12

El preso

París, Francia

1 de diciembre de 1723

Daniel soltó una palabrota.

La Anunciadora lo había dejado caer en un camastro de paja sucia y húmeda. Se volvió sobre un costado y se sentó con la espalda apoyada en una helada pared de piedra. Algo frío y aceitoso goteaba del techo y le caía en la frente, pero no había luz suficiente para ver qué era.

Enfrente de él, la pared tenía una tosca abertura tan estrecha que apenas permitía pasar el puño. Por ella solo se colaban unos pocos rayos de luna, pero suficiente viento para que la temperatura casi rozara el punto de congelación.

Daniel no veía ratas correteando por la celda, pero notaba sus cuerpos viscosos retorciéndose entre la paja enmohecida por debajo de sus piernas. Notaba sus dientes serrados royendo el cuero de sus zapatos. El hedor de sus heces apenas le dejaba respirar. Dio una patada y oyó un chillido. Luego, puso los pies en el suelo y se acuclilló.

—Llegas tarde.

La voz que oyó junto a él lo sobresaltó. Había cometido la imprudencia de suponer que estaba solo. La voz era un susurro ronco y reseco, pero, de algún modo, le resultó familiar.

Entonces oyó un ruido chirriante, como si arrastraran algo metálico por una superficie de piedra. Se puso rígido cuando una sombra se separó de la oscuridad y se inclinó hacia él. La figura se colocó bajo la pálida luz que se colaba por la abertura, y Daniel pudo al menos discernir la silueta de un rostro.

Su rostro.

Había olvidado aquella celda, había olvidado aquel castigo. Así que era allí donde había terminado.

A primera vista, el antiguo yo de Daniel tenía el mismo aspecto que él: la misma nariz y boca, la misma distancia entre los mismos ojos grises. Tenía el pelo más alborotado y apelmazado, pero del mismo color rubio. Y, no obstante, el Daniel preso estaba muy distinto. Tenía la cara espantosamente chupada y pálida, y la frente llena de mugre. Su cuerpo parecía consumido, y su piel estaba perlada de sudor.

Eso era lo que le hacía la ausencia de Luce. Sí, llevaba los grilletes de un preso, pero, allí, el verdadero carcelero era su propia culpa.

Ahora lo recordaba todo. Y recordaba la visita de su yo futuro, y un diálogo amargo y frustrante. París. La Bastilla. Donde los guardias del duque de Borbón lo habían encerrado después de que Lys desapareciera del palacio. A lo largo de sus existencias, Daniel había conocido otras cárceles, había soportado mayores penalidades y había pasado más hambre, pero la crueldad de sus remordimientos durante aquel año en la Bastilla había sido una de las peores pruebas a las que se había enfrentado nunca.

Una parte, pero no toda, guardaba relación con la injusticia de que lo acusaran de su asesinato.

Pero…

Si Daniel ya estaba allí, encerrado en la Bastilla, significaba que Lys ya había muerto. Por tanto, Luce ya había llegado… y se había marchado.

Su antiguo yo tenía razón. Había llegado demasiado tarde.

—Espera —dijo al preso. Se acercó, pero no tanto como para arriesgarse a tocarlo—. ¿Cómo sabes lo que he venido a buscar?

El chirrido de la cadena al arrastrarse por la piedra le indicó que su antiguo yo había vuelto a apoyarse en la pared.

—No eres el único que ha venido a buscarla.

A Daniel le ardieron las alas, y el calor que desprendieron le lamió los omóplatos.

—Cam.

—No, Cam no —respondió su antiguo yo—. Dos críos.

—¿Shelby? —Daniel dio un puñetazo en el suelo de piedra—. Y el otro… Miles. No lo dices en serio. ¿Esos nefilim? ¿Han estado aquí?

—Hace más o menos un mes, creo. —Su antiguo yo señaló la pared que él tenía detrás, donde había varias rayas torcidas grabadas en la piedra—. He intentado llevar la cuenta de los días, pero ya sabes cómo es. El tiempo pasa de una forma extraña. Se te escapa.

—Lo recuerdo. —Daniel se estremeció—. Pero los nefilim… ¿Hablaste con ellos? —Hurgó en su memoria y recordó vagas imágenes de su encarcelamiento, imágenes de una chica y un chico. Siempre los había considerado fantasmas de su dolor, únicamente dos más de los delirios que lo acosaban cuando ella ya no estaba y él se quedaba de nuevo solo.

—Un momento. —La voz del preso parecía cansada y distante—. No estaban muy interesados en mí.

—Bien.

—En cuanto supieron que estaba muerta, les entró muchísima prisa por irse. —La intensidad de su mirada gris era inquietante—. Algo que tú y yo entendemos.

—¿Adónde fueron?

—No lo sé. —El preso forzó una sonrisa demasiado amplia para su cara descarnada—. Creo que tampoco lo sabían ellos. Tendrías que haber visto cuánto les costó abrir una Anunciadora. Parecían dos inútiles.

A Daniel le entraron ganas de reírse.

—No tiene gracia —dijo su antiguo yo—. La quieren.

Pero Daniel no sentía ninguna ternura por los nefilim.

—Son una amenaza para todos nosotros. La destrucción que podrían ocasionar… —Cerró los ojos—. No tienen ni idea de lo que hacen.

—¿Por qué no puedes alcanzarla, Daniel? —Su antiguo yo se rió con ironía—. Ya nos hemos visto antes a lo largo de los milenios. Te recuerdo persiguiéndola. Y no alcanzándola jamás.

