Padrino de boda
Jerusalén, Israel
27 de nissan de 2760 (aproximadamente, 1 de abril de 1000 a. C.)
Daniel aún no era enteramente él.
Seguía fusionado con el cuerpo al que se había unido en los oscuros fiordos de Groenlandia. Trató de frenar antes de salir de la Anunciadora, pero llevaba demasiada velocidad y perdió el equilibrio. Salió despedido del oscuro túnel y rodó por un suelo pedregoso hasta darse en la cabeza con algo duro. Poco después, se detuvo.
Fusionarse con su antiguo yo había sido un gran error.
La forma más sencilla de separar dos encarnaciones fusionadas de un alma era matar el cuerpo. Liberada de su jaula carnal, el alma se reponía. Pero Daniel no podía matarse. A menos…
La flecha estelar.
En Groenlandia, la había cogido de la nieve que rodeaba la hoguera de los ángeles. Gabbe la había llevado allí como protección simbólica, pero jamás habría imaginado que Daniel se fusionaría y la robaría.
¿Cómo podía él haber pensado que sería capaz de pasarse por el pecho su punta roma de plata para dividir su alma y devolver a su antiguo yo a la época que le correspondía?
Era absurdo.
No. Había demasiadas probabilidades de que metiera la pata, de que fallara, y en ese caso, en vez de dividir su alma, podría matarla sin querer. Desprovisto de alma, el disfraz terrenal de Daniel, aquel cuerpo torpe, vagaría eternamente por la Tierra buscando su alma pero conformándose con la mejor alternativa: Luce. La perseguiría hasta el día de su muerte y quizá incluso después.
Lo que Daniel necesitaba era un compañero. Lo que necesitaba era imposible.
Refunfuñó, se puso boca arriba y, con los ojos entrecerrados, miró el sol que caía de pleno.
—¿Lo ves? —dijo una voz por encima de él—. Te había dicho que estábamos en el sitio correcto.
—No veo —otra voz, de un chico— por qué demuestra esto que esta vez hemos acertado.
—Oh, vamos, Miles. No dejes que tu problema con Daniel nos impida encontrar a Luce. Es obvio que él sabe dónde está.
Las voces se acercaron. Daniel vio un brazo tendido hacia él que tapaba el sol.
—Hola. ¿Necesitas ayuda?
Shelby. La amiga nefilim de Luce de la Escuela de la Costa.
Y Miles. Al que ella había besado.
—¿Qué hacéis aquí? —Daniel se incorporó con brusquedad y rechazó la mano que le tendía Shelby. Se frotó la frente y miró detrás de él: el objeto con el que había chocado era el tronco gris de un olivo.
—¿Qué crees tú que hacemos aquí? Buscamos a Luce. —Shelby lo miró boquiabierta y arrugó la nariz—. ¿Qué pasa contigo?
—Nada. —Daniel intentó levantarse, pero estaba tan mareado que tuvo que volver a tumbarse. Fusionarse y, sobre todo, arrastrar su antiguo cuerpo a otra vida, lo había indispuesto. Trató de expulsar su pasado de su seno y se magulló el alma al golpearse contra los huesos y la piel. Sabía que los nefilim presentían que le había ocurrido algo que no quería contarles—. Volved a casa, intrusos. ¿De quién es la Anunciadora que os ha traído hasta aquí? ¿Sabéis en qué lío podríais meteros?
De pronto, vio un brillo plateado debajo de su nariz.
—Llévanos hasta Luce. —Miles le apuntaba al cuello con una flecha estelar. La visera de su gorra de béisbol le tapaba los ojos, pero tenía la boca crispada.
Daniel se quedó desconcertado.
—Tienes… una flecha estelar.
—¡Miles! —susurró Shelby, furibunda—. ¿Qué haces con eso?
La punta roma de la flecha tembló. Era evidente que Miles estaba nervioso.
