11

Amor a primera vista

Versalles, Francia

14 de febrero de 1723

¡!

Luce salió de la Anunciadora bajo el agua.

Abrió los ojos, pero el agua caliente y turbia le escoció tanto que volvió a cerrarlos enseguida. Su ropa empapada la arrastraba hacia el fondo, de manera que se deshizo del abrigo de visón. Mientras la prenda se hundía por debajo de ella, nadó hacia la superficie con todas sus fuerzas, desesperada por respirar.

Solo estaba a unos centímetros por encima de su cabeza.

Aspiró una bocanada de aire; luego, tocó fondo con los pies y se puso de pie. Se limpió el agua de los ojos. Estaba en una bañera.

Era, sin ningún género de duda, la bañera más grande que había visto en su vida, del tamaño de una piscina pequeña. Tenía forma arriñonada, estaba hecha de una porcelana blanca finísima y ocupaba el centro de una gigantesca estancia vacía que parecía la galería de un museo. En el alto techo, había enormes retratos al fresco de una familia de pelo oscuro que parecía pertenecer a la realeza. Todos los bustos estaban enmarcados por una guirnalda de rosas doradas, y había querubines regordetes revoloteando entre ellos, tocando trompetas que apuntaban al cielo. En cada una de las paredes, empapeladas con un dibujo recargado de volutas turquesa, rosadas y doradas, había un fastuoso armario de madera tallada inmensamente grande.

Luce volvió a sumergirse. ¿Dónde estaba? Sacó una mano del agua y atravesó más de diez centímetros de espumosas burbujas con la consistencia de la nata montada. Una esponja tan grande como un cojín salió a flote, y Luce cayó en la cuenta de que no se había bañado desde Helston. Estaba asquerosa. Utilizó la esponja para restregarse la cara y se quitó el resto de la ropa. Arrojó las prendas empapadas al suelo.

Fue entonces cuando Bill emergió lentamente del agua y se quedó suspendido a un palmo de la superficie. La parte de la bañera de la que había emergido estaba oscura y turbia debido a la arenilla de su cuerpo de piedra.

—¡Bill! —gritó Luce—. ¿No te das cuenta de que necesito unos minutos de intimidad?

Bill se tapó los ojos con una mano.

—¿Te has pasado ya por aquí, Tiburón? —Con la otra mano, se quitó algunas burbujas de su cabeza calva.

—¡Podrías haberme avisado de que iba a bucear!

—¡Te he avisado! —Bill se encaramó al borde de la bañera y caminó torpemente por él hasta estar junto a la cara de Luce—. Justo cuando salíamos de la Anunciadora. ¡Pero no me has oído porque estabas debajo del agua!

—Has sido de mucha ayuda, gracias.

—De todas formas, necesitabas darte un baño —dijo él—. Esta es una gran noche para ti, nena.

—¿Por qué? ¿Qué hay esta noche?

—¡«¿Qué hay?», pregunta! —Bill la agarró por el hombro—. ¡Solo el baile más suntuoso desde que el Rey Sol estiró la pata! Y digo yo: ¿qué más da si el anfitrión es su seboso hijo púber? Va a ser justo abajo, en el salón de baile más grande y espectacular de Versalles, ¡y van a estar todos!

Luce se encogió de hombros. Un baile sonaba bien, pero no tenía nada que ver con ella.

—Me explicaré mejor —continuó Bill—. Estarán todos, incluida Lys Virgily, la princesa de Saboya. ¿Te suena de algo? —Dio un golpetazo a Luce en la nariz—. Esa eres tú.

—Uf —dijo Luce al tiempo que echaba la cabeza hacia atrás para apoyarla en la jabonosa pared de la bañera—. Parece que va a ser una gran noche para ella. Pero ¿qué se supone que debo hacer yo mientras está en el baile?

—Verás, ¿recuerdas cuando te he dicho…?

El picaporte de la puerta de aquel baño inmenso estaba girando. Bill lo miró y refunfuñó:

—Continuará…

Cuando la puerta se abrió, se tapó la nariz y se sumergió. Luce se retorció y lo mandó al otro extremo de la bañera de una patada. Él volvió a sacar la cabeza, la fulminó con la mirada y comenzó a flotar boca arriba en la espuma.

Quizá Bill fuera invisible para la hermosa muchacha de rizos trigueños con un largo vestido morado que estaba en la puerta, pero Luce no lo era. Cuando vio a alguien en la bañera, la muchacha dio un paso atrás.

—¡Oh, princesa Lys! ¡Disculpadme! —exclamó en francés—. Me habían dicho que esta cámara estaba vacía. Había… había preparado el baño a la princesa Elizabeth —señaló la bañera donde estaba sumergida Luce— y estaba a punto de decirle que subiera con sus damas de compañía.

—Pues —Luce se devanó los sesos, frenética por parecer más aristocrática de como se sentía— será mejor que… que no la hagas subir. Ni tampoco a sus damas de compañía. Esta es mi cámara, donde tengo intención de bañarme sin que nadie me moleste.

