18

Por el mal camino

Jerusalén, Israel

27 de nissan de 2760 (aproximadamente, 1 de abril de 1000 a. C.)

—Entonces, ¿resulta que no eres tan malo? —preguntó Shelby a Daniel.

Estaban sentados en la exuberante orilla del río Jerusalén, mirando el punto del horizonte en el que los dos ángeles caídos acababan de tomar rumbos distintos. Cam había dejado en el cielo un halo de luz dorada apenas visible, y el aire empezaba a oler ligeramente a huevos podridos.

—Pues claro que no. —Daniel metió la mano en el agua fresca. Todavía le ardían las alas y el alma después de haber visto cómo Cam hacía su elección. Qué sencillo había parecido para él. Qué fácil y rápido.

Y todo por un corazón roto.

—Es solo que, cuando Luce descubrió que tú y Cam habíais pactado una tregua, se quedó destrozada. Ninguno de nosotros lo entendía. —Shelby miró a Miles en busca de apoyo—. ¿Verdad?

—Pensamos que le estabas ocultando algo. —Miles se quitó la gorra de béisbol y se rascó la cabeza—. Lo único que sabíamos de Cam era que se suponía que era pura maldad.

Shelby puso los dedos en forma de garras.

—¡Grrr! ¡Fu! Y todo eso.

—Pocas almas son pura maldad o pura bondad —dijo Daniel—, en el Cielo, en el Infierno o en la Tierra. —Se volvió hacia el este y miró el cielo en busca de un vestigio del polvo plateado que Dani habría dejado después de desplegar las alas y remontar el vuelo. No vio nada.

—Lo siento —dijo Shelby—, pero es muy raro consideraros hermanos.

—En un momento dado, todos fuimos una familia.

—Sí, pero de eso hace una eternidad.

—Crees que, porque algo es de una determinada manera durante varios miles de años, siempre va a ser así. —Daniel negó con la cabeza—. Todo cambia continuamente. Estuve con Cam al principio de los tiempos y también lo estaré al final.

Shelby enarcó las cejas con incredulidad.

—¿Crees que Cam va a entrar en razón? ¿Que va a ver la luz?

Daniel comenzó a ponerse de pie.

—Todo cambia.

—¿Qué me dices de tu amor por Luce? —preguntó Miles.

Daniel se quedó petrificado.

—Eso también está cambiando. Ella será distinta, después de esta experiencia. Solo espero… —Miró a Miles, que seguía sentado en la orilla, y se dio cuenta de que no lo odiaba. Pese a su imprudencia y estupidez, los nefilim solo intentaban ayudar.

Por primera vez, podía decir con sinceridad que ya no necesitaba ayuda; desde el principio, había obtenido toda la ayuda que necesitaba de cada uno de sus antiguos yoes. Ahora, por fin, estaba preparado para alcanzar a Luce.

¿Por qué seguía allí?

—Es hora de que volváis a casa —dijo, al tiempo que les ayudaba a ponerse de pie.

—No —protestó Shelby, mientras tendía la mano a Miles, que se la cogió con fuerza—. Hemos hecho un pacto. No volveremos hasta saber que ella está…

—Ya queda poco —replicó Daniel—. Creo que sé dónde encontrarla, y no es un sitio al que vosotros podáis ir.

—Vamos, Shel. —Miles ya había separado del suelo la sombra que proyectaba el olivo próximo al río. Esta se concentró y giró en sus manos y, por un instante, pareció difícil de manejar, como arcilla a punto de caerse del torno. Pero Miles la dominó y la transformó en una puerta negra de un tamaño impresionante. Abrió la Anunciadora con facilidad e hizo una seña a Shelby para que entrara la primera.

—Estás mejorando. —Daniel había invocado su propia Anunciadora a partir de la sombra que proyectaba su cuerpo. Esta tembló ante él.

Como los nefilim no habían llegado allí guiados por sus propias experiencias pasadas, tendrían que saltar de una Anunciadora a otra para regresar a su época. Sería difícil, y Daniel no les envidiaba el viaje, pero sí los envidiaba por regresar a casa.

—Daniel… —Shelby sacó la cabeza de la Anunciadora. Su cuerpo estaba distorsionado y difuminado por las sombras—. Te deseo buena suerte.

Le dijo adiós con la mano, y Miles también lo hizo. Después, entraron los dos. La sombra se cerró sobre sí misma y se transformó en un punto antes de desvanecerse.

Daniel no vio cómo ocurría. Ya se había marchado.

Un viento frío lo azotó.

Avanzaba más rápido que nunca, de regreso a un lugar, y a una época, a los que jamás creía que regresaría.

—¡Eh! —gritó una voz. Era áspera y brusca, y parecía que estuviera justo a su lado—. Frena, ¿quieres?

Daniel se alejó rápidamente del sonido.

—¿Quién eres? —gritó a la espesa oscuridad—. Identifícate.

