5

Alto en el camino

Helston, Inglaterra

18 de junio de 1854

Luce se lanzó al interior de la Anunciadora como un coche fuera de control.

Chocó y rebotó contra sus oscuros lados y tuvo la sensación de que la habían arrojado por una rampa de basura. No sabía adónde iba ni qué encontraría a su llegada, solo que aquella Anunciadora parecía más estrecha y menos flexible que la anterior, y que por ella soplaba un fuerte viento húmedo que la arrastraba cada vez más adentro.

Tenía la garganta seca y el cuerpo cansado de no haber dormido en el hospital. Con cada giro que daba, se sentía más perdida e insegura.

¿Qué hacía en aquella Anunciadora?

Cerró los ojos e intentó ocupar el pensamiento con Daniel. La fuerza de sus manos, la ardiente intensidad de sus ojos, el modo en que le cambiaba la cara cuando ella entraba en una habitación. El dulce bienestar de estar envuelta en sus alas, en el Cielo, lejos del mundo y de sus preocupaciones.

¡Qué tonta había sido al huir! Esa noche, en su patio, entrar en la Anunciadora le había parecido lo correcto, lo único que podía hacer. Pero ¿por qué? ¿Por qué lo había hecho? ¿Qué idea absurda la había inducido a creer que era una jugada inteligente? Y ahora estaba lejos de Daniel, de todos sus seres queridos, de todos. Y la culpa era suya.

—¡Eres imbécil! —gritó a la oscuridad.

—¡Eh, oye! —chilló una voz. Era áspera y brusca, y parecía que estuviera justo a su lado—. ¡No hace falta insultar!

Luce se puso rígida. No podía haber nadie dentro de la completa oscuridad de su Anunciadora. ¿Verdad? Debían de ser figuraciones suyas. Siguió avanzando, más aprisa.

—Frena, ¿quieres?

Luce contuvo el aliento. La voz no sonaba distorsionada ni distante, como si quienquiera que fuera su dueño hubiera hablado a través de la sombra. No, había alguien allí. Con ella.

—¿Hola? —gritó después de tragar saliva.

Ninguna respuesta.

El fuerte viento que soplaba en la Anunciadora aulló con más fuerza en sus oídos. Siguió avanzando a tientas, cada vez más asustada, hasta que, por fin, el aullido del viento cesó y fue sustituido por otro sonido, un rumor crepitante. Algo similar a olas rompiendo a lo lejos.

No, el sonido era demasiado constante para que fueran olas, pensó Luce. Una cascada.

—He dicho que frenes.

Luce se estremeció. La voz había regresado. Estaba a pocos centímetros de su oído y avanzaba a su misma velocidad. Aquella vez, parecía enfadada.

—No vas a averiguar nada si vas por ahí como un bólido.

—¿Quién eres? ¿Qué quieres? —gritó Luce—. ¡Ay!

Su mejilla chocó contra algo frío y duro. El rumor de una cascada le inundó los oídos. Estaba tan cerca que el agua fresca le salpicaba la piel.

—¿Dónde estoy?

—Estás aquí. Estás… en Pausa. ¿Nunca has oído eso de pararse a oler las peonías?

—Las rosas, querrás decir. —Luce tanteó en la oscuridad y notó un penetrante olor mineral que no le resultó desagradable ni desconocido, sino solo desconcertante. Entonces se dio cuenta de que aún no había emergido en ninguna de sus otras vidas, lo cual solo podía significar que…

Seguía dentro de la Anunciadora.

La oscuridad era casi completa, pero sus ojos comenzaron a habituarse a ella. La Anunciadora había adoptado la forma de una especie de pequeña gruta. Detrás de Luce, había una pared hecha de la misma piedra que el suelo, con un orificio del que brotaba un manantial. La cascada que oía estaba más arriba.

¿Y por debajo de ella? Tres metros de pared rocosa y nada más. A partir de ahí se extendía la negrura.

—No sabía que pudiera hacerse esto —susurró para sus adentros.

—¿El qué? —preguntó la voz ronca.