—Le ruego que me disculpe —dijo la muchacha, haciendo una reverencia—, mil veces.

—No tiene importancia —se apresuró a decir Luce cuando vio la sincera desesperación de la muchacha—. Debe de haber sido un malentendido.

La muchacha hizo una reverencia y comenzó a cerrar la puerta. Bill sacó su cabeza astada del agua y susurró.

—¡Ropa! —Luce lo hundió con un pie.

—¡Espera! —Luce llamó a muchacha, que volvió a abrir la puerta despacio—. Necesito tu ayuda para vestirme para el baile.

—¿Qué hay de sus damas de compañía, mademoiselle? Está Agatha o Eloise…

—No, no. Las chicas y yo hemos tenido una disputa —se apresuró a continuar Luce, tratando de no hablar demasiado por temor a delatarse por completo—. Han elegido el vestido más… espantoso para mí. Así que las he echado. Este es un baile importante, como ya sabes.

—Sí, mademoiselle.

—¿Podrías buscarme algo? —le pidió Luce mientras señalaba uno de los armarios con la cabeza.

—¿Yo? ¿A-ayudarla a vestirse?

—Eres la única que está aquí conmigo, ¿no? —dijo Luce, con la esperanza de que algo de lo que contuviera aquel armario fuera de su talla y relativamente decente para un baile—. ¿Cómo te llamas?

—Anne-Marie, mademoiselle.

—Estupendo —respondió, mientras trataba de imitar a la Lucinda de Helston actuando con su misma prepotencia. Y, por si acaso, añadió una dosis de la sabihondez de Shelby—. Date prisa, Anne-Marie. No quiero retrasarme por tu lentitud. Sé buena y tráeme un vestido.

Al cabo de media hora, Luce estaba delante de un inmenso espejo triple, admirando el bordado del busto del primer vestido que Anne-Marie había sacado del armario. La prenda estaba hecha con varias capas de tafetán negro que se ceñían a su cintura y formaban una amplia falda acampanada. La muchacha le había recogido el pelo en un moño y le había colocado una pesada peluca oscura de intrincados tirabuzones. La cara le brillaba por los polvos de maquillaje y el colorete. Llevaba tanta ropa interior que tenía la sensación de que le habían colocado una pesa de más de veinte kilos alrededor de la cintura. ¿Cómo podían aquellas chicas moverse con esos vestidos? ¿Y no digamos bailar?

Mientras Anne-Marie le apretaba el corsé, Luce miró su reflejo boquiabierta. Con la peluca, parecía cinco años mayor. Y estaba segura de que jamás había llevado tanto escote. En ninguna de sus vidas.

Por un brevísimo instante, se permitió olvidar sus nervios por conocer a su antiguo yo principesco y por si volvería a encontrar a Daniel antes de echar a perder el amor que los unía y solo sintió lo que cualquier otra muchacha que asistía a aquel baile esa noche debía de haber sentido: ¿quién necesitaba respirar con un vestido tan increíble como aquel?

—Ya está lista, mademoiselle —susurró Anne-Marie con tono reverencial—. Ahora me voy, si me lo permite.

En cuanto Anne-Marie cerró la puerta al salir, Bill salió del agua como una bala, salpicándolo todo de jabón. Voló por encima del armario y acabó posándose en un escabel tapizado en seda de color turquesa. Nada más hacerlo, señaló el vestido de Luce, la peluca y otra vez el vestido.

Oh là là. Qué sexi…

—Y no has visto los zapatos. —Luce se levantó la falda para enseñarle un par de zapatos de color esmeralda de tacón con la puntera estrecha y adornados con flores de jade. Combinaban con el encaje esmeralda que orlaba el busto de su vestido y eran sin lugar a dudas los zapatos más increíbles que había visto en su vida y, por supuesto, llevado.

—¡Oooh! —exclamó Bill—. Muy rococó.

—¿Estoy haciendo esto de verdad? ¿Voy a bajar y fingir…?

—De fingir, nada. —Bill negó con la cabeza—. Créetelo. Presume de ese escote, nena, tú sabes que puedes.

—Está bien, voy a fingir que no has dicho eso —se rió Luce, haciendo una mueca—. Entonces, bajo y «me lo creo» o como se diga. Pero ¿qué hago cuando encuentre a mi antiguo yo? No sé nada de ella. ¿Me limito a…?

—Cógele la mano —dijo Bill, de forma enigmática—. El gesto le llegará al alma, te lo aseguro.

Estaba claro que Bill insinuaba algo, pero Luce no lo entendió. Entonces recordó sus palabras justo antes de que entraran en la última Anunciadora.

—Háblame de pasar a tres-D.

