Solsticio
Helston, Inglaterra
21 de junio de 1854
Luce tenía las manos escaldadas, enrojecidas y doloridas.
Desde su llegada a la mansión de los Constance en Helston hacía tres días, apenas había hecho nada aparte de fregar una interminable montaña de platos. Trabajaba de sol a sol, restregando bandejas, cuencos, salseras y ejércitos de cubiertos de plata hasta que, al final del día, su jefa, la señorita McGovern, llevaba la cena a los criados de las cocinas: una triste bandeja de embutidos, pedazos de queso reseco y unos cuantos mendrugos de pan. Todas las noches después de cenar, Luce se quedaba profundamente dormida en el catre de la buhardilla que compartía con Henrietta, la otra ayudante de cocina, una muchacha pechugona con dientes de conejo y el pelo pajizo que era de Penzance.
El volumen de trabajo era asombroso.
¿Cómo podía una familia ensuciar platos suficientes para que dos muchachas tuvieran que trabajar doce horas sin parar? Pero los carros de platos embadurnados de comida no paraban de llegar, y la señorita McGovern no despegaba sus ojos redondos de la pila de Luce. Cuando llegó el miércoles, todos estaban entusiasmados con la fiesta del solsticio de esa tarde, pero, para Luce, solo significaba más platos. Miró con odio el fregadero lleno de agua sucia.
—Esto no es lo que tenía en mente —musitó a Bill, que estaba, como siempre, sentado en el borde del armario contiguo a su pila. Luce todavía no se había habituado a ser la única persona de la cocina que podía verlo. Se ponía nerviosa siempre que él revoloteaba por encima de los otros criados, haciendo chistes verdes que solo ella oía y de los que nadie se reía salvo él.
—Los hijos del milenio carecéis por completo de una ética de trabajo —dijo la gárgola—. Baja la voz, por cierto.
Luce relajó la mandíbula.
—Si restregar esta sopera asquerosa tuviera algo que ver con entender mi pasado, mi ética de trabajo te dejaría alucinado. Pero esto es absurdo. —Agitó una sartén de hierro colado delante de la cara de Bill. Su mango estaba embadurnado de sebo de cerdo—. Por no decir vomitivo.
Luce sabía que su frustración no guardaba ninguna relación con los platos. Probablemente, parecía una niña malcriada. Pero apenas había salido de aquel sótano en tres días. No había vuelto a ver al Daniel de Helston después de aquella primera vez en el jardín y no tenía la menor idea de dónde estaba su antiguo yo. No se sentía tan sola, apática y deprimida desde aquellos horribles primeros días en Espada & Cruz antes de tener a Daniel, antes de tener a alguien con quien pudiera contar de verdad.
Había dejado a Daniel, Miles y Shelby, a Arriane y Gabby, a Callie y sus padres, todo, ¿para qué? ¿Para ser una fregona? No, para romper la maldición, algo que ni tan siquiera sabía si era capaz de hacer. Bill pensaba que era una quejica. Pues ella no podía evitarlo. Le faltaba muy poco para derrumbarse.
—Odio este trabajo. Odio este sitio. Odio esta dichosa fiesta del solsticio y este dichoso soufflé de faisán…
—Lucinda estará en la fiesta esta noche —dijo de pronto Bill. La calma de su voz era exasperante—. Resulta que adora el soufflé de faisán de los Constance. —Voló hasta la encimera, se sentó en ella con las piernas cruzadas y dio un espeluznante giro de trescientos sesenta grados con la cabeza para asegurarse de que estaban solos.
—¿Lucinda estará? —Luce arrojó la sartén y el estropajo al agua jabonosa—. Voy a hablar con ella. Voy a salir de esta cocina y voy a hablar con ella.
Bill asintió, como si ese hubiera sido siempre el plan.
—No te olvides de tu posición. Si una versión futura de ti se hubiera presentado en alguna fiesta de tu internado y te hubiera dicho…
—Yo habría querido saberlo —dijo Luce—. Fuera lo que fuera, yo habría insistido en saberlo todo. Habría dado un brazo por saberlo.
—Hum. Vale. —Bill se encogió de hombros—. Pues Lucinda, no. Te lo puedo garantizar.
—Eso es imposible. —Luce negó con la cabeza—. Ella es… yo.
—No. Ella es una versión de ti que ha sido educada por unos padres completamente distintos en un mundo muy distinto. Compartís un alma, pero ella no se parece nada a ti. Ya lo verás. —Bill le sonrió de forma enigmática—. Limítate a actuar con precaución. —Desvió la mirada hacia la puerta de la espaciosa cocina, que se abrió de golpe—. ¡Espabila, Luce!
Bill metió los pies en el fregadero y emitió un ronco suspiro de satisfacción justo cuando entraba la señorita McGovern, agarrando a Henrietta por un codo. La jefa de las cocinas enumeraba los platos de la cena.
—Después de las ciruelas guisadas… —recitaba.
En el otro extremo de la cocina, Luce susurró a Bill.
—Esta conversación no ha terminado todavía.
La gárgola le salpicó el delantal de jabón con sus pies de piedra.
—¿Me permites un consejo? Deja de hablar con tus amigos invisibles mientras trabajas. La gente va a pensar que estás chiflada.
—Yo también me lo estoy empezando a plantear. —Luce suspiró y se enderezó, sabiendo que aquella era toda la información que Bill iba a darle, al menos hasta que se quedaran de nuevo solos.
—Cuento con que tú y Myrtle estaréis en perfecta forma esta noche —dijo la señorita McGovern a Henrietta en voz muy alta, fulminando a Luce con la mirada.
Myrtle. El nombre que Bill se había inventado en sus cartas de recomendación.
—Sí, señorita —dijo Luce sin ninguna emoción en la voz.