—Se quedó en el patio después de que los Proscritos se fueran —dijo a Daniel—. Cam cogió una y, con el caos que había, nadie se dio cuenta de que yo cogí esta. Tú saliste detrás de Luce. Y nosotros salimos detrás de ti. —Miró a Shelby—. Pensé que a lo mejor la necesitábamos. Para defendernos.
—No te atrevas a matarlo —lo amenazó su compañera—. Eres un imbécil.
—No —dijo Daniel mientras se incorporaba muy despacio—. No pasa nada.
Se le había disparado la cabeza. ¿Qué posibilidades tenía? Solo lo había visto hacer una vez. No era ningún experto en fusiones. Pero su pasado se retorcía dentro de él: no podía seguir así. Solo había una solución. Miles la tenía en sus manos.
Pero ¿cómo podía conseguir que el chico lo atacara sin tener que explicárselo todo? ¿Y podía fiarse de los nefilim?
Se desplazó hacia atrás por el suelo hasta tener los hombros contra el tronco del árbol. Se levantó apoyándose en él, con las palmas abiertas para indicar a Miles que no había nada que temer.
—¿Sabes esgrima?
—¿Qué? —Miles pareció desconcertado.
—Cuando estudiabas en la Escuela de la Costa, ¿fuiste a clases de esgrima o no?
—Fuimos todos. No sirvió de mucho, y yo lo hice bastante mal, pero…
Era todo lo que Daniel necesitaba oír.
—En garde! —gritó mientras blandía su flecha estelar como si fuera una espada.
—Oh, mierda —dijo Shelby, apartándose—. Chicos, en serio. ¡Basta!
Las flechas estelares eran más cortas que los floretes, pero varios centímetros más largas que las flechas corrientes. Eran muy ligeras, pero duras como diamantes y, si Daniel y Miles procedían con muchísima cautela, era posible que los dos salieran de aquello con vida. De algún modo, con la ayuda de Miles, Daniel quizá podría librarse de su pasado.
Cortó el aire con su flecha estelar y dio unos cuantos pasos hacia el nefilim.
Miles reaccionó y rechazó su ataque desviando su flecha hacia la derecha. Al entrechocar, las flechas estelares no emitieron el débil tintineo de los floretes, sino un grave eco reverberante que resonó en las montañas e hizo vibrar el suelo bajo sus pies.
—Tu clase de esgrima no fue inútil —dijo Daniel al cruzar su flecha con la de Miles—. Su objetivo era prepararte para un momento como este.
—¿Un momento —Miles gruñó, avanzó y alzó su flecha hasta trabarla con la de Daniel— como cuál?
Forcejearon. Las flechas estelares formaron un aspa que se quedó detenida en el aire.
—Tengo que deshacerme de una antigua encarnación que he fusionado con mi alma —dijo Daniel sin más rodeos.
—¿Qué demonios…? —murmuró Shelby desde la línea de banda.
Miles puso cara de desconcierto, y el brazo le falló. La flecha estelar se le resbaló de la mano y cayó ruidosamente al suelo. El nefilim sofocó un grito y la buscó a tientas mientras miraba a Daniel aterrorizado.
—No voy a atacarte —dijo él—. Necesito que me ataques tú. —Consiguió sonreír con suficiencia—. Vamos. Lo estás deseando. Lo deseas desde hace mucho tiempo.
Miles cargó contra él, blandiendo la flecha estelar como lo que era, no como una espada. Daniel estaba preparado. Se apartó justo a tiempo y se dio la vuelta para cruzar su flecha con la de Miles.
Estaban trabados. La flecha de Daniel apuntaba por encima del hombro de Miles y mantenía a raya al nefilim, cuya flecha solo estaba a unos centímetros de su corazón.
—¿Vas a ayudarme? —preguntó Daniel.
—¿Qué sacamos nosotros con esto? —dijo Miles.
Daniel se lo tuvo que pensar un momento.
—La felicidad de Luce —respondió por fin.
Miles no dijo que sí. Pero tampoco dijo que no.
—Ahora —a Daniel le tembló la voz mientras daba las instrucciones—, con mucho cuidado, pásame la flecha estelar en línea recta por el centro del pecho. No me atravieses la piel o me matarás.
