17

Escrito en hueso

Yin, China

Qing Ming (aproximadamente, 4 de abril de 1046 a. C.)

Al final del túnel de la Anunciadora había un brillo envolvente. Acarició la piel de Luce como una mañana de estío en la casa que sus padres tenían en Georgia.

Se lanzó hacia él.

«Gloria ilimitada». Así había llamado Bill a la luz abrasadora del alma verdadera de Daniel. El mero hecho de mirar a su yo angelical había bastado para que todas las personas presentes en el sacrificio maya, entre ellas la propia Ix Cuat, el antiguo yo de Luce, ardieran por combustión espontánea.

Pero hubo un momento.

Un momento milagroso justo antes de que Ix Cuat muriera, en el que Luce se había sentido más cerca de Daniel que nunca. No le importaba qué dijera Bill: había reconocido el brillo del alma de Daniel. Tenía que verlo otra vez. Quizá había algún modo de que pudiera sobrevivir a él. Al menos, tenía que intentarlo.

La Anunciadora la arrojó al frío vacío de un gigantesco dormitorio.

La estancia era al menos diez veces más grande que cualquier otra habitación que Luce hubiera visto, y todo lo que había en ella era suntuoso. Los suelos de liso mármol estaban cubiertos de enormes alfombras de pieles de animales, una de las cuales tenía una cabeza de tigre intacta. Cuatro columnas de madera sostenían un hermoso techo de paja a dos aguas. Las paredes estaban hechas de bambú entretejido. Cerca de la ventana abierta había una enorme cama con dosel con sábanas de seda verdes y doradas.

Había un diminuto catalejo en el alféizar de la ventana. Luce lo cogió y descorrió la cortina dorada de seda para mirar afuera. El catalejo era pesado, y lo notó frío cuando se lo llevó al ojo.

Estaba en el centro de una enorme ciudad amurallada, contemplándola desde una segunda planta. Un laberinto de calles empedradas comunicaba estructuras hechas de cañas y barro que estaban muy apiñadas entre sí y parecían muy antiguas. El aire era cálido y olía tenuemente a flores de cerezo. Dos oropéndolas surcaron el cielo azul.

Luce miró a Bill.

—¿Dónde estamos? —Aquel lugar le parecía tan extraño como el mundo de los mayas, e igual de alejado en el tiempo.

La gárgola se encogió de hombros y abrió la boca para hablar, pero en ese momento…

—Chist —susurró Luce.

Sollozos.

Alguien lloraba en silencio. Luce se volvió hacia el ruido. Allí, por una puerta del otro extremo de la estancia, oyó de nuevo el sonido.

Se dirigió hacia la puerta, caminando descalza por el suelo de mármol, atraída por el eco de los sollozos. Un estrecho pasaje comunicaba con otra espaciosa estancia que carecía de ventanas, tenía los techos bajos y estaba débilmente iluminada por media docena de lamparitas de bronce.

Distinguió un voluminoso lavabo de piedra y una mesita lacada repleta de frascos negros de cerámica que contenían aceites aromáticos e impregnaban la habitación de un agradable olor a especias. Un gigantesco armario de madera labrada con incrustaciones de jade ocupaba la esquina de la estancia. Los delgados dragones verdes grabados en las puertas la miraban con desprecio, como si supieran todo lo que ella no sabía.

Y, en el centro de la estancia, había un hombre muerto en el suelo.

Antes de que Luce pudiera ver nada más, la cegó una luz muy brillante que se desplazaba hacia ella. Era el mismo resplandor que había percibido antes de salir de la Anunciadora.

—¿Qué es esa luz? —preguntó a Bill.

—Es… ¿la ves? —Bill parecía sorprendido—. Es tu alma. Otra forma más de reconocer tus vidas pasadas cuando tienen un aspecto físico distinto al tuyo. —Se quedó un momento callado—. ¿No la habías visto hasta ahora?

—Esta es la primera vez, creo.

—Ajá —dijo Bill—. Es una buena señal. Estás progresando.

De golpe, Luce se sintió apesadumbrada y exhausta.

—Creía que iba a ver a Daniel.

Bill se aclaró la garganta como si fuera a decir alguna cosa, pero no lo hizo. El resplandor duró un instante más y se desvaneció con tanta brusquedad que Luce se quedó un momento sin ver nada, hasta que sus ojos se habituaron.

—¿Qué haces aquí? —preguntó una voz con aspereza.

En el centro de la estancia, donde antes estaba la luz, había una muchacha china delgada y bonita de unos diecisiete años, demasiado joven y demasiado elegante para estar junto al cadáver de un hombre.

Los oscuros cabellos le llegaban a la cintura y contrastaban con su larga túnica blanca de seda. Pese a su delicadeza, parecía la clase de chica que no se arredraba.

—Esa eres tú —dijo la voz de Bill al oído de Luce—. Te llamas Lu Xin y vivías fuera de Yin, la capital. Estamos al final de la dinastía Shang, unos mil años antes de Cristo, por si quieres tomar nota para tu álbum de fotos.

Lo más probable era que Lu Xin la tomara por una loca al verla irrumpir allí vestida con una piel de animal chamuscada, medio desnuda y con un collar de hueso, con el pelo alborotado y enredado. ¿Cuánto hacía que no se miraba en un espejo?, ¿que no se daba un baño? Y, además, hablaba con una gárgola invisible.

