19

Ataduras mortales

Menfis, Egipto

Peret, «La estación de la siembra» (otoño, aproximadamente, 3100 a. C.)

—¡Eh, tú! —bramó una voz cuando Luce cruzó el umbral de la Anunciadora—. Me apetece vino. En una bandeja. Y tráeme los perros. No, los leones. No, los dos.

Se hallaba en una inmensa estancia blanca con paredes de alabastro y recias columnas que sustentaban un alto techo. El aire olía ligeramente a carne asada.

La estancia estaba vacía salvo por una alta tarima tapizada de piel de antílope situada al fondo. Encima había un colosal trono de mármol provisto de cojines verdes afelpados con un blasón decorativo en el respaldo que representaba dos cuernos de marfil entrecruzados.

El hombre sentado en el trono, con los ojos perfilados con kohl, el musculoso torso desnudo, fundas de oro en la dentadura, los dedos enjoyados y una torre de pelo del color del ébano, se dirigía a ella. Había dejado de mirar a su escriba, un hombre de labios finos con túnica azul y un pergamino en la mano, y ambos la observaban.

Luce se aclaró la garganta.

—Sí, faraón —le susurró Bill al oído—. Tú solo di «Sí, faraón».

—¡Sí, faraón! —gritó Luce desde el otro extremo de aquella estancia interminable.

—Bien —dijo Bill—. ¡Ahora, lárgate!

Luce retrocedió por un portal oscuro y se encontró en un patio interior con un estanque en el centro. El aire era fresco, pero el sol caía de pleno y quemaba las hileras de lirios en maceta que bordeaban el camino. El patio era inmenso, pero, para su sorpresa, Luce y Bill lo tenían para ellos solos.

—Este sitio es un poco raro, ¿no? —Luce se mantuvo cerca de las paredes—. El faraón ni siquiera ha parecido alarmado de verme aparecer de la nada.

—Es demasiado importante para tomarse la molestia de fijarse en las personas. Ha percibido algún movimiento por el rabillo del ojo y ha deducido que esa persona estaba ahí para que él la mangoneara. Nada más. Eso explica por qué tampoco ha parecido sorprenderle que lleves un atuendo bélico chino que data de dos mil años después —dijo Bill, chasqueando sus dedos de piedra. Señaló un nicho en sombra en la esquina del patio—. Quédate ahí y te traeré algo un poco más in.

Antes de que Luce pudiera quitarse la voluminosa armadura del rey Shang, Bill ya estaba de vuelta con un sencillo vestido egipcio recto de color blanco. La ayudó a quitarse las prendas de cuero y le puso el vestido por la cabeza. Este le dejaba un hombro al descubierto y se ataba en la cintura. La estrecha falda le llegaba por debajo de las rodillas.

—¿No se te olvida algo? —dijo Bill con extraña intensidad.

—Oh. —Luce buscó la flecha estelar de punta roma que se había quedado entre la ropa de Shang. Cuando la sacó, le pareció mucho más pesada de lo que sabía que era.

—¡No toques la punta! —se apresuró a decir Bill mientras la envolvía en una tela y la ataba—. No aún.

—Creía que solo hería a los ángeles. —Luce ladeó la cabeza al recordar la batalla contra los Proscritos, la flecha estelar que había rebotado en el brazo de Callie sin hacerle ni un rasguño, la advertencia de Daniel de que se mantuviera fuera de su alcance.

—Quien te dijo eso no te dijo toda la verdad —afirmó Bill—. Solo afecta a los inmortales. Hay una parte de ti que es inmortal: la parte de la maldición, tu alma. Es la parte que vas a matar, ¿te acuerdas? Para que tu yo mortal, Lucinda Price, pueda seguir adelante y tener una vida normal.

—Si es que mato mi alma —repuso Luce mientras se guardaba la flecha estelar bajo el vestido. Pese a la basta tela que la envolvía, estaba caliente—. Aún no me he decidido…

—Pensaba que estábamos de acuerdo. —Bill tragó saliva—. Las flechas estelares son muy valiosas. No te la habría dado a menos que…

—Vamos a buscar a mi antiguo yo.

El extraño silencio del palacio no era lo único inquietante: algo no iba bien entre Luce y Bill. Desde que él le había dado la flecha de plata, estaban crispados.

Bill respiró hondo.

—Vale. Antiguo Egipto. Estamos en Menfis, la capital, a principios del período dinástico. Hemos retrocedido bastante en el tiempo, unos cinco mil años desde que Luce Price honra al mundo con su esplendorosa presencia.

Luce puso los ojos en blanco.

—¿Dónde está mi antiguo yo?

—¿Por qué me molesto en darle clases de historia? —preguntó Bill a un público imaginario—. Lo único que quiere saber siempre es dónde está su antiguo yo. Su egocentrismo da asco.

Luce se cruzó de brazos.

—Si fueras a matar tu alma, creo que querrías hacerlo antes de que puedas cambiar de opinión.

—Entonces, ¿estás decidida? —Parecía que Bill tuviera sobrealiento—. Oh. Vamos, Luce. Esto es lo último que hacemos juntos. Pensaba que querrías conocer los detalles, por los viejos tiempos. Tu vida aquí fue una de las más románticas de todas. —Se agachó en el hombro de Luce, como si fuera a narrar un cuento—. Tú eres una esclava que se llama Layla. Llevas una vida protegida y solitaria. Nunca has cruzado las paredes de este palacio. Hasta que, un día, entra el apuesto nuevo jefe del ejército… ¿adivinas quién es?

Bill la siguió volando cuando ella dejó las ropas militares en el nicho y echó a andar por el borde del estanque.

—Tú y tu gallardo Donkor, llamémoslo Don a secas, os enamoráis, y todo es de color de rosa salvo por una cruel realidad: Don está prometido con la malvada hija del faraón, Auset. Un drama, ¿no?

Luce suspiró. Siempre había alguna complicación. Otra razón para poner fin a todo aquello. Daniel no debería estar encadenado a un cuerpo terrenal ni verse mezclado en inútiles dramas mortales solo para poder estar con ella. No era justo para él. Llevaba demasiado tiempo sufriendo. Ella podía acabar con eso. Encontraría a Layla y se uniría a su cuerpo. Después, Bill le explicaría cómo matar su alma maldita, y Daniel sería libre.