Miles estaba sudando. Tenía la cara blanca. Miró a Shelby.
—Hazlo, Miles —susurró ella.
La flecha estelar tembló. Todo estaba en manos de aquel muchacho. La punta roma tocó la piel de Daniel y comenzó a descender.
—Oh, Dios mío. —Shelby hizo una mueca de horror—. ¡Está mudando la piel!
Daniel tuvo la sensación de que una capa de piel se desprendía de sus huesos. El cuerpo de su antiguo yo se estaba desuniendo poco a poco del suyo. El veneno de la separación lo inundó y se abrió paso hasta las fibras de sus alas. El dolor era tan fuerte que le revolvió las entrañas como un mar encabritado y le produjo náuseas. Se le nubló la vista; le zumbaron los oídos. La flecha estelar le resbaló de la mano. Luego, de golpe, sintió un fuerte empujón y también una corriente de aire frío. Oyó un largo gruñido y dos golpes sordos. Y luego…
La vista se le aclaró. El zumbido cesó. Se sentía liviano, simple.
Libre.
Miles estaba tendido en el suelo a sus pies, respirando con dificultad. La flecha estelar de Daniel había desaparecido. Al darse la vuelta, vio un espectro de su antiguo yo detrás de él. Su piel era gris, y su cuerpo, fantasmal, tenía los ojos y los dientes negros como el carbón y llevaba la flecha estelar en la mano. Su silueta osciló en el viento caliente, como la imagen de un televisor estropeado.
—Lo siento —dijo Daniel mientras cogía a su antiguo yo por la base de las alas.
Cuando levantó del suelo la sombra de sí mismo, su cuerpo le pareció exiguo e insuficiente. Sus dedos dieron con la puerta grisácea de la Anunciadora por la que ambos Daniel habían viajado hacía un momento.
—Llegará tu hora —añadió.
Y arrojó a su antiguo yo al interior de la Anunciadora.
Vio que la sombra comenzaba a diluirse bajo el sol. El cuerpo emitió un largo silbido al ser engullido por ella, como si cayera por un precipicio. La Anunciadora se hizo añicos y desapareció.
—¿Qué demonios acaba de pasar? —preguntó Shelby mientras ayudaba a Miles a levantarse.
El nefilim estaba blanco como el papel y se miraba las manos boquiabierto. Las volvía y se las examinaba como si fuera la primera vez que las veía.
Daniel lo miró.
—Gracias.
Los ojos azules del nefilim parecían ansiosos y aterrados al mismo tiempo, como si quisiera conocer todos los detalles de lo que acababa de suceder pero no deseara manifestar su entusiasmo. Shelby se había quedado sin habla, lo cual era un hecho sin precedentes.
Daniel siempre había despreciado a Miles. Y estaba enfadado con Shelby, quien casi había conducido a los Proscritos hasta Luce. Pero, en aquel momento, debajo del olivo, entendió por qué Luce se había hecho amiga de los dos. Y se alegró.
Un cuerno sonó a lo lejos. Miles y Shelby se sobresaltaron.
Era un shofar, un cuerno de carnero sagrado que emitía una larga nota nasal, utilizado a menudo para anunciar servicios y festividades religiosas. Hasta entonces, Daniel no había mirado a su alrededor con la suficiente atención para saber dónde estaba.
Los tres se hallaban bajo la moteada sombra del olivo al borde de una colina. Por delante de ellos, la pendiente descendía hasta un valle ancho y llano cuyos pastos autóctonos marrón claro jamás había segado el hombre. En el centro del valle había una estrecha franja verde por la que discurría un río bordeado de flores silvestres.
Al este del estrecho cauce del río, había varias tiendas de campaña apiñadas enfrente de una estructura de piedra blanca con el techo de madera. Debían de haber tocado el shofar en aquel templo.
Una hilera de mujeres con coloridas capas hasta los pies entraba y salía del templo. Llevaban jarras de barro y bandejas de comida, como si prepararan un banquete.
—Oh —dijo Daniel en voz alta, mientras una honda melancolía se apoderaba de él.