—Ajá. —Bill fingió que se apoyaba en una pared invisible. Sus alas se desdibujaron mientras aleteaba delante de ella—. Ya sabes que algunas cosas son demasiado alucinantes para describirlas con las aburridas palabras de siempre. Por ejemplo, la sensación de que vas a desmayarte cuando Daniel te besa largamente o cómo te sofocas cuando él despliega las alas en una noche oscura…

—Para. —Luce se llevó las manos al corazón de forma involuntaria. No había palabras que pudieran hacer justicia a cómo la hacía sentir Daniel. Bill se estaba riendo de ella, pero eso no significaba que le doliera menos llevar tanto tiempo lejos de él.

—Lo mismo ocurre con pasar a tres-D. Vas a tener que vivirlo para entenderlo.

En cuanto Bill le abrió la puerta, la música de una orquesta distante y un educado murmullo de voces inundaron la estancia. Luce sintió que algo la arrastraba hacia allí. Quizá fuera Daniel. Quizá fuera Lys.

Bill hizo una reverencia en el aire.

—Después de vos, princesa.

Luce bajó dos tramos de una amplia escalera de caracol en la dirección del ruido, y la música fue aumentando de volumen a cada paso que daba. Después de atravesar varias galerías vacías, comenzó a percibir los apetitosos aromas de codornices asadas, compota de manzana y patatas gratinadas. Y también olió a perfume, en una concentración tal que apenas pudo respirar sin toser.

—Ahora te alegras de que te haya obligado a darte un baño, ¿a que sí? —preguntó Bill—. Un frasco menos de eau de sobaquette y un agujero menos en la capa de ozono.

Luce no respondió. Había entrado en una larga galería repleta de espejos y, delante de ella, dos mujeres y un hombre se dirigían a las puertas del salón de baile. Las mujeres no caminaban, sino que flotaban. Sus vestidos amarillos y azules casi se deslizaban por el suelo. El hombre iba entre las dos. Vestía una larga chaqueta plateada, una camisa blanca con gorguera y unos zapatos que tenían casi tanto tacón como los de Luce. Los tres llevaban pelucas con un palmo más de altura que la suya, la cual ya le parecía enorme y pesaba un quintal. Al observarlos, se sintió torpe por el modo en que la falda se le balanceaba al andar.

Se volvieron para mirarla y todos entrecerraron los ojos, como si percibieran al instante que no había sido educada para asistir a bailes de la buena sociedad.

—Ignóralos —dijo Bill—. Hay esnobs en todas las vidas. Tú les das cien vueltas.

Luce asintió y se colocó detrás del trío, que cruzó la serie de arcadas bordeadas de espejos que antecedían al salón de baile. El salón de baile definitivo. El Salón de Baile con mayúsculas.

Luce no pudo evitarlo. Se paró en seco y susurró:

—Caramba.

Era majestuoso: una docena de arañas de luz con velas blancas encendidas pendía a pocos metros del suelo desde el altísimo techo. Donde las paredes no tenían espejos, estaban revestidas de oro. La pista de baile era de parquet y parecía extenderse hasta la siguiente ciudad. Estaba circundada por largas mesas cubiertas con manteles blancos y servidas con una vajilla de porcelana fina, bandejas de pasteles y galletas y grandes copas de cristal llenas de un vino de color rubí. Había centenares de jarrones rojos con miles de narcisos blancos colocados en las decenas de mesas.

En el otro extremo del salón, se había formado una cola de mujeres jóvenes vestidas de una forma exquisita. Eran unas diez. Estaban juntas, susurrando y riéndose delante de unas grandes puertas doradas.

Otro grupo se había congregado alrededor de una enorme ponchera de cristal próxima a la orquesta. Luce se sirvió una copa.

—Disculpen… —dijo dirigiéndose a dos mujeres que había junto a ella. Sus intrincados tirabuzones grises formaban dos torres idénticas en sus cabezas—. ¿Saben para qué hacen cola esas muchachas?

—Para complacer al rey, por supuesto. —Una de las mujeres se rió entre dientes—. Esas demoiselles están aquí para ver si lo complacen hasta el punto de que se case con ellas.

—¿Casarse? —Pero parecían muy jóvenes. De pronto, Luce comenzó a notar un calor y un cosquilleo en la piel. Entonces cayó en la cuenta: ¡Lys estaba en esa cola!

Tragó saliva y escrutó a todas las jóvenes. Allí estaba, la tercera de la fila, con un espléndido vestido negro solo ligeramente distinto al suyo. Llevaba una esclavina negra de terciopelo y no despegaba los ojos del suelo. No se reía como las otras muchachas. Parecía tan frustrada como se sentía Luce.

—Bill… —susurró.

Pero la gárgola se colocó justo delante de su cara y la hizo callar llevándose un dedo a sus carnosos labios de piedra.

—Solo los chiflados hablan con gárgolas invisibles —susurró—. Y a los chiflados no los invitan a muchos bailes. Así que cállate.

—Pero ¿y lo…?

—¡Cállate!

¿Y lo de pasar a tres-D?

