13

Amantes malditos

Londres, Inglaterra

29 de junio de 1613

Algo crujió bajo los pies de Luce.

Levantó la falda de su vestido negro: había tantas cáscaras de cacahuete en el suelo que tenía los zapatos esmeralda hundidos hasta las hebillas en los fibrosos fragmentos marrones.

Estaba al final de una muchedumbre ruidosa. Casi todas las personas que la rodeaban llevaban ropa de apagados tonos marrones o grises, las mujeres largos vestidos fruncidos en la cintura con amplios puños y mangas acampanadas. Los hombres vestían pantalones estrechos, holgadas capas y gorras de lana con visera. Era la primera vez que emergía de una Anunciadora en un lugar tan público como aquel, pero allí estaba, en mitad de un concurrido anfiteatro. Era chocante, y había un ruido infernal.

—¡Cuidado! —Bill la agarró por el cuello de la esclavina y, de un tirón, le pegó la espalda a la barandilla de una escalera.

Al cabo de un instante, dos niños mugrientos pasaron persiguiéndose y derribaron a tres mujeres que se encontraban en su camino. Ellas cayeron unas sobre otras, se levantaron con dificultad y lanzaron insultos a los niños, quienes se los devolvieron sin apenas aflojar el paso.

—La próxima vez —le gritó Bill al oído, con las garras de piedra ahuecadas alrededor de la boca—, ¿podrías tratar de dirigir tus viajecitos a un destino más… no sé… tranquilo? ¿Cómo se supone que voy a ocuparme de disfrazarte con este follón?

—Claro, Bill, me esforzaré. —Luce se apartó justo cuando los niños volvieron a pasar como balas—. ¿Dónde estamos?

—Ha dado usted la vuelta al globo para terminar en el Globe, milady. —Bill le hizo una pequeña reverencia.

—¿El teatro Globe? —Luce agachó la cabeza cuando una mujer que tenía delante se deshizo de un hueso de muslo de pavo lanzándolo por encima del hombro—. ¿Te refieres a Shakespeare?

—Bueno, él dice que está jubilado. Ya sabes cómo son los artistas. Tan volubles. —Bill se posó en el suelo, tiró de su vestido y se puso a canturrear.

—Aquí se representó Otelo —dijo Luce mientras trataba de hacerse a la idea—. La tempestad. Romeo y Julieta. Casi estamos pisando el centro de todas las mejores historias de amor que se han escrito nunca.

—De hecho, estás pisando cáscaras de cacahuete.

—¿Por qué tienes que sacarle punta a todo? ¡Esto es increíble!

—Perdona. No me había dado cuenta de que íbamos a necesitar un momento para idolatrar al maestro —ceceó Bill por culpa de la aguja que tenía en la boca—. Anda, estate quieta.

—¡Ay! —Luce gritó cuando se la hincó en la rótula—. ¿Qué estás haciendo?

—Te «desanacronizo». Esta gente pagaría mucha pasta por ver fenómenos de feria, pero no espera que estén entre el público.

Bill se dio prisa. Con discreción, le dobló hacia dentro la larga falda drapeada del vestido negro de Versalles y se la recogió a los lados en una serie de pliegues. Le quitó la peluca negra, le ahuecó el pelo y le hizo un moño. Luego miró su esclavina de terciopelo. Sacudió la suave tela hasta que Luce la notó de nuevo sobre los hombros. Finalmente, se escupió un gargajo gigantesco en una mano, se frotó las palmas y convirtió la esclavina de terciopelo en una gorguera.

—Eso es una asquerosidad, Bill.

—Cállate —espetó la gárgola—. La próxima vez dame más espacio para maniobrar. ¿Crees que me gusta apañármelas con lo que hay? Pues no. —Se volvió para mirar al gentío vociferante—. Por suerte, la mayoría están demasiado borrachos para fijarse en la muchacha que ha surgido de las sombras del fondo.

Bill tenía razón: nadie los miraba. Todos se peleaban por acercarse al escenario, una mera plataforma elevada colocada a un metro y medio del suelo. Luce, que estaba al final de aquella ruidosa muchedumbre, apenas podía verla.

—¡Vamos! —gritó un chico desde atrás—. ¡No nos hagáis esperar todo el día!

Por encima del gentío, había tres gradas con asientos y, más arriba, nada: el anfiteatro en forma de O se abría a un cielo azul pálido. Luce miró a su alrededor en busca de su antiguo yo. De Daniel.