Aunque, por otra parte, Lu Xin estaba velando a un hombre muerto y mirándola con cara de «no te pases ni un pelo», así que también ella parecía un poco loca.

¡Vaya! Luce no había visto el puñal de jade con la empuñadura incrustada de turquesas ni el charquito de sangre que había en el suelo de mármol.

—¿Qué hago…? —preguntó a Bill.

—Tú. —La voz de Lu Xin tenía una fuerza sorprendente—. Ayúdame a esconder el cadáver.

El hombre muerto tenía las sienes plateadas; aparentaba unos sesenta años y era delgado y musculoso bajo la cantidad de suntuosas túnicas y capas bordadas que llevaba.

—Yo… hum… no creo que…

—En cuanto se enteren de que el rey está muerto, tú y yo también lo estaremos.

—¿Qué? —preguntó Luce—. ¿Yo?

—Tú, yo, casi todas las personas que viven dentro de estas murallas. ¿De dónde si no van a sacar los mil cuerpos que deben ser sepultados con este déspota? —La muchacha se enjugó las lágrimas con los dedos, que eran finos y llevaban anillos de jade—. ¿Vas a ayudarme o no?

A petición de la muchacha, Luce agarró al rey por los pies. Lu Xin se dispuso a cogerlo por las axilas.

—El rey —dijo Luce en la antigua lengua shang, como si la hubiera hablado toda la vida—. ¿Lo han…?

—No es lo que parece. —Lu Xin gruñó por el peso del cuerpo. El rey pesaba más de lo que parecía—. No lo he matado yo. Al menos, no —se quedó callada— físicamente. Estaba muerto cuando he entrado. —Se sorbió la nariz—. Se ha clavado un puñal en el corazón. Yo siempre decía que no tenía corazón, pero me ha demostrado que estaba equivocada.

Luce miró la cara del hombre. Tenía un ojo abierto y la boca crispada. Parecía que hubiera sufrido al abandonar aquel mundo.

—¿Era tu padre?

Para entonces, ya estaban junto al enorme armario incrustado de jade. Lu Xin abrió la puerta con la cadera, retrocedió un paso y soltó dentro su mitad del cadáver.

—Iba a ser mi esposo —dijo con frialdad—. Y un esposo horrible, además. Los ancestros aprobaban nuestro matrimonio, pero yo no. Las sentimentales no damos las gracias por casarnos con hombres viejos ricos y poderosos. —Escrutó a Luce, la cual bajó lentamente los pies del rey al suelo del armario—. ¿De qué parte de la llanura vienes que no te has enterado de los desposorios del rey? —Lu Xin había reparado en la ropa maya de Luce. Tiró de su corta falda marrón—. ¿Te han contratado para que actúes en nuestra boda? ¿Eres una bailarina? ¿Una payasa?

—No exactamente. —Luce se ruborizó mientras ella seguía bajándole la falda—. Oye, no podemos dejar el cadáver aquí. Alguien va a encontrarlo. O sea, se trata del rey, ¿no? Y hay sangre por todas partes.

Lu Xin hurgó en el armario de los dragones y sacó una túnica carmesí. Se arrodilló y le arrancó una gran tira de tela. Era una hermosa prenda de seda, con florecillas negras bordadas en el cuello. Pero Lu Xin no vaciló en utilizarla para limpiar la sangre del suelo. Cogió una segunda túnica azul y se la arrojó para que la ayudara.

—De acuerdo —dijo Luce—. Bueno, aún está ese cuchillo. —Señaló el reluciente puñal de bronce manchado de la sangre del rey hasta la empuñadura.

En un instante, Lu Xin se metió el puñal en un pliegue de su túnica. Miró a Luce, como si dijera: «¿Alguna cosa más?».

—¿Qué es eso de ahí? —Luce señaló lo que parecía la parte superior de un pequeño caparazón de tortuga. Lo había visto caer de la mano del rey cuando habían movido su cadáver.

Lu Xin estaba de rodillas. Soltó la tela empapada de sangre y cogió el caparazón entre las manos.

—El hueso del oráculo —dijo en voz baja—. Más importante que cualquier rey.

—¿Qué es?

—Tiene las respuestas de la Deidad Superior.

Luce se acercó y se arrodilló para ver el objeto que había causado tal efecto en la muchacha. El hueso del oráculo era un simple caparazón de tortuga, pero era pequeño, lustroso, prístino. Cuando Luce se aproximó más, vio algo escrito en suaves trazos negros en la parte inferior lisa: «¿Me es fiel Lu Xin o ama a otro?».

Las lágrimas volvieron a anegar los ojos de Lu Xin, una fisura en la fría determinación que había aparentado ante Luce.

—Ha preguntado a los ancestros —susurró mientras cerraba los ojos—. Deben de haberle hablado de mi engaño. No… no he podido evitarlo.

Daniel. Debía de referirse a Daniel. Un amor secreto que había ocultado al rey. Sin embargo, no había logrado ocultarlo lo bastante bien.

Luce se solidarizó con Lu Xin. Entendía cómo se sentía con todas las fibras de su alma. Ellos compartían un amor que ningún rey podía arrebatarles, que nadie podía extinguir. Un amor más poderoso que la naturaleza.

La estrechó entre sus brazos.

Y dejó de notar el suelo bajo sus pies.

¡No tenía intención de hacer aquello! Pero el estómago ya le había dado un vuelco, y su punto de vista había cambiado sin que ella pudiera controlarlo. Se vio desde fuera, extraña y salvaje, aferrada a su antiguo yo como si en ello le fuera la vida. Cuando la estancia dejó de rodar, estaba sola, con el hueso adivinatorio en la mano. Había sucedido. Se había convertido en Lu Xin.