Luce respiró hondo. La última instrucción que Bill le había dado era coger la mano a Lys…

Echó a andar a zancadas, atravesó la pista de baile y sorteó a los criados que llevaban bandejas de foie gras y Chambord. Casi chocó con la muchacha que estaba detrás de Lys, la cual trataba de colarse fingiendo que susurraba algo a una amiga.

—Disculpa —dijo Luce a Lys, que abrió los ojos de par en par, separó los labios y sofocó un grito de sorpresa.

Pero Luce no podía esperar a que Lys reaccionara y le cogió la mano. Encajó en la suya como la pieza de un puzle. Apretó.

El estómago le dio un vuelco, como si hubiera bajado la primera cuesta de una montaña rusa. La piel comenzó a vibrarle y una sensación de sopor y suave balanceo se apoderó de ella. Notó que se le cerraban los ojos, pero el instinto le dictó que no debía soltar a Lys.

Parpadeó, y Lys parpadeó. Después, ambas parpadearon a la vez. Y, al otro lado del parpadeo, Luce se vio con los ojos de Lys… y después vio a Lys con sus propios ojos… y después…

No vio a nadie delante de ella.

—¡Oh! —gritó, y su voz le pareció la misma de siempre. Se miró las manos, que también tenían el mismo aspecto de siempre. Las alzó y se tocó la cara, el pelo, la peluca, todos los cuales le parecieron los mismos de antes. Pero algo… algo había cambiado.

Se levantó la falda y se miró los zapatos.

Eran de color morado. Tenían unos tacones de forma romboidal y se sujetaban al tobillo con un elegante lazo plateado.

¿Qué había hecho?

Entonces entendió a qué se había referido Bill con aquello de «pasar a tres-D».

Se había introducido en el cuerpo de Lys.

Miró a su alrededor, aterrorizada. Para su horror, ninguna de las muchachas de la cola se movía. De hecho, mirara donde mirara, todo el mundo estaba inmóvil. Era como si hubieran parado toda la fiesta.

—¿Lo ves? —le dijo Bill al oído, con vehemencia—. No hay palabras para esto, ¿verdad?

—¿Qué pasa, Bill? —Luce había alzado la voz.

—En este momento, no mucho. He tenido que echar el freno, por si perdías el control. En cuanto tengamos claro esto de pasar a tres-D, volveré a poner la fiesta en marcha.

—Entonces… ¿nadie ve esto? —preguntó Luce mientras pasaba la mano por delante de la cara de la bonita muchacha morena que hacía cola delante de Lys. Ella no se inmutó. No parpadeó. Tenía la cara petrificada, con una sonrisa congelada en su boca abierta.

—No. —Bill se lo demostró moviendo la lengua junto a la oreja de un hombre mayor que se había quedado inmóvil con un escargot entre los dedos, a pocos centímetros de su boca—. No hasta que yo chasquee los dedos.

Luce respiró, una vez más extrañamente aliviada de contar con la ayuda de Bill. Necesitaba unos minutos para habituarse a la idea de que estaba, de que de verdad estaba…

—Estoy dentro de mi antiguo yo —dijo.

—Sí.

—¿Y adónde he ido yo? ¿Dónde está mi cuerpo?

—Estás ahí dentro, en alguna parte. —Bill le tocó la clavícula—. Volverás a aparecer cuando… bueno, cuando llegue el momento. Pero, de momento, estás completamente introducida en tu pasado. Como una tortuguita en un caparazón prestado. Salvo que es más que eso. Mientras ocupas el cuerpo de Lys, vuestras existencias están entrelazadas, con lo que tú te beneficias de un montón de cosas. De sus recuerdos, sus pasiones, sus modales, afortunadamente. Por supuesto, también tienes que lidiar con sus defectos. Esta, si la memoria no me falla, es bastante bocazas. Así que ve con cuidado.

—Asombroso —susurró Luce—. Entonces, si encuentro a Daniel, podré sentir exactamente lo que ella siente por él.

—Claro, imagino, pero date cuenta de que, en cuanto chasquee los dedos, Lys tiene obligaciones en este baile que no incluyen a Daniel. Este no es sitio para él, y con eso quiero decir que ningún guardia dejaría entrar aquí a un humilde mozo de cuadra.

A Luce, todo aquello le daba igual. Aunque Daniel fuera un mozo de cuadra, ella lo encontraría. Ardía en deseos de hacerlo. Dentro del cuerpo de Lys, hasta podría abrazarlo, quizá incluso besarlo. Su ilusión era tanta que casi la paralizaba.

—¿Hola? —Bill le hincó un duro dedo en la sien—. ¿Estás preparada? Entra ahí, a ver qué ves, y sal mientras puedas, si sabes a qué me refiero.

Luce asintió. Se alisó la falda del vestido negro de Lys y levantó un poco más la barbilla.

—Adelante.

—Y… ¡ya! —Bill chasqueó los dedos.

Durante una milésima de segundo, la fiesta se enganchó como un disco rayado. Después, todas las sílabas interrumpidas a media conversación, todos los efluvios de perfume suspendidos en el aire, todas las gotas de ponche detenidas en todos los cuellos enjoyados, todas las notas de música de todos los músicos de la orquesta, se arrastraron, cobraron una velocidad constante y continuaron como si nada hubiera sucedido.