—Estamos en la inauguración del Globe. —Recordó las palabras de Daniel bajo los melocotoneros de Espada & Cruz—. Daniel me dijo que habíamos estado aquí.

—Tú sí, desde luego. Hace aproximadamente catorce años. Sentada encima de los hombros de tu hermano. Viniste con tu familia a ver Julio César.

Bill se cernió delante de ella. Era una asquerosidad, pero parecía que la gorguera conservaba su forma. Luce casi parecía una de las mujeres suntuosamente vestidas que ocupaban las gradas.

—¿Y Daniel? —preguntó.

—Daniel era actor…

—¡Vaya!

—Así es. —Bill puso los ojos en blanco—. En esa época solo era un principiante. Para el resto del público, su debut no fue nada memorable. Pero, para la pequeña Lucinda de tres años —se encogió de hombros—, despertó tu pasión. Desde entonces, te mueres, entre comillas, por salir a escena. Esta noche es tu noche.

—¿Soy actriz?

No. La actriz era su amiga Callie, no ella. Durante su último semestre en el colegio de Dover, Callie le suplicó que se presentara con ella a las pruebas de selección para representar Nuestra ciudad. Las dos ensayaron durante semanas antes de la audición. A Luce le dieron una frase, pero Callie causó sensación con su interpretación de Emily Webb. Luce la vio desde los bastidores, orgullosa y asombrada. Callie lo habría dado todo por estar un minuto en el viejo Globe, y no digamos por pisar al escenario.

Pero entonces recordó la palidez de su cara cuando presenció la batalla entre ángeles y Proscritos. ¿Qué había sido de ella después de que Luce se fuera? ¿Dónde estaban los Proscritos en aquel momento? ¿Cómo les explicaría Luce lo ocurrido a Callie o a sus padres? Es decir, si alguna vez regresaba a su patio y a aquella vida.

Porque ahora sabía que no retornaría a esa vida hasta que hubiera averiguado cómo impedir que terminara. Hasta que hubiera roto aquella maldición que los condenaba a ella y a Daniel a revivir eternamente la misma historia de amantes malditos.

Debía de estar en aquel teatro por algún motivo. Su alma la había llevado allí; ¿por qué?

Se abrió paso entre la multitud y avanzó por un lado del anfiteatro hasta que alcanzó a ver el escenario. Las tablas estaban cubiertas de recias esteras confeccionadas con un material similar al cáñamo y que imitaban hierba sin cortar. Había dos cañones de tamaño natural apostados como guardias cerca de cada bastidor y una hilera de macetas con naranjos en la pared del fondo. No lejos de Luce, una endeble escalera conducía a un espacio acortinado: el vestuario (lo recordaba de la clase de interpretación a la que había asistido con Callie), donde los actores se vestían y se preparaban antes de salir a escena.

—¡Espera! —gritó Bill mientras ella subía la escalera a toda prisa.

Detrás de la cortina, el pequeño vestuario estaba atestado de cosas y escasamente iluminado. Luce pasó por delante de manuscritos apilados y armarios abiertos repletos de disfraces, y se quedó boquiabierta al ver una máscara inmensa de una cabeza de león y las hileras de capas doradas y plateadas. Luego, se paró en seco. Había varios actores en diversos grados de desnudez: muchachos con vestidos a medio poner, hombres abrochándose botas marrones de piel. Por suerte, los actores estaban frenéticos empolvándose la cara y ensayando su papel, con lo que el vestuario era una algarabía de breves fragmentos de la obra declamados a voz en grito.

Antes de que los actores la vieran, Bill voló a su lado y la metió de un empujón en uno de los armarios. La ropa la envolvió.

—¿Qué haces? —preguntó.

—Permíteme recordarte que actúas en una época en la que no hay actrices. —Bill frunció el entrecejo—. Este no es tu sitio. Aunque eso no te ha detenido. Tu antiguo yo se expuso muchísimo para conseguir un papel en Todo es verdad.

—¿Todo es verdad? —repitió Luce. Al menos esperaba reconocer el título. No había tenido esa suerte. Sacó la cabeza del armario para echar un vistazo.

—Ya sabes, Enrique VIII —dijo Bill, tirándole del cuello hacia atrás—. Pero presta atención: ¿quieres adivinar por qué mentiría y se disfrazaría tu antiguo yo para que le dieran un papel…?

—Daniel.