—¡Sí, señorita! —No había ningún sarcasmo en la respuesta de Henrietta. Ella siempre rebosaba entusiasmo y amabilidad. Luce le tenía simpatía, si pasaba por alto cuánta falta le hacía un baño.
En cuanto la señorita McGovern hubo salido de la cocina y estuvieron solas, Henrietta se sentó en la mesa al lado de Luce y empezó a balancear sus botas negras. No tenía la menor idea de que Bill estaba sentado justo a su lado, imitando sus movimientos.
—¿Te apetece una ciruela? —le preguntó mientras sacaba dos bolas rojas del bolsillo de su delantal y le ofrecía una.
Lo que más le gustaba a Luce de su compañera era que nunca daba golpe si la jefa no estaba. Mordisquearon su ciruela y se rieron cuando el dulce jugo les corrió por las comisuras de la boca.
—Antes me ha parecido que hablabas con alguien —dijo Henrietta. Enarcó una ceja—. ¿Te has buscado un hombre, Myrtle? ¡Oh, por favor, no me digas que es Harry el de las cuadras! Es un caradura.
En ese momento, la puerta de la cocina volvió a abrirse, y ellas se sobresaltaron, soltaron las ciruelas y fingieron que lavaban el plato más cercano.
Luce esperaba que fuera la señorita McGovern, pero se quedó petrificada cuando vio a dos muchachas con bonitos vestidos blancos de seda idénticos, muertas de risa mientras corrían por la sucia cocina.
Una de ellas era Arriane.
La otra (Luce tardó un momento en reconocerla) era Annabelle. La chica alta con el pelo fucsia a la que Luce había conocido brevemente el Día de los Padres en Espada & Cruz. Se había presentado como la hermana de Arriane.
¡Vaya hermana!
Henrietta mantuvo la mirada baja, como si jugar a perseguirse por la cocina fuera algo normal, como si pudiera meterse en un lío si no se hacía la distraída con las dos muchachas, quienes, desde luego, no vieron ni a Luce ni a Henrietta. Era como si las criadas se hubieran fundido con las ollas y cacerolas sucias.
O quizá Arriane y Annabelle solo estaban demasiado concentradas en sus juegos. Cuando pasaron por delante de la mesa donde se amasaba el pan, Arriane cogió un puñado de harina del mármol y se lo arrojó a Annabelle a la cara.
Durante medio segundo, Annabelle pareció furiosa; luego, comenzó a reírse incluso más. Cogió otro puñado de harina y se lo lanzó a Arriane.
Las dos resollaban cuando salieron por la puerta trasera al jardín pequeño, el cual conducía al jardín grande, donde brillaba el sol, donde podía estar Daniel y donde Luce ardía en deseos de estar. No habría sabido describir lo que sentía de haberlo intentado: ¿sorpresa o vergüenza? ¿Asombro o frustración?
Su cara debió de reflejar todo aquello, porque Henrietta la miró con complicidad y se acercó más para susurrarle:
—Esas llegaron anoche. Las primas londinenses de alguien. Han venido para la fiesta. —Fue a la mesa del pan—. Casi han destrozado la tarta de fresas con sus payasadas. Oh, debe de ser estupendo ser rica. A lo mejor en otra vida, ¿eh, Myrtle?
—Ja —fue lo único que consiguió decir Luce.
—Salgo a poner la mesa, por desgracia —dijo Henrietta con una pila de platos de porcelana bajo su carnoso brazo rosa—. ¿Por qué no tienes un puñado de harina listo, por si vuelven esas chicas? —Le guiñó el ojo, abrió la puerta con sus anchas posaderas y salió al pasillo.
Apareció otra persona en su lugar: un muchacho, vestido también de criado, con la cara tapada por una gigantesca caja de comestibles. La dejó en la mesa del otro extremo de la cocina.
Luce se sobresaltó al verle la cara. Al menos, estaba un poco más preparada después de haber visto a Arriane.
—¡Roland!
Él dio un respingo al mirarla, pero enseguida se rehízo. Cuando se acercó, lo hizo sin despegar los ojos de su ropa. Señaló el delantal.
—¿Qué hace vestida así?
Luce se desató el delantal y se lo quitó.
—No soy quien crees.
Roland se detuvo delante de ella, la miró con atención y volvió ligeramente la cabeza primero hacia la izquierda, luego hacia la derecha.
—Pues es usted idéntica a otra chica que conozco. ¿Desde cuándo se rebajan los Biscoe a visitar las cocinas?
—¿Los Biscoe?
Roland enarcó una ceja, divertido.
—Oh, entiendo. Está jugando a ser otra persona. ¿Qué nombre se ha puesto?
—Myrtle —respondió Luce, abatida.
—¿Y no es usted la Lucinda Biscoe a la que serví tarta de membrillo en la terraza hace dos días?
—No. —Luce no sabía qué decir, cómo convencerlo. Se volvió para pedir ayuda a Bill, pero él había desaparecido incluso de su vista. Claro. Roland, al ser un ángel caído, lo habría visto.
—¿Qué diría el padre de la señorita Biscoe si viera a su hija aquí, hasta las cejas de grasa? —Roland sonrió—. Es una buena broma que gastarle.
—Roland, no es una…
—De cualquier modo, ¿de qué se esconde? —Roland señaló el jardín con la cabeza.
Luce oyó un débil rumor en la fresquera junto a sus pies y supo adónde había ido Bill. Parecía estar enviándole alguna clase de señal, solo que ella no tenía la menor idea de cuál era. Probablemente, quería que mantuviera la boca cerrada, pero ¿qué iba a hacer la gárgola? ¿Salir para detenerla?
Roland tenía la frente visiblemente sudada.
—¿Estamos solos, señorita Lucinda?
—Del todo.
Roland ladeó la cabeza y aguardó.
—No tengo esa sensación.
La única otra presencia en la cocina era Bill. ¿Cómo podía presentirlo Roland cuando Arriane no lo había hecho?