—¿Falto tres minutos y pasas a tres-D? —refunfuñó Bill cuando reapareció—. ¿No puede una gárgola disfrutar de una rica taza de té de jazmín sin que a su vuelta descubra que su protegida se ha cavado su propia tumba? ¿Te has planteado en algún momento qué va a pasar cuando los guardias derriben esa puerta?

Llamaron con brusquedad a la gran puerta de bambú de la estancia principal.

Luce se sobresaltó.

Bill se cruzó de brazos.

—Hablando del rey de Roma —dijo. Luego, con un tono de voz agudo y afectado, chilló—: ¡Oh, Bill! Ayúdame, Bill, ¿qué hago ahora? No he pensado en hacerte ninguna pregunta antes de ponerme en esta situación tan estúpida. ¡Bill!

Pero Luce no necesitó hacer ninguna pregunta a Bill. Le bastó con escuchar los pensamientos de Lu Xin: ella sabía que aquel día no solo sería recordado por el suicidio de un reyezuelo, sino por algo incluso más importante, incluso más sangriento y atroz: el enfrentamiento de dos grandes ejércitos.

¿Los golpes en la puerta? Era el consejo del rey, que aguardaba para acompañarlo a la guerra. Él debía conducir a las tropas a la batalla.

Pero el rey estaba muerto y escondido en un armario.

Y Luce estaba en el cuerpo de Lu Xin, atrapada en las cámaras privadas del rey. Si la encontraban allí sola…

—Rey Shang. —Los fuertes golpes resonaron en toda la estancia—. Esperamos vuestras órdenes.

Luce se quedó muy quieta, aterida en la túnica de seda de Lu Xin. No había rey Shang. Su suicidio había dejado a la dinastía sin rey, a los templos sin sumo sacerdote y al ejército sin general, justo antes de una batalla para mantener la dinastía en el poder.

—¿Puede haber regicidio más inoportuno? —dijo Bill.

—¿Qué hago? —Luce se volvió rápidamente hacia el armario de los dragones e hizo una mueca al ver al rey.

Tenía el cuello en una postura forzada y la sangre de su pecho, ya casi seca, había adquirido un color marrón herrumbroso. Lu Xin había odiado al rey en vida. Ahora, Luce sabía que las lágrimas que había derramado no eran lágrimas de tristeza, sino de temor por lo que sería de su amor: De.

Hasta hacía tres semanas, Lu Xin había vivido en la granja de sus padres a orillas del río Huan. Un día, mientras cruzaba el valle fluvial en su reluciente carroza, el rey la vio trabajando los campos de mijo. Decidió que la deseaba. Al día siguiente, dos milicianos se presentaron en su puerta. Ella había tenido que abandonar a su familia y su hogar. Había tenido que abandonar a De, el guapo joven pescador del pueblo vecino.

Antes de que el rey se la llevara, De le había enseñado cómo pescaba utilizando su pareja de cormoranes, a los que ataba una cuerda alrededor del cuello para que pudieran atrapar varios peces en la boca pero no tragárselos. Mientras lo veía sacar los peces de los curiosos picos de aquellas aves, Lu Xin se había enamorado de él. Justo a la mañana siguiente, había tenido que decirle adiós. Para siempre.

O eso creía ella.

Habían pasado diecinueve crepúsculos desde que había visto a De, siete crepúsculos desde que había recibido un rollo de pergamino de su casa con malas noticias. De y otros muchachos de las granjas vecinas habían huido para unirse al ejército rebelde y, justo después, los hombres del rey habían registrado el pueblo de arriba abajo en busca de los desertores.

Con el rey muerto, los hombres de Shang no tendrían piedad con Lu Xin, y ella jamás encontraría a De, jamás se reuniría con Daniel.

A menos que el consejo no descubriera que el rey había muerto.

El armario estaba repleto de coloridas prendas exóticas, pero un objeto le llamó la atención: un gran casco curvo. Era pesado y estaba hecho, en su mayor parte, de recias tiras de cuero cosidas entre sí. Por delante, tenía una pieza de bronce con un dragón que arrojaba fuego grabado en el metal. El dragón era el animal del año del zodiaco en el que había nacido del rey.

Bill voló hasta ella.

—¿Qué haces con el casco del rey?

Luce se lo colocó en la cabeza y metió debajo su largo cabello negro. A continuación, abrió la otra puerta del armario, entusiasmada y nerviosa por lo que había encontrado.

—Lo mismo que hago con la armadura del rey —dijo mientras cogía un pesado fardo de ropa.

Se puso unos calzones anchos de cuero, una gruesa túnica de cuero, unas manoplas de cota de malla, unas sandalias de cuero que le quedaban grandes pero iban a tener que servirle y un peto de cota de malla. La túnica llevaba bordado en el frente el mismo dragón negro del casco. Era difícil creer que alguien pudiera batallar con aquellas ropas tan pesadas, pero Lu Xin sabía que, en realidad, el rey no combatía: solo dirigía batallas desde el asiento de su carro de guerra.

—¡No es momento de jugar a los disfraces! —Bill la señaló con una garra—. No puedes salir con eso.

—¿Por qué no? Es de mi talla. Casi. —Luce dobló la cinturilla de los calzones para poder ceñírselos bien con el cinto.