—Pararse dentro de una Anunciadora —respondió Luce. No se había dirigido a él y continuaba sin verlo. Y el hecho de haber terminado encallada dondequiera que estuviera con quienquiera que fuera era un claro motivo de alarma. Pero, pese a ello, no pudo evitar maravillarse de lo que la rodeaba—. No sabía que existiera un lugar como este. Un lugar de paso.

Un bufido flemoso.

—Se podría escribir un libro con todas las cosas que no se saben, guapa. De hecho, creo que es posible que ya lo haya escrito alguien. Pero eso no viene al caso. —Una tos sibilante—. Ah, y quería decir peonías.

—¿Quién eres? —Luce se incorporó y se apoyó en la pared. Esperaba que, quienquiera que fuera el dueño de la voz, no viera cómo le temblaban las piernas.

—¿Quién? ¿Yo? —preguntó él—. Yo soy… yo. Vengo mucho por aquí.

—Vale… ¿A hacer qué?

—Oh, ya sabes, a pasar el rato. —Se aclaró la garganta y pareció como si alguien hiciera gárgaras con piedras—. Me gusta esto. Es bonito y tranquilo. Algunas de estas Anunciadoras pueden ser un auténtico caos. Pero la tuya no, Luce. No aún, al menos.

—Estoy confundida. —Más que confundida, Luce estaba asustada. ¿Debía siquiera hablar con aquel desconocido? ¿Cómo sabía él su nombre?

—Casi siempre, solo soy un mero observador, pero a veces sigo vuestros movimientos. —Su voz se acercó, y Luce se estremeció—. Como en tu caso. Llevo bastante tiempo por aquí y, a veces, los viajeros necesitáis que os aconsejen un poquito. ¿Has subido ya a la cascada? Muy pintoresca. Un diez en lo que a cascadas se refiere.

Luce negó con la cabeza.

—Pero has dicho que esta es mi Anunciadora. Un mensaje de mi pasado. Entonces, ¿qué haces tú…?

—¡Vale! ¡Perrrdón! —La voz subió de volumen, indignada—. Pero permite que te haga una pregunta: si los canales que te llevan a tu pasado son tan valiosos, ¿por qué has dejado tus Anunciadoras completamente abiertas para que cualquiera pueda entrar? ¿Eh? ¿Por qué no las has cerrado?

—No las he… hum… —Luce no tenía la menor idea de que se había dejado algo abierto. Ni siquiera sabía que las Anunciadoras pudieran cerrarse.

Oyó un golpe amortiguado, como si hubieran arrojado ropa o unos zapatos al interior de una maleta, pero seguía sin ver nada.

—Ya veo que aquí sobro. No te haré perder más tiempo. —De pronto, la voz pareció ahogada. Luego, con un tono más bajo, desde más lejos, añadió—: Adiós.

La voz se perdió en la oscuridad. En el interior de la Anunciadora volvió a reinar un silencio casi absoluto. Solo se oía el suave rumor de la cascada que había más arriba. Y los frenéticos latidos del corazón de Luce.

Por un momento, no había estado sola. Con aquella voz allí, se había sentido nerviosa, alarmada, crispada… pero no sola.

—¡Espera! —gritó mientras se ponía de pie.

—¿Sí? —La voz volvía a estar justo a su lado.

—No era mi intención echarte —dijo. Por algún motivo, no estaba preparada para que la voz desapareciera sin más. Él tenía algo especial. La conocía. La había llamado por su nombre—. Solo quería saber quién eras.

—Oh, vaya —dijo él, algo frívolo—. Puedes llamarme… Bill.

—Bill —repitió ella mientras entrecerraba los ojos para ver algo que no fueran las paredes de la gruta—. ¿Eres invisible?

—A veces. No siempre. No forzosamente, desde luego. ¿Por qué? ¿Preferirías verme?

—La situación podría ser un poco menos rara.

—¿No depende eso del aspecto que tenga?

—Pues… —comenzó a decir Luce.

—A ver —por su voz, parecía estar sonriendo—, ¿qué aspecto quieres que tenga?

—No sé. —Luce cambió el peso a la otra pierna. Tenía el lado izquierdo húmedo por el agua que salpicaba de la cascada—. ¿De veras depende de mí? ¿Qué aspecto tienes cuando eres tú mismo?

—Puedo elegir entre varios. Seguramente, preferirás que empiece por algo mono. ¿Tengo razón?