Solo Luce había cambiado. Miles de palabras e imágenes asaltaron su mente.

Una gran casa de campo con el tejado de paja en las estribaciones de los Alpes. Un caballo castaño llamado Gauche. Olor a paja por doquier. Una peonía blanca de tallo largo atravesada en su almohada. Y Daniel. Daniel. Daniel. Regresando del pozo con cuatro pesados pozales de agua colgados de un palo que llevaba al hombro. Cepillando a Gauche antes de hacer cualquier otra cosa para que Lys pudiera salir a dar un paseo a caballo. Cuando se trataba de tener detalles con Lys, a Daniel no se le pasaba nada, pese a lo mucho que trabajaba para el padre de Lys. Sus ojos violeta siempre la encontraban. Daniel en sus sueños, en su corazón, en sus brazos.

Eran como los retazos de los recuerdos de Luschka que la habían asaltado en Moscú al tocar la verja de la iglesia, pero más potentes, más apabullantes, una parte de ella.

Daniel estaba allí. En las cuadras o en las dependencias de los criados. Estaba allí, y ella iba a encontrarlo.

Algo le rozó el cuello. Dio un respingo.

—Solo soy yo. —Bill se posó en su esclavina—. Lo estás haciendo estupendamente.

Dos lacayos abrieron las grandes puertas doradas del principio del salón y se quedaron apostados junto a ellas. Las muchachas que hacían cola delante de Luce se rieron con nerviosismo y, después, el silencio reinó en todo el salón. Entretanto, Luce buscaba el modo más rápido de salir de allí para echarse en brazos de Daniel.

—Céntrate, Luce —dijo Bill, como si le leyera el pensamiento—. Están a punto de llamarte a filas.

Los instrumentos de cuerda comenzaron a tocar los barrocos primeros acordes del Ballet de Jeunesse, y todo el salón desplazó su foco de atención. Luce siguió la mirada de los asistentes y sofocó un grito: ¡reconocía al hombre que estaba en la puerta y los observaba con un parche en un ojo!

Era el duque de Borbón, el primo del rey.

Era alto y flaco, tan reseco como una esparraguera en tiempo de sequía. Llevaba un traje azul de terciopelo que le quedaba grande, adornado con un fajín malva que combinaba con las medias malvas de sus garrillas. Su ostentosa peluca empolvada y su tez lechosa eran de una fealdad excepcional.

No había reconocido al duque por una fotografía de un libro de historia. Sabía demasiado sobre él. Lo sabía todo. Sabía que las damas de compañía hacían chistes verdes sobre el lamentable tamaño de su cetro. Sabía cómo había perdido el ojo (un accidente de caza, durante una partida en la que participó para apaciguar al rey). Y sabía que, en aquel momento, iba a hacer pasar a las muchachas a las que había seleccionado como posibles futuras esposas del rey de doce años que aguardaba dentro.

Y Luce, no, Lys, era una de sus candidatas preferidas. Por eso sentía aquella pesadumbre y aquel dolor en el pecho: Lys no podía casarse con el rey porque amaba a Daniel. Lo amaba con locura desde hacía años. Pero, en aquella vida, Daniel era un criado, y los dos tenían que ocultar su relación. Luce sintió el temor paralizante de Lys: si el rey se encaprichaba de ella aquella noche, toda esperanza de tener una vida con Daniel se desvanecería.

Bill le había advertido que pasar a tres-D sería intenso, pero Luce jamás podría haber estado preparada para aquella avalancha de emociones: todos los temores y dudas que en algún momento habían acosado a Lys la inundaron. Todas las esperanzas y sueños. Era excesivo.

Sofocó un grito y miró a su alrededor, a todas partes salvo al duque. Y se dio cuenta de que sabía todo lo que necesitaba saber sobre aquel momento y lugar. De pronto, comprendía por qué el rey buscaba esposa aunque ya estuviera prometido. Reconocía la mitad de las caras que se movían a su alrededor, conocía sus historias y sabía cuáles la envidiaban. Sabía qué postura adoptar para poder respirar con comodidad dentro de su vestido encorsetado. Y sabía, a juzgar por el ojo experto con el que observaba a los bailarines, que Lys había sido instruida en el arte de los bailes de salón desde su infancia.

Era una sensación extraña, estar dentro de Lys, como si Luce fuera a la vez el fantasma y la persona cuyo cuerpo ocupaba.

La orquesta terminó de tocar la canción, y un hombre próximo a la puerta se adelantó para leer un rollo de pergamino:

—Princesa Lys de Saboya.

Luce alzó la cabeza con más elegancia y confianza de las que esperaba y aceptó la mano del hombre joven con un chaleco verde pálido que apareció para acompañarla a la sala de recepción del rey.