Cerca del lavabo, encontró un tosco espejo de estaño pulido con un marco de bambú. En el reflejo, la cara de Lu Xin quedaba disimulada por la recia pieza de bronce del casco. Su cuerpo parecía voluminoso bajo la armadura de cuero.

Luce salió del vestidor para regresar al dormitorio.

—¡Espera! —gritó Bill—. ¿Qué vas a decir del rey?

Luce lo miró y se levantó el pesado casco de cuero para que le viera los ojos.

—Ahora, el rey soy yo.

Bill parpadeó y, por una vez, no trató de hacer ningún comentario agudo.

De repente, Luce se sintió fuerte. Se dio cuenta de que disfrazarse de general era justo lo que Lu Xin habría hecho. Por supuesto, como soldado raso, De estaría en las primeras líneas de aquella batalla. Y ella iba a encontrarlo.

Más golpes en la puerta.

—Rey Shang, el ejército de Zhou avanza. ¡Debemos requerir vuestra presencia!

—Creo que hay alguien que os habla, «rey Shang». —La voz de Bill había cambiado. Era grave y áspera y resonó con tanta violencia que Luce se estremeció, pero no se volvió para mirarlo. En lugar de hacerlo, giró el pesado picaporte de bronce y abrió la recia puerta de bambú.

Tres hombres vestidos con llamativos atuendos marciales rojos y amarillos la saludaron con nerviosismo. Luce reconoció a los tres consejeros más próximos al rey: Hu, con los dientes minúsculos y los ojillos amarillentos. Cui, el más alto, con la espalda ancha y los ojos muy separados. Huang, el más joven y amable de todos.

—El rey ya está vestido para la batalla —dijo Huang mientras miraba la estancia vacía con curiosidad—. El rey está… distinto.

Luce se quedó petrificada. ¿Qué podía decir? Jamás había oído la voz del rey y era una pésima imitadora.

—Sí. —Hu estuvo de acuerdo con Huang—. Parece descansado.

Después de un hondo suspiro de alivio, Luce asintió con rigidez para que el casco no se le cayera.

Los tres hombres indicaron al rey, a Luce, que saliera al pasillo de mármol. Huang y Hu la flanquearon y se quejaron entre susurros de lo baja que estaba la moral de los soldados. Cui caminó justo detrás de Luce e hizo que se sintiera incómoda.

El palacio no se acababa nunca: altos techos a dos aguas, todos de un blanco resplandeciente, las mismas estatuas de jade y ónice en cada recodo, los mismos espejos con marcos de bambú en todas las paredes. Cuando por fin cruzaron la última puerta y salieron a la mañana gris, Luce vio el carro rojo de madera a lo lejos, y las piernas casi le fallaron.

Tenía que encontrar a Daniel en aquella vida, pero partir a la batalla la aterraba.

Junto al carro, los miembros del consejo real se inclinaron y le besaron la mano. Luce agradeció llevarla enfundada en una manopla, pero, aun así, la retiró enseguida por temor a que su forma de asirles la mano la delatara. Huang le dio una larga lanza que tenía el mango de madera y una cuchilla curva a unos centímetros de la punta.

—Vuestra alabarda, majestad.

A Luce casi se le cayó de lo mucho que pesaba.

—Os llevarán al promontorio que domina el campo de batalla —continuó—. Nosotros iremos detrás con la caballería y nos reuniremos allí con vos.

Luce se volvió hacia el carro. Básicamente, era una plataforma de madera colocada sobre un eje largo que unía dos grandes ruedas de madera y enganchada a dos caballos negros inmensos. El carro estaba hecho de lustrosa madera lacada roja y tenía espacio suficiente para tres personas sentadas o de pie. El toldo y las cortinas de cuero podían retirarse durante una batalla, pero, de momento, seguían allí y procuraban algo de intimidad al pasajero.

Luce subió al carro, pasó entre las cortinas y se sentó. El asiento estaba acolchado con pieles de tigre. Un cochero con un fino bigote cogió las riendas, y otro soldado de ojos tristes armado con un hacha de guerra subió y se quedó de pie junto a ella. Cuando el cochero restalló el látigo, los caballos echaron a galopar, y Luce notó que las ruedas comenzaban a girar por debajo de ella.

Cuando cruzaron las austeras puertas exteriores del palacio, el sol que se colaba entre las nubes bañó de luz las tierras de labranza reverdecidas que se extendían hacia el oeste. El paisaje era hermoso, pero Luce estaba demasiado nerviosa para apreciarlo.

—Bill… —susurró—. ¿Me ayudas?

No obtuvo respuesta.

—¿Bill?

Sacó la cabeza por la cortina, pero eso solo llamó la atención del soldado de ojos tristes que debía ser el guardaespaldas del rey durante el trayecto.

—Majestad, por favor, por vuestra seguridad, debo insistir. —Le indicó que se retirara.

Luce refunfuñó y volvió a recostarse en el asiento acolchado del carro. Las calles empedradas debían de haber terminado, porque el carro comenzó a dar unos saltos increíbles. Luce fue arrojada contra el asiento y tuvo la sensación de hallarse en una montaña rusa de madera. Se agarró a la afelpada piel de tigre.

Bill no quería que hiciera aquello. ¿Le estaba dando una lección dejándola tirada en aquel momento, cuando más lo necesitaba?

Las rodillas le repiqueteaban con cada salto del carro. No tenía la menor idea de cómo iba a encontrar a De. Si los guardias del rey no le dejaban ni asomarse por una cortina, ¿cómo iban a dejarle acercarse al frente?

