El sacrificio
Chichén Itzá, Mesoamérica
Día 5 de wayeb’ (aproximadamente, 20 de diciembre de 555 d. C.)
La Anunciadora expulsó a Luce a un sofocante día de verano. Bajo sus pies, la tierra estaba reseca, surcada de grietas entre la hierba agostada. El cielo tenía un inhóspito color azul y no había una sola nube que anunciara lluvia. Hasta el viento parecía sediento.
Luce se hallaba en el centro de un campo llano bordeado por tres lados de un extraño muro alto. De lejos, parecía una especie de mosaico hecho de gigantescos abalorios. Estos tenían una forma irregular, no eran del todo esféricos y variaban en color del marfil al marrón claro. Entre ellos, había algunas aberturas diminutas por las que se colaba el sol.
Aparte de media docena de buitres que graznaban mientras volaban lánguidamente en círculos, no había nadie más. El viento caliente que la despeinó olía a… no identificó el olor, pero sabía a metal, casi a óxido.
El recio vestido que llevaba desde el baile de Versalles estaba empapado de sudor. Cada vez que inspiraba, percibía su peste a humo, ceniza y sudor. Tenía que quitárselo. Intentó alcanzar las lazadas y botones. Una mano le vendría bien, aunque fuera de piedra.
¿Dónde estaba Bill, por cierto? Siempre desaparecía. A veces, le daba la impresión de que la gárgola tenía sus propias prioridades y siempre la llevaba donde más le convenía a ella.
Forcejeó con el vestido, se arrancó la gorguera verde y fue haciendo saltar corchetes mientras caminaba. Por suerte, no había nadie que pudiera verla. Por fin, se puso de rodillas y consiguió quitarse la falda por la cabeza.
Al apoyarse en los talones, vestida con su fina combinación de algodón, reparó en lo agotada que estaba. ¿Cuánto hacía que no dormía? Se dirigió a la sombra del muro tambaleándose. La frágil hierba crujió bajo sus pies. A lo mejor podía echarse un rato a dormir.
Los ojos se le cerraban de sueño.
Pero se le abrieron de golpe. Y la piel se le erizó.
¡Cabezas!
Por fin sabía de qué estaba hecho el muro. Las empalizadas de color hueso, con un aspecto relativamente inocente desde lejos, eran hileras de cabezas humanas ensartadas.
Contuvo un grito. De pronto, identificó el olor que transportaba el viento: era el hedor a podredumbre y sangre derramada, a carne putrefacta.
En la base de las empalizadas había calaveras blanqueadas por el sol y limadas por el viento. En la parte de arriba, las calaveras parecían más recientes. Es decir, aún eran claramente cabezas de personas con espesas cabelleras negras y la piel casi intacta. No obstante, las calaveras de la parte central se hallaban en un punto intermedio entre mortal y monstruo: debajo de la piel cuarteada a medio desprender, solo había sangre marrón sobre hueso. La tensa expresión de las caras reflejaba terror o quizá cólera.
Luce se apartó tambaleándose y deseó, en vano, respirar un aire que no oliera a podrido.
—No es tan asqueroso como parece.
Luce giró sobre sus talones, aterrorizada. Pero solo era Bill.
—¿Dónde estabas? ¿Dónde estamos?
—De hecho, es un gran honor que te ensarten así —dijo la gárgola mientras se acercaba resueltamente a la penúltima hilera. Miró una cabeza a los ojos—. Todos estos corderitos inocentes van directos al Cielo. Justo lo que desean los fieles.
—¿Por qué me has dejado aquí con estos…?
—Vamos. No van a morderte. —Bill la miró de soslayo—. ¿Qué has hecho con tu ropa?
Luce se encogió de hombros.
—Hace calor.
Bill suspiró con el hastío de un siervo abnegado.
—Anda, pregúntame dónde he estado. Y, esta vez, trata de hacerlo sin juzgarme.
A Luce se le crispó la boca. Había algo raro en las esporádicas desapariciones de Bill. Pero allí estaba, con las garritas a la espalda y una sonrisa inocente. Luce suspiró.
—¿Dónde has estado?
—¡De compras! —Bill desplegó las alas con regocijo. Llevaba una falda cruzada marrón claro colgada de la punta de un ala y una túnica corta del mismo color colgada de la otra—. ¡Y la guinda del pastel! —exclamó mientras le enseñaba el voluminoso collar blanco que escondía en la espalda. Hueso.
Luce cogió la túnica y la falda, pero rechazó el collar. Ya había visto suficientes huesos.
—No, gracias.
—¿Quieres integrarte? Entonces, tienes que vestirte como ellos.
Luce se tragó su repugnancia y se puso el collar. Los trozos de hueso pulido estaban enhebrados en alguna clase de fibra. El collar era largo y pesado y, tenía que reconocerlo, bastante bonito.
—Y creo que esto —Bill le dio una diadema metálica pintada— va en el pelo.
—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Luce.
—Es tuyo. O sea, no es de Lucinda Price, pero sí es tuyo en un sentido cósmico más amplio. Pertenece al tú que forma parte de esta vida: Ix Cuat.
—¿«Ix» qué?
—Ix Cuat. Tu nombre en esta vida significa «Pequeña Serpiente». —Bill vio cómo le cambiaba la cara—. Era un apelativo cariñoso en la cultura maya. Más o menos.