—Oye, no soy la chica que crees que soy —repitió Luce—. Soy una Lucinda, pero he… he venido del futuro. En realidad, es un poco difícil de explicar. —Respiró hondo—. Nací en Thunderbolt, Georgia… en 1992.
—¡Oh! —Roland tragó saliva—. Ya veo. —Cerró los ojos y empezó a hablar muy despacio—. Y las estrellas del cielo cayeron sobre la tierra, como la higuera deja caer sus higos cuando es sacudida por un fuerte viento…
Las palabras eran enigmáticas, pero Roland las recitó con mucho sentimiento, casi como si citara un verso favorito de una vieja canción de blues. La clase de canción que Luce le había oído cantar en un karaoke en Espada & Cruz.
En aquel momento, parecía el Roland al que había conocido en su época, como si, por un instante, se hubiera escabullido de su personaje victoriano.
Solo que aquellas palabras encerraban algo más. Luce las reconocía de alguna parte.
—¿Qué es eso? ¿Qué significa? —preguntó.
La fresquera volvió a hacer ruido. Más esta vez.
—Nada. —Cuando Roland abrió los ojos, volvía a ser su yo victoriano. Tenía las manos curtidas y encallecidas, y los bíceps más desarrollados de lo que Luce estaba acostumbrada a verlos. Sobre su piel oscura, tenía la ropa empapada de sudor. Parecía cansado. Una honda tristeza se apoderó de Luce.
—¿Eres un criado? —preguntó—. Los otros, Arriane, pueden corretear por ahí y… Pero tú tienes que trabajar, ¿verdad? ¿Solo porque eres…?
—¿Negro? —concluyó Roland, sosteniéndole la mirada hasta que ella apartó los ojos, incómoda—. No te preocupes por mí, Lucinda. He sufrido cosas peores que la locura de los mortales. Además, llegará mi hora.
—Las cosas mejoran —dijo Luce, con la sensación de que cualquier palabra de consuelo sería tópica e inane, preguntándose si lo que había dicho era cierto—. La gente puede ser horrible.
—Bueno. Mejor no darle demasiada importancia, ¿no? —Roland sonrió—. Por cierto, ¿qué te ha traído aquí, Lucinda? ¿Lo sabe Daniel? ¿Y Cam?
—¿Cam también está aquí? —Luce no debería sorprenderse, pero lo había hecho.
—Si no me equivoco, es probable que acabe de llegar a la ciudad.
Luce no podía preocuparse por aquello en ese momento.
—Daniel todavía no lo sabe —reconoció—. Pero tengo que encontrarlo, y también a Lucinda. Tengo que saber…
—Oye —dijo Roland, apartándose de ella con las manos levantadas, casi como si fuera radiactiva—. Tú no me has visto aquí hoy. No hemos tenido esta conversación. Pero no puedes plantarte delante de Daniel…
—Lo sé —dijo ella—. Flipará.
—¿«Flipar»? —Roland repitió aquella palabra extraña y casi hizo reír a Luce—. Si te refieres a que puede enamorarse de este yo —la señaló—, entonces sí. Es muy peligroso. Aquí, eres una turista.
—Vale, soy una turista. Pero puedo hablar con ellos, al menos.
—No, no puedes. Tú no habitas esta vida.
—Yo no quiero habitar nada. Solo quiero saber por qué…
—Tu presencia aquí es peligrosa, para ti, para ellos, para todo. ¿Lo entiendes?
Luce no lo entendía. ¿Cómo podía ser ella peligrosa?
—No quiero quedarme aquí. Solo quiero saber por qué sigue ocurriendo esto entre Daniel y yo, es decir, entre esta Lucinda y Daniel.
—A eso precisamente me refería. —Roland se pasó la mano por la cara y la miró con dureza—. Escúchame. Puedes observarlos desde lejos. Puedes, no sé, mirar por las ventanas. Siempre que sepas que nada de esto te pertenece.
—Pero ¿por qué no puedo simplemente hablar con ellos?
Roland corrió el cerrojo de la puerta. Cuando se dio la vuelta, tenía el semblante serio.
—Oye, es posible que hagas algo que cambie tu pasado, algo que se propague a través del tiempo y lo reescriba de tal modo que tú, la Lucinda futura, ya no seas la misma.
—Tendré cuidado…
—No se trata de eso. Eres un elefante enamorado en una cristalería. No tendrás modo de saber qué has roto ni cuál es su valor. Cualquier cambio que suscites no va a ser evidente. No habrá ningún indicador que diga SI TUERCES A LA DERECHA, SERÁS UNA PRINCESA frente a SI TUERCES A LA IZQUIERDA, SERÁS UNA ETERNA FREGONA.
—Vamos, Roland, ¿no crees que mi objetivo es un poco más noble que ser una princesa? —dijo Luce con aspereza.
—Deja que lo adivine. ¿Se trata de una maldición a la que quieres poner fin?
Luce parpadeó y se sintió idiota.
—Pues, entonces, ¡mucha suerte! —Roland se rió alegremente—. Pero, aunque lo consigas, no lo sabrás, querida. ¿El momento preciso en el que cambias tu pasado? Será como si ese acontecimiento hubiera sido siempre así. Y todo lo que suceda después de él será como si siempre hubiera sido así. El tiempo se ordena a sí mismo. Y tú formas parte de él, así que no verás la diferencia…
—La vería —protestó ella, deseando que decirlo en voz alta lo hiciera cierto—. Seguro que me daría cuenta…
Roland negó con la cabeza.
—No. Pero, antes de que pudieras hacer algún bien, seguro que distorsionarías el futuro haciendo que el Daniel de esta época se enamore de ti y no de esa imbécil pretenciosa de Lucinda Biscoe.
—Tengo que verla. Tengo que ver por qué se aman…
Roland volvió a negar con la cabeza.
