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Naufragio

Tahití, Polinesia francesa

11 de diciembre de 1775

Luce descubrió que estaba subida a una astillada viga de madera.

La viga crujió al ladearse ligeramente hacia la izquierda y volvió a crujir cuando osciló muy despacio en el sentido contrario. El balanceo era constante, como si la viga estuviera acoplada a un péndulo muy corto.

Un viento caliente le puso el pelo en la cara y le arrancó la cofia que aún llevaba. La viga volvió a balancearse, y Luce perdió el equilibrio. A duras penas consiguió abrazarse a ella antes de que oscilara violentamente…

¿Dónde estaba? Delante de ella solo se extendía el azul interminable de un cielo despejado. Un azul más oscuro en lo que debía de ser el horizonte. Miró abajo.

Se hallaba a una altura increíble.

Por debajo de ella, había un poste de unos treinta metros de longitud que terminaba en una cubierta de madera. ¡Oh! Era un mástil. Estaba agarrada a la verga más alta de un barco de vela muy grande.

Un barco de vela muy grande que había naufragado, cerca del negro litoral de una isla.

La proa se había estrellado contra unas rocas de lava afiladísimas que la habían pulverizado. La vela mayor estaba destrozada: jirones de lona ocre que ondeaban flácidamente al viento. El aire olía como la mañana que sigue a una fuerte tempestad, pero aquel barco estaba tan envejecido que parecía que llevara años allí.

Cada vez que las olas rompían en la costa de arena negra, el agua alcanzaba varios metros de altura al resurgir por las oquedades de las rocas. Debido a las olas, el barco naufragado y la verga a la que Luce se aferraba oscilaban de una forma tan violenta que pensó que iba a vomitar.

¿Cómo iba a bajar? ¿Cómo iba a llegar a tierra?

—¡Ajá! Mira quién se han posado como un pájaro en una rama. —La voz de Bill atravesó el rumor de las olas. La gárgola apareció en el otro extremo de la verga podrida y echó a andar por ella con los brazos en cruz como si fuera una barra de equilibrios.

—¿Dónde estamos? —Luce tenía demasiado miedo para hacer cualquier movimiento brusco.

Bill se llenó los pulmones de aire.

—¿No notas el sabor? ¡La costa norte de Tahití! —Se sentó al lado de Luce, estiró sus piernas regordetas, alzó sus bracitos grises y entrelazó las manos en la nuca—. ¿A que es el paraíso?

—Creo que voy a vomitar.

—Tonterías. Solo tienes que acostumbrarte al vaivén del mar.

—¿Cómo hemos…? —Luce miró otra vez a su alrededor en busca de una Anunciadora. No vio ni una sola sombra, solo el azul interminable de un cielo vacío.

—Me he ocupado de la logística por ti. Considérame tu agente de viajes. ¡Y considérate de vacaciones!

—Esto no son unas vacaciones, Bill.

—Ah, ¿no? Yo pensaba que estábamos haciendo el Gran Recorrido del Amor. —Se rascó la frente, y unos pétreos pellejos grises se le desprendieron del cuero cabelludo—. ¿Lo he entendido mal?

—¿Dónde están Lucinda y Daniel?

—Espera. —Bill se elevó delante de ella—. ¿No quieres que te ponga en antecedentes?

Luce lo ignoró y se acercó al mástil. Con inseguridad, puso un pie en la primera de las maderas que sobresalían de los lados del mástil.

—¿No quieres al menos que te que eche una mano?

Luce había estado conteniendo la respiración y tratando de no mirar abajo cuando el pie le resbaló de la madera por tercera vez. Finalmente, tragó saliva y alargó la mano para coger la garra fría y áspera que Bill le tendía.

Nada más hacerlo, Bill tiró de ella y la arrancó del mástil. Luce chilló cuando el viento húmedo le azotó la cara y le levantó la falda por encima de la cintura. Cerró los ojos y esperó a estrellarse contra los tablones podridos de la cubierta.

Solo que no lo hizo.

Oyó un «zum» y sintió que su cuerpo dejaba de caer. Abrió los ojos. Las alas rechonchas de Bill se habían hinchado como globos y atrapaban el viento. La gárgola la cargaba con una sola mano y la conducía lentamente a tierra. Su agilidad, su ligereza, eran milagrosas. Luce se sorprendió al descubrir que se estaba relajando: de algún modo, la sensación de volar ya era natural para ella.

Daniel.

Rodeada de aire, tuvo un deseo incontenible de estar con él. De oír su voz y probar el sabor de sus labios: era incapaz de pensar en nada más. ¡Qué no habría dado por estar en sus brazos en aquel preciso momento!

El Daniel con el que se había encontrado en Helston, por mucho que se hubiera alegrado de verla, no la conocía de verdad. No como su Daniel. ¿Dónde estaba él en ese instante?

—¿Te encuentras mejor? —preguntó Bill.

—¿Qué hacemos aquí? —preguntó Luce mientras sobrevolaban el mar. Estaba tan transparente que vio sombras negras moviéndose bajo el agua: gigantescos bancos de peces que nadaban sin prisa a lo largo de la costa.

—¿Ves esa palmera? —Bill señaló con su garra libre—. ¿La más alta, la tercera que hay a partir del sitio donde se interrumpe el banco de arena?

Luce asintió y entrecerró los ojos.

—Ahí es donde tu padre de esta vida ha construido su choza. ¡La choza más bonita de toda la playa! —Bill tosió—. De hecho, es la única choza de la playa. Los británicos ni tan siquiera han descubierto esta parte de la isla todavía. Así que, cuando tu papi sale de pesca, tú y Daniel tenéis este sitio para los dos solos.