—¿Igual que también es un honor que ensarten tu cabeza en una estaca?
Bill puso sus pétreos ojos en blanco.
—Deja de ser tan etnocéntrica. Significa pensar que tu cultura es superior a las demás.
—Sé qué significa —dijo Luce mientras se colocaba la diadema en el sucio pelo—. Pero no me siento superior. Simplemente, no me parece tan genial terminar con mi cabeza en una de esas hileras.
Se oyó un débil zumbido, como redobles distantes.
—¡Ese es justo el tipo de cosa que diría Ix Cuat! ¡Siempre fuiste un poco corta!
—¿Qué quieres decir?
—¿Sabes?, tú, Ix Cuat, naciste durante el wayeb’, los cinco días sueltos al final del año maya en los que todo el mundo se vuelve supersticioso porque no encajan en el calendario. Es parecido a los días de los años bisiestos. Nacer durante el wayeb’ no es lo que se dice una suerte. Así que nadie se sorprendió cuando te convertiste en una solterona.
—¿«Solterona»? —preguntó Luce—. Creía que nunca pasaba de los diecisiete… más o menos.
—Aquí en Chichén Itzá, a los diecisiete ya eres un vejestorio —dijo Bill mientras revoloteaba de una cabeza a otra con un zumbido de alas—. Pero es cierto, antes nunca pasabas de los diecisiete. Es un misterio que en la vida de Lucinda Price hayas conseguido vivir tanto.
—Daniel dijo que era porque no me habían bautizado. —Ahora, Luce estaba segura de que oía tambores, y de que se acercaban—. Pero ¿qué importancia puede tener eso? Es decir, seguro que Ix Ca… como se llame, estaba bautizada…
Bill agitó la mano con desdén.
—«Bautismo» solo es una palabra para una clase de sacramento o pacto en el que más o menos se adjudican tu alma. Casi todas las doctrinas tienen algo similar. El cristianismo, el judaísmo, el islam, incluso la religión maya que está a punto de desfilar por aquí —Bill volvió la cabeza hacia los redobles, que ya se oían tan cerca que Luce se preguntó si no deberían esconderse—, todos tienen sacramentos de algún tipo para expresar devoción a un dios.
—Entonces, en mi vida actual en Thunderbolt, ¿sigo viva porque mis padres no me han bautizado?
—No —respondió Bill—. En tu vida actual en Thunderbolt, pueden matarte porque tus padres no te han bautizado. Estás viva porque… bueno, de hecho, nadie sabe por qué.
Tenía que haber una razón. Quizá fuera la laguna de la que Daniel había hablado en el hospital de Milán. Pero, ni siquiera él parecía entender cómo podía ella viajar por las Anunciadoras. Con cada vida que visitaba, Luce se sentía más cerca de encajar las piezas de su pasado… pero aún le faltaba camino por recorrer.
—¿Dónde está el pueblo? —preguntó—. ¿Dónde está la gente? ¿Dónde está Daniel? —Los redobles eran tan fuertes que tuvo que alzar la voz.
—Oh —dijo Bill—. Están al otro lado del tzompantlis.
—¿El qué?
—Este muro de cabezas. Vamos, ¡tienes que ver esto!
Luce vio destellos de color danzando por detrás de los huecos dejados en las hileras de calaveras. Bill la condujo al borde del muro y le indicó que mirara.
Por detrás del muro desfilaba toda una civilización. Una larga hilera de personas bailaba y pisaba con fuerza en un ancho camino de tierra compactada que serpenteaba por el osario. Tenían el pelo sedoso y negro y la piel tan oscura como las castañas. Sus edades iban de los tres años a tantos que era imposible saberlo. Todas ellas eran exuberantes, hermosas y extrañas. Llevaban poca ropa: pieles de animales sin curtir que apenas les cubrían la carne y resaltaban sus tatuajes y sus caras pintadas. Los dibujos eran extraordinarios: representaciones detalladas y coloridas de pájaros con vivos plumajes, soles y motivos geométricos diseminados por sus espaldas, brazos y torsos.
A lo lejos, había construcciones: una ordenada cuadrícula de estructuras de piedra blanqueada y un grupo de casas más pequeñas con techos planos de paja. Más allá, había selva, pero las hojas de los árboles parecían marchitas y quebradizas.
La muchedumbre continuó desfilando, sin ver a Luce, absorta en el frenesí de su baile.
—¡Vamos! —dijo Bill, y la empujó para que se uniera al flujo de personas.
—¿Qué? —gritó ella—. ¿Meterme ahí? ¿Con ellos?
—¡Será divertido! —Bill soltó una carcajada y se adelantó—. Sabes bailar, ¿no?
Con cautela al principio, Luce y la pequeña gárgola se unieron al desfile cuando entró en lo que parecía un mercado, una franja de tierra larga y estrecha atestada de barriles y bandejas llenas de comestibles: aguacates negros con hoyuelos, mazorcas de maíz de un vivo color rojo, manojos de hierbas aromáticas y muchas otras cosas que Luce no reconoció. Miró a todas partes al pasar, para ver lo máximo posible, pero era imposible pararse. La marea humana la empujaba de forma inexorable.