Él acababa de entrar en el vestuario. La puerta que daba al patio seguía abierta detrás de él; el sol recortaba su silueta. Entró solo, leyendo un guión manuscrito, sin apenas fijarse en los otros actores. Estaba distinto que en cualquiera de sus otras vidas. Tenía el pelo rubio largo y un poco ondulado, recogido en la nuca con una cinta negra. Su barba, muy bien recortada, solo era un poco más oscura que su cabello.

Luce ardió en deseos de tocarlo. De acariciar su cara, pasarle los dedos por el pelo, recorrerle la nuca y tocar todas las partes de su cuerpo. Daniel tenía la camisa desabrochada y se le veían los desarrollados pectorales. Llevaba unos holgados pantalones negros por dentro de unas botas negras de caña alta.

Cuando se acercó, el corazón comenzó a palpitarle. El clamor del público se desvaneció. El hedor a sudor reseco que desprendían los disfraces del armario cesó. Luce solo oyó su propia respiración y los pasos de Daniel aproximándose. Salió del armario.

Al verla, los ojos de Daniel, grises como una tormenta, se tornaron de color violeta. Sonrió sorprendido.

Luce no fue capaz de seguir conteniéndose. Corrió hacia él, olvidando a Bill, olvidando a los actores, olvidando a su antiguo yo, que podía estar en cualquier parte, a unos pasos de ella, la muchacha a la que aquel Daniel pertenecía realmente. Lo olvidó todo salvo su necesidad de estar en sus brazos.

Él la rodeó por la cintura y volvió a meterla en el voluminoso armario, fuera de la vista de los demás actores. Las manos de Luce hallaron su nuca. La invadió un súbito calor. Cerró los ojos y notó sus labios en los suyos, ligeros como una pluma, casi demasiado ligeros. Esperó a sentir la pasión de su beso. Esperó. Y esperó.

Se puso de puntillas y arqueó el cuello para que él la besara con más ardor y pasión. Necesitaba que su beso le recordara por qué hacía aquello, por qué se sumergía en su pasado y se veía morir una y otra vez: por él, por ellos dos. Por su amor.

Volver a tocarlo le recordó a Versalles. Quería darle las gracias por librarla de casarse con el rey. Y suplicarle que no volviera a hacerse daño nunca más como había hecho en Tíbet. Quería preguntarle qué soñó cuando se quedó dormido durante días después de que ella muriera en Prusia. Quería oír lo que dijo a Luschka justo antes de que ella muriera aquella horrible noche en Moscú. Quería dar rienda suelta a su amor, derrumbarse y llorar, decirle que, en todos los segundos de todas las vidas que había visitado, lo había añorado con toda su alma.

Pero era imposible comunicar nada de aquello a aquel Daniel. Él ni tan siquiera lo había vivido. Además, la había tomado por la Lucinda de su época, la muchacha que no sabía ninguna de las cosas que Luce había descubierto. No había palabras que decirle.

Besarlo era el único modo de transmitirle que comprendía.

Pero Daniel no la besaba como ella quería. Cuanto más se apretaba ella, más se separaba él.

Al final, la apartó. Solo siguió cogiéndole las manos, como si el resto de ella fuera peligroso.

—Querida. —Le besó las yemas de los dedos y ella se estremeció—. Si me permites el atrevimiento, tu amor te torna descortés.

—¿«Descortés»? —Luce se ruborizó.

Daniel volvió a abrazarla, despacio, un poco nervioso.

—Estimada Lucinda, no deberías estar en este lugar vestida así. —No dejaba de mirar su vestido—. ¿Qué ropajes son estos? ¿Dónde está tu disfraz? —Metió la mano en un armario y rebuscó entre las perchas.

Deprisa, se desabrochó las botas y las arrojó al suelo con dos golpetazos. Luce intentó no quedarse boquiabierta cuando se quitó los pantalones. Debajo, llevaba unos calzones grises que apenas dejaban espacio a la imaginación. Las mejillas le ardieron mientras se apresuraba a desabotonarse la camisa blanca. Se la quitó y dejó al descubierto toda la belleza de su torso. Luce contuvo la respiración. Lo único que faltaba eran sus alas desplegadas. Daniel era increíblemente hermoso y no parecía tener la menor idea del efecto que le producía estando allí en ropa interior.

Luce tragó saliva y se abanicó.

—¿No hace calor aquí?

—Ponte estas prendas hasta que te consiga un disfraz —dijo Daniel mientras le arrojaba su ropa—. Apresúrate, antes de que alguien te vea. —Corrió al armario del rincón, hurgó en él y sacó una suntuosa túnica verde y dorada, otra camisa blanca y un par de pantalones verdes pirata. Se puso rápidamente la ropa nueva, su disfraz, supuso Luce, mientras ella recogía la que acababa de quitarse.