Había estado paseándose por el patio rectangular, cavilando. Cuando dobló por el tramo del camino más próximo al estanque, la agarraron por la muñeca.

—¡Te he pillado! —La muchacha que la había cogido era delgada y musculosa, con las facciones sensuales y expresivas bajo capas de maquillaje. Llevaba al menos diez aros de oro en las orejas y un pesado colgante de oro en el cuello, adornado con medio kilo de piedras preciosas.

La hija del faraón.

—Yo… —comenzó a decir Luce.

—¡No te atrevas a decir una palabra! —vociferó Auset—. ¡El sonido de tu patética voz es como piedra pómez para mis oídos! ¡Guardia!

Apareció un hombre descomunal. Tenía una cola de caballo y los brazos más recios que las piernas de Luce. Llevaba una larga lanza de madera que terminaba en una hoja de cobre afilada.

—Arréstala —dijo Auset.

—Sí, alteza —rugió el guardia—. ¿Con qué motivo, alteza?

La pregunta encendió de rabia a la hija del faraón.

—Hurto. De mis objetos personales.

—La encarcelaré hasta que el consejo dicte sentencia.

—Ya hemos hecho eso una vez —dijo Auset—. Y, no obstante, ella sigue aquí, como un áspid, capaz de escurrirse por muy bien atada que esté. Tenemos que encerrarla en un sitio del que no pueda escapar nunca.

—Estará vigilada todo el tiempo…

—Eso no bastará. —Algo siniestro mudó la expresión de Auset—. No quiero volver a ver a esta muchacha jamás. Enciérrala en la tumba de mi abuelo.

—Pero, alteza, nadie salvo el sumo sacerdote puede…

—Por eso mismo, Kafele —le interrumpió Auset, con una sonrisa—. Arrójala por las escaleras y cierra la puerta. Cuando el sumo sacerdote entre esta tarde para oficiar la ceremonia que sellará la tumba, encontrará a esta saqueadora y la castigará como juzgue más apropiado. —Tiró de Luce hacia sí y se mofó—: Descubrirás qué les pasa a los que tratan de robar a la familia real.

Don. Se refería a que Layla trataba de robarle a Don.

A Luce le daba igual que la encerraran y tiraran la llave, siempre que antes tuviera ocasión de fusionarse con Layla. De lo contrario, ¿cómo podría liberar a Daniel? Bill revoloteaba de un lado a otro, maquinando, tamborileando con los dedos en su labio de piedra.

El guardia sacó un par de esposas de la bolsa que llevaba en el cinto y se las puso a Luce.

—Me encargaré de esto personalmente —dijo Kafele. Dio un tirón a la cadena y se la llevó.

—¡Bill! —susurró Luce—. ¡Tienes que ayudarme!

—Ya se nos ocurrirá algo —murmuró Bill mientras el guardia arrastraba a Luce por el patio.

Entraron en un oscuro pasillo donde había una enorme escultura de Auset de hierática belleza.

Cuando Kafele se volvió para mirar a Luce por estar hablando sola, su larga coleta le rozó la cara y le dio una idea.

El guardia no lo vio venir. Luce alzó las manos esposadas, le tiró del pelo con fuerza y le clavó las uñas en la cabeza. Él chilló y cayó al suelo de espaldas, sangrando por un largo arañazo en el cuero cabelludo. Después, Luce le propinó un fuerte codazo en el estómago.

Kafele gruñó y se dobló por la mitad. Soltó la lanza.

—¿Puedes quitarme las esposas? —susurró Luce a Bill.

La gárgola arqueó las cejas y disparó un corto rayo negro que evaporó las esposas. Luce tenía las muñecas calientes, pero era libre.

—Vaya —dijo mientras se las miraba. Recogió la lanza. Giró sobre sus talones para clavársela a Kafele en el cuello.

—¡Me he adelantado, Luce! —gritó Bill. Cuando ella se volvió, Kafele estaba tendido en el suelo boca arriba con las muñecas encadenadas al tobillo de piedra de la escultura de Auset.

Bill se sacudió el polvo de las manos.

—Trabajo de equipo. —Miró al pálido guardia—. Más vale que nos demos prisa. No va a tardar en utilizar las cuerdas vocales. Ven conmigo.

Bill echó a volar por el oscuro pasillo. Subieron un tramo ascendente de escaleras de arenisca y recorrieron otro pasillo alumbrado por lámparas de estaño y bordeado por figuras de arcilla que representaban halcones e hipopótamos. Un par de guardias se asomaron al pasillo, pero, antes de que vieran a Luce, Bill la empujó por una puerta que tenía una cortina de juncos.

Luce se encontraba en un dormitorio. Columnas de piedra esculpidas para representar haces de tallos de papiro se erigían hasta un techo bajo. Había un palanquín de madera con incrustaciones de marfil junto a una ventana abierta enfrente de una cama estrecha, que era de madera labrada y estaba decorada con tanto pan de oro que brillaba.

—¿Qué hago ahora? —Luce se pegó a la pared por si alguien se asomaba al pasar—. ¿Dónde estamos?

—Este es el aposento del comandante.

Antes de que Luce pudiera deducir que Bill se refería a Daniel, una mujer separó la cortina de junco y entró.

Luce se estremeció.

Layla llevaba un vestido blanco igual de ceñido que el suyo. Sus cabellos eran abundantes, lisos y lustrosos. Llevaba una peonía blanca detrás de la oreja.

Con el corazón encogido, Luce la vio dirigirse al tocador de madera y rellenar la lámpara con el aceite de un bote que llevaba en una bandeja negra de resina. Aquella sería la última vida que Luce visitaría, aquel sería el cuerpo en el que se separaría de su alma para poner fin a todo.

Cuando Layla se volvió para rellenar las lámparas que había junto a la cama, reparó en Luce.

—Hola —susurró con voz ronca—. ¿Buscas a alguien? —El kohl que le perfilaba los ojos resultaba mucho más natural que el maquillaje de Auset.