Los mayas siguieron el camino cuando torció para descender hacia una ancha llanura. El fragor de sus danzas cesó, y se agruparon sin hacer ruido, murmurando entre ellos. Eran centenares. Ante la reiterada presión de las afiladas garras de Bill en sus hombros, Luce se arrodilló como todos los demás y también miró arriba.
Detrás del mercado, una construcción se alzaba por encima del resto: una pirámide escalonada de una piedra blanquísima. En los dos lados que Luce veía, empinadas escaleras conducían a la cúspide plana, donde había una estructura de una planta pintada de azul y rojo. Luce tuvo un escalofrío, parte reconocimiento, parte inexplicable temor.
Ya había visto aquella pirámide. En las fotografías de los libros de historia, el templo maya estaba en ruinas. Pero ahora distaba mucho de eso. Se aspecto era espléndido.
En la cúspide plana de la pirámide, había una fila de cuatro hombres que tocaban tambores hechos de madera y cuero tensado. Tenían las bronceadas caras pintadas con trazos rojos, amarillos y azules para que parecieran máscaras. Siguieron tocando al unísono, con redobles cada vez más rápidos, hasta que alguien salió de la estructura de una planta.
El hombre era más alto que los tamborileros; llevaba la cara pintada con laberínticos motivos turquesa y un imponente tocado de plumas rojas y blancas en la cabeza. En el cuello, las muñecas, los tobillos y los lóbulos de las orejas, lucía la misma clase de joyas hechas de hueso que Bill había dado a Luce. Sostenía algo: un palo largo decorado con plumas pintadas y brillantes fragmentos blancos. En uno de sus extremos, brillaba algo plateado.
Cuando se volvió hacia la multitud, se hizo el silencio casi como por arte de magia.
—¿Quién es ese hombre? —susurró Luce a Bill—. ¿Qué hace?
—Es el jefe de la tribu, Zotz. Está bastante demacrado, ¿verdad? Se pasa mal cuando tu pueblo no ve la lluvia desde hace trescientos sesenta y cuatro días. No es que ese calendario de piedra de ahí les sirva de mucho. —Señaló una losa gris en la que había centenares de líneas escritas con hollín.
¿Ni una sola gota de agua en prácticamente un año? Luce casi palpaba la sed que desprendía la multitud.
—Se están muriendo —afirmó.
—Esperan no hacerlo. Y ahí es donde entras tú —dijo Bill—. Tú y varios infelices más. Y Daniel. Tiene un papel secundario. Chaat tiene muchísima hambre a estas alturas, así que os toca arrimar el hombro a todos.
—¿Chaat?
—El dios de la lluvia. Los mayas tienen la absurda creencia de que el alimento favorito de un dios iracundo es la sangre. ¿Ves adónde quiero llegar?
—Sacrificios humanos —dijo Luce despacio.
—Sí. Este es el principio de un largo día de ellos. Más calaveras que sumar a las empalizadas. Emocionante, ¿no?
—¿Dónde está Lucinda? ¿Es decir, Ix Cuat?
Bill señaló el templo.
—Está encerrada ahí arriba, junto con el resto de las ofrendas humanas, esperando a que termine el partido de pelota.
—¿El partido de pelota?
—Es lo que va a ver toda esta gente. ¿Sabes?, al jefe le gusta que se juegue un partido de pelota antes de un gran sacrificio. —Bill tosió y replegó las alas—. Es una especie de cruce entre el baloncesto y el fútbol, si cada equipo tuviera solo dos jugadores y el balón pesara una tonelada. Y si los que perdieran fueran decapitados para alimentar a Chaat con su sangre.
—¡Al campo! —rugió Zotz desde el último escalón del templo.
Pese a encontrarlas extrañamente guturales, Luce comprendió las palabras mayas sin ninguna dificultad. Se preguntó cómo debía de haberse sentido Ix Cuat al oírlas, estando encerrada en el templo detrás de Zotz.
La multitud prorrumpió en sonoras ovaciones. Los mayas se pusieron de pie y echaron a correr hacia lo que parecía un gran anfiteatro de piedra erigido al final de la llanura. Era de forma oblonga y poca altura: un campo de tierra marrón circundado de gradas de piedra.
—¡Ah, ahí está nuestro chico! —Bill señaló el principio de la muchedumbre, que ya estaba próxima al estadio.
Un muchacho delgado y musculoso corría más aprisa que el resto, de espaldas a Luce. Tenía el lustroso pelo castaño y los hombros muy bronceados, pintados con franjas rojas y negras entrecruzadas. Cuando volvió brevemente la cabeza hacia la izquierda, Luce le vio el perfil. No se parecía en nada al Daniel que ella había dejado en el patio de sus padres.
Y no obstante…
—¡Daniel! —gritó—. Está…
—¿Diferente y también exactamente igual? —preguntó Bill.
—Sí.
—Es su alma lo que reconoces. Sea cual sea vuestro aspecto externo, siempre conocéis el alma del otro.
Hasta entonces, Luce no había pensado en cuán extraordinario era que reconociera a Daniel en todas las vidas. Su alma hallaba la de él.
—Eso es… hermoso.
Bill se rascó una costra del brazo con una garra retorcida.