—¿Daniel y yo… vivimos aquí… juntos?

Cogidos de la mano, Luce y Bill se posaron en la orilla con la grácil elegancia de dos bailarines en un pas de deux. Luce estaba agradecida, y un poco asombrada, por cómo la había bajado del mástil del barco, pero, en cuanto pisó tierra firme, soltó su sucia garra y se limpió la mano en el delantal.

Aquel lugar tenía una belleza austera. Las aguas cristalinas lamían las extrañas y hermosas playas de arena negra. Grupos de cidros y palmeras se inclinaban sobre la costa, cargados de frutos anaranjados. Más allá de los árboles, montañas de poca altura asomaban entre la bruma de la selva tropical. Cascadas recorrían sus laderas. En tierra, el viento no era tan violento; mejor aún, estaba impregnado de la fragancia de los hibiscos. Era difícil imaginar poder pasar unas vacaciones allí, y no digamos toda una vida.

—Tú viviste aquí. —Bill echó a andar por la orilla curva y dejó las huellas de sus garritas en la arena oscura—. Tu padre y los otros diez nativos que vivían a un tiro de canoa de aquí te llamaban… bueno, algo parecido a «Lulu».

Luce iba a buen paso para no rezagarse, con la voluminosa falda de su uniforme de criada de Helston hecha una bola para no arrastrarla por la arena. Se detuvo e hizo una mueca.

—¿Qué? —preguntó Bill—. A mí me parece bonito, Lulu. ¡Lulululululu!

—Para.

—En fin, Daniel era una especie de aventurero. ¿Ves ese barco de ahí? El hacha de tu novio lo robó de la grada particular de Jorge III. —Bill miró el barco naufragado—. Pero el capitán Bligh y su tripulación amotinada tardarán otros dos años en localizar a Daniel aquí, y para entonces… ya sabes.

Luce tragó saliva. Probablemente, para entonces, ya haría tiempo que Daniel se habría ido, porque ya haría tiempo que Lucinda habría muerto.

Habían llegado a un claro en la hilera de palmeras. Un río salobre fluía entre el mar y el pequeño lago interior de agua dulce. Luce lo cruzó con cuidado por unas piedras planas. Las enaguas le daban calor y pensó en quitarse el agobiante vestido y zambullirse en el mar.

—¿Cuánto tiempo tengo con Lulu? —preguntó—. Antes de que pase.

Bill alzó las manos.

—Creía que lo único que querías era ver una prueba de que vuestro amor es verdadero.

—Así es.

—Para eso, no vas a necesitar más de diez minutos.

Llegaron a un corto camino bordeado de orquídeas que conducía a otra playa virgen. Al borde del agua azul celeste había una pequeña choza con el techo de paja construida sobre pilotes. Detrás de la choza, una palmera tembló.

Bill se cernió sobre el hombro de Luce.

—Ahí la tienes. —Señaló la palmera con su garra de piedra.

Asombrada, Luce vio asomar dos pies entre las hojas de la temblorosa palmera. Luego, una muchacha que solo llevaba una falda de tela y una enorme guirnalda de flores arrojó a la playa cuatro peludos cocos marrones antes de bajar ágilmente al suelo por su tronco nudoso.

Llevaba el pelo largo y suelto, y los rayos de sol se reflejaban en él como diamantes de luz. Luce conocía la sensación de llevarlo así, el modo en que le hacía cosquillas en los brazos mientras oscilaba en su cintura. Lulu tenía la piel increíblemente tostada por el sol. Luce jamás había estado tan bronceada, ni tan siquiera cuando pasó un verano entero en la casa que su abuela tenía en la playa de Biloxi. Lulu llevaba oscuros tatuajes geométricos en la cara y los brazos. Era muy distinta de Luce, pero también era «muy Luce».

—Caramba… —susurró mientras Bill la arrastraba detrás de un arbusto de flores moradas—. Eh, ¡ay! ¿Qué haces?

—Llevarte a un mirador más seguro. —La gárgola volvió a levantarla en el aire y comenzó a ganar altura. Cuando alcanzaron las copas de los árboles, se dirigió a una rama robusta y la depositó en ella. Desde allí, Luce veía toda la playa.

—¡Lulu!

La voz le atravesó la piel y le llegó directamente al corazón. La voz de Daniel. La llamaba. La deseaba. La necesitaba. Luce se movió en la dirección del sonido. Hasta que Bill la agarró por el hombro, ni siquiera se había dado cuenta de que había empezado a levantarse, como si solo tuviera que bajarse de la rama para volar hasta Daniel.

—Hete aquí por qué he tenido que subir tu culo europeo hasta aquí. No habla contigo. Habla con ella.

—Oh. —Luce se dejó caer en la rama—. Ya veo.

La muchacha de los cocos, Lulu, corría por la arena negra. Y en el otro extremo de la playa, corriendo hacia ella, estaba Daniel.

Iba sin camisa, tenía un bronceado magnífico y solo llevaba unos pantalones de color azul marino con los bordes raídos. El agua de mar le brillaba en la piel después de haberse dado un chapuzón. Sus pies descalzos levantaban arena. Luce envidió el agua, envidió la arena. Envidió todo lo que tocaba a Daniel mientras que ella estaba atrapada en la copa de aquel árbol. Envidió, sobre todo, a su antiguo yo.

Mientras corría hacia Lulu, Daniel parecía más feliz y natural de lo que Luce recordaba haberlo visto jamás. Verlo así la emocionó.