—No… no lo sé. —Las palabras se le atragantaron, y se notó al borde de las lágrimas. Tembló y contuvo un sollozo—. No consigo alcanzarla. Por algún motivo, siempre llego un poco después, como si alguien o algo moviera los hilos para mantenerme apartado de ella.

—Tus Anunciadoras siempre te llevarán a donde tú necesitas.

—Yo necesito estar con ella.

—Quizá sepan lo que necesitas mejor que tú mismo.

—¿Qué?

—Quizá no deba ser detenida. —El preso arrastró su cadena con hastío—. El hecho de que pueda viajar significa que algo fundamental ha cambiado. Tal vez no puedas alcanzarla hasta que ella obre ese cambio en la maldición original.

—Pero… —Daniel no sabía qué decir. El sollozo se apoderó de su pecho y le anegó el corazón de vergüenza y tristeza—. Ella me necesita. Cada segundo perdido es una eternidad. Y si da un paso en falso, podría arruinarlo todo. Podría cambiar el pasado y… dejar de existir.

—Pero así es el riesgo, ¿no? Nos lo jugamos todo por una brizna de esperanza. —Su antiguo yo alargó la mano y casi le tocó el brazo.

Los dos deseaban sentir una conexión. En el último instante, Daniel se apartó.

Su antiguo yo suspiró.

—¿Y si eres tú, Daniel? ¿Y si eres tú el que tiene que cambiar el pasado? ¿Y si no puedes alcanzarla hasta que hayas reescrito la maldición para que tenga una laguna?

—Imposible. —Daniel resopló—. Mírame. Mírate. Estamos destrozados sin ella. No somos nada cuando Lucinda nos falta. No hay ninguna razón para que mi alma no desee encontrarla lo antes posible.

Daniel quería escapar de allí. Pero estaba desconcertado.

—¿Por qué no te has ofrecido a acompañarme? —preguntó por fin—. Yo te diría que no, por supuesto, pero algunos de los otros, cuando me he tropezado conmigo mismo en otras vidas, querían acompañarme. ¿Por qué tú no?

Una rata correteó por la pierna del preso y se detuvo para olfatear los grilletes de sus tobillos ensangrentados.

—Ya me he escapado una vez —dijo despacio—. ¿Lo recuerdas?

—Sí —respondió Daniel—. Recuerdo cuando escapaste… escapamos. Volvimos directamente a Saboya. —Miró la falsa esperanza que le ofrecía la luz de la abertura—. ¿Por qué fuimos? Deberíamos haber sabido que era una trampa.

El preso se recostó en la pared y arrastró su cadena.

—No teníamos otra opción. Era el lugar más próximo a ella. —Inspiró de forma entrecortada—. Es muy duro cuando está en tránsito. No me siento capaz de seguir adelante. Me alegré cuando el duque se adelantó e imaginó adónde iría. Me esperaba en Saboya, sentado a la mesa de mi patrón con sus hombres. Para arrastrarme de nuevo aquí.

Daniel lo recordaba.

—Sentí que merecía el castigo —dijo.

—Daniel. —Fue como si el triste semblante del preso hubiera recibido una descarga eléctrica. Su antiguo yo parecía de nuevo vivo, o al menos sus ojos lo hacían. Tenían un brillo violeta—. Creo que ya lo tengo. —Habló casi sin pensar—. Aprende del duque.

Daniel se lamió los labios.

—¿Cómo?

—Todas estas vidas que dices que llevas siguiéndola. Haz como el duque hizo con nosotros. Adelántate a ella. No te limites a tratar de alcanzarla. Llega antes. Espérala.

—Pero no sé adónde van a llevarla sus Anunciadoras.

—Claro que lo sabes —insistió su antiguo yo—. Debes de guardar vagos recuerdos de dónde termina. Quizá no recuerdes todas las etapas del camino, pero, al final, todo tiene que terminar donde empezó.

Ambos se entendieron sin necesidad de palabras. Daniel pasó las manos por la pared cerca de la abertura e invocó una sombra. No podía verla en la oscuridad, pero la percibió moviéndose hacia él y la moldeó con habilidad. Aquella Anunciadora parecía tan abatida como él se sentía.

—Tienes razón —dijo, abriéndola con brusquedad—. Hay un sitio al que seguro que irá.

—Sí.

—Y tú deberías seguir tu propio consejo y abandonar este sitio —añadió Daniel con gravedad—. Te estás pudriendo aquí dentro.

—Al menos, el dolor de este cuerpo me distrae del dolor de mi alma —adujo su antiguo yo—. No. Te deseo suerte, pero no abandonaré estas paredes. No hasta que ella haya vuelto a reencarnarse.

Daniel sintió la presión de las alas en los hombros. Trató de ordenar el tiempo, las vidas y los recuerdos en su cabeza, pero solo fue capaz de pensar en una cosa.

—Ya… ya debería haberse reencarnado. Haber renacido. ¿Lo sientes?

—Oh —susurró su antiguo yo. Cerró los ojos—. Ya no sé si soy capaz de sentir algo. —Suspiró apesadumbrado—. La vida es una pesadilla.

—No, no lo es. Ya no. La encontraré. ¡Nos redimiré a los dos! —gritó Daniel, desesperado por salir de allí, dando otro desesperado salto a ciegas en el tiempo.