—Relacionarte con tu antiguo yo sería incluso peor, Lucinda. Daniel, al menos, conoce los peligros y puede tener cuidado para no modificar el tiempo de una forma drástica. Pero ¿Lucinda Biscoe? Ella no sabe nada.
—Ninguno de nosotros lo sabe —dijo Luce pese al súbito nudo que notaba en la garganta.
—A esta Lucinda no le queda mucho tiempo. Deja que lo pase con Daniel. Deja que sea feliz. Si te inmiscuyes en su mundo y algo cambia para ella, también podría cambiar para ti. Y podría ser algo funesto.
Roland parecía una versión amable y menos sarcástica de Bill. Luce no quería oír nada más sobre todo lo que no podía ni debía hacer. Ojalá tuviera ocasión de hablar con su antiguo yo…
—¿Y si Lucinda pudiera disponer de más tiempo? —preguntó—. ¿Y si…?
—Es imposible. Si acaso, tú solo acelerarías su final. No vas a cambiar nada por tener una charla con ella. Solo vas a sembrar el caos en tus vidas pasadas además de en la actual.
—Mi vida actual no es un caos. Y puedo arreglar las cosas. Tengo que hacerlo.
—Supongo que eso aún está por ver. La vida de Lucinda Biscoe ha concluido, pero tu final no se ha escrito todavía. —Roland se limpió las manos en las perneras del pantalón—. Quizá puedas introducir algún cambio en tu vida, en tu grandiosa historia de amor con Daniel. Pero eso no lo harás aquí.
Mientras Luce apretaba los labios, Roland suavizó las facciones.
—Oye —dijo—. Al menos, me alegro de que estés aquí.
—Ah, ¿sí?
—Nadie más va a decirte esto, pero todos te estamos buscando. No sé qué te ha traído aquí ni cómo has llegado. Pero tengo que pensar que es una buena señal. —La escrutó hasta que ella se sintió ridícula—. Te estás conociendo, ¿no?
—No lo sé —respondió Luce—. Creo que sí; solo trato de entender.
—Bien.
Al oír voces en el pasillo, Roland se apartó bruscamente de Luce.
—Te veo esta noche —dijo mientras descorría el cerrojo de la puerta y salía sin hacer ruido.
En cuanto Roland se hubo marchado, la puerta de la fresquera se abrió y le golpeó en la pantorrilla. Apareció Bill, jadeando como si no hubiera respirado en todo aquel tiempo.
—¡Te retorcería el pescuezo ahora mismo! —dijo, con resuello.
—No sé por qué jadeas de esa forma. Ni siquiera respiras.
—¡Es para impresionar! Con lo que me ha costado camuflarte aquí, y vas tú y revelas tu identidad al primero que pasa.
Luce puso los ojos en blanco.
—Roland no va a montar ningún numerito por haberme visto aquí. Roland mola.
—Oh, Roland mola —dijo Bill—. Roland es listísimo. Si es tan increíble, ¿por qué no te ha dicho lo que yo sé sobre lo que pasa cuando no mantienes las distancias con tu pasado? ¿Cuando entras… —Se quedó callado con gran teatralidad y puso sus ojos de piedra como platos— dentro?
Luce se agachó.
—¿A qué te refieres?
Bill se cruzó de brazos y le sacó su lengua de piedra.
—No pienso decírtelo.
—¡Bill! —suplicó Luce.
—En fin, no todavía. Primero, veamos cómo te va esta noche.
Poco antes de que anocheciera, Luce tuvo su primer descanso en Helston. Justo antes de la cena, la señorita McGovern anunció a toda la cocina que los criados del jardín necesitaban refuerzos. Luce y Henrietta, las dos fregonas más jóvenes y las dos más desesperadas por ver la fiesta de cerca, fueron las primeras en levantar la mano para ofrecerse como voluntarias.
—Bien, bien. —La señorita McGovern anotó sus nombres y miró la grasienta pelambrera de Henrietta—. Con la condición de que os deis un baño. Las dos. Oléis a cebolla.
—Sí, señorita —trinaron las dos muchachas, pero, en cuanto la jefa se hubo ido, Henrietta miró a Luce.
—¿Darme un baño? ¿Y arriesgarme a que se me acorchen los dedos? ¡La señorita está loca!
Luce se rió, pero, en su fuero interno, estaba eufórica mientras llenaba de agua la tina redonda que había detrás de la bodega. Solo pudo cargar con suficiente agua hirviendo para darse un baño tibio, pero, aun así, disfrutó con la espuma del jabón y con la perspectiva de que aquella noche vería por fin a Lucinda. ¿Vería también a Daniel? Se puso uno de los uniformes limpios de Henrietta. A las ocho en punto, los primeros invitados comenzaron a cruzar el portillo de la entrada norte.
Asomada a la ventana del vestíbulo mientras las caravanas de carruajes alumbrados por faroles se detenían delante de la mansión, Luce se estremeció. El vestíbulo bullía de actividad. Los otros criados iban y venían a su alrededor, pero ella estaba quieta. Lo percibía: un temblor en el pecho que le indicaba que Daniel se hallaba cerca.
La mansión estaba preciosa. La señorita McGovern se la había enseñado a toda prisa la mañana que había empezado a trabajar allí, pero, con el brillo de tantas arañas de luz, Luce apenas reconocía el lugar. Parecía que estuviera en una película de época. Altas macetas de lirios violeta flanqueaban la entrada, y los muebles de terciopelo estaban retirados contra las floreadas paredes para hacer sitio a los invitados.
Estos entraban en parejas y en tríos, invitados tan mayores como la canosa señora Constance y tan jóvenes como la propia Luce. Con los ojos brillantes y envueltas en finos mantos blancos, las mujeres hacían reverencias a los hombres ataviados con elegantes trajes y chalecos. Los camareros vestidos de negro se afanaban por el espacioso vestíbulo, ofreciendo tintineantes copas de champán.