—Supongo…

—Está bien —masculló la voz, y añadió—: Juminaj juminaj juminj jummm.

—¿Qué haces? —preguntó Luce.

—Ponerme la cara.

Se produjo un destello. Una explosión que habría arrojado a Luce al suelo de no haber tenido la pared justo detrás. El destello fue perdiendo intensidad hasta convertirse en una bolita de fría luz blanca que le permitió vislumbrar el suelo de piedra gris y desigual bajo sus pies. Una pared de roca se erigía a sus espaldas, con un hilillo de agua que brotaba de ella. Y había algo más.

En el suelo, delante de Luce, había una gárgola.

—¡Tachán! —dijo.

Medía unos dos palmos. Estaba en cuclillas, con los brazos cruzados y los codos apoyados en las rodillas. Tenía la piel del mismo color que la piedra, pero, cuando la saludó con la mano, Luce vio que era lo bastante ágil para estar hecha de carne y músculo. Se parecía a las típicas estatuas que adornan los tejados de las iglesias católicas, por ejemplo, en las uñas de las manos y los pies, que eran largas y afiladas, como garras. También tenía las orejas puntiagudas, y llevaba un aro de piedra en cada una. En la parte superior de su frente, abombada y arrugada, había dos protuberancias semejantes a cuernos. Con los carnosos labios fruncidos en una mueca, parecía un bebé viejísimo.

—Así que tú eres Bill.

—Exacto —dijo él—. Soy Bill.

Bill tenía una pinta muy extraña, pero desde luego no daba miedo. Luce caminó a su alrededor y se fijó en las vértebras crestadas de su columna. Y en las alitas grises que tenía plegadas en la espalda con las puntas entrelazadas.

—¿Qué opinas? —preguntó.

—Genial —respondió Luce sin ninguna emoción en la voz. Ver otro par de alas, aunque fueran las de Bill, le recordó tanto la ausencia de Daniel que le dolió la barriga.

Bill se levantó; era extraño ver cómo unos brazos y piernas que parecían hechos de piedra se movían como músculos.

—No te gusta mi aspecto, pero puedo hacerlo mejor —dijo la gárgola mientras volvía a convertirse en una bola de luz—. Espera un momento.

¡Plaf!

Daniel estaba delante de Luce, envuelto en un brillante halo de luz violeta. Sus alas desplegadas eran magníficas e inmensas y la invitaban a refugiarse en ellas. Le tendió una mano, y Luce respiró hondo. Sabía que había algo raro en su aparición, que ella había estado haciendo otra cosa, solo que no recordaba qué ni con quién. Tenía la cabeza embotada, los recuerdos confusos. Pero nada de aquello importaba. Daniel estaba allí. Le entraron ganas de gritar de felicidad. Se acercó a él y le cogió la mano.

—Bien —dijo Daniel en voz baja—. Esa es la reacción que quería.

—¿Qué? —susurró Luce, perpleja. Un pensamiento comenzó a dominar sobre el resto y le ordenó que se apartara. Pero los ojos de Daniel disiparon sus dudas, y permitió que la atrajera hacia él, lo olvidó todo salvo el sabor de sus labios.

—Bésame. —Su voz fue un áspero graznido. La voz de Bill.

Luce gritó y se apartó con brusquedad. Se notaba sobresaltada, como si acabara de despertar de un sueño profundo. ¿Qué había sucedido? ¿Cómo había podido ver a Daniel en…?

Bill. La había engañado. Le soltó la mano, o quizá se la soltó él durante el destello de luz del que emergió transformado en un gran sapo verrugoso. Croó dos veces y brincó hasta el manantial que brotaba de la pared de la gruta. Sacó la lengua para ponerla bajo el agua.

A Luce le costó respirar mientras trataba de disimular su desolación.

—Basta —espetó—. Vuelve a ser una gárgola. ¡Por favor!

—Como quieras.

¡Plaf!

Bill había regresado. Estaba acuclillado, con los brazos cruzados sobre las rodillas. Quieto como una estatua.

—Pensaba que te darías cuenta —dijo.

Luce volvió la cabeza, avergonzada de que Bill le hubiera tomado el pelo, enfadada porque parecía haber disfrutado con ello.