Luce recordó que la doncella de Versalles había tardado media hora en embutirla en aquel vestido. Había cordones, nudos y lazadas en todo tipo de lugares íntimos. Era imposible que pudiera quitárselo con un mínimo de dignidad.

—Ha habido… un cambio de vestuario. —Cogió la tela negra de su falda—. He pensado que sería apropiada para mi personaje.

Oyó pasos detrás de ella, pero, antes de que pudiera darse la vuelta, la mano de Daniel la metió en el armario junto a él. Apenas había espacio ni luz, pero era maravilloso estar tan cerca. Daniel cerró la puerta hasta donde pudo y se colocó delante de ella. Parecía un rey con aquella túnica verde y dorada.

Enarcó una ceja.

—¿De dónde lo has sacado? ¿Acaso es nuestra Ana Bolena súbitamente de Marte? —Se rió entre dientes—. Siempre había creído que era natural de Wiltshire.

Luce se esforzó por seguirle el hilo. ¿Interpretaba a Ana Bolena? No había leído aquella obra de teatro, pero el disfraz de Daniel sugería que él interpretaba al rey, Enrique VIII.

—El señor Shakespeare… esto… Will ha pensando que sería apropiado.

—¿Will? Ah, ¿sí? —Daniel sonrió con suficiencia. No se creía ni una palabra, pero no parecía importarle. Era extraño sentir que ella podía hacer o decir casi cualquier cosa y Daniel seguiría encontrándola adorable—. Estás un poco loca, ¿no, Lucinda?

—Yo, bueno…

Daniel le acarició la mejilla con el dorso del dedo.

—Te adoro.

—Yo también te adoro. —Las palabras le salieron sin pensar y las sintió reales y auténticas después de sus últimas torpes mentiras. Fue como dejar salir una respiración que llevaba mucho tiempo conteniendo—. He estado pensando, pensando mucho, y quería decirte que… que…

—¿Sí?

—Lo cierto es que lo que siento por ti es… más profundo que la adoración. —Luce puso las manos en el corazón de Daniel—. Confío en ti. Confío en nuestro amor. Sé lo fuerte que es, y lo hermoso que es. —Sabía que no podía descubrirse ni revelar a qué se refería realmente: se suponía que era una versión distinta de sí misma, y las otras veces, cuando Daniel descubría quién era, de dónde venía, se encerraba en sí mismo y le pedía que se marchara. Pero, si escogía bien las palabras, Daniel quizá la entendería—. A veces, puede parecer que… que me olvido de lo que significas para mí o de lo que yo significo para ti, pero, en el fondo… lo sé. Lo sé porque nuestro destino es estar juntos. Te quiero, Daniel.

Daniel parecía sorprendido.

—¿Me… me quieres?

—Por supuesto. —Luce casi se rió de lo evidente que era, pero entonces se acordó: no sabía en qué momento del pasado había llegado. Quizá, en aquella vida, solo se habían lanzado miradas coquetas.

A Daniel le palpitó violentamente el pecho, y el labio inferior comenzó a temblarle.

—Quiero que escapemos juntos —se apresuró a decir. Su voz estaba teñida de desesperación.

Luce quiso gritar «¡Sí!», pero algo la disuadió. Qué fácil era perderse en Daniel cuando su cuerpo estaba tan próximo al suyo y ella percibía el calor de su piel y los latidos de su corazón a través de su camisa. Sintió que, en ese momento, podía contárselo todo, desde lo maravilloso que había sido morir en sus brazos en Versalles hasta cuánto la había entristecido conocer la magnitud de su sufrimiento. Pero se contuvo: la muchacha que él creía que era en aquella vida no hablaría de esas cosas, no sabría nada de ellas. Ni tampoco Daniel. De manera que, cuando por fin abrió la boca, la voz le falló.

Daniel le puso un dedo en los labios.

—Aguarda. No pongas reparos todavía. Deja que te lo pida como es debido. Dentro de un momento, amor mío.

Se asomó a la agrietada puerta del armario y miró el telón. Se oyó una ovación en el escenario. El público se rió a carcajadas y aplaudió. Luce no se había siquiera percatado de que la obra ya había empezado.

—Me toca. Hasta luego. —Daniel la besó en la frente y salió como una bala.

Luce quiso correr tras él, pero aparecieron dos figuras que se quedaron a poca distancia del armario.

La puerta chirrió al abrirse y Bill entró.