—Oh, ¿qué? —preguntó Shelby.
Daniel la agarró por la capucha de su sudadera de camuflaje.
—Si buscáis a Luce aquí, no la encontraréis. Está muerta. Murió hace un mes.
Miles se atragantó.
—Te refieres a la Luce de esta vida —dijo Shelby—. No a nuestra Luce. ¿Verdad?
—Nuestra Luce, mi Luce, tampoco está aquí. Ella desconoce la existencia de este lugar, por lo que sus Anunciadoras nunca la traerían aquí. Las vuestras tampoco lo habrían hecho.
Shelby y Miles se miraron.
—Dices que buscas a Luce —observó Shelby—, pero, si sabes que no está aquí, ¿por qué no te has ido ya?
Daniel miró el valle que se extendía por debajo de ellos.
—Tengo un asunto pendiente.
—¿Quién es esa? —preguntó Miles mientras señalaba a una mujer con un largo vestido blanco.
Era alta y esbelta, con una cabellera pelirroja que refulgía al sol. Enseñaba buena parte de su piel dorada por el generoso escote de su vestido. Tarareaba algo bonito, una cancioncilla que apenas oían.
—Es Lilith —respondió Daniel, despacio—. Se supone que se casa hoy.
Miles dio unos pasos por el camino que partía del olivo en dirección al valle donde se erigía el templo unos treinta metros más abajo, como si quisiera verla mejor.
—¡Miles, espera! —Shelby corrió tras él—. Esto no es como cuando estuvimos en Las Vegas. Esto es… otra época o algo igual de raro. No puedes ver a una tía buena y abordarla como si fueras el dueño y señor del lugar. —Miró a Daniel en busca de ayuda.
—Agachaos —les indicó él—. No os asoméis por encima de la hierba. Y parad cuando yo os diga.
Con cautela, descendieron por el camino y por fin se detuvieron cerca de la orilla del río, a cierta distancia del templo. Todas las tiendas de la pequeña comunidad estaban adornadas con guirnaldas de caléndulas y flores de casis. Desde su posición, oyeron las voces de Lilith y las muchachas que la ayudaban a prepararse para su boda. Sus doncellas se rieron y se unieron a su canción mientras le trenzaban la larga cabellera y se la enroscaban alrededor de la cabeza.
Shelby se dirigió a Miles.
—¿No se parece un poco a la Lilith de nuestra clase de la Escuela de la Costa?
—¡No! —respondió Miles al instante. Escrutó a la novia un momento—. Está bien, puede que un poco. Qué raro.
—Probablemente, Luce ni te la mencionó —explicó Shelby a Daniel—. Es una bruja salida del mismo Infierno.
—Tiene sentido —dijo Daniel—. Vuestra Lilith debe de pertenecer a la misma estirpe de mujeres malvadas. Todas son descendientes de Lilith, la madre original. Fue la primera esposa de Adán.
—¿Adán tuvo más de una esposa? —Shelby se quedó boquiabierta—. ¿Qué hay de Eva?
—Antes de Eva.
—¿Antes de Eva? Imposible.
Daniel asintió.
—No llevaban mucho tiempo casados cuando Lilith lo abandonó. Le rompió el corazón. Él la esperó mucho tiempo, pero, al final, conoció a Eva. Y Lilith jamás lo perdonó por haber superado lo suyo. Pasó el resto de su vida vagando por la Tierra y maldiciendo a los hijos de Adán y Eva. Y sus descendientes: a veces empiezan bien, pero, al final, bueno, de tal palo, tal astilla.
—Qué chungo —dijo Miles, pese a parecer hipnotizado por la belleza de Lilith.
—¿Me estás diciendo que Lilith Clout, la chica que me prendió fuego al pelo, podría ser una bruja salida del mismo Infierno en el sentido literal de la palabra? ¿Que todo el vudú que le hice podría estar justificado?
—Supongo que sí. —Daniel se encogió de hombros.
