Cuesta arriba
Groenlandia central
Invierno de 1100
El cielo estaba negro cuando Daniel salió de la Anunciadora. Detrás de él, la puerta ondeó al viento como una cortina rasgada y se hizo jirones antes de caer a la nieve de color azul oscuro.
Tuvo un escalofrío. A primera vista, allí no había nada. Nada salvo noches árticas que parecían interminables y solo permitían vislumbrar brevísimamente el día cuando terminaban.
Entonces se acordó: aquellos fiordos eran el lugar donde él y los demás ángeles caídos celebraban sus reuniones; un paraje inhóspito y glacial que se hallaba a dos días de camino del asentamiento mortal de Brattahlio. Pero no iba a encontrarla allí. Aquella tierra nunca había formado parte del pasado de Lucinda, de modo que no habría nada en sus Anunciadoras para conducirla hasta allí en ese momento.
Solo estaría Daniel. Y los demás.
Tiritó y caminó por el fiordo nevado hacia un cálido resplandor que brillaba en el horizonte. Siete de ellos estaban reunidos alrededor de una hoguera anaranjada. De lejos, el círculo de sus alas parecía una aureola gigantesca en la nieve. Daniel no tuvo que contar sus brillantes perfiles para saber que estaban todos.
Ninguno reparó en él mientras cruzaba la superficie nevada en dirección a la asamblea. Siempre tenían una única flecha estelar a mano por si acaso, pero la posibilidad de que un visitante no invitado se tropezara con su reunión era tan remota que ni siquiera suponía una amenaza real. Además, estaban demasiado ocupados discutiendo entre ellos para detectar al anacronismo que los escuchaba agazapado detrás de una roca helada.
—Esto ha sido una pérdida de tiempo. —La voz de Gabbe fue la primera que Daniel distinguió—. No vamos a conseguir nada.
Gabbe podía tener muy poca paciencia. Al principio de la guerra, su rebelión había durado una milésima de segundo comparada con la de Daniel. Desde entonces, su compromiso con su bando era profundo. Volvía a gozar de la bendición del Cielo, y la vacilación de Daniel contradecía todo en lo que ella creía. Mientras caminaba alrededor de la hoguera, sus inmensas alas blancas se arrastraron por la nieve tras ella.
—Eres tú la que ha convocado esta reunión —le recordó una voz queda—. ¿Ahora quieres disolverla? —Roland estaba sentado en un corto tronco negro a unos metros del lugar donde Daniel seguía agazapado detrás de la roca. Llevaba el pelo largo y descuidado. Su perfil oscuro y sus alas áureas brillaban como ascuas al resplandor del fuego.
Todo era justo como Daniel lo recordaba.
—La reunión que he convocado era para ellas. —Gabbe se detuvo y adelantó un ala para señalar a los dos ángeles sentados enfrente de Roland.
Las esbeltas alas iridiscentes de Arriane se elevaban muy por encima de sus omóplatos y, por una vez, estaban quietas. Su brillo casi era fosforescente en aquella noche incolora, pero todo lo demás en ella, desde su media melena negra hasta sus pálidos labios, tenía un aire desgarradoramente sombrío y serio.
El ángel sentado junto a ella también estaba más quieto que de costumbre. Annabelle tenía la mirada perdida en la infinitud de la noche. Sus alas eran del color de la plata vieja, casi del peltre. Eran anchas y musculosas, y trazaban un arco protector alrededor de ella y Arriane. Hacía mucho que Daniel no la veía.
Gabbe se detuvo detrás de Arriane y Annabelle y miró a los demonios sentados enfrente, Roland, Molly y Cam, que compartían una áspera manta de pieles. La tenían echada sobre las alas. A diferencia de los ángeles del otro lado de la hoguera, tiritaban ostentosamente.
—Esta noche no esperábamos a los de vuestro bando —les dijo Gabbe— ni nos alegramos de veros.
—Esto también nos incumbe —espetó Molly.
—No del mismo modo que a nosotros —dijo Arriane—. Daniel no se unirá a vosotros jamás.
Si Daniel no hubiera recordado dónde se había sentado en aquella reunión hacía más de mil años, podría no haber visto a su antiguo yo. El Daniel de aquella época estaba sentado solo, en el centro del grupo, justo al otro lado de la roca. Detrás de ella, Daniel cambió de postura para verlo mejor.