Se encontraron. Lulu se echó en sus brazos, y Daniel la levantó del suelo y la hizo girar en el aire. Volvió a depositarla en la arena y la colmó de besos. Le besó las yemas de los dedos y los antebrazos, y continuó hacia los hombros, el cuello, la boca.

Bill se apoyó en el hombro de Luce.

—Despiértame cuando la cosa se ponga interesante —dijo, bostezando.

—¡Cochino! —Luce tenía ganas de darle una bofetada, pero no quería tocarlo.

—Me refiero a los tatuajes, boba. Me molan los tatuajes, ¿vale?

Cuando Luce volvió a mirar a la pareja, Lulu estaba conduciendo a Daniel a una estera extendida en la arena no lejos de la choza. Daniel sacó un machete corto del cinto de sus pantalones y comenzó a abrir uno de los cocos. Después de unos cuantos machetazos, cercenó la parte de arriba y dio el resto a Lulu. Ella bebió con avidez y la leche se le escurrió por las comisuras de la boca. Daniel se la limpió a besos.

—No se tatúan, solo… —Luce se interrumpió cuando su antiguo yo entró en la choza. Lulu reapareció al cabo de un momento con un paquetito envuelto en hojas de palmera. Dentro había un utensilio que parecía un peine de madera. Las cerdas brillaban al sol, como si fueran agujas. Daniel se tendió en la estera y observó a Lulu cuando ella metió el peine en una concha grande y poco profunda llena de un polvo negro.

Lulu le dio un rápido beso antes de empezar.

Le clavó el peine en la piel del esternón. Procedió deprisa, apretando con fuerza y firmeza, y, cada vez que movía el peine, le dejaba una mancha de pigmento negro tatuada en la piel. Luce comenzó a distinguir un dibujo: un peto de cuadros. Iba a cubrirle todo el pecho. La única vez que Luce había estado en un salón de tatuajes había sido en New Hampshire con Callie, que quería tatuarse un diminuto corazón rosa en la cadera. Aquello duró menos de un minuto, y Callie no paró de gritar. Daniel, en cambio, yacía en silencio, sin hacer ningún ruido ni quitar ojo a Lulu. Transcurrió mucho rato, y Luce notó el sudor corriéndole por la rabadilla mientras miraba.

—¿Eh? ¿Qué me dices? —Bill le dio un codazo—. ¿Te había prometido que te enseñaría el amor o no?

—Desde luego, parece que están enamorados. —Luce se encogió de hombros—. Pero…

—Pero ¿qué? ¿Tienes idea de cuánto duele eso? Mira a ese tío. Viéndolo, parece que tatuarse sea como ser acariciado por una suave brisa.

Luce se removió en la rama.

—¿Esa es la lección? ¿Que dolor equivale a amor?

—Dímelo tú —respondió Bill—. Quizá te sorprenda oír esto, pero no es que las mujeres hagan cola para salir conmigo.

—Es decir, si me tatuara el nombre de Daniel en el cuerpo, ¿significaría eso que lo amo aún más de lo que ya lo amo?

—Es un símbolo, Luce. —Bill soltó un ronco suspiro—. No seas tan literal. Míralo así: Daniel es el primer chico guapo al que Lulu ha visto en su vida. Hasta que el mar lo depositó en la orilla hace unos meses, su mundo se reducía a su padre y unos cuantos nativos gordos.

—Ella es Miranda —dijo Luce, recordando la historia de amor de La tempestad, que había leído en el seminario de Shakespeare de ese curso.

—¡Qué culta! —Bill frunció los labios en señal de aprobación—. Son como Ferdinando y Miranda: el guapo desconocido naufraga donde ella…

—Así que, naturalmente, para Lulu fue amor a primera vista —murmuró Luce.

Aquello era lo que se temía: el mismo amor irreflexivo y automático que la había contrariado en Helston.

—Exacto —dijo Bill—. Ella no tenía más alternativa que enamorarse de él. Pero lo que es interesante aquí es Daniel. ¿Sabes?, no le habría hecho falta enseñarle a confeccionar una vela, ni ganarse la confianza de su padre llevándole una tonelada de pescado para salar, ni, tercera prueba —Bill señaló a los amantes de la playa—, dejarse tatuar todo el cuerpo según es costumbre aquí. Solo le habría hecho falta aparecer. Lulu lo habría amado igualmente.

—Él lo hace porque… —Luce pensó en voz alta—. Porque quiere merecer su amor. Porque, de lo contrario, solo estaría aprovechándose de la maldición. Porque, sea cual sea el ciclo que los ata, su amor por ella es… verdadero.

Entonces, ¿por qué no estaba convencida?

En la playa, Daniel se incorporó. Cogió a Lulu por los hombros y comenzó a besarla con ternura. El pecho le sangraba debido al tatuaje, pero ninguno de los dos pareció darse cuenta. Sus labios apenas se separaron, sus ojos jamás se despegaron.

—Quiero irme —dijo Luce a Bill, de golpe.

—¿En serio? —Bill parpadeó y se levantó como si ella lo hubiera asustado.

—Sí, en serio. Ya tengo lo que he venido a buscar y estoy lista para irme. Ahora mismo. —Trató de levantarse, pero la rama se balanceó bajo su peso.

—Hum, de acuerdo. —Bill la cogió del brazo para equilibrarla—. ¿Adónde?

—No lo sé, pero démonos prisa. —El sol se estaba poniendo detrás de ellos, alargando las sombras de los amantes en la arena—. Por favor. Quiero tener un buen recuerdo. No quiero verla morir.

