La mujer de blanco
Helston, Inglaterra
18 de junio de 1854
Cuando Daniel llegó a Helston, estaba enfadado.
Reconoció el lugar de inmediato, en cuanto la Anunciadora lo expulsó en la pedregosa orilla del Loe. El lago estaba en calma y reflejaba los grandes jirones de nubes rosadas que salpicaban el cielo vespertino. Alarmados por su inesperada aparición, dos martines pescadores alzaron el vuelo, sobrevolaron un campo de tréboles y se posaron en un árbol torcido que crecía junto a la carretera. Daniel sabía que aquella carretera conducía a la ciudad de provincias donde había pasado un verano con Lucinda.
Volver a pisar aquel fértil suelo verde despertó sus sentimientos más íntimos. Por mucho que se esforzara en cerrar todas las puertas de su pasado con Lucinda, por mucho que tratara de superar todas sus desgarradoras muertes, algunas importaban más que otras. Le sorprendió la claridad con la que aún recordaba el tiempo que habían pasado juntos en el sur de Inglaterra.
Pero no estaba allí de vacaciones. No estaba allí para enamorarse de la hermosa hija del comerciante de cobre. Estaba allí para impedir que una muchacha temeraria se sumergiera tanto en los peores momentos de su pasado que eso la matara. Estaba allí para ayudarla a romper la maldición que pesaba sobre ellos, de una vez por todas.
Comenzó a recorrer el largo trayecto a la ciudad.
Era una tarde de verano cálida y tranquila en Helston. En las calles, damas con sombreros victorianos y vestidos orlados de encaje conversaban educadamente con los hombres con trajes lino que las llevaban del brazo. Las parejas se detenían delante de los escaparates. Se rezagaban para hablar con sus vecinos. Se detenían en las esquinas de las calles y tardaban diez minutos en despedirse.
Todo en aquellas personas, desde su atuendo hasta el ritmo al que paseaban, era exasperantemente tedioso. Daniel no podría haberse sentido más en discordancia con el resto de los transeúntes.
Las alas, ocultas bajo su abrigo, le ardían de impaciencia mientras caminaba entre ellos. Había un lugar donde sabía sin duda que encontraría a Lucinda: ella visitaba la pérgola del jardín trasero de su mecenas casi todos los días justo después de que anocheciera. Pero no tenía forma de saber dónde encontrar a Luce, la que entraba y salía de las Anunciadoras, la que él necesitaba encontrar.
Para Daniel, tenía una cierta lógica que Luce hubiera terminado en las otras dos vidas. Desde una perspectiva global, eran… anomalías. Momentos del pasado en los que ella había estado cerca de descubrir la verdad de la maldición que pesaba sobre ellos justo antes de morir. Pero no entendía por qué la había llevado a Helston su Anunciadora.
En su mayor parte, Helston había sido una época tranquila para ellos. En aquella vida, su amor había crecido despacio, de forma natural. Incluso la muerte de Lucinda había sido íntima, solo entre ellos dos. En una ocasión, Gabbe había utilizado la palabra «respetable» para describir el final de Lucinda en Helston. Esa muerte, al menos, solo habían tenido que sufrirla ellos dos.
No, no tenía ninguna lógica que Luce estuviera revisitando aquella vida, lo cual significaba que podía estar en cualquier parte de la ciudad.
—Caramba, señor Grigori —trinó una voz en la calle—. Qué maravillosa sorpresa tropezarme con usted aquí.
La mujer rubia con un vestido largo estampado en azul que estaba parada delante de él lo había cogido totalmente por sorpresa. De su mano iba un niño de ocho años regordete y pecoso que tenía la solapa de la chaqueta crema manchada y parecía abatido.
Daniel cayó por fin en la cuenta: la señora Holcombe y su mediocre hijo Edward, al que dio clases de dibujo durante unas cuantas penosas semanas mientras estuvo en Helston.
—Hola, Edward. —Se agachó para estrechar la mano al niño y se inclinó delante de su madre—. Señora Holcombe.
Hasta ese momento, apenas se había preocupado por su vestuario cuando viajaba en el tiempo. No le importaba qué pudieran opinar los transeúntes de sus modernos pantalones grises ni si su camisa blanca tenía un corte distinto a la de cualquier otro lugareño. No obstante, si se tropezaba con personas a las que había conocido hacía casi cien años con la ropa que llevaba hacía dos días en la cena de Acción de Gracias organizada por los padres de Luce, podía empezar a correrse la voz.