Su antiguo yo tenía las alas desplegadas, dos grandes velas blancas tan quietas como la noche. Mientras los otros hablaban de él como si no estuviera, Daniel actuaba como si fuera el único ser de la tierra. Lanzaba puñados de nieve a la hoguera y los veía deshelarse y transformarse en vapor.
—Oh, ¿en serio? —preguntó Molly—. ¿Te importaría explicar por qué va acercándose a nuestro bando en cada vida? ¿Esa parte en la que maldice a Dios cuando Luce explota? Dudo que arriba siente muy bien.
—¡Sufre muchísimo! —gritó Annabelle a Molly—. Tú no lo entenderías porque no sabes amar. —Se acercó más a Daniel, y las puntas de sus alas se arrastraron por la nieve. Se dirigió directamente a él—. Eso solo son problemas pasajeros. Todos sabemos que tu alma es pura. Si al final quisieras elegir un bando, elegirnos a nosotros, Daniel, si en algún momento…
—¡No!
La contundencia de la palabra apartó a Annabelle con la misma rapidez que si Daniel hubiera desenfundado un arma. Su antiguo yo se negó a mirar a ninguno de ellos. Detrás de la roca, mientras los observaba, Daniel se acordó de lo que había ocurrido durante aquella asamblea y el horror de aquel recuerdo lo estremeció.
—Si no quieres unirte a ellos —le dijo Roland—, ¿por qué no te unes a nosotros? Que yo sepa, no hay peor Infierno que el que tú vives cada vez que la pierdes.
—¡Oh, eso es un golpe bajo, Roland! —exclamó Arriane—. Ni siquiera lo piensas. No puedes creer… —Se retorció las manos—. Solo lo dices para provocarme.
Detrás de Arriane, Gabbe le puso una mano en el hombro. Las puntas de sus alas se rozaron, y un destello plateado estalló entre ellas.
—Lo que Arriane quiere decir es que el Infierno nunca es la mejor alternativa. Por muy terrible que sea el dolor de Daniel. Solo hay un lugar para él. Solo hay un lugar para todos nosotros. Ya veis lo arrepentidos que están los Proscritos.
—Ahórranos el sermón, ¿quieres? —dijo Molly—. Hay un coro de ángeles ahí arriba que posiblemente está interesado en tu lavado de cerebro, pero yo no lo estoy, y creo que Daniel tampoco.
Los ángeles y los demonios lo miraron de hito en hito, como si todos pertenecieran al mismo bando. Siete pares de alas proyectaron un halo de luz dorada y plateada. Siete almas que Daniel conocía tan bien como la suya.
Incluso detrás de la roca, le faltó el aire. Recordaba aquel momento. Le pedían demasiado. Cuando estaba tan debilitado por su dolor. Volvió a sentirse abrumado por la súplica de Gabbe de que se uniera al Cielo. Y por la de Roland de que se uniera al Infierno. Volvió a sentir la forma de la única palabra que había dicho en la reunión, como un extraño fantasma en la boca: «No».
Despacio, con una sensación de mareo cada vez mayor, recordó una cosa más. ¿Aquel «no»? No lo había dicho convencido. En ese momento, había estado a punto de decir que sí.
Esa era la noche en la que casi se había dado por vencido.
Habían comenzado a arderle las alas. El súbito deseo de querer desplegarlas casi lo instó a ponerse de rodillas. Un horror cargado de vergüenza le revolvió las entrañas. Se estaba apoderando de él la tentación a la que llevaba tanto tiempo resistiéndose.
En el círculo formado alrededor de la hoguera, su antiguo yo miró a Cam.
—Esta noche estás más callado que de costumbre.
Cam no respondió de inmediato.
—¿Qué quieres que diga?
—Una vez te enfrentaste a este problema. Tú sabes…
—¿Y qué quieres que diga?
Daniel contuvo el aliento.
—Algo agradable y convincente —resopló Annabelle—. O algo engañoso y absolutamente malvado.
Todos esperaron. Daniel quería salir de su escondrijo, llevarse a su antiguo yo de allí. Pero no podía. Su Anunciadora lo había llevado allí por una razón. Tenía que pasar otra vez por lo mismo.
—Estás atrapado —dijo por fin Cam—. Crees que, porque hubo un principio y ahora estás en algún punto intermedio, va a haber un final. Pero nuestro mundo no se basa en la teleología. Es un caos.
—Nuestro mundo no es el mismo que el vuestro… —comenzó a decir Gabbe.