Luce encontró a Henrietta cerca de las puertas del salón de baile, el cual parecía un macizo de flores: ostentosos vestidos de llamativos colores, hechos de organdí, tul y seda, y ceñidos por fajines de otomán, llenaban el recinto. Los coloridos ramos que llevaban las damas más jóvenes hacían que la casa entera oliera como el verano.
El cometido de Henrietta era recoger los chales y los ridículos de las señoras cuando entraban. Luce tenía que repartir los carnets de baile: unos libritos de aspecto caro con el blasón de la familia Constance cosido a la tapa y el repertorio de la orquesta escrito dentro.
—¿Dónde están todos los hombres? —susurró Luce a Henrietta.
Henrietta resopló.
—¡Así me gusta! En la sala de fumadores, por supuesto. —Señaló a la izquierda con la cabeza, hacia un pasillo a oscuras—. Donde tendrán la inteligencia de quedarse hasta que se sirva la cena, si quieres mi opinión. ¿Quién quiere oírlos cacarear sobre una guerra nada menos que en Crimea? Estas damas no. Ni yo. Ni tú, Myrtle. —Henrietta enarcó las cejas y señaló las puertas acristaladas—. Uf, me he precipitado. Uno de ellos se ha escapado.
Luce se volvió. Había un solo hombre en el salón lleno de mujeres. Les daba la espalda, y solo veían su lisa melena azabache y su larga chaqueta de esmoquin. Hablaba con una mujer rubia que llevaba un vestido de noche de color rosa pálido. Sus pendientes de diamantes centellearon cuando volvió la cabeza y se cruzó con la mirada de Luce.
Gabbe.
El hermoso ángel parpadeó varias veces, como si tratara de decidir si Luce era una aparición. Luego, ladeó la cabeza de una forma casi imperceptible, como si intentara mandar una señal a su compañero. Antes de que él hubiera terminado de volver la cabeza, Luce ya había reconocido su hermoso perfil griego.
Cam.
Luce sofocó un grito, y los carnés de baile se le cayeron al suelo. Se agachó y se puso a recogerlos con torpeza. Luego, se los dio a Henrietta y salió del salón.
—¡Myrtle! —exclamó la criada.
—Vuelvo enseguida —susurró Luce, y subió corriendo por la larga escalera curva antes de que Henrietta pudiera reaccionar siquiera.
La señorita McGovern la pondría de patitas en la calle en cuanto se enterara de que había abandonado su puesto, y los caros carnets, en el salón de baile. Pero aquel era el menor de sus problemas. No estaba lista para enfrentarse a Gabbe, no cuando tenía que concentrarse en encontrar a Lucinda.
Y nunca quería a Cam cerca. Ni en su propia vida ni en ninguna otra. Hizo una mueca al recordar cómo había disparado aquella flecha estelar contra su reflejo creyendo que era ella la noche que los Proscritos habían tratado de llevársela al Cielo.
Ojalá estuviera Daniel allí…
Pero no estaba. Lo único que podía hacer era confiar en que la estuviera esperando (y no estuviera enfadado) cuando ella lo resolviera todo y regresara al presente.
Al final de la escalera, entró en la primera habitación que encontró. Cerró la puerta y se apoyó en ella para recobrar el aliento.
Estaba sola en una espaciosa biblioteca. Era una estancia maravillosa con un sofá de color marfil y un par de sillas tapizadas en cuero alrededor de un clavicordio lustroso. Cortinas escarlata tapaban los tres ventanales de la pared oeste. Un fuego crepitaba en el hogar.
Junto a Luce había una pared llena de estanterías, hileras de recios tomos encuadernados en piel hasta el techo, tan arriba que incluso había una escalera con ruedas para alcanzarlos.
Había un caballete en un rincón y, por algún motivo, Luce se sintió atraída hacia él. Jamás había puesto un pie en el segundo piso de aquella mansión, pero pisar la recia alfombra persa activó una parte de su memoria y le indicó que quizá ya había visto todo aquello antes.
¡Daniel! Luce recordó la conversación que él había tenido con Margaret en el jardín. Habían hablado de su pintura. Él se ganaba la vida como artista. El caballete del rincón: debía de ser suyo.
Se dirigió a él. Tenía que ver lo que estaba pintando.
Justo antes de llegar, un trío de voces agudas la sobresaltó.
Se oían justo al otro lado de la puerta.
Se quedó petrificada viendo cómo giraba el picaporte. No tuvo más remedio que esconderse detrás de la gruesa cortina escarlata de terciopelo.
Oyó un frufrú de tafetán, un portazo y un grito sofocado. Seguido de unas risitas. Se puso la mano en la boca y sacó un poco la cabeza, lo justo para mirar por un lado de la cortina.
La Lucinda de Helston estaba a tres metros de ella. Llevaba un fantástico vestido blanco de seda y crepé abierto por la espalda. Tenía el pelo oscuro y brillante recogido en una cola alta y sujeto en una serie de intrincados tirabuzones. Su gargantilla de diamantes relucía en su pálida piel y le daba un porte tan regio que Luce casi se quedó sin respiración.
Su antiguo yo era la criatura más elegante que había visto nunca.
—Esta noche estás resplandeciente, Lucinda —dijo una vocecilla.
—¿Te ha hecho otra visita Thomas? —bromeó otra.
Y las otras dos muchachas. Luce reconoció a una de ellas como a Margaret, la hija mayor de los Constance, la que había paseado con Daniel por el jardín. La otra, una réplica joven de Margaret, debía de ser la hermana menor. Aparentaba la misma edad que Lucinda. Bromeaba con ella como si fueran buenas amigas.
Y además tenía razón: Lucinda estaba resplandeciente. Tenía que ser por Daniel.