—Sí. —Luce no perdió tiempo. Cuando fue a cogerla por la muñeca, Layla miró alarmada hacia la puerta y la cara se le crispó.

—¿Quién es?

Luce se volvió y solo vio a Bill. La gárgola tenía los ojos como platos.

—¿Lo… —Luce miró a Layla con la boca abierta— lo ves?

—¡No! —exclamó Bill—. Habla de los pasos que oye en el pasillo. Más vale que te des prisa, Luce.

Luce se dio la vuelta y cogió la cálida mano de su antiguo yo. El bote de aceite cayó al suelo, y Layla contuvo un grito. Trató de soltarse, pero entonces ocurrió.

La sensación de vacío en el estómago ya casi le resultó familiar. La habitación comenzó a dar vueltas y más vueltas, y lo único que no se desenfocó fue la muchacha que tenía delante. Sus cabellos azabache y sus ojos con motas doradas, sus mejillas todavía encendidas de amor. Confusa, Luce parpadeó, Layla parpadeó, y al otro lado del parpadeo…

El suelo dejó de moverse. Luce se miró las manos. Las manos de Layla. Le temblaban.

Bill había desaparecido. Pero tenía razón. Se oían pasos en el pasillo.

Se agachó para recoger el bote y se alejó de la puerta para verter aceite en la lámpara. Era mejor que nadie la viera haciendo algo que no fuera su trabajo.

Los pasos cesaron detrás de ella. Unas cálidas yemas le acariciaron los brazos mientras un firme torso se apretaba contra su espalda. Daniel. Percibió su brillo sin necesidad de darse la vuelta. Cerró los ojos. Los brazos de él la envolvieron por la cintura, y sus suaves labios le recorrieron lentamente el cuello y se detuvieron justo debajo de su oreja.

—Te he encontrado —susurró.

Luce se volvió despacio en sus brazos. Verlo la dejó sin respiración. Aún era su Daniel, por supuesto, pero tenía la piel del mismo color que el chocolate fundido y llevaba el negro cabello ondulado muy corto. Solo vestía un exiguo taparrabos de lino, unas sandalias de piel y una gargantilla de plata en el cuello. Sus profundos ojos violeta la recorrieron de arriba abajo, felices.

Él y Layla estaban profundamente enamorados.

Luce apoyó la mejilla en su pecho y contó los latidos de su corazón. ¿Sería esa la última vez que ella haría eso, la última vez que él la abrazaría contra su corazón? Luce estaba a punto de hacer lo correcto, lo correcto para Daniel. Pero, aun así, pensar en ello la hacía sufrir. ¡Le quería! Si aquel viaje le había enseñado alguna cosa, era cuánto amaba a Daniel Grigori. No parecía justo que se viera obligada a tomar aquella decisión.

Pero allí estaba.

En el Antiguo Egipto.

Con Daniel. Por última vez. A punto de liberarlo.

Las lágrimas le empañaron los ojos cuando él le besó tiernamente la cabeza.

—No estaba seguro de que fuéramos a tener ocasión de despedirnos —dijo—. Me marcho esta tarde para combatir en Nubia.

Cuando Luce lo miró, Daniel acunó sus mejillas húmedas entre sus manos.

—Layla, volveré antes de la siega. Por favor, no llores. En menos de nada, estarás otra vez colándote de noche en mi aposento con bandejas de granadas, igual que siempre. Lo prometo.

Luce respiró hondo y se estremeció.

—Adiós.

—Adiós, por ahora. —Daniel se puso serio—. Dilo, «adiós, por ahora».

Ella negó con la cabeza.

—Adiós, amor mío. Adiós.

La cortina de junco se abrió. Layla y Don se separaron cuando un grupo de guardias con las lanzas en ristre irrumpió en el aposento. Kafele encabezaba la comitiva y estaba rojo de cólera.

—Apresad a la muchacha —dijo, señalando a Luce.

—¿Qué pasa? —gritó Daniel mientras los guardias rodeaban a Luce y la esposaban—. Os ordeno que os detengáis. Quitadle las esposas.

—Lo siento, comandante —dijo Kafele—. Órdenes del faraón. Ya deberíais saberlo: cuando la hija del faraón no está contenta, tampoco lo está el faraón.

Se llevaron a Luce mientras Daniel gritaba:

—¡Iré a buscarte, Layla! ¡Te encontraré!

Luce sabía que era cierto. ¿No era así como ocurría siempre? Se conocían, ella se metía en líos, y él aparecía para sacarla del apuro, año sí, año también, por toda la eternidad, el ángel que aparecía en el último momento para rescatarla. Se cansaba solo de pensarlo.

Pero esa vez, cuando Daniel llegara, ella tendría la flecha estelar a punto. La perspectiva le contrajo dolorosamente el estómago. Volvió a sentirse al borde de las lágrimas, pero se contuvo. Al menos, había conseguido despedirse.

Los guardias la acompañaron por una interminable serie de pasillos antes de salir al exterior, donde hacía un sol de justicia. La condujeron por calles hechas de piedras planas desiguales, salieron de la ciudad por una monumental puerta abovedada y pasaron por delante de pequeñas casas de arenisca y limosos campos de labranza. La arrastraban hacia una enorme colina dorada.

Hasta que estuvieron cerca, Luce no se dio cuenta de que era una estructura construida por el hombre. La necrópolis, advirtió al mismo tiempo que el miedo confundía los pensamientos de Layla. Todos los egipcios sabían que aquella era la tumba del último faraón, Meni. Nadie salvo unos cuantos sumos sacerdotes, y los muertos, osaba acercarse al lugar donde eran sepultados los cuerpos de la realeza. Estaba cerrado con conjuros y encantamientos, algunos para guiar a los muertos en su viaje a la otra vida, y otros para ahuyentar a todos los seres vivos que se atrevieran a acercarse. Hasta los guardias que la acompañaban parecieron ponerse nerviosos conforme se aproximaban.