—Si tú lo dices…
—Has dicho que Daniel participaba en los sacrificios. Es uno de los jugadores, ¿verdad? —aventuró Luce, alargando el cuello cuando Daniel entró en el anfiteatro y se perdió de vista.
—Así es —dijo Bill—. Hay una ceremonia preciosa —enarcó una ceja de piedra— en la que los ganadores conducen a los elegidos a la otra vida.
—¿Los ganadores matan a los prisioneros? —preguntó Luce en voz baja.
Vieron cómo la muchedumbre empezaba a entrar en el anfiteatro. Dentro, se oyeron redobles de tambor. El partido estaba a punto de comenzar.
—«Matar» no. No son vulgares asesinos. «Sacrificar». Primero, les cortan la cabeza. Las cabezas van ahí. —Bill se volvió para señalar la empalizada que tenían detrás—. Los cuerpos son arrojados a un cenote asqueroso, perdón, sagrado, que hay en la selva. —Sorbió por la nariz—. Yo no veo cómo va a traer eso lluvia, pero ¿quién soy yo para juzgar?
—¿Ganará Daniel o perderá? —preguntó Luce, sabiendo la respuesta incluso antes de que las palabras salieran de sus labios.
—Comprendo que la idea de que Daniel te decapite te parezca todo menos romántica —dijo Bill—, pero, en realidad, ¿qué diferencia hay entre que te mate con fuego o con una espada?
—Daniel no haría eso.
Bill se cernió delante de Luce.
—Ah, ¿no?
Oyeron un sonoro clamor dentro del anfiteatro. Luce sentía que debería correr al campo de juego, ir hasta Daniel y estrecharlo entre sus brazos; sentía que debería decirle lo que no había tenido tiempo de expresarle en el Globe: que ya comprendía por lo que pasaba para estar con ella. Que sus sacrificios solo acrecentaban su fe en su amor.
—Debería ir con él —dijo.
Pero también estaba Ix Cuat. Encerrada en el templo de la cúspide de la pirámide, aguardando a que la mataran. Una muchacha que podía tener la valiosa información que Luce necesitaba para romper la maldición.
Vaciló sin moverse del sitio, apuntando con un pie hacia el anfiteatro y con el otro hacia la pirámide.
—¿Qué va a ser? —la provocó Bill. Su sonrisa era demasiado ancha.
Luce echó a correr a toda prisa, alejándose de él, directa hacia la pirámide.
—¡Buena decisión! —gritó Bill mientras daba rápidamente la vuelta y la alcanzaba.
La pirámide se elevaba ante ella. El templo pintado de la cúspide, donde Bill había dicho que estaría Ix Cuat, le pareció tan distante como una estrella. Se moría de sed. Su garganta ansiaba agua; el suelo le escaldaba las plantas de los pies. Tenía la sensación de que el mundo entero estaba en llamas.
—Este sitio es muy sagrado —le susurró Bill al oído—. Este templo se construyó encima de un templo anterior, que se construyó encima de otro, y así sucesivamente, todos ellos orientados para señalar los equinoccios de primavera y otoño. En esos dos días, cuando se pone el sol, se puede ver la sombra de una serpiente reptando por los peldaños de las escaleras del lado norte. Mola, ¿no?
Luce se limitó a resoplar y comenzó a subir las escaleras.
—Los mayas fueron unos genios. En esta etapa de su civilización, ya han predicho que el fin del mundo será en 2012. —Bill tosió de forma teatral—. Pero eso aún está por ver. El tiempo dirá.
Cuando Luce estuvo cerca de la cúspide de la pirámide, Bill volvió a hablarle al oído.
—Ahora escucha —dijo—. Esta vez, cuando pases a tres-D…
—Chist —susurró Luce.
—¡Nadie me oye aparte de ti!
—Exacto. ¡Chist! —En silencio, Luce subió el último peldaño y se detuvo en la plataforma de la cúspide. Pegó el cuerpo a la piedra caliente de la pared del templo y se quedó a unos centímetros de la puerta abierta. Dentro, alguien cantaba.
—Yo lo haría ahora —dijo Bill—, mientras los guardias están viendo el partido.
Luce se acercó a la entrada despacio y miró dentro.
El sol que entraba a raudales por la puerta abierta bañaba un gran trono que ocupaba el centro del templo. Tenía forma de jaguar y estaba pintado de rojo. Las manchas eran incrustaciones de jade. A la izquierda, había una gran estatua de una figura reclinada sobre un costado con una mano en el abdomen. Pequeños candiles hechos de piedra y llenos de aceite rodeaban la estatua y arrojaban una luz trémula. Aparte de aquello, en el templo solo había tres muchachas atadas juntas por las muñecas, acurrucadas en un rincón.
Luce sofocó un grito, y ellas alzaron bruscamente la cabeza. Todas eran bonitas. Llevaban el cabello negro trenzado y adornos de jade en las orejas. La muchacha de la izquierda era la que tenía la piel más oscura. La que estaba a la derecha tenía volutas de color azul oscuro pintadas en los brazos. Y la del centro… era Luce.
Ix Cuat era menuda y delicada. Tenía los pies sucios y los labios cuarteados. De las tres aterrorizadas muchachas, sus ojos eran los más desorbitados.
—¿A qué esperas? —le gritó Bill, que se había sentado en la cabeza de la estatua.