Lucinda se dejó caer en el sofá y suspiró como Luce no haría jamás, un suspiro melodramático que reclamaba atención. Luce supo de inmediato que Bill estaba en lo cierto: ella y su antiguo yo no se parecían en nada.
—¿Thomas? —Lucinda arrugó su naricilla—. Su padre es un maderero corriente…
—¡No es verdad! —gritó la hermana menor—. ¡Es un maderero muy poco corriente! Es rico.
—Aun así, Amelia —dijo Lucinda mientras se alisaba la falda alrededor de sus finos tobillos—, es casi un obrero.
Margaret se sentó en el borde del sofá.
—No pensabas eso de él la semana pasada cuando te trajo aquel sombrero de Londres.
—Pues las cosas cambian. Y el sombrero me encantó. —Lucinda frunció el entrecejo—. Pero, dejando los sombreros aparte, voy a decir a mi padre que no le permita volver a visitarme.
En cuanto hubo terminado de hablar, Lucinda reemplazó su expresión ceñuda por una sonrisa distraída y comenzó a canturrear. Las otras muchachas la observaron con aire de incredulidad mientras ella tarareaba entre dientes, acariciaba el encaje de su chal y miraba por la ventana, que se encontraba a apenas unos centímetros del escondrijo de Luce.
—¿Qué mosca le ha picado? —susurró Amelia a su hermana.
Margaret resopló.
—Qué hombre, más bien.
Lucinda se levantó y se acercó a la ventana, lo cual obligó a Luce a retirarse detrás de la cortina. Sintió que le ardían las mejillas y oyó el extraño canturreo de Lucinda Biscoe a solo unos centímetros de ella. Después, oyó pasos cuando su antiguo yo se apartó de la ventana y, de pronto, dejó de canturrear.
Se atrevió a mirar otra vez por el lado de la cortina. Lucinda había ido hasta el caballete, donde se había quedado petrificada.
—¿Qué es esto? —Alzó el lienzo para enseñárselo a sus amigas. Luce no lo veía con mucha claridad, pero le pareció bastante corriente. Solo alguna clase de flor.
—Lo ha pintado el señor Grigori —dijo Margaret—. Sus bocetos eran muy prometedores cuando llegó, pero me temo que le ha pasado algo. Desde hace tres días, solo pinta peonías. —Se encogió de hombros con recato—. Extraño. Los artistas son rarísimos.
—Oh, pero es guapísimo, Lucinda. —Amelia cogió a su amiga de la mano—. Debemos presentarte al señor Grigori esta noche. Tiene un pelo rubio increíble, y sus ojos… ¡Oh, sus ojos son para derretirse!
—Si Thomas Kennington y todo su dinero no son suficiente para Lucinda, dudo mucho que un simple pintor esté a su altura. —Margaret habló con tanta aspereza que Luce vio claramente que debía de sentir algo por Daniel.
—Me encantaría conocerlo —repuso Lucinda mientras volvía a canturrear en voz baja.
Luce contuvo el aliento. Entonces, ¿Lucinda no lo conocía todavía? ¿Cómo era posible cuando saltaba a la vista que ya estaba enamorada?
—Pues vamos —dijo Amelia, tirándole de la mano—. Nos estamos perdiendo media fiesta cuchicheando aquí.
Luce tenía que hacer algo. Pero, por lo que habían dicho Bill y Roland, era imposible salvar a su antiguo yo. Era demasiado peligroso incluso intentarlo. Aunque de algún modo lo consiguiera, el ciclo de las Lucinda que vivían después de aquella podía sufrir cambios. Hasta ella misma podía sufrirlos. O algo peor.
Podía ser eliminada.
Pero, al menos, quizá podía advertir a Lucinda. Para que no se sumergiera en aquella relación cegada ya por el amor. Para que no muriera como un mero un títere de un castigo inmemorial sin tener la menor noción de nada.
Las muchachas ya casi estaban en el pasillo cuando Luce se armó de valor para abandonar su escondrijo.
—¡Lucinda!
Su antiguo yo giró sobre sus talones; entrecerró los ojos al reparar en el uniforme de criada de Luce.
—¿Nos estabas espiando?
Luce no percibió en sus ojos ningún atisbo de reconocimiento. Era extraño que Roland la hubiera confundido con Lucinda en la cocina y que, en cambio, la propia Lucinda no pareciera advertir ningún parecido entre las dos. ¿Qué había visto Roland que aquella muchacha no veía? Luce respiró hondo y se obligó a llevar su endeble plan hasta el final.
—N-no, no espiaba —balbució—. Tengo que hablar contigo.
Lucinda se rió y miró a sus dos amigas.
—¿Disculpa?
—¿No eres tú la que reparte los carnets de baile? —preguntó Margaret a Luce—. Madre no estará muy contenta cuando se entere de que has faltado a tu obligación. ¿Cómo te llamas?
—Lucinda. —Luce se acercó y bajó la voz—. Es acerca del artista, el señor Grigori.
Su antiguo yo la miró a los ojos y algo vibró entre ellas. Lucinda parecía incapaz de apartar la mirada.
—Bajad sin mí —dijo a sus amigas—. Voy enseguida.
Las dos muchachas se miraron desconcertadas, pero estaba claro que Lucinda era la que mandaba. Sus amigas se marcharon sin decir nada más.
En la biblioteca, Luce cerró la puerta.
—¿Qué es tan importante? —preguntó Lucinda. Luego, se delató sonriendo—. ¿Ha preguntado por mí?
—No te líes con él —se apresuró a decir Luce—. Si lo conoces esta noche, va a parecerte guapísimo. Vas a querer enamorarte de él. No lo hagas. —Se sentía fatal hablando de Daniel con tanta dureza, pero era la única forma de salvar la vida a su antiguo yo.
Lucinda Biscoe resopló y se volvió para salir de la biblioteca.