Bill tenía la cara crispada y una expresión desconcertada, pero no dijo nada.

Luce no podía esperar más. Cerró los ojos y dejó que su deseo invocara una Anunciadora. Cuando volvió a abrirlos, vio un temblor en la sombra de un árbol de la pasión próximo. Se concentró y la convocó con todas sus fuerzas hasta que la Anunciadora comenzó a vibrar.

—Venga —dijo, apretando los dientes.

Por fin, la Anunciadora se separó del árbol, surcó el aire y se detuvo justo delante de ella.

—Con calma —dijo Bill, cernido sobre la rama—. La desesperación y las Anunciadoras no combinan bien. Como los pepinillos en vinagre y el chocolate. —Luce se quedó mirándolo—. Es decir, no te desesperes tanto como para perder de vista lo que deseas.

—Deseo irme de aquí —replicó Luce, pero no conseguía que la sombra adquiriera una forma estable, por mucho que lo intentara. Aunque no miraba a los amantes, percibía la oscuridad que se estaba formando en el cielo sobre la playa. No eran nubes de tormenta—. ¿Me ayudas, Bill?

La gárgola suspiró. Cogió la masa oscura que flotaba en el aire.

—Date cuenta de que esta es tu sombra. La manipulo yo, pero es tu Anunciadora, y tu pasado.

Luce asintió.

—Lo cual significa que tú no tienes ni idea de adónde va a llevarte y que yo no soy responsable.

Luce volvió a asentir.

—Ya está.

Bill frotó una parte de la Anunciadora hasta que se volvió más oscura; luego, cogió el punto oscuro con una garra y tiró de él como si fuera un picaporte. Un hedor a moho lo impregnó todo y Luce tosió.

—Sí, yo también lo huelo —dijo Bill—. Esta Anunciadora es vieja. —Le hizo una señal para que entrara—. Las damas primero.

Prusia

7 de enero de 1758

Un copo de nieve acarició la nariz de Luce.

Fue seguido de otro, y otro, y otro más, hasta que solo hubo nieve y el mundo entero se tornó blanco y frío. El vaho de su respiración dibujó una larga nube en el aire.

De algún modo, sabía que terminarían allí, aunque no estaba muy segura de dónde era «allí». Solo sabía que una fuerte nevada había oscurecido el cielo y que la nieve estaba empapándole las botas negras de piel, entumeciéndole los dedos de los pies y dejándola aterida.

Asistía a su propio funeral.

Lo había sentido nada más entrar en aquella última Anunciadora. Un frío cada vez más próximo, implacable como una capa de hielo. Se hallaba a las puertas de un cementerio, y todo estaba nevado. Detrás de ella, había una calle bordeada de árboles cuyas ramas sin hojas arañaban el cielo plomizo. Delante había una loma nevada, con lápidas y cruces que sobresalían del manto blanco como dientes sucios e irregulares.

Alguien silbó detrás de ella, a unos palmos de distancia.

—¿Seguro que estás preparada para esto?

Bill. Parecía que le faltara el aliento, como si acabara de alcanzarla.

—Sí. —A Luce le castañetearon los dientes. No se volvió hasta que Bill se cernió cerca de sus hombros.

—Ten —dijo mientras le ofrecía un abrigo de visón—. He pensado que a lo mejor tenías frío.

—¿De dónde…?

—Se lo he birlado a una tía que volvía a casa desde ese mercado de ahí. No te preocupes. Estaba bien recubierta.

—¡Bill!

—Oye, ¡lo necesitabas! —La gárgola se encogió de hombros—. Disfrútalo.

Le puso el recio abrigo sobre los hombros, y ella se arrebujó en él. Era increíblemente suave y caliente. Sintió una inmensa gratitud hacia Bill. Alargó la mano y le cogió la garra, sin importarle que estuviera pringosa y fría.

—Vale —dijo él mientras le daba un apretón. Por un momento, Luce notó un extraño calor en las yemas de los dedos. Pero, en un instante, Bill volvía a tener los dedos fríos como el hielo. La gárgola respiró hondo, nerviosa—. Bueno… Esto… Prusia. Mediados del siglo XVIII. Vives en un pueblo a orillas del río Handel. Muy bonito. —Se aclaró la garganta y escupió una flema enorme antes de continuar—. Debería haber dicho… hum, que «vivías». De hecho, acabas… bueno…

—Bill. —Luce estiró el cuello para mirar a la gárgola, que se había posado en su hombro con la espalda encorvada—. No pasa nada —dijo con dulzura—. No tienes que explicármelo. Solo déjame… ya sabes, sentirlo.

—Probablemente es lo mejor.

Cuando Luce cruzó las puertas del cementerio en silencio, Bill se rezagó. Se quedó sentado con las piernas cruzadas en un sepulcro tapizado de liquen, sacándose la arenilla que tenía bajo las uñas. Luce se puso el chal en la cabeza para taparse la cara.

Más adelante, había un sombrío grupo de personas vestidas de negro, tan apiñadas para darse calor que parecían una sola masa sufriente. Con la salvedad de una, que se había quedado rezagada a un lado. Tenía gacha la rubia cabeza descubierta.

Nadie hablaba con Daniel, ni siquiera lo miraban. Luce no sabía si le molestaba que lo excluyeran o si lo prefería.

Cuando alcanzó el final del reducido grupo, el entierro ya casi había concluido. Había un nombre grabado en una lápida plana de color gris: «Lucinda Müller». Un chico, no mayor de doce años, con el pelo oscuro y la tez pálida surcada de lágrimas, ayudó a su padre (¿el padre de Luce en aquella otra vida?) a arrojar la primera palada de tierra sobre el ataúd.

