Espectador invisible
Helston, Inglaterra
26 de julio de 1854
Daniel tenía la ropa decolorada por el sol y la mejilla embadurnada de arena cuando despertó en la desolada costa de Cornualles. Podía llevar un día, una semana, un mes vagando por ella. Fuera cual fuera el tiempo transcurrido, lo había pasado todo castigándose por su error.
Tropezarse con Lucinda de aquel modo en la sastrería había sido un error tan grave que el alma le ardía cada vez que pensaba en ello.
Y no podía dejar de pensar en ello.
En los carnosos labios rosados de Lucinda al decir las palabras: «Creo que le conozco. Espere, por favor».
Tan bellos y tan peligrosos.
¿Por qué no podía haber sido algo trivial? ¿Algún breve diálogo en una etapa más avanzada de su relación? En ese caso, quizá no habría tenido tanta importancia. ¡Pero la primera vez que se veían! Lucinda Biscoe lo había visto primero a él, al Daniel que no era. Él podía haberlo puesto todo en peligro. Podía haber distorsionado tanto el futuro que su Luce podría acabar muerta, cambiada hasta tal punto que fuera irreconocible…
Pero no: de ser así, no conservaría a su Luce en su recuerdo. El tiempo se habría reorganizado y él no tendría ningún remordimiento, porque su Luce sería distinta.
Su antiguo yo debió de reaccionar con Lucinda Biscoe de un modo que disimuló su error. No recordaba bien cómo empezó su relación, sino solo cómo había terminado. Pero daba igual: no tenía ninguna intención de acercarse a su antiguo yo para avisarlo, por temor a tropezarse de nuevo con Lucinda y causar incluso más daño. Lo único que podía hacer era retirarse y esperar a que sucediera.
Estaba acostumbrado a la eternidad, pero aquello había sido un infierno.
Había perdido la noción del tiempo, abstraído por el sonido de las olas al romper en la orilla. Durante un momento, al menos.
Podría haber reanudado fácilmente su búsqueda entrando en otra Anunciadora y persiguiendo a Luce a la siguiente vida que visitara. Pero, por algún motivo, se había quedado en Helston, esperando a que la vida de Lucinda Biscoe concluyera.
Al despertar aquella tarde, con el cielo surcado de nubes moradas, Daniel la presintió. La noche de mediados de verano en la que ella moriría. Se sacudió la arena de la piel y notó una sensibilidad extraña en sus alas ocultas. El corazón le palpitó con cada latido.
Había llegado la hora.
La muerte de Lucinda no sucedería hasta después de que anocheciera.
El antiguo yo de Daniel se encontraría solo en la biblioteca de los Constance, dibujando a Lucinda Biscoe por última vez. Sus maletas estarían junto a la puerta, vacías como de costumbre, salvo por un plumier de piel, unos cuantos cuadernos de bocetos, su libro sobre los Vigilantes, otro par de zapatos. Su intención era partir a la mañana siguiente. Vaya mentira.
En los momentos previos a las muertes de Lucinda, Daniel raramente era sincero consigo mismo. Su amor siempre lo cegaba. Todas las veces, se engañaba, se embriagaba con su presencia y perdía la noción de la realidad.
Recordaba con especial claridad cómo había terminado en aquella vida en Helston: él negó que Lucinda tenía que morir hasta el momento en que la apoyó contra las cortinas rojas de terciopelo y la besó hasta perder el mundo de vista.
Maldijo su suerte en ese momento; su reacción fue patética. Aún sentía el dolor, tan reciente como una marca de fuego en la piel. Y recordaba el velatorio.
Mientras esperaba a que se pusiera el sol, solo en la orilla, dejó que el agua besara sus pies descalzos. Cerró los ojos, puso los brazos en cruz y dejó que sus alas surgieran de las cicatrices de sus hombros. Se ahuecaron detrás de él, oscilaron al viento y le confirieron una ingravidez que le procuró una cierta paz momentánea. Vio cuánto brillaban en su reflejo en el agua, lo grande y feroz que parecía con ellas.
A veces, en sus momentos de mayor desconsuelo, Daniel se negaba a sacar las alas. Era un castigo que podía administrarse él mismo. El hondo alivio, la sensación de libertad, palpable e increíble, que desplegar las alas procuraba a su alma solo le parecía una falsedad, una especie de droga. Aquella noche, se permitió experimentar aquella intensidad.
Flexionó las rodillas y remontó el vuelo.
A unos palmos por encima del agua, se dio rápidamente la vuelta para ponerse de espaldas al mar y tener las alas extendidas debajo de él como una magnífica balsa luminosa.