Pronto estuvieron en la entrada de una tumba piramidal hecha de ladrillos de barro cocido. Todos salvo dos de los guardias más fornidos se quedaron fuera. Kafele empujó a Luce para que entrara en un oscuro pasadizo y bajara por unas escaleras aún más oscuras. El otro guardia los siguió con una tea encendida.

La luz de la tea vaciló en las paredes de piedra. Había jeroglíficos pintados en ellas, y Layla leyó algún que otro fragmento suelto de oraciones a Tait, la diosa del tejido, en el que se le pedía ayuda para que conservara intactas las almas de los faraones durante su viaje a la otra vida.

Cada pocos pasos, había pasadizos ciegos: hondos huecos en las paredes de piedra. Luce advirtió que algunos de ellos habían conducido a la última morada a miembros de la familia real. Estaban sellados con piedra y grava para que ningún mortal pudiera franquearlos.

Comenzó a refrescar, la luz menguaba. El aire se impregnó de un desvaído olor a muerte. Cuando llegaron a la única puerta sin sellar situada al final del pasadizo, el guardia que llevaba la tea no quiso continuar («No estoy dispuesto a que los dioses me maldigan por la insolencia de esta muchacha»), de modo que Kafele siguió solo: descorrió el cerrojo de piedra que atrancaba la puerta y un fuerte olor avinagrado envenenó el aire.

—¿Sigues pensando que tienes alguna posibilidad de escapar? —preguntó a Luce mientras le quitaba las esposas y la empujaba al interior.

—Sí —susurró ella para sus adentros cuando el guardia cerró la pesada puerta desde fuera y volvió a atrancarla—. Solo una.

Estaba sola en la oscuridad, y el frío le arañaba la piel.

Entonces oyó un chasquido, un roce de piedra contra piedra reconocible, y una lucecilla dorada brilló en el centro de la cámara. Estaba acunada entre las pétreas manos de Bill.

—Hola, hola. —La gárgola voló hasta una pared de la cámara e introdujo la bola de fuego en una suntuosa lámpara de piedra pintada de morado y verde—. Volvemos a vernos.

Cuando Luce se habituó a la oscuridad, lo primero que vio fueron los jeroglíficos de la pared. Eran iguales que los del pasadizo, con la única salvedad de que, en estos, las oraciones estaban dedicadas al faraón: «No os descompongáis. No os pudráis. Ascended a las Estrellas Imperecederas». Había arcas imposibles de cerrar porque rebosaban monedas de oro y centelleantes gemas anaranjadas. Una enorme colección de obeliscos se extendía ante ella. Al menos diez perros y gatos embalsamados parecían mirarla de hito en hito.

La cámara era inmensa. Luce dio vueltas alrededor de unos muebles de dormitorio, entre ellos un tocador repleto de cosméticos. Había una paleta votiva con una serpiente bicéfala cincelada en el frente. Los cuellos entrelazados formaban un hueco en la piedra negra que contenía sombra de ojos de un intenso color azul.

Bill la observó mientras la cogía.

—Hay que ponerse guapo para la otra vida.

Estaba sentado en la cabeza de una escultura del anterior faraón, cuyo realismo era asombroso. La mente de Layla le dijo que aquella escultura representaba su ka, su alma, y vigilaría la tumba: el faraón de carne y hueso yacía momificado detrás de ella. Dentro del sarcófago de arenisca habría varios ataúdes encajados unos en otros, y dentro del más pequeño yacería el faraón embalsamado.

—Ten cuidado —le advirtió Bill. Luce no se había dado cuenta siquiera de que tenía las manos apoyadas en un cofrecito de madera—. Contiene las vísceras del faraón.

Luce se apartó rápidamente y sacó la flecha estelar de debajo de su vestido. Cuando la cogió, el astil le calentó los dedos.

—¿Seguro que va a dar resultado?

—Si prestas atención y haces lo que digo —respondió Bill—. Veamos. El alma reside en el mismo centro de tu ser. Para llegar a ella, debes pasarte la flecha por la mitad del pecho, en el momento justo, cuando Daniel te besa y tú notas que empiezas a calentarte. Después, tú, Lucinda Price, te separarás de tu antiguo yo, como siempre, pero tu alma maldita se quedará atrapada en el cuerpo de Layla, donde se quemará y desaparecerá.

—Estoy… estoy asustada.

—Tranquila. Es como cuando te quitan el apéndice. Estás mejor sin él. —Bill se miró la muñeca gris y vacía—. Según mi reloj, Don llegará de un momento a otro.

Luce se colocó la punta de la flecha en el pecho. Los grabados circulares le hicieron cosquillas bajo los dedos. Las manos le temblaron con nerviosismo.

—Tranquilízate. —Luce tuvo la sensación de que la voz de Bill se había alejado.

Intentaba prestarle atención, pero solo oía los pálpitos de su corazón. Tenía que hacer aquello. No había más remedio. Por Daniel. Para librarlo de un castigo que solo sufría por ella.

—Vas a tener que darte mucha más prisa cuando llegue el momento o Daniel te detendrá. Un rápido corte en tu alma. Notarás que algo se separa, una corriente de aire frío, y luego… ¡pum!

—¡Layla! —Don apareció ante ella. La puerta seguía cerrada. ¿Por dónde había entrado?

A Luce le temblaron las manos, y la flecha estelar se le cayó al suelo. La recogió con rapidez y volvió a esconderla bajo el vestido. Bill había desaparecido. Pero Don estaba… Daniel estaba justo donde ella quería.

—¿Qué haces aquí? —La voz se le quebró por la tensión de tener que fingirse sorprendida de verlo.

Él no pareció darse cuenta. Corrió a su lado y la abrazó.

—Salvarte la vida.

—¿Cómo has entrado?

—No te preocupes por eso. Ningún mortal, ninguna losa, puede ser un obstáculo para un amor tan verdadero como el nuestro. Siempre te encontraré.

Envuelta en sus brazos broncíneos, el instinto de Luce era sentirse reconfortada. Pero en aquel momento no podía. Tenía el corazón confuso y frío. Aquella felicidad fácil, aquella sensación de total confianza, todas las maravillosas emociones que Daniel le había enseñado a experimentar en cada vida, eran una tortura para ella en ese momento.