Aquel muchacho y aquel hombre debieron de ser parientes de su antiguo yo. Debieron de quererla. Había mujeres y niños llorando detrás de ellos; Lucinda Müller también debió de significar algo para ellos. Quizá lo había significado todo.

Pero Luce Price no conocía a aquellas personas. Se sintió cruel y extraña al darse cuenta de que no significaban nada para ella, ni siquiera mientras veía sus caras arrasadas por el dolor. Daniel era el único que le importaba de verdad, el único a cuyo lado quería correr, el único con el que tenía que refrenarse.

Él no lloraba. Ni siquiera miraba la tumba como hacían todos los demás. Tenía las manos entrelazadas delante de él y miraba a lo lejos, no al cielo, sino al infinito. Sus ojos tan pronto eran violeta como grises.

Cuando los familiares hubieron arrojado unas cuantas paladas de tierra sobre el ataúd y colocado flores sobre la tumba, el grupo se dispersó y regresó a la calle con paso vacilante. El entierro había concluido.

Solo Daniel se quedó. Tan inmóvil como los muertos.

Luce también se rezagó y se escondió detrás de un mausoleo achaparrado que había unas tumbas más allá para ver qué hacía.

Estaba anocheciendo. Tenían el cementerio para ellos solos. Daniel se arrodilló junto a la tumba de Lucinda. La nieve seguía cayendo y cubrió los hombros de Luce. Los grandes copos se le quedaron enganchados en las pestañas, le mojaron la punta de la nariz. Se asomó por un lado del mausoleo, con todo el cuerpo tenso.

¿Se derrumbaría Daniel? ¿Arañaría la tierra helada, golpearía la lápida con los puños y lloraría hasta que ya no le quedaran lágrimas que derramar? No podía estar tan calmado como parecía. Era imposible, una mera fachada. Pero Daniel apenas miró la tumba. Se tendió de lado en la nieve y cerró los ojos.

Luce lo observó. Estaba tan quieto y hermoso… Con los párpados cerrados, parecía totalmente en paz. Se quedó varios minutos mirándolo, entre enamorada y desconcertada, hasta que tuvo tanto frío que se vio obligada a frotarse los brazos y dar patadas en el suelo para entrar en calor.

—¿Qué hace? —susurró por fin.

Bill apareció detrás de ella y revoloteó alrededor de sus hombros.

—Parece que se ha dormido.

—Pero ¿por qué? Ni tan siquiera sabía que los ángeles necesitaran dormir…

—«Necesitar» no es la palabra correcta. Pueden dormir si les apetece. Daniel siempre duerme durante días después de que mueras. —Bill negó con la cabeza, recordando, al parecer, algo desagradable—. Bueno, no siempre. La mayoría de las veces. Debe de ser bastante duro perder lo que más amas. ¿Lo comprendes?

—M-más o menos —tartamudeó Luce—. Soy yo la que arde en llamas.

—Y él es el que se queda solo. La eterna pregunta: ¿qué es peor?

—Pero ni siquiera parece triste. Parecía aburrido durante el funeral. Si fuera yo, yo… yo…

—¿Tú qué?

Luce se acercó a la tumba y se detuvo al borde de la tierra removida. Debajo había un ataúd.

Su ataúd.

Pensarlo la hizo temblar de la cabeza a los pies. Se arrodilló y apoyó las palmas en la tierra. Estaba húmeda, oscura y congelada. Enterró las manos en ella. Notó cómo se le congelaban al instante y le dio igual, se alegró de que le dolieran. Le habría gustado que Daniel hiciera aquello, que hubiera querido tocar su cuerpo enterrado. Que su deseo de volver a tenerla, viva en sus brazos, lo hubiera enloquecido.

Pero él solo dormía, tan profundamente que no se había dado cuenta siquiera de que ella estaba arrodillada a su lado. Luce quería tocarlo, despertarlo, pero ni tan solo sabía qué diría cuando él abriera los ojos.

Arañó la tierra embarrada hasta que las flores colocadas sobre ella estuvieron diseminadas y rotas, hasta que su bonito abrigo de visón estuvo sucio y tuvo las manos y la cara embadurnadas de barro. Siguió cavando, sacando tierra. Anhelaba sentir alguna conexión con su yo fallecido.

Por fin, sus dedos dieron con algo duro: la tapa del ataúd. Cerró los ojos y esperó a tener la misma sensación de Moscú, la avalancha de recuerdos que la había inundado al tocar la verja de la iglesia derruida y «sentir» la vida de Luschka.

Nada.

Solo vacío. Soledad. Un aullante viento blanco.

Y Daniel, dormido e inalcanzable.

Se sentó y sollozó. No sabía nada de la muchacha que había muerto. Le parecía que jamás sabría nada de ella.

—¡Yuju! —susurró Bill desde su hombro—. Tú no estás ahí dentro, ¿sabes?

—¿Qué?

—Piénsalo. Tú no estás ahí. De ser algo, eres una mota de ceniza. No había cadáver que enterrar.

—Por el fuego. Ah. Pero, entonces, ¿por qué…? —preguntó Luce, pero se interrumpió—. Mi familia quería esto.

—Son luteranos estrictos. —Bill asintió—. Desde hace cien años, todos los Müller tienen una lápida aquí. Así que tu antiguo yo también la tiene. Solo que debajo no hay nada. Nada, no. Tu vestido favorito. Una muñeca de tu infancia. Tu Biblia. Esa clase de cosas.