Quería pasar desapercibido. Nada debía ser un obstáculo para encontrar a Luce. Tendría que buscar alguna otra cosa que ponerse. De todas formas, los Holcombe no advirtieron nada. Por suerte, Daniel había regresado a una época en la que tuvo fama de artista «excéntrico».
—Edward, enseña al señor Grigori lo que te ha comprado mamá —dijo la señora Holcombe mientras alisaba el rebelde pelo de su hijo.
A regañadientes, el niño sacó una cajita de pinturas de su cartera. Cinco botes de pintura al óleo y un pincel con un largo mango rojo de madera.
Daniel hizo los cumplidos de rigor, sobre lo afortunado que era Edward, cuyo talento tenía ahora los instrumentos adecuados, mientras miraba a su alrededor con disimulo, tratando de encontrar una excusa para zanjar la conversación.
—Edward es un niño con mucho talento —insistió la señora Holcombe mientras cogía a Daniel del brazo—. El problema es que encuentra sus clases un poquito menos apasionantes de lo que espera un niño de su edad. Por eso he pensado que tener una caja de pinturas como es debido quizá le ayude a realizarse. Como artista. ¿Lo comprende, señor Grigori?
—Sí, sí, por supuesto. —Daniel la interrumpió—. Regálele todo que lo que lo impulse a querer pintar. Es una idea brillante…
Un frío lo invadió y le dejó las palabras congeladas en la garganta.
Cam acababa de salir del pub que había en la otra acera.
Por un momento, Daniel se enfureció. Había dejado suficientemente claro que no quería ninguna ayuda de los demás. Cerró los puños y dio un paso hacia Cam, pero entonces…
Por supuesto. Aquel era el Cam de la época de Helston. Y, al parecer, estaba en su salsa con sus elegantes pantalones de rayas y su gorra victoriana. Llevaba el cabello negro bastante largo, justo por debajo de los hombros. Se apoyó en la pared del pub y bromeó con otros tres hombres.
Sacó un puro con la vitola dorada de una pitillera metálica. Aún no había visto a Daniel. En cuanto lo hiciera, dejaría de reírse. Desde el principio, Cam había viajado por las Anunciadoras más que ninguno de los ángeles caídos. Era un experto en aspectos que Daniel jamás podría serlo. Aquella era una habilidad de los que se habían aliado con Lucifer: tenían un don para viajar por las sombras del pasado.
Con solo mirar a Daniel, aquel Cam victoriano sabría que su rival era un anacronismo.
Un hombre de otra época.
Cam se daría cuenta de que ocurría algo importante. Y Daniel ya no podría quitárselo de encima.
—Es muy generoso, señor Grigori. —La señora Holcombe seguía parloteando y aún lo tenía sujeto por la manga de la camisa.
Cam comenzó a volver la cabeza en su dirección.
—No es nada. —Daniel habló de forma apresurada—. Ahora, si me disculpa —se libró de sus dedos—, tengo que… comprarme ropa nueva.
Inclinó rápidamente la cabeza y entró a toda prisa en la tienda más cercana.
—Señor Grigori… —La señora Holcombe casi gritó su nombre.
Daniel la maldijo en su fuero interno y fingió no haberla oído, lo cual solo la indujo a alzar más la voz.
—¡Pero ahí solo hay ropa de mujer, señor Grigori! —gritó ella con las manos ahuecadas en la boca.
Daniel ya estaba dentro. La puerta acristalada se cerró y la campanilla atada a la bisagra tintineó. Podía esconderse allí, al menos durante unos minutos, suponiendo que Cam no lo hubiera visto o no hubiera oído la estridente voz de la señora Holcombe.
La tienda estaba vacía y olía a lavanda. Los zapatos de los ricachones habían desgastado sus suelos de madera, y los estantes que ocupaban todas las paredes estaban repletos de coloridos rollos de tela. Daniel corrió la cortina de encaje de la ventana para ser menos visible desde la calle. Cuando se dio la vuelta, vio a otra persona reflejada en el espejo.
Sorprendido, sofocó un gemido de alivio.
La había encontrado.
Luce se estaba probando un vestido blanco de muselina. El cuello se abrochaba con una cinta amarilla que resaltaba el increíble color avellana de sus ojos. Llevaba el cabello recogido en un lado y sujeto con un pasador floral de cuentas. No paraba de toquetearse los hombros del vestido mientras examinaba su reflejo desde todos los ángulos posibles. Daniel los adoró todos.