—Me has quitado un peso de encima. —Shelby se rió—. ¿Por qué no venía eso en ninguno de los manuales de angelología de la Escuela de la Costa?
—Chist. —Miles señaló el templo. Lilith había dejado a sus doncellas para que terminaran con la decoración de la boda.
Las muchachas se pusieron a esparcir amapolas blancas cerca de la entrada del templo y a adornar las ramas bajas de los robles con cintas y carrillones plateados cuando ella se dirigió al oeste, hacia el río, hacia el lugar donde Daniel, Shelby y Miles se escondían.
Llevaba un ramo de lirios blancos. Cuando llegó a la orilla, arrancó unos cuantos pétalos y los arrojó al agua, sin dejar de canturrear. Luego, echó a andar hacia el norte junto al río, hacia un enorme algarrobo con ramas que se sumergían en el río.
Había un muchacho sentado bajo el viejo árbol, mirando la corriente. Tenía las largas piernas dobladas cerca del pecho y se las sujetaba con un brazo. Con el otro, hacía cabrillas en el agua. Su piel bronceada resaltaba el brillo de sus ojos verdes. Tenía el pelo negro azabache un poco greñudo y lo llevaba mojado tras un reciente chapuzón.
—Oh, Dios mío, es… —Daniel tapó la boca a Shelby para impedirle gritar.
Aquel era el momento que se temía.
—Sí, es Cam, pero no el Cam al que vosotros conocéis. Este es un Cam anterior. Hemos retrocedido miles de años en el tiempo.
Miles entrecerró los ojos.
—Pero continúa siendo malvado.
—No —dijo Daniel—. No es malvado.
—¿Cómo? —preguntó Shelby.
—Hubo un tiempo en el que todos formábamos parte de una sola familia. Cam era mi hermano. No era malvado. No aún. Tal vez no lo sea ni ahora.
Físicamente, la única diferencia entre aquel Cam y el que Shelby y Miles conocían era que no llevaba en el cuello el sol negro que Satanás le tatuó cuando se unió al Infierno. Por lo demás, era idéntico al Cam actual.
Salvo porque la cara de aquel Cam tan antiguo estaba cargada de preocupación. Era una expresión que Daniel no veía en Cam desde hacía milenios. Probablemente, desde aquel preciso momento.
Lilith se detuvo detrás de Cam y le pasó los brazos por el cuello hasta tener las manos apoyadas en su corazón. Sin volverse ni decir una palabra, Cam le cubrió las manos con las suyas. Ambos cerraron los ojos, satisfechos.
—Esto parece muy íntimo —dijo Shelby—. ¿No deberíamos…? Es decir, me siento incómoda.
—Pues vete —contestó Daniel, despacio—. Pero no montes ningún número…
Daniel se interrumpió. Alguien se acercaba a Cam y a Lilith.
El joven era alto y estaba bronceado. Vestía una larga túnica y llevaba un recio rollo de pergamino. Tenía la rubia cabeza gacha, pero estaba claro que se trataba de Daniel.
—Yo me quedo. —Miles no quitó ojo al antiguo yo de Daniel.
—Espera, creía que acababas de enviar a ese tío de vuelta a su época —dijo Shelby, perpleja.
—Esa era una versión anterior posterior de mí —aclaró Daniel.
—¡«Una versión anterior posterior de mí», dice! —Shelby resopló—. ¿Cuántos Daniel hay exactamente?
—Ese Daniel venía de dos mil años después de ahora, es decir, de mil años antes del presente real. Este no era su sitio.
—¿Estamos a tres mil años del presente? —preguntó Miles.
—Sí. Y, desde luego, vosotros no deberíais haber venido. —Daniel lo miró con desaprobación—. Pero esa versión anterior de mí… —Señaló al muchacho que se había detenido junto a Cam y Lilith—. Su sitio es este.
En la otra orilla del río, Lilith sonrió.
—¿Cómo estás, Dani?
Observaron a Dani cuando se arrodilló junto a la pareja y desenrolló el pergamino. Daniel se acordó: era su licencia matrimonial. La había redactado él mismo en arameo. Tenía que oficiar la ceremonia. Cam se lo había pedido hacía meses.