Voló a ras de mar, estirando la musculatura con cada largo aleteo, deslizándose sobre las olas hasta que el agua turquesa adquirió una gélida tonalidad azul. Entonces se sumergió. Al entrar en contacto con el agua, el calor de sus alas dejó una estela violeta que lo envolvió.
Adoraba nadar. La frescura del agua, la imprevisibilidad de la corriente, la sincronía del mar y la luna. Era uno de los pocos placeres terrenales que realmente comprendía. Sobre todo, adoraba nadar con Lucinda.
Con cada aleteo, Daniel la imaginó allí con él, deslizándose por el agua con elegancia como ya había hecho muchas otras veces, bañada por el trémulo resplandor de sus alas.
Cuando la luna brillaba en el cielo y él se encontraba en algún lugar próximo a la costa de Reykjavik, Daniel salió del agua como una flecha. Voló hacia arriba en línea recta, batiendo las alas con una impetuosidad que le quitó el frío.
El viento lo azotó y lo secó en pocos segundos mientras seguía cobrando altura. Atravesó espesos bancos de nubes grises antes de dar media vuelta y emprender el viaje de regreso bajo la estrellada bóveda del cielo.
Sus alas se movían sin freno ni trabas, impulsadas por el amor, el horror y el recuerdo de Lucinda, y rizaban la superficie del mar de tal forma que relucía como diamantes. Cobró una velocidad formidable cuando sobrevoló las islas Feroe y el mar de Irlanda. Continuó por el canal de San Jorge y finalmente llegó a Helston.
¡Qué contrario a su naturaleza era aparecer solo para ver morir a la muchacha que amaba!
Pero tenía que ver más allá de aquel momento y aquel dolor. Tenía que dirigir la vista hacia todas las Lucinda que vendrían después de aquel sacrificio, y hacia la que él perseguía, la última Luce, la que pondría fin a aquel ciclo maldito.
La muerte de Lucinda aquella noche era el único modo de que los dos pudieran salir ganando, el único modo de que tuvieran una oportunidad.
Cuando llegó a las tierras de los Constance, la mansión estaba a oscuras, hacía calor y no corría ni una gota de aire.
Pegó las alas al cuerpo y demoró su descenso por el lado sur de la propiedad. Allí estaba el tejado blanco de la pérgola, una vista área de los jardines. Allí estaba el camino de gravilla bañado por la luna que ella debía de haber recorrido hacía solo unos momentos, después de salir de la casa de su padre a hurtadillas mientras todos dormían. Su camisón cubierto por una larga capa negra, su recato olvidado en su premura por encontrarlo.
Y allí estaba la luz de la biblioteca, el candelabro que la había conducido hasta él. Quedaba un ligero espacio entre las cortinas. El suficiente para que Daniel mirara dentro sin arriesgarse a que lo vieran.
Cuando alcanzó la ventana de la biblioteca situada en el segundo piso de la gran mansión, se quedó suspendido fuera como un espía, batiendo ligeramente las alas.
¿Había llegado Lucinda? Inhaló despacio, dejó que las alas se le llenaran de aire y pegó la cara al cristal.
Solo vio a Daniel en el rincón, dibujando con vehemencia en su cuaderno. Su antiguo yo parecía agotado y desolado. Recordaba perfectamente la sensación: no había quitado ojo a las manecillas negras del reloj de pared mientras esperaba a que ella irrumpiera en la biblioteca de un momento a otro. Cuán aturdido se había quedado cuando Lucinda se había acercado a él sin hacer ruido, en silencio, casi como si hubiera estado detrás de las cortinas.
Volvió a quedarse aturdido cuando lo hizo en ese momento.
Su belleza rebasaba sus expectativas más irreales esa noche. Todas las noches. Las mejillas encendidas por el amor que sentía pero no comprendía. El brillante cabello negro saliéndosele de la trenza larga y lustrosa. La maravillosa transparencia de su camisón, como gasa que flotaba sobre aquella piel perfecta.
En ese preciso momento, su antiguo yo se levantó y giró sobre sus talones. Cuando vio la hermosura que tenía ante él, el dolor fue evidente en su cara.
De haber podido hacer algo para ayudar a su antiguo yo a atravesar aquello, Daniel lo habría hecho. Pero lo único que podía hacer era leerle los labios.
«¿Qué haces aquí?»
Lucinda se acercó, y el rubor tiñó sus mejillas. Juntos, los dos se movían como imanes, tan pronto atraídos por una fuerza más grande que ellos como repelidos casi con el mismo vigor.
Daniel siguió suspendido fuera, sufriendo.