Al no ver nada, desplegó sus alas blancas, tanto para desafiar al intruso dentro de su Anunciadora como para reducir la velocidad. Las alas iluminaron la sombra con su brillo y él se sintió algo menos tenso.

Totalmente desplegadas, sus alas eran tan anchas como el túnel. Las estrechas puntas eran muy sensibles al tacto; cuando rozaban las húmedas paredes de la Anunciadora, Daniel sentía una claustrofobia que le daba náuseas.

Ante él, una figura se concretó poco a poco en la oscuridad.

Primero, las alas: minúsculas y muy delgadas. Luego, el cuerpo adquirió suficiente color para que Daniel viera que había un pálido angelito compartiendo su Anunciadora. No lo conocía. Sus facciones eran dulces e inocentes, como las de un bebé. En el estrecho túnel, el viento le echaba los finos cabellos en los ojos plateados cada vez que Daniel batía las alas. Parecía muy joven, pero, por supuesto, era tan viejo como cualquiera de ellos.

—¿Quién eres? —volvió a preguntar—. ¿Cómo has entrado aquí? ¿Eres Balanza?

—Sí. —Pese a su aspecto inocente e infantil, el ángel tenía la voz grave. Se llevó la mano a la espalda, y Daniel creyó que a lo mejor ocultaba algo, una de las trampas que utilizaban los suyos, quizá, pero el ángel se limitó a darse la vuelta para enseñarle la cicatriz de la nuca. La insignia dorada de siete puntas de la Balanza—. Soy Balanza. —Su voz grave era áspera y pastosa—. Me gustaría hablar contigo.

A Daniel le rechinaron los dientes. La Balanza ya debía de saber que él no respetaba ni a sus miembros ni su entrometida labor. Pero, por mucho que aborreciera sus modales pomposos y su insistencia en que los ángeles tomaran partido, aún estaba obligado a respetar sus peticiones. Aquel ángel tenía un aire extraño, pero ¿quién aparte de un miembro de la Balanza podría haber encontrado un modo de entrar en su Anunciadora?

—Tengo prisa.

El ángel asintió, como si ya lo supiera.

—¿Buscas a Lucinda?

—Sí —respondió Daniel, sin pensar—. No… no necesito ayuda.

—Sí la necesitas. —El ángel volvió a asentir—. Te has pasado la salida. —Señaló abajo, hacia el lugar del túnel vertical por el que acababa de pasar Daniel—. Era allí.

—No…

—Sí. —El ángel sonrió, enseñándole una hilera desigual de dientecillos—. Nosotros esperamos y vigilamos. Vemos quién viaja por las Anunciadoras y adónde va.

—No sabía que patrullar por las Anunciadoras fuera competencia de la Balanza.

—Hay muchas cosas que no sabes. Nuestro monitor ha captado un rastro del paso de Lucinda. Ahora ya estará lejos. Tienes que ir tras ella.

Daniel se puso rígido. Los miembros de la Balanza eran los únicos ángeles capaces de ver entre una Anunciadora y otra. Uno de ellos podía haber visto los viajes de Luce.

—¿Qué razón puedes tener tú para querer que la encuentre?

—Oh, Daniel… —El ángel frunció el entrecejo—. Lucinda forma parte de nuestro destino. Queremos que la encuentres. Queremos que seas fiel a tu naturaleza…

—Y que después me alíe con el Cielo.

—Cada cosa a su tiempo. —El ángel recogió las alas y se precipitó túnel abajo—. Si quieres alcanzarla —atronó su voz grave—, estoy aquí para mostrarte el camino. Sé dónde están los puntos de conexión. Puedo abrir una puerta entre el tejido de épocas pasadas. —Luego, en voz baja, añadió—: Sin ningún compromiso.

Daniel estaba desorientado. La Balanza había sido un estorbo desde la Guerra en el Cielo, pero, al menos, sus motivos eran claros. Sus miembros querían que se aliara con el Cielo. Eso era todo. Suponía que les interesaría conducirlo hasta Luce si podían hacerlo.

El ángel quizá tenía razón. Cada cosa a su tiempo. Lo único que a él le importaba era Luce.

Recogió las alas como había hecho el ángel y sintió que su cuerpo avanzaba en la oscuridad. Cuando alcanzó al ángel, se detuvo.

El ángel señaló.

—Lucinda ha salido por ahí.

El túnel era estrecho, y perpendicular a la dirección que Daniel llevaba. No parecía ni más ni menos apropiado que su ruta anterior.

—Si esto da resultado —dijo—, estaré en deuda contigo. Si no, te buscaré hasta encontrarte.

El ángel no dijo nada.

Daniel entró sin pensárselo más y notó un viento húmedo que le lamió las alas, ganó fuerza y lo impulsó cada vez más deprisa. A sus espaldas, ya lejos, oyó una debilísima carcajada.