Una vez dentro de la sala pintada enteramente de color azul pastel, intentó no quedarse mirando al rey. La altísima peluca gris le quedaba ridícula sobre su cara menuda y macilenta. Sus ojos celestes miraban la cola de duquesas y princesas, todas hermosas, todas vestidas de una forma exquisita, con la misma avidez que un hombre famélico miraría un cerdo asado al espetón.

La figura con espinillas sentada en el trono era poco más que un niño.

Luis XV había asumido la corona cuando solo tenía cinco años. Conforme a los deseos de su padre moribundo, lo habían prometido en matrimonio con la infanta, la princesa española. Pero ella casi acababa de nacer. Se trataba de un matrimonio pensado con los pies. No se esperaba que el joven rey, que era frágil y enfermizo, viviera lo suficiente para engendrar un heredero con la princesa española, la cual también podía morir antes de alcanzar la edad fértil. Así pues, el rey tenía que encontrar una consorte para engendrar un heredero. Lo cual justificaba aquella lujosa fiesta y las damas que hacían cola para exhibirse.

Luce se toqueteó el encaje del vestido. Se sentía ridícula. Todas las otras muchachas parecían increíblemente pacientes. Puede que su deseo de casarse con aquel rey de doce años lleno de granos fuera sincero, aunque Luce no entendía cómo era eso posible. Todas eran muy elegantes y hermosas. Desde la princesa rusa, Elizabeth, cuyo vestido azul zafiro de terciopelo tenía el cuello ribeteado de piel de conejo, hasta Maria, la princesa de Polonia, de un atractivo hechizante, con su naricilla respingona y su carnosa boca roja, todas miraban al muchacho esperanzadas, con los ojos como platos.

Pero él miraba a Luce. Con una sonrisa de suficiencia que le revolvió el estómago.

—Esa. —La señaló con indolencia—. Déjame verla de cerca.

El duque apareció al lado de Luce y la empujó suavemente por los hombros con sus dedos largos y helados.

—Preséntese, princesa —dijo en voz baja—. Esto solo pasa una vez en la vida.

Luce refunfuñó en su fuero interno, pero, externamente, Lys no perdió la compostura y casi flotó cuando se acercó para saludar al rey. Hizo una reverencia con una inclinación de cabeza perfecta y le ofreció la mano para que se la besara. Era lo que su familia esperaba de ella.

—¿Vas a ponerte gorda? —le soltó el rey mientras miraba su cintura encorsetada—. Me gusta como está ahora —dijo al duque—. Pero no quiero que se ponga gorda.

De haber estado en su propio cuerpo, Luce quizá habría dicho al rey qué pensaba de su físico poco atractivo. Pero Lys tenía un perfecto dominio de sí misma, y Luce se oyó responder:

—Espero poder complacer siempre al rey, con mi belleza y mi carácter.

—Sí, claro —ronroneó el duque mientras caminaba alrededor de Luce—. Estoy seguro de que su majestad podrá someter a la princesa a la dieta que le plazca.

—¿Qué hay de cazar? —preguntó el rey.

—Majestad —comenzó a decir el duque—, eso no es apropiado para una reina. Tenéis muchos otros compañeros de caza, yo, por ejemplo…

—Mi padre es un cazador excelente —dijo Luce. Estaba devanándose los sesos, tratando de pensar en algo, lo que fuera, que la ayudara a salir de aquello.

—Entonces, ¿debería acostarme con tu padre? —se burló el rey.

—Sabiendo que os gustan las armas de fuego, majestad —dijo Luce, esforzándose por mantener un tono cortés—, os he traído un regalo: el rifle de caza más preciado de mi padre. Me ha pedido que os lo traiga esta noche, pero no estaba segura de cuándo tendría el placer de conoceros.

Tenía toda la atención del rey, que se había sentado al borde del trono.

—¿Cómo es? ¿Lleva joyas en la culata?

—La… la culata es de madera de cerezo tallada a mano —dijo Lys, dando al rey los detalles que Bill le gritaba desde un lado del trono—. El cañón fue forjado por… por…

—Oh, ¿qué podría impresionarlo? Por un herrero ruso que ahora trabaja para el zar. —Bill se inclinó sobre las pastas del rey y las olió con avidez—. Tienen buena pinta.

Luce repitió la frase de Bill y añadió:

—Os lo podría traer, si me permitís ir a buscarlo a mis dependencias…

—Un criado puede bajar el rifle mañana, estoy seguro —dijo el duque.

—Quiero verlo ahora. —El rey se cruzó de brazos y pareció incluso más niño de lo que era.

—Por favor. —Luce se dirigió al duque—. Para mí, sería un gran honor regalar el rifle a su majestad personalmente.

—Ve. —El rey chasqueó los dedos para que Luce pudiera retirarse.

Luce quiso girar sobre sus talones, pero Lys fue más sensata (nunca se daba la espalda al rey): se inclinó y salió de la sala sin darse la vuelta. Dio muestras de un autodominio incomparable, retirándose casi como si flotara y no tuviera pies, hasta que estuvo al otro lado de las puertas doradas.