Pero por otra parte…

Una vez, hacía miles de años, su antiguo yo había ido en aquel carro, vistiendo la armadura del rey fallecido. Luce lo presentía. Aunque ella no se hubiera fusionado con su antiguo cuerpo, Lu Xin habría estado allí en ese momento.

Sin la ayuda de una extraña gárgola con muy malas pulgas. Y, aún más importante, sin la información que Luce ya tenía en aquella etapa de su misión. Había contemplado la gloria ilimitada de Daniel en Chichén Itzá. Había presenciado y por fin comprendido su hondo sufrimiento en Londres. Lo había visto pasar de suicidarse en el Tíbet a librarla de una vida horrible en Versalles, y dormirse para superar el dolor de su muerte en Prusia como si estuviera bajo el influjo de un encantamiento. Lo había visto enamorarse de ella incluso cuando era engreída e inmadura en Helston. Había tocado las cicatrices de sus alas en Milán y comprendido a cuánto había renunciado en el Cielo solo por ella. Había visto la expresión atormentada de sus ojos al perderla en Moscú, el mismo sufrimiento una y otra vez.

Su deber con él la obligaba a romper aquella maldición.

El carro se detuvo con brusquedad, y Luce salió despedida del asiento. Oyó un estruendo de cascos de caballo, lo cual era extraño, porque el carro del rey estaba parado.

Fuera había alguien más.

Luce oyó un ruido de metal contra metal y un largo gruñido de dolor. El carro se bamboleó. Algo pesado cayó al suelo.

Oyó otro ruido metálico, otro gruñido, un grito ronco y otro golpetazo en el suelo. Con las manos temblándole, abrió las cortinas de cuero una rendija y vio que el soldado de ojos tristes yacía en el suelo en un charco de sangre.

Habían tendido una emboscada al carro del rey.

Uno de los insurgentes separó bruscamente las cortinas. El desconocido alzó su espada.

Luce no pudo evitarlo: chilló.

La espada vaciló en el aire y, en ese momento, una honda sensación de calor se apoderó de ella, inundándole las venas, calmándole los nervios y desacelerándole en corazón.

El combatiente del carro era De.

El casco de cuero le ocultaba el cabello negro, pero, por fortuna, no le tapaba la cara. Su pálida piel aceitunada resaltaba el violeta de sus ojos. Parecía desconcertado y esperanzado al mismo tiempo. Tenía la espada desenvainada, pero la sostenía como si presintiera que no debía asestar el golpe. Luce se quitó rápidamente el casco y lo arrojó al asiento.

Liberado, su cabello oscuro y ondulado cayó como una cascada y le cubrió el peto de bronce. La vista se le nubló mientras los ojos se le llenaban de lágrimas.

—¿Lu Xin?

De la estrechó en sus brazos. Frotó su nariz con la suya, y Luce pegó su mejilla a la de él, sintiéndose abrigada y segura. De parecía incapaz de dejar de sonreír. Luce alzó la cabeza y besó la hermosa curva de sus labios. Él respondió a su beso con avidez y Luce absorbió cada maravilloso momento mientras notaba el peso de su cuerpo y deseaba que no hubiera tantas piezas de armadura entre los dos.

—Eres la última persona que esperaba ver —dijo De en voz baja.

—Yo podría decir lo mismo de ti —respondió ella—. ¿Qué haces aquí?

—Cuando me uní a los rebeldes de Zhou, juré que mataría al rey y te recuperaría.

—El rey está… Oh, nada de eso importa ya —susurró Luce, besándolo en las mejillas y los párpados, abrazada a su cuello.

—Nada importa —dijo De—. Salvo que estoy contigo.

Luce recordó su brillo radiante en Chichén Itzá. Verlo en aquellas otras vidas, en lugares y épocas tan alejados de su hogar, confirmaba, cada vez, lo mucho que le quería.

Su vínculo era irrompible: quedaba patente en su modo de mirarse, en su modo de leerse el pensamiento, en su modo de sentirse completos juntos.

Pero ¿cómo podía olvidar la maldición que sufrían desde el origen de los tiempos? ¿Y su misión de romperla? Había ido demasiado lejos para olvidar que aún había obstáculos que le impedían estar con Daniel de verdad.

Hasta el momento, cada vida le había enseñado alguna cosa. Seguramente, aquella también debía de encerrar alguna clave. Ojalá supiera qué buscar.

—Nos habían dicho que el rey vendría aquí para dirigir a las tropas —explicó De—. Los rebeldes van a tender una emboscada a la caballería del rey.

—Están en camino —dijo Luce, recordando las instrucciones de Huang—. Llegarán de un momento a otro.

Daniel asintió.

—Y, cuando lleguen, los rebeldes esperarán que yo combata.

Luce hizo una mueca. Ya había estado con Daniel en dos ocasiones mientras él se aprestaba para la batalla y, en ambas, lo que había sucedido después era algo que ella no quería volver a ver jamás.

—¿Qué hago mientras tú…?

—No voy a combatir, Lu Xin.

—¿Qué?

—Esta no es nuestra guerra. Podemos quedarnos a librar las batallas de otras personas o podemos hacer lo que siempre hacemos y elegirnos el uno al otro por encima de todo lo demás. ¿Comprendes lo que quiero decir?

—Sí —susurró Luce.