—Vas mejorando —dijo mientras se dejaba caer en un saco de viejas pelucas.

—¿Dónde estabas escondido?

—¿Quién?, ¿yo? En ningún sitio. ¿De qué tendría que esconderme? —preguntó la gárgola—. Esa excusa del disfraz ha sido una genialidad —dijo mientras levantaba su manita para chocarle esos cinco.

Recordar que Bill estaba presente durante todas sus interacciones con Daniel siempre aguaba un poco la fiesta a Luce.

—¿Vas a dejarme así? —Bill retiró la mano despacio.

Luce lo ignoró. Notaba un doloroso peso en el pecho. No podía olvidar la desesperación de la voz de Daniel cuando le había pedido que escapara con él. ¿Qué había querido decir?

—Muero esta noche, ¿verdad, Bill?

—Pues… —La gárgola bajó la mirada— sí.

Luce tragó saliva.

—¿Dónde está Lucinda? Tengo que meterme otra vez dentro de ella para entender esta vida. —Empujó la puerta del armario, pero Bill la retuvo agarrándola por el fajín del vestido.

—Oye, chiquilla, pasar a tres-D no puede ser tu primer recurso. Considéralo una habilidad para ocasiones especiales. —Frunció los labios—. ¿Qué es lo que crees que vas a averiguar?

—De qué necesita escapar Lucinda, por supuesto —respondió Luce—. ¿De qué quiere librarla Daniel? ¿Está prometida con otra persona? ¿Vive con un tío cruel? ¿Ha caído en desgracia con el rey?

—Caray. —Bill se rascó la coronilla. El sonido fue parecido al de un clavo arañando una pizarra—. Debo de haberla pifiado en alguna de mis enseñanzas. ¿Crees que siempre hay una razón para que mueras?

—¿No la hay? —Luce puso cara larga.

—O sea, tus muertes no son al azar, exactamente…

—Pero cuando morí dentro de Lys, lo sentí todo: ella pensaba que quemarse la liberaba. Estaba feliz porque casarse con el rey habría significado que su vida era una mentira. Y Daniel podía salvarla matándola.

—Oh, cariño, ¿eso es lo que piensas? ¿Que tus muertes son una forma de escapar de un matrimonio infeliz o algo por el estilo?

Luce cerró los ojos con fuerza para contener las lágrimas.

—Tiene que ser algo así. Tiene que serlo. De lo contrario, no tiene sentido.

—Sí lo tiene —dijo Bill—. Sí mueres por una razón. Solo que no es una razón tan simple. No puedes pretender entenderla de golpe.

Luce refunfuñó frustrada y dio un puñetazo al lado del armario.

—Comprendo por qué estás tan embalada —dijo por fin Bill—. Has pasado a tres-D y crees que has desvelado el secreto de tu universo. Pero no siempre es tan sencillo. Espera el caos. ¡Abraza el caos! Deberías seguir intentando aprender lo máximo posible de todas las vidas que visitas. Quizá, al final, todo dé fruto. Quizá termines con Daniel… o quizá decidas que la vida es más que…

Un murmullo los sobresaltó. Luce sacó la cabeza del armario.

Vio a un hombre de unos cincuenta años con una perilla blanquinegra y algo de barriga, de pie detrás de una actriz disfrazada. Susurraban. Cuando la muchacha volvió ligeramente la cabeza, las luces del escenario le iluminaron el perfil. Luce se quedó petrificada al verla: una nariz delicada y unos labios pequeños empolvados de rosa. Una peluca castaña con varios mechones de cabello negro asomando por debajo. Un magnífico vestido dorado.

Era Lucinda, disfrazada de Ana Bolena y a punto de actuar.

Luce comenzó a salir del armario, despacio. No sabía qué decir y se sentía nerviosa, pero también provista de un extraño poder. Si lo que Bill le había dicho era cierto, no quedaba mucho tiempo.

—¿Bill? —susurró—. Necesito que vuelvas a pararlo todo para poder…

—¡Chist! —Por la contundencia del bufido de Bill, Luce supo que no iba ayudarla. Iba a tener que esperar a que el hombre se marchara para estar a solas con Lucinda.

De forma inesperada, la muchacha se dirigió al armario donde Luce se escondía. Metió la mano para coger la capa dorada colgada justo a su lado. Luce contuvo la respiración, alzó la mano y entrelazó sus dedos con los de ella.