Entonces echó a correr por el salón de baile.

Pasó por delante de la orquesta y las espléndidas parejas danzantes, salió de una estancia pintada de color amarillo pastel y entró en otra con decoraciones verde limón. Corrió entre damas sorprendidas y caballeros gruñones, por suelos de madera y opulentas alfombras persas, hasta que las luces y los invitados fueron menguando, y por fin encontró las puertas con parteluz que conducían al exterior. Las abrió de un empujón y ensanchó los pulmones dentro de su corsé para llenárselos del aire de la libertad. Salió a un enorme balcón de reluciente mármol blanco que circundaba la segunda planta de palacio.

Era una noche estrellada; lo único que Luce deseaba era estar en los brazos de Daniel, volar hacia esas estrellas. Ojalá estuviera a su lado para sacarla de todo aquello…

—¿Qué haces aquí?

Luce giró sobre sus talones. Daniel había ido a buscarla. Estaba al final del balcón, vestido con sencillas ropas de criado. Parecía confundido y alarmado. Y trágica e irremediablemente enamorado.

—Daniel…

Luce corrió a su lado. Él también avanzó hacia ella, y los ojos violeta se le iluminaron. Abrió los brazos, radiante. Cuando por fin se tocaron y él la abrazó, Luce creyó que iba a estallar de felicidad.

Pero no lo hizo.

Se limitó a quedarse allí, con la cabeza enterrada en su pecho ancho y maravilloso. Estaba en casa. Daniel la tenía abrazada por la cintura y la estrechó con todas sus fuerzas. Luce notó cómo respiraba y percibió el áspero olor a paja de su cuello. Lo besó justo debajo de la oreja izquierda y bajó hacia la mandíbula. Besos suaves y delicados hasta alcanzar sus labios, que se separaron al notar los suyos. Entonces, los besos se tornaron más largos, llenos de un amor que parecía brotar de la parte más honda del alma de Luce.

Al cabo de un momento, ella se separó y lo miró a los ojos.

—Te he echado muchísimo de menos.

Daniel se rió entre dientes.

—Yo también, en estas… tres últimas horas. ¿Estás… estás bien?

Luce pasó los dedos por su sedoso pelo rubio.

—Necesitaba tomar el aire, encontrarte. —Lo abrazó con fuerza.

Daniel entrecerró los ojos.

—Creo que no deberíamos estar aquí, Lys. Deben de estar esperándote en la sala de recepción.

—Me da igual. No voy a volver. Y jamás me casaré con ese cerdo. Jamás me casaré con nadie salvo contigo.

—Chissst. —Daniel hizo una mueca y le acarició la mejilla—. Podría oírte alguien. Han cortado cabezas por menos de eso.

—Ya te ha oído alguien —dijo una voz desde la puerta abierta. El duque de Borbón estaba en el umbral con los brazos cruzados, sonriendo con suficiencia mientras veía a Luce en brazos de un humilde criado—. Creo que el rey debería enterarse de esto. —Acto seguido, había desaparecido y regresado al interior del palacio.

El corazón de Luce se aceleró, empujado por el miedo de Lys y el suyo propio: ¿había cambiado la historia? ¿Debía la vida de Lys continuar de un modo distinto?

Pero ella no podía saberlo, ¿no? Eso era lo que Roland le había dicho: cualquier cambio que ella suscitara en el tiempo, pasaría de inmediato a formar parte de lo que había sucedido. Pero Luce seguía allí. Así pues, aunque hubiera cambiado la historia dejando plantado al rey, aquello no parecía haber afectado a Lucinda Price en el siglo XXI.

Cuando habló, su voz era firme.

—Me da igual si ese duque infame me mata. Antes moriría que renunciar a ti.

Notó calor en todo el cuerpo y se tambaleó.

—Oh —dijo mientras se llevaba una mano a la cabeza. Lo reconoció vagamente, como algo que había visto mil veces pero a lo que nunca había prestado atención.

—Lys —susurró Daniel—. ¿Sabes lo que viene ahora?

—Sí —susurró ella.

—¿Y sabes que yo estaré contigo hasta el final? —Daniel la miró, con los ojos cargados de ternura y preocupación. No le mentía. Jamás lo había hecho. Jamás lo haría. Luce lo supo en ese instante, lo vio. Daniel le había revelado lo justo para mantenerla viva unos momentos más, para insinuar todo lo que ella ya había empezado a averiguar por su cuenta.

—Sí. —Cerró los ojos—. Pero hay muchas cosas que no entiendo todavía. No sé cómo impedir que esto pase. No sé cómo romper esta maldición.

Daniel sonrió, pero había lágrimas en sus ojos.

Luce no tenía miedo. Se sentía libre. Más libre que nunca.

