaginar. Daniel no veía el Trono con suficiente claridad para saber qué efecto había surtido su regreso en Él, pero el alma de Lucifer estaba roja de rabia. Se obligó a continuar:
—He venido a suplicar clemencia. Si debemos ser castigados y, Maestro, no cuestiono vuestra decisión, por favor, recordad al menos que uno de vuestros grandes atributos es vuestra misericordia, que es misteriosa y grande, y una lección de humildad para todos nosotros.
—¿«Misericordia»? —gritó Lucifer—. ¿Después de la magnitud de tus traiciones? ¿Acaso se arrepiente tu yo futuro de su decisión?
Daniel negó con la cabeza.
—Mi alma es vieja, pero mi corazón es joven —dijo mientras miraba a su antiguo yo, que parecía aturdido. Después, contempló el alma de su amada, hermosa y radiante—. No puedo ser distinto de como soy, y soy las decisiones de todos y cada uno de mis días. Me atengo a ellas.
—No cambiaremos de opinión —concluyeron los dos Daniel al unísono.
—Entonces, nosotros nos atenemos al castigo impuesto —bramó el Trono.
La luz radiante tembló y, en el largo silencio que siguió, Daniel se preguntó si no se habría equivocado al intervenir.
Luego, por fin:
—Pero seremos misericordiosos.
—¡No! —gritó Lucifer—. ¡El Cielo no es el único agraviado!
—¡Silencio! —El Trono alzó la voz conforme hablaba. Parecía cansado y dolido, y menos seguro de lo que Daniel creía posible—. Si un día su alma nace sin que el sacramento del bautismo haya elegido un bando por ella, será libre de crecer y elegir ella, para recrear este momento. Para librarse del castigo impuesto. Y, con ello, someter a la prueba definitiva a este amor que, en tu opinión, es superior a los derechos del Cielo y de la familia; su elección será tu redención o sellará tu castigo. No podemos hacer más.
Daniel se inclinó, y su antiguo yo se inclinó a su lado.
—¡Esto es inconcebible! —vociferó Lucifer—. ¡Ellos no deben estar nunca juntos! Jamás…
—Está hecho —tronó la Voz, como si su capacidad para la misericordia hubiera llegado a su límite—. No toleraré a los que me lleven la contraria en esta o cualquier otra cuestión. Partid, todos los que habéis elegido mal o no lo habéis hecho. ¡Las Puertas del Cielo están cerradas para vosotros!
Algo parpadeó. La luz más brillante de todas se apagó de golpe.
El Cielo se volvió oscuro y gélido.
Los ángeles gritaron sorprendidos y tiritaron. Se apiñaron.
Luego, silencio.
Nadie se movió y nadie habló.
Lo que sucedió a continuación era inimaginable, incluso para Daniel, que ya lo había visto todo una vez.
Por debajo de ellos, el cielo vibró, y el lago blanco rebosó, inundándolo todo con sus vaporosas aguas blancas. El Huerto del Conocimiento y el Bosque de la Vida se desmoronaron, y el Cielo entero tembló mientras desaparecían.
Un relámpago argénteo surgió del Trono y alcanzó el extremo oeste de la Pradera. El suelo de nubes se ennegreció, y un abismo de la más honda desesperación se abrió como un cenote justo debajo de Lucifer. Con toda su cólera impotente, él y los ángeles más próximos desaparecieron.
Los ángeles que aún no habían elegido tampoco pudieron mantenerse aferrados al Cielo y cayeron al abismo. Gabbe fue uno de ellos, Arriane y Cam también, así como otros de los mejores amigos de Daniel: daños colaterales provocados por su decisión. Incluso su antiguo yo, con los ojos muy abiertos, fue arrastrado hacia el agujero negro y engullido por él.
Una vez más, Daniel no había podido hacer nada para impedir que sucediera.
Sabía que los ángeles caídos tardarían nueve días en llegar a la Tierra. Nueve días que él no podía permitirse el lujo de pasar sin encontrarla. Se arrojó al abismo.
Al borde del vacío, miró abajo y vio un punto de luz, a mayor distancia de la que era posible imaginar. No era un ángel, sino una bestia con unas alas enormes más negras que la noche. Y volaba hacia él, hacia arriba. ¿Cómo?
Acababa de ver a Lucifer en el Cielo, en el Juicio. Había sido el primero en caer y debería estar muy abajo. Aun así, no podía ser nadie más. Daniel enfocó bien la vista, y las alas le ardieron de la raíz a las puntas cuando advirtió que la bestia llevaba a alguien bajo el ala.
—¡Lucinda! —gritó, pero la bestia ya la había soltado.
Todo su mundo se detuvo.
No vio hacia dónde se dirigía Lucifer después de aquello porque se había lanzado en pos de Luce. Reconocía el brillante fuego de su alma. Se precipitó al abismo, con las alas pegadas al cuerpo para alcanzar una velocidad inimaginable. Caía tan deprisa que el mundo se emborronó a su alrededor. Extendió los brazos y…
La cogió.
De inmediato, echó las alas hacia delante para protegerla como si fueran un escudo. Al principio, ella pareció alarmada, como si acabara de despertar de una horrible pesadilla, y lo miró intensamente a los ojos mientras exhalaba todo el aire que tenía en los pulmones. Le tocó la mejilla, le pasó los dedos por las crestas plumosas de las alas.
—Por fin. —Daniel respiró muy cerca de ella y halló sus labios.
—Me has encontrado —susurró Luce.
—Siempre.
Por debajo de ellos, la masa de ángeles caídos iluminó el cielo como un millar de estrellas radiantes. Parecía que una fuerza de atracción invisible los mantuviera unidos mientras se aferraban unos a otros durante la larga caída del Cielo. Era trágico e imponente. Por un momento, pareció que todos vibraban y ardían con hermosa perfección. Mientras él y Luce miraban, un relámpago negro cruzó el cielo y pareció envolver la luminosa masa de ángeles caídos.
Luego, todo salvo Luce y Daniel se volvió negro. Como si todos los ángeles, de golpe, se hubieran colado por un hueco del cielo.