—Ahora que ya está todo resuelto —dijo la gárgola mientras daba la vuelta para colocarse donde ella pudiera verla—, ¿qué es lo primero que quieres saber?

—¿De tu boca? Nada. No sé ni por qué estás aquí.

—Te he disgustado —dijo Bill después de chasquear los dedos de piedra—. Lo siento. Solo intentaba conocer tus gustos. Ya sabes. Intereses: Daniel Grigori y las gárgolas monas como yo. —Contó con los dedos—. Manías: las ranas. Ahora ya lo sé. Ya no haré más cosas raras. —Desplegó las alas, echó a volar y se posó en su hombro. Pesaba mucho—. Trucos del oficio —susurró.

—Yo no necesito ningún truco.

—Anda ya. Ni siquiera sabes cerrar una Anunciadora para impedir la entrada a los malos. ¿No quieres saber al menos eso?

Luce enarcó una ceja.

—¿Qué razón puedes tener para ayudarme?

—No eres la primera que viaja al pasado, ¿sabes?, y todo el mundo necesita un guía. Tú has tenido la suerte de tropezarte conmigo. Podrías haberte topado con Virgilio…

—¿«Virgilio»? —preguntó Luce, recordando sus clases de literatura—. ¿Como el tipo que acompañó a Dante cuando descendió a los nueve círculos del Infierno?

—Ese mismo. Lo hace todo a tan rajatabla… Es un verdadero pelmazo. En fin, tú y yo no estamos viajando por el Infierno en este momento —explicó Bill mientras se encogía de hombros—. Allí es temporada alta.

Luce recordó el momento en el que había visto a Luschka arder en llamas en Moscú, el dolor lacerante que había sentido cuando Lucia le había dicho que Daniel se había marchado del hospital en Milán.

—Pues a veces lo parece —dijo.

—Eso solo es porque todavía no nos habíamos presentado. —Bill le ofreció su manita de piedra.

Luce vaciló.

—¿En qué… hum… bando estás?

Bill silbó.

—¿No te ha dicho nadie que es más complicado que eso? ¿Que los milenios de libre albedrío han desdibujado los límites entre el «bien» y el «mal»?

—Sé todo eso, pero…

—Oye, si eso te ayuda, ¿has oído hablar alguna vez de la Balanza?

Luce negó con la cabeza.

—Son una especie de vigilantes que se aseguran de que los viajeros lleguen a su destino. Los miembros de la Balanza son imparciales y, por tanto, no toman partido ni por el Cielo ni por el Infierno. ¿Vale?

—Vale. —Luce asintió—. ¿Tú perteneces a la Balanza?

Bill le guiñó un ojo.

—Ya casi hemos llegado, así que…

—¿Adónde?

—A la siguiente vida a la que viajas, la que ha proyectado esta sombra en la que estamos.

Luce pasó la mano por el agua que manaba de la pared.

—Esta sombra, esta Anunciadora, es distinta.

—Solo porque tú lo quieres así. Si quieres una especie de gruta para hacer una parada dentro de una Anunciadora, se aparece para ti.

—Yo no quería hacer ninguna parada.

—No, pero la necesitabas. Las Anunciadoras saben captar eso. Además, yo estaba aquí, echándote una mano, deseándola por ti. —La pequeña gárgola se encogió de hombros, y Luce oyó un sonido similar a dos pedruscos entrechocando—. El interior de una Anunciadora no es ningún sitio concreto. Es otra dimensión, un eco de algún hecho pasado. Cada una es distinta y se adapta a las necesidades de sus viajeros, mientras estén dentro.

Había algo descabellado en la idea de que aquel eco de su pasado supiera qué quería o necesitaba mejor que ella misma.

—¿Y cuánto tiempo suele quedarse dentro la gente? ¿Días? ¿Semanas?

—Ningún tiempo. No como tú lo concibes. Dentro de las Anunciadoras, el tiempo real no pasa. Pero, aun así, no es bueno quedarse demasiado. Puedes olvidarte de adónde vas, perderte para siempre. Convertirte en un merodeador. Y no te lo aconsejo. Recuerda que esto son puertas, no destinos.

Luce apoyó la cabeza en la húmeda pared de piedra. Aún no tenía calado a Bill.