—No temas —susurró él—. Deja que te explique, amor mío, qué sucede después de esta vida. Tú regresas, tú resucitas. Tu renacimiento es hermoso y real. Tú vuelves a mí, una y otra vez…

La luz de la lámpara vaciló, y sus ojos violeta centellearon. Luce sintió el calor de su cuerpo apretado contra el suyo.

—Pero muero una y otra vez.

—¿Qué? —Daniel ladeó la cabeza. Incluso cuando su físico le resultaba tan exótico, Luce siempre reconocía sus expresiones: aquella adoración desconcertada cuando ella expresaba algo que él no esperaba que entendiera—. ¿Cómo…? Da igual. Da lo mismo. No importa. Lo que importa es que volveremos a estar juntos. Siempre nos encontraremos, siempre nos amaremos, pase lo que pase. Jamás te abandonaré.

Luce se arrodilló en las escaleras de piedra. Ocultó la cara entre las manos.

—No sé cómo lo soportas. Una y otra vez, la misma tristeza…

Él la levantó del suelo.

—El mismo éxtasis…

—El mismo fuego que lo extingue todo…

—La misma pasión que vuelve a encenderlo todo. Tú no lo sabes. No puedes recordar lo maravilloso…

—Lo he visto. Lo sé.

Ahora tenía toda la atención de Daniel. Él no parecía seguro de si creerla o no, pero, al menos, la escuchaba.

—¿Y si no hay ninguna esperanza de que algo cambie? —preguntó Luce.

—Esperanza es lo único que hay. Un día, tú sobrevivirás. Esa verdad absoluta es lo único que me da fuerzas para seguir adelante. Jamás renunciaré a ti. Aunque esto dure eternamente. —Le enjugó las lágrimas con el dedo pulgar—. Te querré con toda mi alma, en todas las vidas, en todas las muertes. Nada me atará salvo mi amor por ti.

—Pero es muy duro. ¿No es duro para ti? ¿No has pensado alguna vez…? ¿Y si…?

—Un día, nuestro amor vencerá este ciclo siniestro. Eso lo es todo para mí.

Luce lo miró y vio el brillo del amor en sus ojos. Estaba convencido de lo que decía. No le importaba volver a pasar por el mismo sufrimiento; seguiría adelante, la perdería una y otra vez, alentado por la esperanza de que algún día sobrevivirían a aquello. Sabía que estaban malditos, pero seguía intentándolo, y siempre lo haría.

Su entrega a ella, a ellos, le despertó un sentimiento al que creía haber renunciado.

No obstante, aún tenía objeciones: aquel Daniel no sabía qué desafíos les aguardaban, cuántas lágrimas derramarían con el paso de los siglos. No sabía que Luce lo había visto en sus momentos de más honda desesperación. Qué le haría el dolor de sus muertes.

Pero por otra parte…

Luce sí lo sabía. Y aquello lo cambiaba todo.

Los peores momentos de Daniel la habían aterrorizado, pero las cosas habían cambiado. Se sentía comprometida con su amor desde el principio, pero ahora sabía cómo protegerlo. Lo había contemplado desde muchas perspectivas distintas. Lo comprendía de un modo que jamás había creído posible. Si Daniel desfallecía en algún momento, ella podría levantarle el ánimo.

Lo había aprendido del mejor maestro, el propio Daniel. Había estado a punto de matar su alma, de borrar su amor para siempre, pero cinco minutos con él la habían devuelto a la vida.

Algunas personas se pasaban la vida entera buscando un amor como aquel.

Ella lo había tenido desde el principio.

El futuro no le deparaba ninguna flecha estelar. Solo a Daniel. Su Daniel, al que había dejado en el patio de sus padres en Thunderbolt. Tenía que marcharse.

—Bésame —susurró.

Daniel estaba sentado en las escaleras, con las piernas separadas lo justo para que Luce se deslizara en el hueco. Ella se arrodilló y se puso de cara a él. Sus frentes se tocaban. Y las puntas de sus narices.

Daniel le cogió las manos. Parecía querer decirle alguna cosa, pero no encontraba palabras.

—Por favor… —suplicó ella mientras acercaba sus labios a los de él—. Bésame y libérame.

Daniel la levantó y la sentó en su regazo para abrazarla. Sus labios hallaron los de ella. Eran tan dulces como el néctar. Luce gimió cuando una corriente de alegría inundó todas las fibras de su ser. La muerte de Layla estaba cerca, ella lo sabía, pero jamás se sentía tan segura ni tan viva como cuando Daniel la estrechaba entre sus brazos.

Entrelazó las manos en la nuca de Daniel y palpó los firmes músculos de sus hombros, las diminutas cicatrices que protegían sus alas. Las manos de Daniel le recorrieron la espalda, le despeinaron los largos cabellos. Cada caricia la extasiaba, cada beso era tan maravilloso y puro que le daba vértigo.

—Quédate conmigo —suplicó Daniel. Tenía las facciones tensas, y sus besos se habían vuelto más ardientes, más desesperados.

Debía de haber notado el calor del cuerpo de Luce. El calor que había surgido de su centro, se le había extendido al pecho y le había encendido las mejillas. Luce tenía lágrimas en los ojos. Lo besó con más pasión. Ya había vivido aquello muchas veces, pero, por algún motivo, se sentía distinta.

De repente, Daniel desplegó las alas y la envolvió hábilmente en ellas, una blanda cuna blanca que los mantenía unidos.

—¿Lo crees de verdad? —susurró ella—. ¿Que un día sobreviviré?

—Con toda mi alma —respondió él mientras le cogía la cara entre las manos y ceñía sus alas alrededor de ambos—. Te esperaré el tiempo que haga falta. Te querré eternamente, en todo momento.

Luce había empezado a arder. Lloró de dolor y se retorció en los brazos de Daniel mientras el calor la inundaba. Le estaba quemando la piel, pero él no la soltó ni un instante.

Había llegado la hora. La flecha estelar estaba escondida bajo su vestido y aquel era el momento en que debería utilizarla. Pero jamás renunciaría a Daniel. No cuando sabía que, por muy duro que fuera, él jamás renunciaría a ella.