Lu Xin no conocía el significado más profundo de las palabras de De, pero Luce estaba casi segura de que lo entendía: Daniel la quería, ella le quería a él y elegían estar juntos.

—No van a dejar que nos marchemos así como así. Los rebeldes me matarán por desertar. —De volvió a ponerle el casco—. Tú también vas a tener que luchar para salir de esto.

—¿Qué? —susurró ella—. No sé combatir. Casi no puedo levantar esto —señaló la alabarda—. No puedo…

—Sí —afirmó él, dotando a la palabra de un hondo significado—. Sí puedes.

El carro se inundó de luz. Por un momento, Luce creyó que ya había llegado: el momento en el que su mundo ardería en llamas, en el que Lu Xin moriría, en el que su alma sería arrojada a las sombras…

Pero aquello no sucedió. El resplandor emanaba del pecho de De. Era el brillo del alma de Daniel. No era tan intenso ni radiante como en los sacrificios mayas, pero sí igual de impresionante. Recordó a Luce el brillo de su propia alma la primera vez que había visto a Lu Xin. Quizá estaba aprendiendo a ver el mundo como era de verdad. Quizá, por fin, veía más allá de la ilusión.

—Está bien —dijo mientras volvía a meterse el pelo debajo del casco—. Vamos.

Separaron las cortinas y se quedaron en la plataforma del carro. Ante ellos, un ejército rebelde de veinte hombres a caballo aguardaba cerca del borde de una colina a unos quince metros del carro del rey. Llevaban sencillas ropas de campesino, pantalones marrones y sucias camisas de basta tela. Sus escudos lucían el signo de la rata, el símbolo del ejército de Zhou. Todos aguardaban a que De diera la orden.

Abajo, en el valle, se oyó un rumor de centenares de caballos. Luce comprendió que todo el ejército de Shang estaba allí, sediento de sangre. Los soldados cantaban una vieja canción de guerra que Lu Xin conocía desde que tenía uso de razón.

Y detrás de ellos, en algún lugar, Luce sabía que Huang y el resto de la guardia personal del rey cabalgaban hacia allí para lo que creían que sería una cita en el promontorio. Cabalgaban hacia una masacre, una emboscada, y Luce y Daniel tenían que huir antes de que llegaran.

—Sígueme —murmuró De—. Nos dirigiremos al oeste, hacia las colinas, tan lejos de esta batalla como puedan llevarnos nuestras monturas.

Desató uno de los caballos del carro y se lo acercó. El caballo era impresionante, negro como el carbón, con una mancha romboidal en el pecho. De la ayudó a montar y le enseñó la alabarda del rey con una mano y una ballesta con la otra. Luce jamás había tocado una ballesta y Lu Xin solo la había utilizado una vez, para alejar a un lince de la cuna de su hermana. Pero el arma era liviana, y Luce supo que, si llegaba el momento, sabría dispararla.

De sonrió por su elección y llamó a su montura con un silbido. Una hermosa yegua manchada trotó hacia él. De saltó a su lomo.

—¡De! ¿Qué haces? —gritó con alarma una voz desde la hilera de caballos—. ¡Debías matar al rey! ¡No montarlo en un caballo!

—¡Sí! ¡Mata al rey! —exclamó un enojado coro de voces.

—¡El rey está muerto! —gritó Luce, acallando a los soldados. La voz femenina bajo el casco los dejó a todos con la boca abierta. Se quedaron petrificados, sin saber si alzar o no las armas.

De acercó su yegua al caballo de Luce. Le cogió las manos. Ella jamás las había sentido tan cálidas, fuertes y tranquilizadoras.

—Pase lo que pase, te quiero. Por nuestro amor, haría cualquier cosa.

—Y yo —susurró Luce.

De dio un grito de guerra, y sus caballos echaron a galopar a una velocidad de vértigo. A Luce casi se le cayó la ballesta cuando se inclinó hacia delante para coger las riendas.

Los soldados rebeldes comenzaron a gritar.

—¡Traidores!

—¡Lu Xin! —La voz de De se alzó por encima del grito más agudo, el casco de caballo más pesado—. ¡Adelante! —Alzó el brazo y señaló las colinas.

El caballo de Luce galopaba tan aprisa que era difícil ver algo con claridad. El mundo pasó como una aterradora exhalación. Un puñado de rebeldes los siguió, y los cascos de sus caballos retumbaron como un terremoto interminable.

Hasta que un rebelde atacó a Daniel con su alabarda, Luce se había olvidado de su ballesta. La alzó sin esfuerzo. Seguía sin estar segura de cómo utilizarla, pero sabía que mataría a cualquiera que tratara de hacer daño a Daniel.

Ya.

Disparó. Para su sorpresa, la flecha detuvo al rebelde y lo derribó. El hombre levantó una nube de polvo al caer al suelo. Horrorizada, Luce se quedó mirando su cadáver, con el pecho atravesado por la flecha.

—¡No te pares! —gritó De.

Luce tragó saliva y dejó que su caballo la guiara. Sucedía algo. Comenzó a sentirse más liviana en la silla, como si, de golpe, la gravedad tuviera menos poder sobre ella, como si la fe que De tenía en ella la propulsara hacia delante. Podía hacerlo. Podía huir con él. Colocó otra flecha en la ballesta, disparó, y volvió a disparar. No apuntaba a nadie salvo en defensa propia, pero la atacaron tantos soldados que pronto hubo utilizado casi todas las flechas. Solo le quedaban dos.