—Pero me verán —susurró Luce con la mandíbula apretada. Las otras veces que se había fusionado con sus antiguos yoes no había nadie o Bill la había ayudado a ocultarse. ¿Qué impresión se llevarían las otras dos muchachas si Luce se metía en el cuerpo de Ix Cuat?
—Estas chicas están medio locas desde que las eligieron para ser sacrificadas. Si se ponen a chillar por cualquier cosa rara, adivina a cuántas personas va a importarles. —Bill se puso a contar con los dedos—. Exacto. ¡Cero! Ni siquiera las oirán.
—¿Quién eres? —preguntó una de las muchachas, con la voz rota por el miedo.
Luce fue incapaz de responder. Cuando se acercó, los ojos de Ix Cuat se encendieron con lo que le pareció terror. Pero, después, para su gran sorpresa, cuando bajó el brazo, su antiguo yo alzó rápidamente sus manos atadas y cogió la suya con firmeza. Las tenía cálidas y suaves. Y le temblaban.
Comenzó a decir algo. Ix Cuat había comenzado a decir: «Sácame de aquí».
Luce lo oyó en su cabeza cuando el suelo tembló bajo sus pies y todo comenzó a vibrar. Vio a Ix Cuat, la muchacha que había nacido malhadada, cuyos ojos le decían que no sabía nada de las Anunciadoras, pero quien le había cogido la mano como si su liberación dependiera de ella. Y se vio desde fuera, cansada, hambrienta, desgreñada y demacrada. Y, de algún modo, mayor. Y más fuerte.
Luego, el mundo volvió a estabilizarse.
Bill ya no estaba en la cabeza de la estatua, pero Luce no podía moverse para ir en su busca. Tenía las muñecas atadas en carne viva y tatuadas para su inminente sacrificio. Advirtió que también estaba atada por los tobillos. Aunque, en realidad, las ataduras apenas le importaban: el miedo le amarraba el alma con más fuerza que cualquier cuerda. Aquella no era como las otras veces que Luce se había introducido en su pasado. Ix Cuat sabía exactamente qué le aguardaba. La muerte. Y no parecía alegrarse de ello como Lys había hecho en Versalles.
A cada lado de Ix Cuat, sus compañeras se habían apartado de ella, pero solo habían podido hacerlo unos pocos centímetros. La muchacha de la izquierda, la de piel más oscura, Hanhau, lloraba; la otra, la que tenía el cuerpo pintado de azul, Ghanan, rezaba. Ambas tenían miedo de morir.
—¡Estás poseída! —exclamó Hanhau entre sollozos—. ¡Contaminarás la ofrenda!
Ghanan se había quedado sin palabras.
Luce ignoró a las muchachas y se concentró en el miedo paralizante de Ix Cuat. Recitaba algo mentalmente: una oración. Pero no era una oración para prepararse antes del sacrificio. No, Ix Cuat rezaba por Daniel.
Luce supo que pensar en él la sofocaba y le aceleraba el corazón. Ix Cuat lo había amado toda su vida, pero solo a distancia. Él se había criado a solo unas casas del hogar de su familia. A veces, vendía aguacates a su madre en el mercado. Ix Cuat llevaba años intentando armarse de valor para hablar con él. Saber que en aquel momento estaba en el campo de juego la atormentaba. Luce se dio cuenta de que Ix Cuat rezaba para que Daniel perdiera. Su sola oración era que no quería morir a manos de él.
—Bill… —susurró Luce.
La pequeña gárgola entró volando en el templo.
—¡El partido ha terminado! La gente se dirige al cenote. Es la charca de piedra caliza donde se ofician los sacrificios. Zotz y los jugadores que han ganado vienen hacia aquí para llevaros a la ceremonia.
Mientras el clamor de la muchedumbre se alejaba, Luce se estremeció. Oyó pasos en las escaleras. De un momento a otro, Daniel entraría por aquella puerta.
Tres sombras oscurecieron la entrada. Zotz, el jefe con el tocado de plumas rojas y blancas, entró en el templo. Ninguna de las muchachas se movió; todas miraban con horror la larga lanza decorada que sostenía. Había una cabeza humana ensartada en su punta. Tenía los ojos abiertos, bizcos de la tensión; aún le caían gotas de sangre del cuello.
Al apartar la vista, Luce vio que otro hombre muy musculoso entraba en el templo. Llevaba otra lanza pintada con otra cabeza ensartada en la punta. Al menos, los ojos de aquella estaban cerrados. Había un amago de sonrisa en sus carnosos labios muertos.
—Los jugadores que han perdido —dijo Bill, acercándose a cada cabeza para examinarla—. Dime, ¿no te alegras de que haya ganado el equipo de Daniel? Principalmente, gracias a este tío. —Dio una palmada en el hombro al hombre musculoso, pero el compañero de Daniel no pareció notar nada. Luego, volvió a salir.
Cuando Daniel entró por fin en el templo, estaba cabizbajo. Tenía las manos vacías y el torso desnudo. Su pelo y su piel eran oscuros, y su postura, más rígida que de costumbre. Todo en él era distinto, desde la forma en que los músculos de su abdomen se encontraban con los músculos de su pecho hasta su modo de llevar los brazos colgando a los costados. Aún era hermoso, aún era la cosa más hermosa que Luce había visto jamás, aunque no se parecía en nada al muchacho al que ella estaba acostumbrada.