Lilith y Cam leyeron el documento. Daniel recordaba que, mientras estuvieron juntos, fueron buenas personas. Ella componía canciones para él y se pasaba horas recogiendo flores silvestres y tejiéndoselas a la ropa. Él se entregaba a ella en cuerpo y alma. Escuchaba sus sueños y la hacía reír cuando estaba triste. Ambos eran volubles y, cuando discutían, toda la tribu se enteraba, pero ninguno era todavía el ser siniestro en el que se convertiría tras romper.
—Esta parte de aquí —dijo Lilith, señalando una línea del texto— dice que nos casaremos junto al río. Pero tú sabes que yo quiero casarme en el templo, Cam.
Cam y Daniel se miraron. Cam cogió la mano a Lilith.
—Amor mío. Ya te he dicho que no puedo.
La voz de Lilith se tiñó de cólera.
—¿Te niegas a casarte conmigo ante los ojos de Dios? ¡Es el único sitio en el que mi familia autorizará nuestra unión! ¿Por qué?
—Caramba —susurró Shelby en la otra orilla—. Ya entiendo lo que pasa. Cam no se puede casar en el templo… no puede ni poner un pie en el templo, porque…
Miles también comenzó a susurrar:
—Si un ángel caído entra en el santuario de Dios…
—Todo arde en llamas —terminó Shelby.
Por supuesto, los nefilim tenían razón, pero Daniel se sorprendió de cuán frustrado se sentía. Cam amaba a Lilith, y Lilith amaba a Cam. Tenían la oportunidad de ser felices en el amor y, en lo que a él concernía, todo lo demás podía irse a hacer puñetas. ¿Por qué insistía tanto Lilith en casarse en el templo? ¿Por qué no podía Cam darle una buena explicación para su negativa?
—No pondré un pie ahí. —Cam señaló el templo.
Lilith estaba a punto de llorar.
—Entonces, no me amas.
—Te amo más de lo que nunca había creído posible, pero eso no cambia nada.
El esbelto cuerpo de Lilith pareció hincharse de rabia. ¿Percibía que la negativa de Cam se debía a algo más que a un mero deseo de llevarle la contraria? Daniel creía que no. Lilith apretó los puños y dio un agudo chillido.
Pareció que la tierra temblara. Agarró a Cam por las muñecas y lo sujetó contra el árbol. Él ni siquiera se resistió.
—A mi abuela no le has gustado nunca. —A Lilith le temblaron los brazos—. Siempre ha dicho cosas espantosas de ti, y yo siempre te he defendido. Ahora lo veo. En tus ojos y en tu alma. —Lo taladró con la mirada—. Dilo.
—¿Decir qué? —preguntó Cam, horrorizado.
—Eres un hombre malvado. Eres… sé lo que eres.
Era evidente que Lilith no lo sabía. Repetía los rumores que corrían por la comunidad: que era malvado, un hechicero, un miembro de lo oculto. Lo único que quería era oír la verdad de sus labios.
Daniel sabía que Cam se la podía decir pero no lo haría. Tenía miedo.
—No soy ninguna de las cosas malas que dicen que soy —adujo.
Era la verdad, y Daniel lo sabía, pero se parecía mucho a una mentira. Cam se hallaba al borde de la peor decisión que jamás tomaría. Allí estaba: el momento que le rompió el corazón de tal modo que se le corrompió hasta ennegrecérsele.
—Lilith —le suplicó Dani mientras le arrancaba las manos del cuello de Cam—. Él no es…
—Dani —le advirtió Cam—, nada de lo que digas va a arreglar esto.
—Así es. Está roto. —Lilith lo soltó y Cam cayó al suelo. Lilith cogió su contrato matrimonial y lo arrojó al río. El pergamino giró despacio en la corriente y se hundió—. Espero vivir mil años y tener mil hijas para que siempre haya una mujer que maldiga tu nombre. —Le escupió en la cara antes de darse la vuelta y echar a correr hacia el templo, con el vestido blanco ondeando tras ella como la vela de un barco.