Luce tragó saliva. No era extraño que se sintiera tan vacía por dentro.

—Daniel… por eso no miraba la tumba.

—Él es el único que acepta que tu alma está en otro sitio. Se ha quedado porque este es el lugar más cercano al que puede acudir para aferrarse a tu recuerdo. —Bill se abatió y pasó tan cerca de Daniel que el aire levantado por sus alas de piedra lo despeinó. Luce casi lo apartó de un empujón—. Tratará de dormir hasta que tu alma se establezca en otro sitio. Hasta que encuentres tu próxima reencarnación.

—¿Cuánto tarda eso?

—A veces, segundos. A veces, años. Pero no dormirá durante años. Por mucho que probablemente lo desee.

El movimiento de Daniel en el suelo sobresaltó a Luce.

Él se revolvió en su manto de nieve. Se le escapó un gemido de dolor.

—¿Qué pasa? —preguntó Luce mientras se arrodillaba para tocarlo.

—¡No lo despiertes! —se apresuró a decir Bill—. Su sueño está plagado de pesadillas, pero es mejor para él que estar despierto. Hasta que tu alma se establezca en una nueva vida, toda su existencia es una especie de tortura.

Luce se debatió entre querer aliviar el dolor de Daniel y tratar de comprender que despertarlo solo lo aumentaría.

—Como he dicho, de vez en cuando, sufre una especie de insomnio… y es entonces cuando la cosa se pone verdaderamente interesante. Pero a ti no te gustaría ver eso. No.

—Sí me gustaría —dijo ella mientras se enderezaba—. ¿Qué pasa en esos casos?

Bill movió sus mejillas carnosas con nerviosismo, como si lo hubiera pillado en un desliz.

—Bueno… muchas veces, también están los otros ángeles caídos —respondió, sin mirarla a los ojos—. Se presentan y, ya sabes, intentan consolarlo.

—Los vi en Moscú. Pero tú no te refieres a eso. Hay algo que no me cuentas. ¿Qué ocurre cuando…?

—Es mejor que no veas esas vidas, Luce. Es una parte de él…

—Es una parte de él que me ama, ¿no? Aunque sea siniestra, malvada o inquietante, necesito verla. De lo contrario, seguiré sin comprender por lo que pasa.

Bill suspiró.

—Me miras como si necesitaras mi permiso. Tu pasado es tuyo.

Luce ya estaba de pie. Miró a su alrededor hasta atisbar una pequeña sombra que se proyectaba por detrás de su lápida. «Esa. Esa es». Se quedó asombrada de su certidumbre. Era la primera vez que la sentía.

A simple vista, aquella sombra le había parecido igual que cualquiera de las otras que con tanta torpeza había invocado en la Escuela de la Costa. Pero, esa vez, vio algo en la propia sombra. No era una imagen que representara un destino específico, sino un extraño brillo plateado que sugería que aquella Anunciadora la llevaría al lugar al que su alma necesitaba ir.

La sombra la llamaba.

Ella respondió y miró en su interior, se sirvió de aquel brillo para separarla del suelo.

El fragmento de oscuridad se desprendió de la blanca nieve y cobró forma conforme se aproximaba a ella. Era de color negro azabache, más frío que la nieve que caía alrededor de Luce, y voló hacia ella como una gigantesca hoja de papel oscuro. Luce tenía los dedos agrietados y entumecidos cuando la expandió en una forma más controlable. De su núcleo emergió la conocida ráfaga de aire maloliente. La puerta estaba abierta y estable antes de que Luce advirtiera que se había quedado sin aliento.

—Estás mejorando —dijo Bill. Su voz tenía un extraño tono de crispación que Luce no perdió tiempo en analizar.

Tampoco perdió tiempo en sentirse orgullosa de sí misma, aunque reconocía que, si Miles o Shelby hubieran estado allí, se habrían puesto a dar saltos de alegría. Era, con diferencia, la mejor invocación que había hecho.

Pero ellos no estaban allí. Luce estaba sola, de modo que lo único que podía hacer era viajar a la siguiente vida, ver más cosas de Lucinda y Daniel, absorberlo todo hasta que algo comenzara a tener sentido. Palpó los bordes pringosos de la Anunciadora en busca de un cerrojo o picaporte, de alguna clase de entrada. Por fin, la sombra se abrió con un crujido.

Luce respiró hondo. Miró a Bill.

—¿Vienes o qué?

Él saltó a su hombro muy serio, se agarró a su solapa como si fueran las riendas de un caballo y ambos entraron.

Lhasa, Tíbet

30 de abril de 1740

Luce estaba sin aliento.

Al salir de la oscura Anunciadora, la había envuelto una espesa niebla que avanzaba con rapidez. El aire estaba enrarecido y frío, y Luce notaba agudas punzadas en los pulmones cada vez que lo inhalaba. No parecía capaz de recobrar el aliento. El fresco vapor blanco de la niebla le echó el pelo hacia atrás, se arremolinó alrededor de sus brazos abiertos, le dejó la ropa empapada de rocío y siguió su camino.

Luce se dio cuenta de que estaba al borde del precipicio más alto que había visto jamás. Se bamboleó, retrocedió tambaleándose y sintió vértigo al ver que desplazaba una piedrecita con los pies. La piedra rodó hasta el borde y cayó a aquel abismo sin fin.

Volvió a quedarse sin aliento, esta vez por miedo a las alturas.