—Es imposible salir de este círculo, Daniel —continuó Cam—. Ella no puede romperlo, ni tú tampoco. Tanto si eliges el Cielo como si eliges el Infierno, a mí me da igual, y también a ti. No cambiará nada…
—Basta. —A Gabbe le falló la voz—. Sí lo cambiará. Si Daniel vuelve al lugar que le corresponde, Lucinda… Lucinda…
Pero no pudo continuar. Era una blasfemia pronunciar las palabras, y Gabbe no lo haría. Se arrodilló en la nieve.
Detrás de la roca, Daniel observó mientras su antiguo yo tendía la mano a Gabbe y la levantaba del suelo. Observó mientras la escena se desarrollaba justo como él recordaba.
Miró en el alma de Gabbe y vio con cuánta intensidad ardía. Se volvió y vio a los demás, Cam, Roland, Arriane, Annabelle, incluso Molly, y pensó en cuánto tiempo llevaba arrastrándolos con él en su épica tragedia.
¿Y por qué?
Lucinda. Y la elección que ambos habían hecho mucho tiempo atrás, y siempre volvían a hacer: anteponer su amor a todo lo demás.
Esa noche en los fiordos, el alma de Lucinda se hallaba entre dos encarnaciones, recién liberada de su último cuerpo. ¿Y si dejaba de buscarla? Estaba extenuado. No sabía si le quedaban fuerzas.
Mientras presenciaba la lucha de su antiguo yo, Daniel presintió su inminente desmoronamiento y recordó lo que tenía que hacer. Era peligroso. Estaba prohibido. Pero era absolutamente necesario. Ahora entendía por qué su yo futuro lo había poseído esa noche tan lejana: para darle fuerzas, para mantenerlo puro. Había desfallecido en aquel momento clave de su pasado. Y el Daniel futuro no podía permitir que aquella debilidad se magnificara con el paso de la historia, no podía permitir que arruinara sus posibilidades y las de Lucinda.
Así pues, repitió lo que le había sucedido hacía novecientos años. Remediaría la situación esa noche confluyendo con su pasado o, mejor dicho, neutralizándolo.
Fusionándose.
Era el único modo.
Echó los hombros hacia atrás, desplegó sus alas temblorosas en la oscuridad. Notó cómo se ahuecaban en su espalda. Una aurora de luz pintó el cielo a treinta metros por encima de él. Era lo bastante brillante para cegar a un mortal, y para captar la atención de siete ángeles enfrentados.
Un tumulto al otro lado de la roca. Gritos, exclamaciones y aleteos aproximándose.
Daniel remontó el vuelo. Batió las alas con tanta rapidez y vigor que ya estaba suspendido sobre la roca cuando Cam la rodeó. No se cruzaron por la envergadura de un ala, pero Daniel siguió volando y se abatió sobre su antiguo yo tan deprisa como su amor por Luce se lo permitía.
Su antiguo yo se apartó y alzó las manos para protegerse de él.
Todos los ángeles conocían los riesgos de fusionarse. Tras la unión, era casi imposible despojarse de un antiguo yo, separar dos vidas que se habían fusionado. Pero Daniel sabía que ya había sobrevivido a aquello. De modo que tenía que hacerlo.
Lo hacía para ayudar a Luce.
Pegó las alas al cuerpo y embistió a su antiguo yo con tanta fuerza que lo habría destrozado si él no lo hubiera absorbido. Daniel se estremeció, y su antiguo yo se estremeció. Daniel cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes para resistir el fuerte y extraño mareo que lo invadió. Se sentía como si rodara montaña abajo: audaz e imparable. No tenía forma de regresar a la cima hasta que llegara abajo.
Entonces, de golpe, todo se detuvo.
Daniel abrió los ojos y solo oyó su respiración. Se sentía cansado pero despierto. Los otros lo miraban de hito en hito. No podía estar seguro de si sabían lo que acababa de suceder. Todos parecían temerosos de acercarse a él, incluso de hablarle.
Desplegó las alas y giró sobre sí mismo, con la cabeza vuelta hacia el cielo.
—¡Elijo mi amor por Lucinda! —gritó al Cielo y a la Tierra, a los ángeles que le rodeaban y a los que no estaban allí. Al alma de la persona a la que más quería, dondequiera que estuviera—. Ahora reafirmo mi elección: elijo a Lucinda por encima de todo lo demás. Y lo haré hasta el final.