La piel comenzó a ampollársele. El calor era tan brutal que no pudo hacer nada aparte de tiritar.

Y, después, solo pudo gritar.

Layla ardió y, mientras las llamas devoraban su cuerpo, Luce sintió que su propio cuerpo y el alma que compartían se separaban y buscaban el modo más rápido de eludir aquel calor implacable. La columna de fuego se tornó más alta y ancha, hasta que llenó la cámara y el mundo, hasta que lo fue todo y Layla no fue nada.

Luce esperaba oscuridad y halló luz.

¿Dónde estaba la Anunciadora? ¿Seguía dentro de Layla?

El fuego aún ardía. En vez de apagarse, se estaba propagando. Las llamas devoraron la oscuridad y ascendieron hacia el cielo como si la propia noche fuera inflamable, hasta que Luce solo vio su resplandor rojo y dorado.

En todas las otras muertes de sus antiguos yoes, Luce había regresado a la Anunciadora de inmediato. Algo había cambiado, algo que la inducía a ver cosas que no podían ser ciertas.

Unas alas en llamas.

—¡Daniel! —gritó. Las supuestas alas de Daniel surcaron las lenguas de fuego y se prendieron, pero no ardieron, como si estuvieran hechas de fuego. Lo único que Luce distinguía eran alas blancas y ojos violeta—. ¿Daniel?

El fuego avanzó en la oscuridad como una ola gigantesca en un océano. Rompió contra una orilla invisible y cubrió violentamente a Luce, primero el cuerpo, después la cabeza, antes de seguir su avance.

Luego, como si alguien hubiera apagado una vela con los dedos, se oyó un silbido y todo se tornó oscuro.

Un viento frío se levantó detrás de ella. Se le puso la piel de gallina. Se abrazó el cuerpo, levantó las rodillas y se sobresaltó al advertir que no había nada bajo sus pies. No estaba volando, sino solo flotando, a la deriva. Aquella oscuridad no era una Anunciadora. No había utilizado la flecha estelar, pero ¿había, de algún modo… muerto?

Tenía miedo. No sabía dónde estaba, solo que estaba sola.

No. Había alguien más. Unos arañazos. Una débil luz gris.

—¡Bill! —gritó al verlo, tan aliviada que se echó a reír—. Oh, gracias a Dios. Creía que estaba perdida. Creía… Oh, da igual. —Respiró hondo—. No he sido capaz de hacerlo. No he podido matar mi alma. Encontraré otra forma de romper la maldición. Daniel y yo… No voy a renunciar a esto.

Bill estaba lejos, pero se acercó, trazando bucles en el aire. Cuanto más se aproximaba, más grande parecía. Fue aumentando de tamaño hasta ser dos, tres, diez veces más grande que la pequeña gárgola de piedra con la que Luce había viajado. Entonces comenzó la verdadera metamorfosis.

Dos alas de color azabache más gruesas y carnosas le brotaron de los omóplatos e hicieron añicos sus conocidas alitas de piedra. Las arrugas de la frente se le ahondaron y se le extendieron por todo el cuerpo hasta que pareció espantosamente viejo. Las garras de las manos y los pies le crecieron y se volvieron más puntiagudas y amarillas.

Centellearon en la oscuridad, afiladas como cuchillas. El pecho se le hinchó y se le llenó de un recio vello negro y rizado mientras seguía aumentando de tamaño hasta ser infinitamente más grande.

Luce se esforzó por contener el gemido que le anegaba la garganta. Y lo consiguió, hasta el momento en que los pétreos ojos grises de Bill, apagados por capas de cataratas, enrojecieron y brillaron tanto como el fuego.

Entonces gritó.

—Siempre has elegido mal. —La voz de Bill se había vuelto monstruosa, grave, flemosa y áspera, no solo para los oídos de Luce, sino para su alma. Su aliento era como una bofetada y hedía a muerte.

—Eres… —Luce no pudo terminar la frase. Solo había una palabra para la malévola criatura que tenía delante, y la idea de pronunciarla en voz alta resultaba aterradora.

—¿El malo de la película? —Bill se rió entre dientes—. ¡Sorpreeesa! —Alargó tanto la «e» de la palabra que Luce estuvo segura de que se pondría a toser, aunque no lo hizo.

—Pero me has enseñado muchísimas cosas. Me has ayudado a comprender… ¿Qué motivos podías tener…? ¿Cómo…? ¿Desde el principio?

Apreciaba a Bill, por muy bribón y repugnante que fuera. Había confiado en él, lo había escuchado, casi había matado su alma por hacerle caso. Y eso le dolía. Había estado a punto de perder a Daniel por culpa de Bill. A lo mejor aún perdía a Daniel por culpa de Bill. Pero él no era Bill…

No era un mero demonio, como Steven o incluso Cam en sus peores momentos.

Era el mal encarnado.

Y estaba con ella desde el principio. No la había dejado ni a sol ni a sombra.

Trató de no mirarlo, pero su oscuridad lo impregnaba todo. Parecía que Luce estuviera flotando en un cielo nocturno, aunque todas las estrellas estaban a una distancia increíble; no había ni rastro de la Tierra. Cerca de ella, había zonas más negras, espirales de oscuridad. Y de vez en cuando aparecía un destello de luz, un rayo de esperanza. Luego, la luz se desvanecía.

—¿Dónde estamos? —preguntó.

Satanás se burló de la futilidad de su pregunta.

—En ningún sitio —respondió. Su voz ya no tenía el conocido tono de su compañero de viaje—. En el tenebroso núcleo de nada en el centro de todo. Ni en el Cielo ni en el Infierno ni en la Tierra. Un siniestro lugar de tránsito. Nada que tu mente pueda comprender aún, así que, probablemente —sus ojos enrojecidos parecieron abultarse—, para ti solo es un lugar espeluznante.

—¿Qué son esos destellos de luz? —preguntó Luce mientras trataba de disimular cuán espeluznante le parecía aquel lugar. Ya había visto al menos cuatro: radiantes incendios que surgían de la nada y enseguida eran engullidos por regiones más oscuras del cielo.