Cam se puso tan blanco como la túnica nupcial de Lilith. Cogió la mano que Dani le tendía y se levantó.
—¿Tienes una flecha estelar, Dani?
—No. —A Dani le tembló la voz—. No digas eso. La recuperarás o si no…
—He sido un ingenuo creyendo que podría amar a una mortal sin consecuencias.
—Ojalá se lo hubieras contado —dijo Dani.
—¿Contárselo? ¿Lo que me pasó, lo que nos pasó a todos? ¿La Caída y todo lo que vino después? —Cam se acercó más a Dani—. Lilith quizá tenga razón. Ya la has oído. Todo el pueblo cree que soy un demonio. Aunque no utilicen la palabra.
—Ellos no saben nada.
Cam apartó la mirada.
—Llevo todo este tiempo intentando negarlo, pero el amor es imposible, Dani.
—No lo es.
—¡Lo es! Para almas como las nuestras. Ya lo verás. Quizá aguantes más que yo, pero ya lo verás. Al final, los dos vamos a tener que elegir.
—¡No!
—Qué rápido has protestado, hermano. —Cam le apretó el hombro—. ¿Qué hay de ti? ¿Piensas alguna vez en ello… en cruzar?
Dani se apartó.
—Pienso en ella y en nada más. Cuento los segundos hasta que está de nuevo conmigo. Yo la elijo igual que ella me elige a mí.
—Qué soledad…
—No es soledad —rugió Dani—. Es amor. El amor que también deseas para ti…
—Me refería a mi soledad. Además, soy mucho menos noble que tú. Uno de estos días, me temo que voy a hacerlo.
—No. —Dani se acercó a Cam—. No serás capaz.
Cam retrocedió y escupió.
—No todos tenemos la suerte de estar unidos a nuestro amor por una maldición.
Daniel recordó aquel insulto vacío. Lo había puesto furioso. Pero, aun así, no debería haber dicho lo que dijo.
—Pues vete. Nadie va a echarte de menos.
Se arrepintió al instante, pero ya era demasiado tarde.
Cam echó los hombros hacia atrás y puso los brazos en cruz. Cuando sus alas se desplegaron, una ráfaga de aire caliente azotó la hierba en la que se escondían Daniel, Shelby y Miles. Los tres sacaron la cabeza. Sus alas eran inmensas, resplandecientes y…
—Un momento —susurró Shelby—. ¡No son doradas!
Miles parpadeó.
—¿Cómo es posible que no sean doradas?
Era lógico que los nefilim estuvieran desconcertados. La división de los colores de alas estaba muy clara: dorado para los demonios, plateado o blanco para todos los demás. Y el Cam al que ellos conocían era un demonio. Daniel no estaba de humor para explicar a Shelby por qué las alas de Cam eran de un blanco puro y luminoso, tan brillantes como diamantes, tan centelleantes como nieve bañada por el sol.
Aquel Cam de la antigüedad no había cruzado todavía. Solo estaba a punto de hacerlo.
Aquel día, Lilith perdió a Cam como amante, y Daniel lo perdió como hermano. A partir de aquel día, serían enemigos. ¿Podría haberlo detenido? ¿Y si no se hubiera apartado de Cam y hubiera desplegado sus alas como un escudo, como en ese momento vio hacer a Dani?
Debería haberlo detenido. Ardía en deseos de abandonar su escondrijo entre la hierba y detener a Cam. ¡Cuántas cosas podrían ser distintas!
Todavía no existía ninguna retorcida atracción magnética entre las alas de Cam y Dani. Lo único que los repelía en ese momento era una obstinada diferencia de opinión, una rivalidad filosófica entre hermanos.
Ambos ángeles alzaron el vuelo a la vez, cada uno en una dirección distinta. Así pues, cuando Dani se dirigió al este y Cam al oeste, los tres anacronismos escondidos entre la hierba fueron los únicos en ver que un brillo dorado corroía las alas de Cam. Como un relámpago centelleante.