—¡De! —gritó.

Él estaba casi fuera de la silla, atacando a un soldado de Shang con un hacha. No tenía las alas desplegadas, pero el efecto era el mismo: parecía más ligero que el aire, y su destreza era infalible. Daniel mataba a sus enemigos tan limpiamente que sus muertes eran instantáneas, lo más indoloras posible.

—¡De! —gritó Luce, más alto.

Al oírla, De alzó la cabeza con brusquedad. Luce se inclinó en la silla para mostrar su carcaj casi vacío. Él le arrojó una espada curva.

Luce la cogió al vuelo por la empuñadura. Para su sorpresa, se sintió muy cómoda con ella. Entonces la recordó: su clase de esgrima en la Escuela de la Costa. En su primer combate, batió a Lilith, una compañera de clase remilgada y cruel que llevaba toda la vida practicando esgrima.

Sin duda, podía volver a hacerlo.

En ese momento, un soldado saltó a su caballo, que tropezó al notar un peso inesperado. Luce gritó, pero, al cabo de un instante, tenía la espada manchada de sangre después de cortar el pescuezo al hombre y arrojar su cadáver al suelo.

Sintió un súbito calor en el pecho. Le vibró todo el cuerpo. Siguió adelante, espoleando a su caballo para que galopara cada vez más aprisa hasta que…

El mundo se tornó blanco.

Y luego, de pronto, negro.

Por último, estalló en una cegadora explosión de colores.

Alzó la mano para protegerse los ojos, pero la luz no provenía de fuera. Su caballo seguía galopando bajo su cuerpo. Ella aún asía la espada y la blandía a diestro y siniestro, cortando pescuezos, abriendo pechos. Los enemigos seguían cayendo a sus pies.

Pero, de algún modo, Luce ya no estaba del todo allí. La inundó una avalancha de imágenes, imágenes que debían de pertenecer a Lu Xin, y también otras que era imposible que fueran suyas.

Vio a Daniel vestido con sencillas ropas de campesino… pero, al cabo de un instante, tenía el torso desnudo y el pelo largo y rubio… y, de pronto, llevaba un yelmo de caballero, cuya visera levantaba para besarla en los labios… pero, antes de que lo hiciera, se había transformado en su yo actual, el Daniel al que ella había dejado en el patio de sus padres en Thunderbolt cuando entró en la Anunciadora.

Se dio cuenta de que aquel era el Daniel al que buscaba desde el principio. Fue a cogerlo, pronunció su nombre, pero él se transformó otra vez. Y otra. Vio más Daniel de lo que jamás habría creído posible, cada uno más guapo que el anterior. Se plegaban unos en otros como el fuelle de un inmenso acordeón, y cada imagen de él oscilaba y se modificaba bajo la luz del cielo. El perfil de su nariz, el ángulo de su mandíbula, el tono de su piel, la forma de sus labios, todo se arremolinaba y se emborronaba, cambiando sin cesar. Todo se transformaba salvo sus ojos.

Sus ojos violeta jamás cambiaban. Luce no se los podía quitar de la cabeza: ocultaban algo terrible, algo que ella no entendía. Algo que no quería entender.

¿Miedo?

En las imágenes, el terror de los ojos de Daniel era tan grande que Luce quería dejar de mirarlos a pesar de su belleza. ¿Qué podía temer alguien tan poderoso como él?

Solo había una cosa: la muerte de Luce.

Ella estaba viendo una secuencia de todas sus muertes. Aquella era la expresión de los ojos de Daniel, a lo largo del tiempo, justo antes de que ella ardiera en llamas. Ya había visto aquel miedo. Lo aborrecía, porque siempre significaba que su tiempo se había agotado. Ahora, lo veía en cada una de las caras de Daniel. El miedo que él había sentido en infinitas épocas y lugares. De pronto, supo que había más.

Daniel no temía por ella. No le asustaba que Luce estuviera a punto de entrar en la oscuridad de otra muerte. No le asustaba que eso pudiera hacerle daño.

Daniel la temía a ella.

—¡Lu Xin! —le gritó su voz desde el campo de batalla.

Ella lo vio a través de un velo de imágenes. Era lo único que percibía con claridad, porque todo lo demás irradiaba una asombrosa luz blanca. Y también ella la irradiaba. ¿La estaba quemando su amor por Daniel? ¿Era su pasión, no la de él, la que siempre la destruía?

—¡No! —Daniel fue a cogerle la mano. Pero era demasiado tarde.

A Luce le dolía la cabeza. No quería abrir los ojos.

Bill había regresado, el suelo estaba fresco y la envolvía una grata oscuridad. Una cascada salpicaba en la sombra, y el agua mojaba sus mejillas encendidas.

—Al final, lo has hecho bastante bien —observó Bill.

—No pareces muy decepcionado —dijo Luce—. ¿Y si me cuentas dónde has estado?

—No puedo. —Bill se mordió los labios carnosos para mostrarle que estaban sellados.

—¿Por qué no?

—Es personal.

—¿Es por Daniel? —le preguntó Luce—. Él podría verte, ¿no? Y hay alguna razón para que no quieras que se entere de que me estás ayudando.

Bill resopló.

—No todo lo que hago está relacionado contigo, Luce. Tengo otras cosas entre manos. Además, últimamente te has vuelto bastante independiente. Quizá sea hora de que pongamos fin a nuestro pequeño pacto y sigas tú sola. ¿Para qué demonios me necesitas?