—Conocí a una chica de… Derbyshire —continuó Luce— que explicaba historias de todo tipo sobre su reputación. Ya ha hecho daño a muchas otras chicas. Las ha… las ha destrozado.
Lucinda no pudo contener el grito de sorpresa que escapó de sus labios rosados.
—¡Cómo te atreves a dirigirte a una dama de esa forma! ¿Quién te crees que eres? No es de tu incumbencia si ese artista me gusta o no me gusta. —La señaló con el dedo—. ¿Estás enamorada de él, criada egoísta?
—¡No! —Luce se retiró con si le hubiera dado una bofetada.
Bill le había advertido que Lucinda era muy distinta, pero debía de tener otra cara aparte de aquella tan desagradable. De lo contrario, ¿cómo era posible que Daniel la amara? De lo contrario, ¿cómo podía formar parte del alma de Luce?
Tenía que conectarlas algo más hondo.
Pero Lucinda estaba inclinada sobre el clavicordio, escribiendo una nota en un trozo de papel. Se enderezó, lo dobló por la mitad y se lo dio.
—No informaré a la señora Constance de tu imprudencia —dijo mientras la miraba con altanería— si entregas esta nota al señor Grigori. No pierdas tu oportunidad de conservar tu empleo. —Un segundo después, solo fue una etérea silueta blanca que salía al pasillo y bajaba la escalera para unirse a la fiesta.
Luce abrió la nota.
Querido señor Grigori:
Desde nuestro encuentro casual en la sastrería el otro día, no puedo quitármelo de la cabeza. ¿Querría verse conmigo en la pérgola esta noche a las nueve? Le estaré esperando.
Eternamente suya,
Lucinda Biscoe
Luce hizo la nota pedazos y los arrojó a la chimenea. Si no se la entregaba a Daniel, Lucinda estaría sola en la pérgola. Podría esperarla allí para tratar de advertirle por segunda vez.
Salió al pasillo, corrió hasta la escalera de servicio y bajó a las cocinas, donde pasó por delante de los cocineros, los pasteleros y Henrietta sin detenerse.
—¡Nos has metido en un buen lío a las dos, Myrtle! —le gritó su compañera, pero Luce ya había salido fuera.
El aire seco le refrescó la cara mientras corría. Ya eran casi las nueve, pero el sol aún se estaba poniendo por detrás de la arboleda al oeste de la propiedad. Enfiló el camino bañado de tonalidades rosadas, dejó atrás el fértil huerto, la embriagadora fragancia de las rosas, el laberinto de setos.
Sus ojos se posaron en el lugar donde había salido de la Anunciadora a su llegada a aquella vida. Oyó sus ruidosas pisadas en el camino de gravilla. Acababa de detenerse a poca distancia de la pérgola cuando alguien la cogió del brazo.
Se dio la vuelta.
Y se encontró cara a cara con Daniel.
La suave brisa le puso el pelo rubio en la frente. Con su traje negro de vestir, su faltriquera de oro y una pequeña peonía prendida en la solapa, Daniel estaba incluso más guapo de lo que Luce recordaba. Su piel clara brillaba a la luz del sol poniente. Sus labios esbozaron una sonrisa apenas perceptible. Sus ojos de color violeta se encendieron al verla.
A Luce se le escapó un débil suspiro. Ardía en deseos de inclinarse unos pocos centímetros más para pegar sus labios a los de él. Para envolverlo en sus brazos y palpar el lugar de su ancha espalda del que surgían sus alas. Quería olvidar lo que había ido a hacer allí y limitarse a estrecharlo entre sus brazos, a dejar que él la estrechara entre los suyos. No tenía palabras para expresar cuánto lo había echado de menos.
No. Aquella visita era por Lucinda.
Daniel, su Daniel, estaba muy lejos en ese momento. Le costaba imaginar qué estaría haciendo. Aún le costaba más imaginar su reunión con él cuando todo aquello terminara. Pero ¿acaso no era esa su misión? ¿Averiguar lo suficiente sobre su pasado para poder estar de verdad con Daniel en el presente?
—No deberías estar aquí —dijo al Daniel de Helston.
Él no podía saber que la Lucinda de Helston se había citado con él en la pérgola. Pero allí estaba. Parecía que nada pudiera interponerse entre ellos: se atraían el uno al otro, pasara lo que pasara.
La risa de Daniel era la misma risa a la que Luce estaba habituada, la que había oído por primera en Espada & Cruz, cuando Daniel la había besado; la risa que adoraba. Pero aquel Daniel no la conocía realmente. No sabía quién era, de dónde venía ni lo que trataba de hacer.
—Tú tampoco deberías estar aquí. —Daniel sonrió—. Se supone que primero bailamos dentro y que luego, cuando ya nos conocemos mejor, yo te llevo a pasear bajo la luna. Pero ni siquiera se ha puesto el sol. Lo cual significa que aún tenemos muchos bailes pendientes. —Le ofreció su mano—. Me llamo Daniel Grigori.
Ni tan siquiera había advertido que Luce llevaba un uniforme de criada en vez de un vestido de noche, que sus modales no eran ni por asomo los de una señorita. Solo acababa de posar los ojos en ella, pero, al igual que Lucinda, ya estaba cegado por el amor.
Ver todo aquello desde una nueva perspectiva aportaba una extraña claridad a su relación. Era maravillosa, pero su falta de visión era trágica. ¿Amaba siquiera Daniel a Lucinda y viceversa, o se trataba únicamente de un ciclo del que no se podían librar?
—No soy yo —dijo Luce, con tristeza.
Daniel le cogió las manos. Ella se ablandó un poco.
—Claro que eres tú —afirmó—. Siempre eres tú.
—No —insistió Luce—. Esto no es justo para ella. No estás siendo justo. Además, Daniel, ella es mala.
—¿De quién hablas? —Parecía que Daniel no fuera capaz de decidirse entre tomarla en serio o reírse.