Pero entonces alzó la vista, y Luce vio en sus ojos el mismo brillo violeta de siempre.
—Oh —dijo en voz baja mientras tiraba de sus ataduras, desesperada por escapar de la historia a la que estaban condenados en aquella vida, de las calaveras, la sequía y el sacrificio, y quedarse a su lado para siempre.
Daniel movió un poco la cabeza. Sus pupilas se dilataron al mirarla y centellearon. Su mirada la tranquilizó. Parecía que le estuviera diciendo que no se preocupara.
Con la mano libre, Zotz indicó a las tres muchachas que se levantaran. Después, inclinó rápidamente la cabeza, y todos salieron en fila por la puerta norte del templo. Hanhau primero, con Zotz a su lado, Luce justo detrás y Ghanan en la retaguardia. La cuerda que las ataba tenía la longitud justa para que llevaran ambas muñecas a un lado. Daniel se colocó junto a ella y el otro vencedor caminó al lado de Ghanan.
Por un brevísimo instante, Daniel le rozó las muñecas con las yemas de los dedos. Ix Cuat se estremeció.
Fuera del templo, los cuatro tamborileros aguardaban junto a la puerta. Se colocaron en fila detrás de la procesión y, mientras el grupo bajaba las empinadas escaleras de la pirámide, tocaron los mismos frenéticos redobles que Luce había oído a su llegada a aquella vida. Se concentró en caminar, con la sensación de que, en vez de tener que poner un pie delante del otro, era arrastrada por una corriente. Cuando llegó al pie de las escaleras, continuó por el ancho y polvoriento camino que la conducía a su muerte.
Los tambores era lo único que oía, hasta que Daniel se acercó a ella y susurró:
—Voy a salvarte.
Ix Cuat se sintió renacer. Era la primera vez que él le hablaba en aquella vida.
—¿Cómo? —susurró mientras se inclinaba hacia él, desesperada por que la liberara y se la llevara de allí, bien lejos.
—No te preocupes. —Daniel volvió a rozarle los dedos con los suyos—. Te prometo que cuidaré de ti.
Luce notó lágrimas en los ojos. El suelo seguía escaldándole las plantas de los pies y aún se dirigía al lugar donde Ix Cuat debía morir, pero, por primera vez desde su llegada a aquella vida, no tenía miedo.
El camino atravesó una hilera de árboles y se adentró en la selva. Los tamborileros dejaron de tocar. Unos cánticos le inundaron los oídos, los cánticos de los mayas en la selva, en el cenote. Entonaban una canción que Ix Cuat había crecido cantando, una oración para que lloviera. Las otras dos muchachas la cantaron muy quedo, con voz temblorosa.
Luce pensó en las palabras que Ix Cuat parecía haber dicho cuando ella se había introducido en su cuerpo: «Sácame de aquí», había gritado en su cabeza. «Sácame de aquí».
De pronto, se detuvieron.
En lo profundo de la selva reseca y sedienta, el camino se ensanchó. Delante de Luce, había un cráter inmenso lleno de agua. A su alrededor estaban los brillantes ojos anhelantes de los mayas. Eran centenares. Habían dejado de cantar. El momento que esperaban había llegado.
El cenote era una fosa kárstica, honda, musgosa y llena de reluciente agua verde. Ix Cuat ya había estado allí: había presenciado otros doce sacrificios humanos iguales que aquel. Bajo aquellas aguas mansas se hallaban los restos en descomposición de un centenar de cuerpos, un centenar de almas que supuestamente habían ido al Cielo, solo que, en ese momento, Luce sabía que Ix Cuat no estaba segura de si creía en nada de aquello.
La familia de Ix Cuat se hallaba cerca de la orilla del cenote. Su madre, su padre, sus dos hermanas menores, ambas con bebés en los brazos. Ellos creían: creían en el ritual, en el sacrificio que les arrebataría a su hija y les rompería el corazón. La querían, pero pensaban que estaba malhadada. Creían que ese era su mejor modo de redimirse.
Un hombre desdentado con largos pendientes de oro condujo a Ix Cuat y a las otras dos muchachas ante Zotz, que se había situado en un lugar prominente próximo a la orilla del cenote. El jefe miró las aguas profundas. Después, cerró los ojos y comenzó un nuevo cántico. La comunidad y los tamborileros lo acompañaron.
El hombre desdentado se colocó entre Luce y Ghanan y subió el hacha para segar la cuerda que las unía. Luce notó un tirón hacia delante y la cuerda se cortó. Seguía maniatada, pero solo estaba unida a Hanhau, que se hallaba a su derecha. Ghanan, ya sola, se adelantó para colocarse delante de Zotz.
La muchacha meció el cuerpo y cantó para sus adentros. Le corrían gotas de sudor por la nuca.
Cuando Zotz comenzó a decir las palabras de la oración al dios de la lluvia, Daniel se inclinó hacia Luce.
—No mires.
De manera que Luce lo miró solo a él, y Daniel la miró solo a ella. Alrededor del cenote, los mayas contuvieron la respiración. El compañero de Daniel gruñó y bajó el hacha con fuerza. Luce oyó el filo penetrando en la carne y, después, un golpetazo cuando la cabeza de Ghanan cayó al suelo.