Lucinda sofocó un grito, terminó de abrir la puerta y la miró a los ojos, vacilando al borde de un entendimiento inexplicable. Por debajo de ellas, el suelo pareció inclinarse. Luce sintió vértigo. Cerró los ojos y tuvo la impresión de que su alma abandonaba su cuerpo. Se vio desde fuera: el extraño vestido que Bill había modificado a toda prisa, el miedo cerval de sus ojos. La mano que cogía era suave, tan suave que apenas la notaba.

Parpadeó, Lucinda parpadeó y, después, Luce ya no sintió ninguna mano. Cuando se miró la suya, la tenía vacía. Se había convertido en la muchacha a la que estaba asida. Cogió rápidamente la capa y se la puso sobre los hombros.

La única otra persona del vestidor era el hombre que había estado hablando con Lucinda en voz baja. Luce supo entonces que se trataba de William Shakespeare. ¡William Shakespeare! Ella lo conocía. Los tres, Lucinda, Daniel y Shakespeare, ¡eran amigos! Una tarde de verano, Daniel llevó a Lucinda a visitar a Shakespeare a su casa de Stratford. Al atardecer, fueron a la biblioteca y, mientras Daniel ensayaba junto a la ventana, Will, sin dejarse nada por anotar, la bombardeó a preguntas sobre cuándo conoció a Daniel, sobre qué sentía por él, sobre si pensó que un día se enamoraría de él.

Aparte de Daniel, Shakespeare era el único que conocía el secreto de la identidad de Lucinda, su sexo, y el amor que los dos actores se profesaban fuera del escenario. A cambio de su discreción, Lucinda no había dicho a nadie que Shakespeare estaba en el Globe esa noche. El resto de la compañía suponía que seguía en Stratford, que había cedido las riendas del teatro al maestro Fletcher. Pero Will se había presentado de incógnito para ver el estreno de la obra esa noche.

Cuando Luce regresó a su lado, Shakespeare la miró intensamente a los ojos.

—Estás cambiada.

—Yo… no. Aún soy… —Luce tocó el suave brocado que le cubría los hombros—. Sí, he encontrado la capa.

—Sí, la capa. —Will le sonrió y le guiñó un ojo—. Te favorece.

Le puso la mano en el hombro, como siempre hacía cuando daba instrucciones a sus actores.

—Presta atención: aquí, todos conocen tu historia. Te verán en esta escena y tú no dirás ni harás mucho. Pero Ana Bolena es una figura emergente en la corte. A todos ellos les incumbe tu destino. —Tragó saliva—. Además: no te olvides de haber llegado a tu sitio cuando termines de hablar. Tienes que estar delante a la izquierda para el comienzo del baile.

Luce sentía que tenía todas las frases de su papel en la cabeza. Las palabras estarían ahí cuando las necesitara, cuando saliera a escena delante de todas aquellas personas. Estaba lista.

El público volvió a aclamar y aplaudir. Los actores abandonaron rápidamente el escenario y la rodearon. Shakespeare ya se había esfumado. Buscó a Daniel con la mirada y lo vio en el otro extremo del escenario. Descollaba entre los demás actores, regio e increíblemente guapo.

Su turno. Entraba al comienzo de la escena de la fiesta en la mansión de lord Wolsey, a la que el rey, Daniel, acudiría disfrazado antes de coger la mano de Ana Bolena por primera vez. Tenían que bailar y enamorarse perdidamente el uno del otro. Aquel debía ser el principio de un idilio que lo cambiaba todo.

El principio.

Pero para Daniel no era en absoluto el principio.

Sin embargo, para Lucinda, y para el personaje que interpretaba, había sido amor a primera vista. Ver a Daniel le había parecido la primera cosa auténtica que le sucedía en la vida, como le había ocurrido a Luce en Espada & Cruz. De pronto, todo su mundo había adquirido un sentido del que antes carecía.

Luce no podía dar crédito a la cantidad de personas que se apiñaban en el Globe. Estaban casi encima de los actores, tan cerca del escenario que al menos veinte tenían los codos apoyados en él. Las olía. Las oía respirar.

Pero, de algún modo, se sentía calmada, incluso electrizada, como si, en lugar de estar asustada por toda aquella atención, Lucinda renaciera.