—Respira —le ordenó Bill—. Aquí mueren más personas por miedo a no obtener suficiente oxígeno que por no obtenerlo realmente.

Luce inhaló con cuidado. Empezó a encontrarse mejor. Se bajó el sucio abrigo de visón hasta los codos y disfrutó del sol en la cara. Pero seguía sin poder habituarse a las vistas.

Por debajo del precipicio al que estaba asomada, se extendía un amplio valle salpicado de lo que parecían tierras de labranza y campos de arroz inundados. Y, flanqueándolos, había dos imponentes montañas cuyas cumbres estaban envueltas en bruma.

A lo lejos, esculpido en una de las escarpadas laderas, había un palacio formidable. Majestuosamente blanco y coronado por tejados rojos, en sus paredes exteriores se distinguían más escaleras de las que Luce podía contar. El palacio parecía sacado de un cuento de hadas antiquísimo.

—¿Dónde estamos? ¿En China? —preguntó.

—Si nos quedáramos aquí el tiempo suficiente, lo estaríamos —respondió Bill—. Pero, en este momento, todavía es Tíbet, gracias al dalái lama. Esa es su casa. —Señaló el gigantesco palacio—. Ostentosa, ¿eh?

Pero Luce no miraba donde señalaba su dedo. Había oído una risa en algún lugar cercano y había vuelto la cabeza para ver de dónde provenía.

Su propia risa. La risa dulce y alegre que Luce no sabía que era suya hasta que conoció a Daniel.

Por fin, divisó dos figuras a unos cien metros de ellos. Tendría que pasar por encima de algunas rocas para acercarse, pero no parecía difícil. Se agachó y, con el abrigo embarrado, echó a andar por la nieve en la dirección del sonido.

—¡So! —Bill la agarró por el cuello del abrigo—. ¿Ves algún sitio para escondernos?

Luce escudriñó el árido paisaje: solo había hondonadas pedregosas y espacios abiertos. Nada que protegiera siquiera del viento.

—Estamos por encima del límite forestal, colega. Y tú eres menuda, pero no invisible. Vas a tener que quedarte aquí.

—Pero no veo nada…

—¡Bolsillo del abrigo! —dijo Bill—. De nada.

Luce rebuscó en el bolsillo del abrigo, el mismo abrigo que había llevado en el funeral de Prusia, y sacó unos gemelos de teatro sin estrenar que parecían caros. No se molestó en preguntar a Bill dónde o cuándo los había conseguido. Se limitó a llevárselos a los ojos y los enfocó.

Ahí.

Estaban uno enfrente del otro, a unos palmos de distancia. Su antiguo yo llevaba el pelo negro recogido en un moño suelto, y su vestido de lino tenía la tonalidad rosa de una orquídea. Parecía joven e inocente. Sonreía a Daniel, balanceaba el cuerpo como si estuviera nerviosa y observaba todos sus movimientos con una intensidad infinita. Daniel la miraba con expresión burlona; tenía un ramo de peonías blancas en los brazos y se las daba una a una, haciéndola reír cada vez.

Al observarlos de cerca con los gemelos de teatro, Luce advirtió que sus dedos nunca llegaban a tocarse. Se mantenían a cierta distancia uno del otro. ¿Por qué? Era casi alarmante.

En las otras vidas que había visitado, Luce siempre había visto una pasión irrefrenable. Pero allí era distinto. El cuerpo comenzó a temblarle, ávido de un solo momento de contacto físico entre ellos. Si ella no podía tocar a Daniel, al menos su antiguo yo podía.

Pero ellos seguían en la misma postura. Empezaron a andar en círculos, sin acercarse ni alejarse.

De vez en cuando, Luce volvía a oír sus risas.

—¿Y bien? —Bill no dejaba de intentar pegar su cabeza a la de Luce para mirar por uno de los gemelos—. ¿Qué hacen?

—Solo hablan. Coquetean como si no se conocieran, pero, al mismo tiempo, también parece que se conozcan muy bien. No lo entiendo.

—Se lo están tomando con calma. ¿Qué hay de malo en eso? —preguntó Bill—. La juventud de hoy solo quiere quemar etapas: bum, bum, BUM.

—No hay nada de malo en que se lo tomen con calma. Es solo… —Luce no terminó la frase.

Su antiguo yo se arrodilló. Comenzó a mecer el cuerpo. Se llevó las manos a la cabeza y después al corazón. Una expresión de horror mudó las facciones de Daniel. Parecía muy rígido con su pantalón y túnica blancos, como una estatua de sí mismo. Negó con la cabeza, miró el cielo y dijo, moviendo mudamente los labios, «No, no, no».

Los ojos avellana de la muchacha adquirieron una expresión feroz y fogosa, como si algo la hubiera poseído. Un grito agudo resonó en las montañas. Daniel cayó al suelo y escondió la cara entre las manos. Fue a tocarla, pero su mano se quedó suspendida en el aire sin llegar a tocar su piel. El cuerpo se le retorció y le tembló y, en el momento más importante, apartó los ojos.

Luce era la única que miraba cuando la muchacha se convirtió, de golpe, en una columna de fuego. Con suma rapidez.

El humo acre se arremolinó por encima de Daniel. Tenía los ojos cerrados. La cara le brillaba, empapada de lágrimas. Parecía tan triste como todas las otras veces en las que Luce lo había observado mientras la veía morir. Pero esa vez también parecía conmocionado. Algo era distinto. Algo iba mal.

La primera vez que Daniel le habló de su castigo, dijo que en algunas vidas un solo beso la mataba. Y que, en otras, ni siquiera hacía falta eso. Bastaba con un mero roce.