La multitud volvió prorrumpir en gritos de agradecimiento a Ghanan, oraciones para que su alma fuera al Cielo y fervorosas súplicas para que lloviera.
¿Cómo podían creer que matar a una muchacha inocente resolvería sus problemas? Aquel era el momento en el que Bill solía aparecer. Pero Luce no lo veía por ninguna parte. La gárgola tenía la mala costumbre de desaparecer cuando estaba Daniel.
Luce no quiso ver qué hacían con la cabeza de Ghanan. Luego, oyó un chapoteo reverberante y supo que el cuerpo de la muchacha había llegado a su última morada.
El hombre desdentado se acercó. Esa vez cortó las ataduras que unían a Ix Cuat y Hanhau. Luce tembló cuando la condujo ante el jefe de la tribu. Las piedras se le hincaron en las plantas de los pies. Miró por el borde del cenote. Creyó que iba a vomitar, pero Daniel apareció a su lado y se sintió mejor. Le indicó con la cabeza que mirara a Zotz.
El jefe tribal le sonrió con orgullo, enseñándole los dos topacios que tenía incrustados en los incisivos. Rezó una oración en la que aseguraba que Chaat la aceptaría y traería a la comunidad muchos meses de nutritiva lluvia.
«No», pensó Luce. Aquello era un error. «¡Sácame de aquí!», gritó a Daniel en su cabeza.
Él la miró, casi como si la hubiera oído.
El hombre desdentado limpió la sangre de Ghanan del hacha con un trozo de cuero. Con gran boato, se la entregó a Daniel, que se volvió para colocarse delante de Luce. Parecía cansado, como si no pudiera con el peso del hacha. Tenía los labios fruncidos y blancos y no despegó sus ojos violeta de Luce ni un instante.
La congregación se quedó en silencio y contuvo la respiración. Un viento caliente agitó el follaje mientras el hacha relucía al sol. Luce presintió que se acercaba el final, pero ¿por qué? ¿Por qué la había llevado allí su alma? ¿Qué información sobre su pasado, o sobre la maldición, podía aportarle que le cortaran la cabeza?
Daniel soltó el hacha.
—¿Qué haces? —preguntó Luce.
Daniel no respondió. Echó los hombros hacia atrás, volvió el rostro hacia el cielo y puso los brazos en cruz. Zotz avanzó para intervenir, pero, al tocarle el hombro, gritó y se apartó como si se hubiera quemado.
Y luego…
Daniel sacó sus alas blancas. Inmensas y con un brillo asombroso en comparación con el paisaje parduzco, derribaron a veinte mayas al desplegarse.
Se oyeron gritos en todo el cenote.
—¿Qué es?
—¡El chico tiene alas!
—¡Es un dios! ¡Enviado por Chaat!
Luce forcejeó con las cuerdas que le ataban las muñecas y los tobillos. Tenía que correr hasta Daniel. Intentó moverse hacia él, hasta…
Hasta que ya no pudo moverse.
Las alas de Daniel refulgían tanto que el resplandor era casi insoportable. Solo que, en ese momento, no solo sus alas brillaban. Era… todo él. Su cuerpo entero relucía. Como si se hubiera tragado el sol.
Una música lo llenó todo. No, música no, sino un solo acorde. Ensordecedor e interminable, glorioso y aterrador.
Luce ya lo había oído… en alguna parte. En el cementerio de Espada & Cruz, la última noche que estuvo allí, la noche que Daniel se peleó con Cam, y Luce no fue capaz de mirar. La noche que la señorita Sophia se la llevó a la fuerza, Penn murió y ya nada volvió a ser lo mismo. Había empezado con aquel mismo acorde, y lo emitía Daniel. Brillaba tanto que el cuerpo le zumbaba.
Luce se tambaleó, incapaz de apartar los ojos. Un intenso calor le acarició la piel.
Detrás de ella, alguien chilló. El grito fue seguido de otro, y de otro, y, después, de todo un coro de voces que chillaban.
Algo se quemaba. El olor era acre, asfixiante, y le revolvió el estómago de inmediato. Entonces vio llamaradas por el rabillo del ojo, en el lugar que Zotz ocupaba un momento antes. La explosión la derribó, y Luce apartó la mirada del abrasador brillo de Daniel, tosiendo a causa de la ceniza y el humo.
Hanhau había desaparecido y, en su lugar, el suelo estaba tiznado de negro. El hombre desdentado se tapó la cara y trató de no mirar el brillo de Daniel. Pero era irresistible. Luce le vio hacerlo entre los dedos y estallar en una columna de fuego.
Alrededor del cenote, los mayas miraron a Daniel. Y, uno a uno, su brillo los abrasó. Pronto, un fulgurante círculo de fuego encendió la selva, los encendió a todos salvo a Luce.
—¡Ix Cuat! —Daniel le tendió la mano.
Su brillo la hizo chillar de dolor, pero, pese a sentirse al borde de la asfixia, barboteó:
—Eres glorioso.
—No me mires —suplicó él—. Cuando un mortal contempla la verdadera esencia de un ángel… ya has visto lo que les ha pasado a los demás. No puedo permitir que me dejes tan pronto. Siempre tan pronto…
—Sigo aquí —insistió Luce.