No podía mirar. Tenía que mirar.
Ambos se mostraron vacilantes hasta el momento en el que sus pieles se rozaron. En ese instante, una pasión irrefrenable estalló entre ellos. Y ni siquiera estaban besándose, sino solo hablando. Cuando sus labios, sus almas, casi se tocaron, los rodeó un candente halo blanco del que ninguno fue consciente.
Era algo que Daniel jamás había presenciado desde fuera.
¿Era eso lo que buscaba su Luce? ¿Una prueba visual de cuán verdadero era su amor? Para Daniel, su amor era una parte tan intrínseca de él como sus alas. Pero, para Luce, debía de ser distinto. Ella no tenía acceso al esplendor de su amor. Solo a su llameante final.
Cada momento sería una completa revelación.
Pegó la mejilla al cristal y suspiró. Dentro, su antiguo yo estaba cediendo, perdiendo la determinación que, de cualquier modo, había sido una farsa desde el principio. Su equipaje estaba hecho, pero era Lucinda quien debía partir.
Su antiguo yo la estrechó entre sus brazos; incluso a través de la ventana, Daniel olió la embriagadora fragancia de su piel. Se envidió a sí mismo mientras la besaba en el cuello y le pasaba las manos por la espalda. Su deseo era tan fuerte que habría hecho añicos aquella ventana si no se hubiera obligado a refrenarlo.
«Oh, por favor, alárgalo un poco —ordenó a su antiguo yo—. Haz que dure un poco más. Un beso más. Una dulce caricia más antes de que la biblioteca tiemble y las Anunciadoras empiecen a vibrar en sus sombras».
El cristal se calentó contra su mejilla. Estaba ocurriendo.
Quiso cerrar los ojos, pero fue incapaz. Lucinda se retorció en los brazos de su antiguo yo. El dolor le crispó las facciones. Miró arriba y abrió los ojos de par en par cuando vio las sombras que danzaban en el techo. El mero hecho de intuir que algo ocurría fue demasiado para ella.
Gritó.
Y se convirtió en una cegadora columna de fuego.
Dentro de la biblioteca, su antiguo yo fue catapultado contra la pared. Cayó al suelo y se acurrucó allí, apenas la sombra de un hombre. Enterró el rostro en la alfombra y tembló.
Fuera, Daniel observó con un pavor que jamás había conseguido dominar mientras las llamas lamían el aire y las paredes. Borbotearon como una salsa que arde a fuego lento en una cazuela y se desvanecieron, sin dejar rastro de Lucinda.
Milagroso. Daniel notó un hormigueo en todos los poros de su piel. Si no hubiera sido tan demoledor para su antiguo yo, el espectáculo de la muerte de Lucinda casi podría haberle parecido hermoso.
Su antiguo yo se levantó despacio. Se le desencajó la mandíbula, sus alas reventaron el frac negro y llenaron casi toda la biblioteca. Alzó los puños al cielo y rugió.
En el exterior, Daniel fue incapaz de seguir soportándolo. Embistió la ventana con el ala, y una lluvia de cristales rotos cayó a la noche. Entró como una bala por el agujero desigual.
—¿Qué haces aquí? —gritó su antiguo yo, con lágrimas rodándole por las mejillas.
Apenas cabían en la espaciosa biblioteca con las alas desplegadas. Echaron los hombros hacia atrás todo lo posible para apartarse uno del otro. Ambos conocían el peligro de tocarse.
—Estaba mirando —respondió Daniel.
—¿Qué? ¿Has vuelto para mirar? —Su antiguo yo agitó los brazos y las alas—. ¿Es esto lo que querías ver? —La intensidad de su sufrimiento era desgarradoramente palpable.
—Esto tenía que pasar, Daniel.
—No me vengas con esas mentiras. No te atrevas. ¿Has vuelto a dejarte aconsejar por Cam?
—¡No! —Daniel casi gritó a su antiguo yo—. Oye: hay un momento, no muy lejano, en el que tendremos la oportunidad de cambiar las reglas de juego. Se ha producido un cambio, y las cosas son distintas. Tendremos una oportunidad para dejar de repetir esto. Lucinda podrá por fin…
—¿Romper el ciclo? —susurró su antiguo yo.
—Sí. —Daniel empezó a sentirse mareado. Uno de los dos sobraba en la biblioteca. Era hora de que se marchara—. Aún falta —añadió. Se dio la vuelta cuando llegó a la ventana—. Pero conserva la esperanza.
Salió por la ventana rota. Sus palabras, «conserva la esperanza», resonaron en su cabeza cuando surcó el cielo y se adentró en las profundidades de la noche.