¡No se habían tocado! Luce no les había quitado ojo. Él había tenido mucho cuidado de no acercarse a ella. ¿Creía que podría tenerla durante más tiempo si se abstenía de estrecharla entre sus cálidos brazos? ¿Creía que podría burlar la maldición si siempre la mantenía justo fuera de su alcance?

—Ni siquiera la ha tocado —masculló Luce.

—Qué rollo —dijo Bill.

No se habían tocado, ni en una sola ocasión durante todo el tiempo que habían estado enamorados. Y ahora Daniel tendría que volver a esperar, sin saber si algo sería distinto la siguiente vez. ¿Cómo podía conservar la esperanza frente a una derrota con aquella? Nada de todo eso tenía sentido.

—Si no la ha tocado, ¿qué ha desencadenado su muerte? —Luce miró a Bill, que ladeó la cabeza y miró el cielo.

—Montañas —dijo—. ¡Preciosas!

—Tú sabes algo —afirmó Luce—. ¿Qué es?

Él se encogió de hombros.

—Yo no sé nada —dijo—. O nada que pueda contarte.

En el valle, se oyó el eco de un grito desgarrador. El sonido del sufrimiento de Daniel resonó y retornó, multiplicado, como si un centenar de Daniel gritaran juntos. Luce volvió a mirar por los gemelos y lo vio tirar al suelo las flores que llevaba.

—¡Tengo que ir con él! —exclamó.

—Demasiado tarde —dijo Bill—. Va a pasar.

Daniel se alejó del borde del precipicio. A Luce le palpitó el corazón por temor a lo que él estaba a punto de hacer. Saltaba a la vista que no iba a dormir. Daniel echó a correr y ya había alcanzado una velocidad inhumana cuando llegó al borde del precipicio y saltó al vacío.

Luce esperó a que desplegara las alas. Esperó el tronido amortiguado que siempre oía cuando sus alas se abrían por completo y se henchían al viento con increíble esplendor. Ya lo había visto remontar el vuelo de aquella forma y, cada vez, siempre se sorprendía de cuán perdidamente lo amaba.

Pero Daniel no sacó las alas. Cuando llegó al borde del precipicio, saltó como cualquier otro muchacho.

Y también cayó como cualquier otro muchacho.

Luce chilló, un grito fuerte, largo y aterrado, hasta que Bill le tapó la boca con su sucia mano de piedra. Ella lo apartó, corrió al borde del precipicio, se agachó y se asomó.

Daniel seguía cayendo. Ya estaba muy abajo. Luce vio cómo su cuerpo se volvía cada vez más pequeño.

—Desplegará las alas, ¿verdad? —gritó—. Se dará cuenta de que va a seguir cayendo hasta…

Ni tan siquiera fue capaz de decirlo.

—No —respondió Bill.

—Pero…

—Se estrellará contra ese suelo unos seiscientos metros más abajo, sí —dijo Bill—. Se romperá todos los huesos del cuerpo. Pero no te preocupes, no puede suicidarse. Solo querría poder hacerlo. —La miró y suspiró—. ¿Crees ahora en su amor?

—Sí —susurró Luce, porque lo único que deseaba hacer en ese momento era saltar tras él. Hasta ese punto lo amaba ella a él.

Pero no habría servido de nada.

—Tenían muchísimo cuidado. —Habló con hastío—. Los dos hemos visto lo que ha pasado, Bill: nada. Ella era tan inocente… ¿Cómo ha podido morir?

Bill se rió de forma entrecortada.

—¿Crees que lo sabes todo de ella porque has visto los tres últimos minutos de su vida desde lejos?

—Eres tú el que me ha obligado a utilizar gemelos… ¡oh! —Luce se quedó petrificada—. ¡Espera un momento! —No podía quitarse de la cabeza el cambio que había creído percibir en los ojos de su antiguo yo, solo un instante, justo al final. Y de pronto lo supo—: De todas formas, lo que la ha matado esta vez no es algo que yo habría podido ver.

Bill entrelazó las garras y esperó a Luce terminara su razonamiento.

—Ha ocurrido dentro de ella.

Bill aplaudió despacio.

—Creo que ya estás preparada.

—Preparada, ¿para qué?

—¿Recuerdas lo que te dije en Helston? ¿Después de que hablaras con Roland?

—¿Que no estabas de acuerdo con él… en lo de acercarme a mis antiguos yoes?

—Aun así, no puedes reescribir la historia, Luce. No puedes cambiarla. Si tratas de…

—Lo sé, eso distorsiona el futuro. No quiero cambiar el pasado. Solo necesito saber qué pasa, por qué muero siempre. Pensaba que era un beso, un roce o algo físico, pero parece más complejo que eso.

Bill cogió la sombra proyectada por Luce como un torero que maneja un capote. Hubo un parpadeo plateado en sus bordes.

—¿Estás lista para mojarte? —preguntó—. ¿Estás lista para pasar a tres-D?

—Lo estoy. —Luce abrió la Anunciadora de un puñetazo y se preparó para el viento salado que soplaba en su interior.

—Espera —dijo. Miró a Bill, que estaba suspendido a su lado—. ¿Qué es tres-D?

—Es el futuro, chica —respondió él.

Luce lo miró con dureza.

—De acuerdo. Hay un término técnico muy poco melodioso, «fusión», pero, en mi opinión, «tres-D» suena mucho mejor. —Bill entró en el oscuro túnel y le indicó que lo siguiera con un dedo torcido—. Confía mí, te va a encantar.