Luce estaba demasiado agotada para dorarle la píldora y demasiado aturdida por lo que acababa de ver.

—Es inútil.

La ira de Bill se desinfló como un globo.

—¿Qué quieres decir?

—Cuando muero, no es por nada que haga Daniel. Es algo que ocurre dentro de mí. Puede que lo provoque su amor, pero… es culpa mía. Eso tiene que formar parte de la maldición, solo que no sé qué significa. Lo único que sé es que he visto la expresión de sus ojos justo antes de que yo muera: siempre es la misma.

Bill ladeó la cabeza.

—Hasta ahora.

—Le doy más tristezas que alegrías —continuó Luce—. Si no ha renunciado a mí, debería hacerlo. No puedo seguir haciéndole esto.

Enterró la cabeza entre las manos.

—¿Luce? —Bill se sentó en su rodilla. Le transmitió la misma extraña ternura que cuando se habían conocido—. ¿Quieres poner fin a esta farsa interminable? ¿Por Daniel?

Luce lo miró y se enjugó las lágrimas.

—¿Para que él no tenga que pasar por esto nunca más? ¿Hay algo que yo pueda hacer?

—Cuando te encarnas en uno de los cuerpos de tus antiguos yoes, hay un momento en cada una de tus vidas, justo antes de que mueras, en el que tu alma y los dos cuerpos, el antiguo y el actual, se separan. Solo dura una milésima de segundo.

Luce entrecerró los ojos.

—Creo que lo he sentido. ¿En el momento en que me doy cuenta de que voy a morir, justo antes de que muera?

—Exacto. Tiene que ver con cómo se fusionan tus vidas. En esa milésima de segundo, hay una forma de separar tu alma maldita de tu cuerpo actual. Eso eliminaría de tu maldición el molesto factor de la reencarnación.

—Pero creía que ya estaba al final de mi ciclo de reencarnaciones, que ya no renacería. Por lo del bautizo. Por no estar…

—Eso no importa. Aún estás condenada a ver cómo termina el ciclo. En cuanto vuelvas al presente, aún podrías morir en cualquier momento por…

—Mi amor por Daniel.

—Sí, algo por el estilo —dijo Bill—. Ejem… A menos que rompas el vínculo con tu pasado.

—Y me separaría de mi pasado, y ella moriría como siempre…

—Y tú serías expulsada como siempre, solo que también dejarías atrás tu alma para que muriera. Y el cuerpo al que volverías —le hincó el dedo en el hombro—, este, ya no estaría sujeto a la maldición que pesa sobre vosotros desde el origen de los tiempos.

—¿No habría más muertes?

—No a menos que saltaras de un edificio, te metieras en un coche con un asesino, te atiborraras de somníferos o…

—Entiendo —lo interrumpió Luce—. Pero entonces —se esforzó por que su voz pareciera tranquila—, entonces Daniel no me besaría y yo… o…

—Daniel no haría nada. —Bill la miró con aire de determinación—. Ya no te sentirías atraída hacia él. Seguirías adelante. Probablemente, te casarías con algún novio aburrido y acabarías teniendo doce hijos.

—No.

—Tú y Daniel os habríais librado de la maldición que tanto despreciáis. ¡Librado! ¿Lo oyes? Él también podría seguir adelante y ser feliz. ¿No quieres que Daniel sea feliz?

—Pero Daniel y yo…

—Daniel y tú no seríais nada. Es duro, lo sé. Pero piénsalo. Tú no tendrías que seguir haciéndole daño. Madura, Luce. La vida es mucho más que la pasión de la adolescencia.

Luce abrió la boca, pero no quiso oír cómo se le quebraba la voz. Una vida sin Daniel era inimaginable. Pero también lo era regresar a su vida actual, tratar de estar con él y que eso la matara para siempre. Se había esforzado mucho por hallar un modo de romper aquella maldición, pero seguía sin dar con la respuesta. Tal vez la solución fuera esa. Ahora parecía horrible, pero, si regresaba a su vida y no conocía a Daniel, no lo añoraría. Ni tampoco la añoraría él. Quizá fuera lo mejor. Para los dos.

Pero no. Ellos eran almas gemelas. Y su amor no era lo único que Daniel había aportado a su vida. Le debía conocer a Arriane, a Roland y a Gabbe. Incluso a Cam. Gracias a todos ellos, había aprendido mucho sí misma: qué quería y qué no, cómo defenderse sola. Había madurado y se había convertido en mejor persona. Sin Daniel, jamás habría ido a la Escuela de la Costa, jamás habría encontrado a sus fieles amigos Shelby y Miles. ¿Habría siquiera ido a Espada & Cruz? ¿Dónde demonios estaría? ¿Quién sería?

¿Podría ser feliz un solo día sin él? ¿Podría enamorarse de otro? No era capaz de pensar en eso. Sin Daniel, la vida le parecía triste y gris, salvo por un punto de luz que brillaba en la oscuridad.

¿Y si ya no tenía que hacerle daño nunca más?

—Pongamos que quisiera pensármelo. —Luce apenas era capaz de susurrar—. Pensármelo bien. No sé ni cómo se hace.

Bill se llevó la mano a la espalda y, muy despacio, sacó un largo objeto plateado de una minúscula funda negra. Hasta ese momento, Luce no se había fijado en la flecha mate con la punta roma que Bill le enseñaba, pero la reconoció de inmediato.

La gárgola sonrió.

—¿Has visto alguna vez una flecha estelar?