—Oh, eso. —Bill observó un destello que resplandeció por encima del hombro de Luce y se desvaneció—. Ángeles en ruta. Demonios en ruta. Una noche ajetreada, ¿verdad? Parece que todo el mundo va a alguna parte.

—Sí. —Luce había estado esperando otra explosión de luz en el cielo. Cuando ocurrió, proyectó una sombra y ella la atrapó, desesperada por moldear una Anunciadora antes de que la luz se extinguiera—. Yo incluida.

La Anunciadora se expandió rápidamente en sus manos, tan pesada, urgente y flexible que, por un momento, creyó que lo conseguiría.

Pero algo la agarró por detrás. Bill la tenía sujeta en una de sus sucias garras.

—Aún no estoy listo para despedirme de ti —susurró con una voz que la hizo temblar—. ¿Sabes?, te he cogido cariño. No, espera, no es eso. Siempre te he… tenido cariño.

Luce dejó que la sombra se desvaneciera entre sus dedos.

—Y, como a todos mis seres queridos, te necesito en mi presencia, sobre todo ahora, para que no malogres mis designios. De nuevo.

—Al menos, ahora me has dado un objetivo —replicó Luce, al tiempo que forcejeaba para librarse. Era inútil. Él la agarró con más fuerza, y los huesos le crujieron.

—Siempre has tenido un fuego interior. Me encanta eso de ti. —Satanás sonrió, y fue algo terrible—. Ojalá se quedara dentro tu chispa, ¿no? Algunas personas son desafortunadas en amores.

—No me hables de amor —espetó Luce—. No me puedo creer que haya hecho caso de una sola palabra de las que has dicho. Tú no sabes nada del amor.

—No es la primera vez que me lo dicen. Pero resulta que sé una cosa importante sobre el amor: tú crees que el vuestro es más grande que el Cielo y el Infierno, y que el futuro de todo depende de él. Pero te equivocas. Tu amor por Daniel Grigori es menos que insignificante. ¡No es nada!

Su rugido fue como una onda expansiva que retiró el pelo de la cara a Luce. Ella dio un grito ahogado y respiró de forma entrecortada.

—Di lo que quieras. Amo a Daniel. Siempre lo haré. Y eso no tiene nada que ver contigo.

Satanás se la acercó a los ojos enrojecidos y le arañó la piel con la afilada uña del dedo índice.

—Sé que lo amas. Se te cae la baba por él. Solo dime por qué.

—¿Por qué?

—Por qué. ¿Por qué él? Exprésalo en palabras. Transmíteme el sentimiento. Quiero conmoverme.

—Por un millón de razones. Porque sí.

Su sonrisa de dientes desiguales se hizo más hueca, y un sonido parecido a los gruñidos de mil perros surgió de sus entrañas.

—Era una prueba. Has suspendido, pero la verdad es que no es culpa tuya. Es un desafortunado efecto secundario de la maldición que pesa sobre ti. Has dejado de tomar decisiones.

—Eso no es cierto. Si haces memoria, acabo de tomar la importante decisión de no matar mi alma.

Aquello lo enojó. Luce lo percibió en su modo de dilatar las fosas nasales, en su forma de alzar el puño y hacer que un pedazo estrellado de cielo se apagara como si alguien hubiera pulsado un interruptor. Pero aquella fue la vez que tardó más en responder. Se limitó a quedarse con la mirada perdida en la profundidad de la noche.

A Luce se le ocurrió una idea horrible.

—¿Me has dicho la verdad? ¿Qué habría pasado si hubiera utilizado la flecha estelar para…? —Se estremeció, asqueada de haber estado tan cerca—. ¿Qué es todo esto para ti? ¿Quieres eliminarme para poder echarle el guante al Daniel? ¿Por eso siempre te ibas cuando estaba él? ¿Porque él te habría perseguido y…?

Satanás se rió entre dientes. Su risa debilitó el brillo de las estrellas.

—¿Crees que Daniel Grigori me da miedo? Desde luego, tienes muy buena opinión de él. Dime, ¿qué clase de ideas descabelladas te ha metido en la cabeza sobre su importancia en el Cielo?

—El mentiroso eres tú —repuso Luce—. Desde que te conozco, no has hecho más que mentir. No me extraña que todo el universo te desprecie.

—Me teme. No me desprecia. Hay una diferencia. El miedo entraña envidia. Quizá no lo creas, pero hay muchos que desean ejercer el poder que yo ejerzo. Que… me adoran.

—Tienes razón. No te creo.

—Sencillamente, no sabes lo suficiente. Sobre nada. Te he llevado a visitar tu pasado, te he mostrado la futilidad de tu existencia, con la esperanza de abrirte los ojos, y lo único que consigo de ti es «¡Daniel! ¡Quiero a Daniel!».

La arrojó a la negrura. Luce cayó y solo se detuvo cuando él la fulminó con la mirada, como si sus ojos pudieran congelar el movimiento. Satanás trazó un estrecho círculo a su alrededor, con las manos a la espalda, las alas recogidas y la cabeza vuelta hacia el cielo.

—Todo lo que ves aquí es todo lo que hay que ver. Lo ves desde lejos, sí, pero está todo: todas las vidas y mundos, y todo lo que escapa al limitado intelecto de los mortales. Míralo.

Luce lo hizo y le pareció distinto de antes. El campo de estrellas era interminable, la noche estaba salpicada de tantos puntos brillantes que había más luz que oscuridad.

—Es hermoso.

—Estoy a punto de hacer tabla rasa. —Satanás le sonrió torvamente—. Ya estoy harto de este juego.

—¿Es esto un juego para ti?

—Es un juego para él. —Pasó la mano por el cielo y dejó una oscura estela de noche—. Y me niego a ceder ante el Otro solo por una balanza cósmica. Solo porque nuestros bandos estén equilibrados.

—Equilibrados. Te refieres al equilibrio entre los ángeles caídos que se han aliado contigo y los que se han aliado con…

—No lo nombres. Pero sí, ese otro. Ahora mismo hay un equilibrio y…

—Un ángel más tiene que tomar partido —concluyó Luce al recordar la larga charla que Arriane le había dado en el restaurante de Las Vegas.