Era la escena de una fiesta. Luce estaba rodeada de las damas de compañía de Ana Bolena; casi se rió de lo cómicas que parecían sus «damas» a su lado. Las nueces de aquellos adolescentes eran obvias bajo la fuerte luz de los faroles que iluminaban el escenario. El sudor formaba círculos en las axilas de sus vestidos con relleno. En el otro extremo del escenario, Daniel, con evidente cara de enamorado, y su séquito la miraban sin disimulo. Luce interpretó su papel sin esfuerzo, lanzando a Daniel las miradas admirativas justas para avivar tanto su interés como el del público. Incluso improvisó un movimiento (retirarse el pelo de su cuello largo y pálido) que fue premonitorio de lo que todos sabían que le aguardaba a la verdadera Ana Bolena.

Dos actores se acercaron y flanquearon a Luce. Eran los nobles de la obra, lord Sands y lord Wolsey.

—«Las nobles damas no están alegres. Caballeros, ¿de quién es la culpa?» —bramó la voz de lord Wosley. Era el anfitrión de la fiesta, y el villano, y el actor que lo interpretaba tenía una presencia escénica increíble.

Se volvió para mirar a Luce, que se quedó petrificada.

El actor que interpretaba a lord Wolsey era Cam.

Luce no podía gritar, maldecir ni escapar. En aquel momento, era una actriz profesional, de modo que conservó la calma y miró al compañero de lord Wolsey, lord Sands, que declamó su frase con una carcajada.

—«Milord, el vino rojo debe encender primero sus mejillas» —dijo.

Cuando le tocó hablar a ella, empezó a temblar y miró a Daniel de soslayo. Sus ojos violeta pusieron fin a su malestar. Él creía en ella.

—«Sois un bromista encantador, lord Sands» —se oyó decir en voz alta, con un tono socarrón perfecto.

Daniel avanzó un paso, y en ese instante sonó una trompeta, seguida de un tambor. El baile había comenzado. La cogió de la mano. Cuando habló, se dirigió a ella, no al público, como hacían los otros actores.

—«¡La más bella mano que he tocado en mi vida!» —dijo—. «¡Oh, hermosura, no te he conocido hasta ahora!» —Como si el texto se hubiera escrito para ellos dos.

Comenzaron a bailar, y Daniel no dejó de mirarla ni un solo instante. Sus ojos eran cristalinos y violeta, y su modo de no separarse nunca de los suyos le robó el corazón. Sabía que él siempre la había amado, pero, hasta ese momento, mientras bailaba con él en el escenario delante de todas aquellas personas, nunca había pensado realmente en lo que eso significaba.

Significaba que, cuando ella lo veía por primera vez en cada vida, Daniel ya estaba enamorado de ella. Todas las veces. Y desde siempre. Y, todas las veces, ella tenía que enamorarse de él desde el principio. Él no podía obligarla a amarlo. Tenía que reconquistarla cada vez.

El amor de Daniel por ella era un río largo e ininterrumpido. Era la forma más pura de amor que existía, más pura incluso que el amor con el que ella le correspondía. El amor de Daniel fluía sin pausa, sin fin. Mientras que el suyo se borraba con cada muerte, el amor de Daniel crecía con el tiempo, a lo largo de toda la eternidad. ¿Cuán poderoso debía de ser ya? ¿Cientos de vidas de amor apiladas unas sobre otras? Casi era demasiado inmenso para que Luce lo abarcara.

Daniel la amaba con esa intensidad, pero, en cada vida, una vez tras otra, tenía que esperar a que también ella lo hiciera.

Habían estado bailando con el resto de la compañía, entrando y saliendo cuando la música se interrumpía, regresando al escenario para decirse más galanterías, para bailar piezas más largas con pasos más complicados, hasta que toda la compañía estuvo danzando.

Al final de la escena, aunque no estaba en el guión, aunque tenía a Cam allí mismo, observándola, Luce no soltó la mano a Daniel y lo arrastró hasta la hilera de naranjos en maceta. Él la miró como si estuviera loca e intentó conducirla al lugar correcto del escenario.

—¿Qué haces? —murmuró.

Daniel había dudado de ella antes, en el vestuario, cuando había tratado de expresarle lo que sentía. Tenía que lograr que la creyera. Sobre todo si Lucinda moría aquella noche, saber cuánto lo amaba lo significaría todo para él. Lo ayudaría a continuar, a seguir amándola durante cientos de años, a soportar todo el dolor y sufrimiento que ella había presenciado, hasta el presente.

Sabía que no estaba en el guión, pero no pudo contenerse: lo atrajo hacia sí y lo besó.

Creía que él la detendría, pero, en cambio, la estrechó entre sus brazos y también la besó. Con ardor y pasión, reaccionando con tal intensidad que Luce se sintió igual que cuando volaban, pese a saber que tenía los pies en el suelo.