—Sigues… —Daniel estaba llorando—. ¿Me ves? ¿Ves a mi verdadero yo?
—Te veo.
Y solo por una fracción de segundo, Luce lo vio. Se le aclaró la vista. Su brillo continuaba siendo deslumbrante, pero no tan cegador. Vio su alma. Era blanca e inmaculada y se parecía, no había otra forma de expresarlo, a Daniel. Y fue como llegar a casa. Una alegría incomparable la invadió. En algún rincón de su mente, se encendió una luz. No era la primera vez que lo veía así.
¿No?
Mientras trataba de desenterrar un recuerdo del pasado al que no lograba acceder, la luz de Daniel comenzó a apabullarla.
—¡No! —gritó cuando sintió que el fuego le quemaba el corazón y su cuerpo se desprendía de algo.
—¿Y bien? —La rasposa voz de Bill le chirrió en los tímpanos.
Estaba tendida en una fría losa. En otra de las grutas de las Anunciadoras, atrapada en un gélido lugar de tránsito donde era difícil aferrarse a nada del exterior. Se esforzó por imaginar al Daniel al que acababa de ver, la gloria de su alma sin disfraz, pero fue incapaz. La imagen ya se le estaba borrando. ¿Había siquiera sucedido realmente?
Cerró los ojos y trató de recordar su aspecto exacto. No había palabras para describirlo. Solo era una sensación increíble y gozosa.
—Lo he visto.
—¿A quién, a Daniel? Sí, yo también. Era el tío que se ha escaqueado cuando le tocaba dar el hachazo. Gran error. Craso error.
—No, lo he visto de verdad. Como es en realidad. —A Luce le tembló la voz—. Era hermosísimo.
—Oh, eso. —Bill sacudió la cabeza, molesto.
—Lo he reconocido. Creo que ya lo había visto.
—Lo dudo. —Bill tosió—. Esta es la primera y última vez que lo verás así. Lo has visto, y te has muerto. Eso es lo que pasa cuando la carne mortal contempla la gloria ilimitada de un ángel. La muerte instantánea. La belleza del ángel la quema.
—No, no ha sido así.
—Ya has visto lo que les ha pasado a los demás. ¡Paf! Adiós. —Bill se posó a su lado y le dio una palmada en la rodilla—. ¿Por qué crees que los mayas comenzaron a practicar sacrificios con fuego? Una tribu vecina descubrió los restos calcinados y tuvo que encontrar una explicación.
—Sí, todos han ardido en llamas al instante. Pero yo he durado más…
—¿Unos dos segundos más? ¿Cuando no estabas mirando? Enhorabuena.
—Te equivocas. Y sé que ya lo había visto.
—Ya habías visto sus alas, quizá. Pero ¿Daniel despojándose de su disfraz humano y mostrándote su verdadera forma de ángel? Eso te mata siempre.
—No. —Luce negó con la cabeza—. ¿Estás diciendo que él no puede mostrarme nunca quién es de verdad?
Bill se encogió de hombros.
—No puede hacerlo sin que tú y todos los que te rodean os vaporicéis. ¿Por qué crees que es siempre tan cauto cuando te besa? Su gloria brilla como una condenada cuando los dos os ponéis a cien.
Luce apenas se sentía capaz de levantarse del suelo.
—¿Por eso a veces me muero cuando nos besamos?
—¡Un aplauso para ella! —dijo Bill con mordacidad.
—Pero ¿qué hay de las otras veces, de cuando muero antes de que nos besemos, antes…?
—¿Antes de que tengas ocasión de ver lo tóxica que se vuelve vuestra relación?
—Cierra el pico.
—En serio, ¿cuántas veces tienes que ver lo mismo antes de darte cuenta de que nada va a cambiar nunca?
—Sí ha cambiado algo —objetó Luce—. Por eso estoy aquí, por eso sigo viva. Si pudiera verlo una vez más, en toda su gloria, sé qué podría con ello.
—No lo entiendes. —Bill había alzado la voz—. Hablas de todo esto desde una perspectiva muy mortal. —Conforme se ponía más nervioso, empezó a escupir saliva—. Este es el momento cumbre, y está claro que no puedes con ello.
—¿Por qué estás tan enfadado de golpe?
—¡Porque sí! Porque sí. —Bill se puso a andar de arriba abajo, con los dientes rechinándole—. Escúchame: Daniel ha tenido un desliz esta vez, se ha mostrado, pero no vuelve a hacerlo. Jamás. Ha aprendido la lección. Y tú también: la carne mortal no puede contemplar la forma verdadera de un ángel sin morir.
Luce apartó la mirada y también se notó cada vez más enfadada. Quizá Daniel hubiera cambiado después de aquella vida en Chichén Itzá, quizá se hubiera vuelto más cauto en el futuro. Pero ¿y en el pasado?
Dentro de la Anunciadora, se acercó al borde del precipicio, miró arriba y contempló el vasto túnel negro que conducía a su ignoto pasado.
Bill revoloteó alrededor de su cabeza como si tratara de introducirse en ella.
—Sé lo que piensas, y solo vas a terminar decepcionada. —Se le acercó más al oído y susurró—: O peor.
Nada de lo que Bill dijera podía detenerla. Si había un Daniel anterior que aún bajaba la guardia, Luce lo encontraría.