Por el rabillo del ojo, Luce vio a una figura vestida de blanco que se dirigía hacia ellos desde la parte trasera de la mansión.
Lucinda.
Acudiendo a su cita con Daniel. Se había adelantado. Su nota decía a las nueve: al menos, eso había leído ella antes arrojar sus pedazos al fuego.
El corazón comenzó a palpitarle. Lucinda no podía sorprenderla allí. Pero era incapaz de dejar a Daniel tan pronto.
—¿Por qué la amas? —Habló de forma atropellada—. ¿Qué te impulsa a enamorarte de ella, Daniel?
Él le puso la mano en el hombro: la sensación fue maravillosa.
—No vayas tan deprisa —dijo—. Acabamos de conocernos, pero te prometo que no amo a nadie más salvo…
—¡Eh! ¡Criada! —Lucinda los había visto y, por su tono de voz, no estaba nada contenta. Echó a correr hacia la pérgola, maldiciendo su vestido, la hierba embarrada, a Luce—. ¿Qué has hecho con mi carta, criada?
—Esa… esa chica, la que viene hacia aquí —balbució Luce—, es yo, en cierto sentido. Yo soy ella. Tú nos amas, y necesito que entiendas…
Daniel se volvió para mirar a Lucinda, la que él había amado, la que amaría en esa época. Le vio la cara con claridad. Vio que eran dos.
Cuando miró de nuevo a Luce, la mano que tenía en su hombro comenzó a temblarle.
—Eres tú. La otra. ¿Qué has hecho? ¿Cómo lo has hecho?
—¡Eh! ¡Criada! —Lucinda había reparado en que Daniel tenía una mano en el hombro de Luce. Se le crisparon las facciones—. ¡Lo sabía! —gritó mientras apretaba aún más el paso—. ¡Apártate de él, lagarta!
Luce fue presa del pánico. No tenía más alternativa que echar a correr. Pero, antes, tocó a Daniel en la mejilla.
—¿Es amor? ¿O solo nos une la maldición?
—Es amor —respondió él de forma entrecortada—. ¿Es que no sabes eso?
Luce se soltó y huyó. Echó a correr por el césped hacia los abedules, hacia el campo al que la había conducido la Anunciadora. Los pies se le enredaron con algo, tropezó y cayó al suelo de bruces. Le dolía todo. Y estaba enfadada. Enfadadísima. Con Lucinda por ser tan desagradable. Con su propia incapacidad para hacer algo que cambiara un poco las cosas. Lucinda moriría de todas formas. No importaba que ella hubiera viajado hasta allí. Golpeó el suelo con los puños y gruñó frustrada.
—Tranquila. —Una manita de piedra le dio una palmada en la espalda.
Luce la apartó.
—Déjame en paz, Bill.
—Oye, has sido muy valiente. Te has arriesgado mucho esta vez. Pero —Bill se encogió de hombros— se acabó.
Luce se sentó y lo fulminó con la mirada. Al ver su expresión engreída, le entraron ganas de regresar para revelar a Lucinda su verdadera identidad y explicarle qué estaba a punto de sucederle.
—No. —Se levantó—. No se ha acabado.
Bill la obligó a sentarse tirando de ella. Para ser una criatura tan pequeña, tenía una fuerza sorprendente.
—Sí se ha acabado. Vamos, entra en la Anunciadora.
Luce miró hacia el lugar que Bill señalaba. Ni tan siquiera había visto la puerta negra que flotaba ante ellos. Su olor a moho le dio náuseas.
—No.
—¡Sí! —exclamó Bill.
—Tú eres quien me ha dicho que me tome las cosas con calma.
—Oye, deja que te haga un resumen: en esta vida eres una bruja, y a Daniel le da igual. ¡Sorpresa! Te corteja durante unas semanas, os regaláis unas cuantas flores. Os dais un superbeso y ¡pumba! ¿Vale? No hay mucho más que ver.
—Tú no lo entiendes.
—¿El qué? ¿No entiendo que los victorianos son más tiesos que un palo de escoba y más aburridos que chupar un clavo? Anda, si vas a zigzaguear por tu pasado, haz que valga la pena. Viajemos a algunos de los momentos interesantes.
Luce no cedió.
—¿Hay alguna forma de que te esfumes?
—¿Voy a tener que meterte en esa Anunciadora por la fuerza? ¡Andando!
—Necesito ver que me ama a mí, no a una noción de mí por culpa de una maldición que le han echado. Necesito sentir que hay algo más fuerte que nos mantiene unidos. Algo auténtico.
Bill se sentó a su lado en la hierba. Luego pareció pensárselo mejor y se encaramó a su regazo. Al principio, Luce quiso darles un manotazo a él y a las moscas que revoloteaban alrededor de su cabeza, pero, cuando Bill la miró, sus ojos parecían sinceros.
—Cariño, que Daniel te ama de verdad es lo último que debería preocuparte. Sois «almas gemelas», ¡maldita sea! Vosotros acuñasteis la frase. No hace falta que te quedes aquí para ver eso. Está en todas las vidas.
—¿El qué?
—¿Quieres ver amor verdadero?
Luce asintió.
—Vamos. —Bill tiró de ella para que se levantara.
La Anunciadora que flotaba ante ellos comenzó a transformarse hasta adoptar una forma muy parecida a la puerta de una tienda de campaña. Bill remontó el vuelo, metió el dedo y corrió un cerrojo invisible. La Anunciadora volvió a cambiar de forma y descendió como un puente levadizo hasta que Luce solo vio un oscuro túnel.
Giró la cabeza para mirar a Daniel y a Lucinda, pero solo vio sus siluetas, dos manchas de color entremezcladas.
Bill hizo un amplio movimiento con la mano libre en la entrada de la Anunciadora.
—Entra.
Y eso hizo Luce.