Por un momento, el público guardó silencio. Luego, comenzó a abuchearlos. Alguien arrojó un zapato a Daniel, pero él pasó por alto el agravio. Sus besos transmitían a Luce que la creía, que comprendía cuán hondo era su amor, pero ella quería estar completamente segura.

—Siempre te amaré, Daniel. —Solo que aquello no le pareció del todo correcto, o no lo bastante. Tenía que conseguir que la entendiera y no le importaban las consecuencias: si cambiaba la historia, que así fuera—. Siempre te elegiré a ti. —Sí, aquella era la palabra—. En todas y cada una de mis vidas, te elegiré a ti. Igual que tú me has elegido siempre.

Daniel separó los labios. ¿La creía? ¿Lo sabía ya? Sí, era una elección, una elección consolidada en el tiempo y que sin duda estaba por encima de todo lo demás. Se sustentaba en algo poderoso. Algo hermoso y…

Sobre ellos, las sombras comenzaron a arremolinarse en la tramoya. Luce sintió calor en todo el cuerpo y se convulsionó, anhelando la liberación que sabía próxima.

El dolor encendió los ojos de Daniel.

—No —susurró—. No te vayas todavía.

Por algún motivo, siempre los cogía desprevenidos a los dos.

Mientras el cuerpo de su antiguo yo ardía en llamas, Luce creyó oír un disparo de cañón, pero no pudo estar segura. Un brillo la cegó y sintió cómo la arrancaban del cuerpo de Lucinda y la propulsaban hacia arriba, hacia la oscuridad.

—¡No! —gritó mientras las paredes de la Anunciadora la envolvían. Demasiado tarde.

—¿Cuál es el problema esta vez? —preguntó Bill.

—No estaba lista. Sé que Lucinda tenía que morir, pero casi… casi… —Había estado a punto de comprender algo sobre su elección de amar a Daniel. Y ahora todo lo sucedido en aquellos últimos momentos con él había sido pasto de las llamas junto con su antiguo yo.

—Pues no queda mucho que ver —dijo Bill—. Solo lo que suele ocurrir cuando un edificio se incendia: humo, cortinas de fuego, gente que grita y corre despavorida hacia las salidas, pisando a los menos afortunados… ya te haces una idea. El Globe ardió hasta los cimientos.

—¿Qué? —dijo Luce—. ¿Yo empecé el incendio del Globe? —Seguro que, a la larga, dejar el teatro más famoso de la historia inglesa reducido a cenizas tendría consecuencias.

—Oh, no te des tanta importancia. Iba a pasar de todas formas. Si tú no hubieras ardido, el cañón del escenario habría errado el tiro y habría borrado el teatro del mapa.

—Esto es mucho más grande que Daniel y yo. Esas personas…

—Escucha, madre Teresa, esa noche no murió nadie… aparte de ti. Ni siquiera hubo heridos. ¿Te acuerdas del borracho de la tercera fila que se te comía con los ojos? Se le quemaron los pantalones. Eso fue lo peor que pasó. ¿Te sientes mejor?

—No, la verdad. En absoluto.

—A ver qué te parece esto: tú no estás aquí para sentirte más culpable. Ni para cambiar el pasado. Hay un guión, que te marca cuándo entras y sales.

—No estaba lista para salir.

—¿Por qué no? Además, Enrique VIII es un rollo.

—Quería dar esperanza a Daniel. Quería que supiera que yo siempre lo elegiré, que siempre lo amaré. Pero Lucinda ha muerto antes de que haya podido asegurarme de que lo comprende. —Cerró los ojos—. Él se lleva la peor parte en nuestra maldición.

—¡Eso es bueno, Luce!

—¿A qué te refieres? ¡Eso es horrible!

—Me refiero a esa joya de sabiduría, a «Caray, el sufrimiento de Daniel es infinitamente peor que el mío»: eso es lo que has aprendido aquí. Cuantas más cosas sepas, más cerca estarás de conocer el origen de la maldición y más probabilidades tendrás de encontrar la forma de librarte de ella. ¿Correcto?

—No… no sé.

—Pues yo sí. Anda, vamos. Tienes papeles más importantes que interpretar.

La parte de la maldición que atañía a Daniel era la peor. Ahora Luce lo veía con suma claridad. Pero ¿qué significaba? No se sentía ni un ápice más cerca de poder romperla. No lograba dar con la respuesta. Pero sabía que Bill tenía razón en una cosa: ella no podía hacer nada más en esa vida. Solamente podía seguir retrocediendo en el tiempo.