Un recuerdo extraño había empezado a surgir de los recovecos de su memoria. Algo cobraba claridad en la confusión de su cabeza. Un solo beso de Daniel abriría una puerta y la libraría de un matrimonio sin amor con un niño consentido, de la jaula de su cuerpo. Aquel cuerpo no era ella, sino un mero cascarón, parte de un castigo. Y, por tanto, la muerte de aquel cuerpo no era ninguna tragedia, sino, sencillamente, el final de un capítulo. Una liberación hermosa y necesaria.

Detrás de ellos, oyeron pasos en las escaleras. El duque regresaba con sus hombres. Daniel la agarró por los hombros.

—Lys, escúchame…

—Bésame —le suplicó ella.

Daniel cambió de expresión, como si no necesitara oír nada más. La levantó del suelo y la estrechó contra su pecho. Luce notó calor en todo el cuerpo mientras lo besaba con más ardor y pasión y se abandonaba por completo. Arqueó la espalda, volvió la cabeza hacia el cielo y lo besó hasta sentirse mareada de felicidad. Hasta que oscuros retazos de sombras se arremolinaron y ennegrecieron las estrellas. Una sinfonía de obsidianas. Pero, detrás, había luz. Por primera vez, Luce percibió el brillo de esa luz.

Era glorioso.

Tenía que irse.

«Sal mientras puedas», le advirtió Bill. Mientras estuviera viva.

Pero no podía marcharse aún. No mientras todo fuera tan apasionado y hermoso. No mientras Daniel la besara con ardor. Abrió los ojos, y los colores de su pelo, su cara y la propia noche brillaron con mayor intensidad y belleza, iluminados por un vivo resplandor.

Aquel resplandor surgía de las entrañas de Luce.

Con cada beso, todo su cuerpo se acercaba un poco más a la luz. Aquella era la única forma auténtica de volver a estar con Daniel. Salir de una vida terrenal para entrar en la siguiente. Luce moriría de buen grado un millar de veces siempre que pudiera estar de nuevo con él al otro lado.

—Quédate conmigo —le suplicó Daniel mientras ella se sentía arder.

Gimió. Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Una débil sonrisa asomó a sus labios.

—¿Qué pasa? —preguntó Daniel. No dejaba de besarla—. ¿Lys?

—Es… tanto amor —dijo ella, abriendo los ojos justo cuando el fuego le brotó del pecho.

Una gran columna de luz estalló en la noche, escupiendo calor y llamas al cielo, arrojando a Daniel al suelo, arrancando a Luce de la muerte de Lys y lanzándola a la oscuridad, donde hacía un frío glacial y no se veía nada. Sintió un vértigo que la estremeció.

Luego vio un minúsculo destello de luz.

La cara de Bill, cernido sobre ella con expresión preocupada. Estaba tendida boca arriba en una superficie plana. Tocó la piedra lisa que tenía debajo, oyó el agua que corría cerca de allí, olió el aire fresco y mohoso. Se hallaba en el interior de una Anunciadora.

—Me has asustado —dijo Bill—. No sabía… es decir, cuando ella ha muerto, no sabía cómo… no sabía si podías quedarte atrapada… No estaba seguro. —Sacudió la cabeza como si quisiera ahuyentar el pensamiento.

Luce intentó levantarse. Pero le temblaban las piernas y estaba aterida de frío. Apoyó la espalda en la pared de piedra y cruzó las piernas. Volvía a llevar el vestido negro con la orla esmeralda de encaje. Los zapatos esmeralda estaban uno al lado del otro en un rincón. Bill debía de haberla descalzado y acostado después de que ella… después de que Lys… Aún no se lo podía creer.

—He visto cosas, Bill. Cosas que no sabía.

—¿Por ejemplo?

—Que ella estaba feliz al morir. Que yo estaba feliz. Extasiada. Ha sido precioso. —Luce tenía la mente disparada—. Sabiendo que él me estaría esperando al otro lado, que lo único que yo hacía era escapar de algo injusto y opresivo. Que la belleza de nuestro amor vence a la muerte, lo vence todo. Ha sido increíble.

—Increíblemente peligroso —dijo Bill con sequedad—. No vuelvas a hacerlo, ¿vale?

—¿No lo entiendes? Desde que dejé a Daniel en el presente, esto es lo mejor que me ha pasado. Y…

Pero Bill había vuelto a perderse en la oscuridad. Luce oyó el ruido de la cascada. Al cabo de un momento, un borboteo de agua hirviendo. Cuando Bill reapareció, había preparado té. Le llevó la tetera en una delgada bandeja metálica y le sirvió una taza humeante.

—¿De dónde lo has sacado? —preguntó Luce.

—He dicho que no vuelvas a hacerlo, ¿vale?

Pero Luce estaba demasiado absorta en sus pensamientos para oírlo realmente. Aquella era la vez que más cerca había estado de adquirir una cierta lucidez. Volvería a pasar a tres-D (¿cómo lo había llamado Bill? ¿«Fusión»?). Viviría todas sus vidas hasta el final, una tras otra, hasta que, en una de ellas, descubriera por qué moría exactamente.

Y, después, rompería la maldición.