—Ajá. Salvo que esta vez no voy a dejarlo en manos del azar. He tenido poca visión con la idea de la flecha estelar, pero me he dado cuenta del error. He estado maquinando. Trazando un plan. A menudo mientras tú y alguna antigua repetición de Grigori estabais absortos en vuestros patéticos toqueteos. Así que, ¿sabes?, nadie va a poder sabotear lo que he planeado.

»Voy a hacer tabla rasa. Voy a empezar de cero. Puedo borrar los milenios anteriores a ti y a tu existencia anómala, Lucinda Price —bufó—, y volver a empezar. Y esta vez, jugaré mejor. Esta vez, ganaré.

—¿Qué significa, «hacer tabla rasa»?

—El tiempo es como una enorme pizarra, Lucinda. No hay nada escrito que una persona inteligente no pueda borrar. Es una medida drástica, sí, y hacerlo supone echar miles de años por la borda. Un gran inconveniente para todos los afectados, pero, oye, ¿qué son unos pocos milenios perdidos en la inabarcable noción de eternidad?

—¿Y eso cómo se hace? —preguntó Luce—. ¿Qué significa?

—Significa que vuelvo al principio. A la Caída. Al momento en el que todos fuimos expulsados del Cielo por ejercer el libre albedrío. Estoy hablando de la primera gran injusticia.

—¿Quieres revivir tus momentos estelares? —preguntó Luce, pero él no la escuchaba, estaba absorto en los detalles de su estratagema.

—Tú y el cargante Daniel Grigori haréis el viaje conmigo. De hecho, tu alma gemela viene hacia aquí.

—¿Qué motivo puede tener Daniel para…?

—Yo le he indicado el camino, por supuesto. Ahora, lo único que tengo que hacer es llegar a tiempo de ver cómo expulsan a los ángeles y cómo comienza su caída a la Tierra. Será un momento tan hermoso…

—¿Cómo comienza su caída? ¿Cuánto tiempo tardaron en caer?

—Nueve días, según algunas versiones —murmuró Satanás—, pero a los expulsados nos pareció una eternidad. ¿Nunca se lo has preguntado a tus amigos? Cam. Roland. Arriane. ¿Tu querido Daniel? Estábamos todos.

—Ves cómo vuelve a pasar. ¿Y luego qué?

—Luego hago algo inesperado. ¿Y sabes qué es? —Soltó una risita y los ojos le centellearon.

—No —respondió Luce en voz baja—. ¿Matar a Daniel?

—Matarlo, no. Capturarlo. Voy a capturarlos a todos. Abriré una Anunciadora como una red gigantesca y la proyectaré al futuro. Después, me fusionaré con mi antiguo yo y me llevaré a toda la hueste de ángeles al presente. Incluso a los desagradables.

—¿Y qué?

—¿Cómo que «¿Y qué?»? Pues que empezaremos otra vez desde el principio. Porque la Caída es el principio. No es una parte de la historia, sino el origen de la historia. ¿Y todo lo de antes? Pues no habrá pasado.

—No habrá pa… ¿Te refieres, por ejemplo, a la vida de Egipto?

—Borrada.

—¿China? ¿Versalles? ¿Las Vegas?

—Borrada, borrada, borrada. Pero hay más aparte de ti y tu novio, niñata egoísta. Está el Imperio romano y el supuesto Hijo del Otro. Está la patética decadencia de la humanidad desde que surge del barro primordial de la Tierra hasta que convierte el mundo en un pozo negro. Está todo lo que ha sucedido, eliminado por un minúsculo salto en el tiempo, como una piedra que hace cabrillas en el agua.

—Pero no puedes… ¡borrar todo el pasado!

—Claro que puedo. Es como acortar la cinturilla de una falda. Se quita la tela que sobra, se juntan las dos partes y es como si el trozo intermedio no hubiera existido. Empezaremos de cero. El ciclo entero se repetirá, y yo tendré otra oportunidad de convencer a las almas importantes. Almas como…

—Él nunca será tuyo. Jamás se unirá a tu bando.

Daniel no había cedido ni una sola vez en los cinco mil años que Luce había presenciado. Aunque la mataran una vez tras otra y lo privaran de su único amor verdadero, él no se daría por vencido y elegiría un bando. E incluso si, de algún modo, perdía su determinación, ella estaría allí para respaldarlo: ahora sabía que era lo bastante fuerte para sostenerlo si él vacilaba. De igual modo que él la había sostenido a ella.

—Da igual cuántas veces hagas tabla rasa —dijo—. Eso no cambiará nada.

—Oh. —Satanás se rió como si sintiera vergüenza ajena: una carcajada pastosa y espeluznante—. Claro que lo hará. Lo cambiará todo. ¿Quieres que te explique cómo? —Alzó una garra puntiaguda y amarillenta—. En primer lugar, Daniel y Cam volverán a ser hermanos, tal como lo fueron en los primeros tiempos después de la Caída. Eso será divertido para ti, ¿no? Peor aún: no habrá nefilim. Los ángeles todavía no habrán pisado la Tierra y no habrán tenido tiempo de copular con los mortales, así que despídete de tus amiguitos de la Escuela de la Costa.

—No…

Satanás chasqueó sus monstruosos dedos.

—Ah, otra cosa que olvidaba mencionar: ¿qué será de tu historia con Daniel? Se borra. Así pues, ¿qué será de todo lo que has descubierto en tu misión, todas las cosas importantes que crees haber aprendido durante nuestros viajecitos? Ya puedes irte despidiendo.

—¡No! ¡No puedes hacer eso!

Satanás volvió a cogerla en su fría garra.

—Oh, querida, ya está casi hecho. —Se rió a carcajadas, y sus risas sonaron como una avalancha mientras el tiempo y el espacio los envolvían.

Luce se estremeció, se encogió y forcejeó, pero él la tenía sujeta con demasiada fuerza bajo su ala repugnante. Luce no vio nada. Solo notó una ráfaga de aire y una explosión de calor antes de que un frío ineludible se apoderara de su alma.