Quería quedarse allí parado, admirándola eternamente, pero entonces recordó por qué estaba allí. Se acercó a ella con paso decidido y la cogió por el brazo.
—Esto ya ha durado bastante. —Por un momento, el delicioso tacto de su piel en su mano borró todo lo demás. La última vez que la había tocado había sido la noche que creyó que los Proscritos la habían matado—. ¿Tienes idea del susto que me has dado? Corres peligro aquí sola —dijo.
Luce no se puso a discutir con él, como Daniel esperaba. Gritó y le propinó una sonora bofetada.
Porque no era Luce. Sino Lucinda.
Y, lo que era peor, ellos ni siquiera se conocían en aquella vida. Lucinda acababa de llegar de Londres con su familia. Ella y Daniel estaban a punto de conocerse en la fiesta del solsticio de verano organizada por los Constance.
Daniel lo comprendió todo cuando Lucinda lo miró con cara de sorpresa.
—¿Qué día es hoy? —preguntó, desesperado.
Iba a tomarlo por loco. En el otro extremo de la tienda, había estado demasiado ciego de amor para advertir la diferencia entre la muchacha a la que ya había perdido y la muchacha a la que tenía que salvar.
—Lo siento —susurró.
Por eso precisamente se le daba tan mal ser un anacronismo. Hasta el menor detalle lo distraía. Sentir el roce de su piel. Ver sus ojos avellana. Oler los fragantes polvos del nacimiento de su pelo. Respirar el mismo aire que ella en aquella tienda minúscula.
Lucinda hizo una mueca al mirar su mejilla en el espejo. Estaba muy roja donde ella le había propinado la bofetada. Cuando sus ojos se encontraron, Daniel tuvo la sensación de que le estallaba el corazón. Lucinda separó sus labios rosados y ladeó un poco la cabeza hacia la derecha. Lo miraba como una mujer profundamente enamorada.
¡No!
Había una forma en la que aquello debía suceder. En la que tenía que suceder. No debían conocerse hasta la fiesta. Por mucho que Daniel maldijera su destino, jamás modificaría las vidas que Luce había vivido. Eran lo que hacía que ella siempre regresara.
Intentó aparentar el mayor desinterés y desprecio posible. Se cruzó de brazos, cambió el peso a la otra pierna para aumentar el espacio entre ellos, posó la mirada en todas partes salvo donde quería: ella.
—Lo siento —dijo Lucinda mientras se llevaba las manos al corazón—. No sé lo que me ha pasado… Nunca había hecho nada igual…
Daniel no iba a discutir con ella en ese momento, pese al hecho de que ella le hubiera propinado tantas bofetadas a lo largo de los años que Arriane llevaba la cuenta en una libretita titulada «Eres un fresco».
—Ha sido culpa mía —se apresuró a decir—. La… la he tomado por otra persona. —Ya había intervenido demasiado en el pasado, primero con Lucia en Milán y ahora allí. Comenzó a retirarse.
—Espere. —Ella alargó la mano hacia él. Sus ojos eran dos hermosas esferas de luz color avellana que lo atraían como un imán—. Casi tengo la sensación de que nos conocemos, aunque no recuerdo exactamente…
—Lo siento, pero no creo.
Daniel ya estaba en la puerta, descorriendo la cortina para ver si Cam seguía en la calle. Así era.
Estaba de espaldas a la tienda, gesticulando animadamente, explicando alguna historia inventada en la que seguro que era el héroe. Podía volverse a la menor provocación. Y Daniel estaría perdido.
—Por favor, señor… aguarde. —Lucinda se apresuró a alcanzarlo—. ¿Quién es usted? Creo que le conozco. Espere, por favor.
Daniel iba a tener que arriesgarse a salir. No podía quedarse allí con Lucinda. No cuando ella actuaba así. No cuando se estaba enamorando del Daniel que no era. Él ya había vivido aquella vida, y no era así como había ocurrido. Así pues, debía huir.
Lo destrozaba tener que ignorarla, tener que alejarse de ella cuando todo en su alma lo empujaba a darse la vuelta para regresar volando al sonido de su voz, el refugio de sus brazos y la calidez de sus labios, al hechizante poder de su amor.
Abrió bruscamente la puerta y huyó calle abajo. Corrió hacia el ocaso, corrió como si lo llevara el diablo. Le daba igual lo que los demás pudieran pensar. Corría para apagar el fuego de sus alas.