—Este es tu trabajo. ¿Hacer de guía a… viajeros como yo?

—Sí, exacto. —Bill chasqueó los dedos, y la fricción hizo saltar una chispa—. Lo has clavado.

—¿Cómo termina metida aquí una gárgola como tú?

—Perdona, pero estoy orgulloso de mi trabajo.

—Es decir, ¿quién te ha contratado?

Bill se quedó pensativo, al tiempo que giraba los ojos de mármol en las cuencas.

—Considéralo un puesto voluntario. Se me da bien viajar por las Anunciadoras, eso es todo. No hay motivo para que no difunda mis conocimientos. —Se volvió hacia ella, con una mano en el mentón—. ¿A cuándo vamos, por cierto?

—¿A «cuándo» vamos…? —Luce lo miró desconcertada.

—No tienes ni idea, ¿verdad? —Bill se dio una palmada en la frente—. ¿Me estás diciendo que dejaste el presente sin ninguna noción básica de cómo viajar en el tiempo? ¿Que, para ti, es un misterio cómo acabas «cuando» acabas?

—¿Cómo se supone que iba a aprender? —dijo Luce—. ¡Nadie me ha explicado nada!

Bill bajó al suelo y echó a andar de acá para allá.

—Tienes razón, tienes razón. Vamos a empezar por el principio. —Se detuvo delante de Luce y se puso las manitas en las recias caderas—. Bien. Allá vamos. ¿Qué es lo que deseas?

—Quiero… estar con Daniel —respondió Luce despacio. Había más, pero no estaba segura de cómo explicarlo.

—¿Eh? —Bill pareció incluso más sospechoso de lo que ya resultaba de forma natural con su frente abombada, sus labios de piedra y su nariz aguileña—. El fallo de su argumento, abogada, es que Daniel ya estaba justo a su lado cuando usted dejó el presente. ¿No es así?

Luce se dejó caer al suelo resbalando por la pared y se quedó sentada en él, atenazada de nuevo por el arrepentimiento.

—Tenía que irme. Él se negaba a contarme nada de nuestro pasado, así que tuve que irme para descubrirlo.

Esperaba que Bill discutiera más con ella, pero solo observó:

—Entonces, me estás diciendo que tienes una misión.

Una débil sonrisa asomó a los labios de Luce. Tener una misión. Le gustaba cómo sonaba.

—¿Ves como deseas algo? —Bill aplaudió—. Vale. Lo primero que deberías saber es que las Anunciadoras que invocas están basadas en lo que ocurre aquí dentro. —Se golpeó el pecho con un dedo de piedra—. Son como tiburoncitos, atraídos por tus deseos más profundos.

—Ya veo. —Luce recordó las sombras de la Escuela de la Costa, la impresión de que las Anunciadoras la habían elegido a ella y no al revés.

—Por tanto, cuando viajas en el tiempo, las Anunciadoras que se ponen a vibrar y parece que te supliquen que las elijas a ellas son las que te llevan al sitio donde tu alma ansía estar.

—Entonces, la chica a la que vi en Moscú, y en Milán, y todas las otras vidas que he vislumbrado antes de saber viajar en el tiempo, ¿quería visitarlas?

—Exacto —respondió Bill—. Solo que tú no lo sabías. Pero las Anunciadoras sí. También mejorarás en eso. Pronto deberías empezar a sentir que sabes tanto como ellas. Por extraño que parezca, son parte de ti.

¿Todas aquellas sombras frías y oscuras eran una parte de ella? De pronto, aquello le pareció sorprendentemente lógico. Explicaba cómo, incluso desde el principio, incluso cuando le daba miedo, no había podido resistirse a entrar en ellas. Ni siquiera cuando Roland le advirtió que eran peligrosas. Ni siquiera cuando Daniel la miró boquiabierto como si hubiera cometido un crimen horrible. Siempre tenía la sensación de que las Anunciadoras eran una puerta que se abría. ¿Era posible que de verdad lo fueran?

Su pasado, antes tan inaccesible, estaba ahí, ¿y lo único que tenía que hacer era cruzar las puertas correctas? Podría ver quién había sido, qué había atraído a Daniel de ella, por qué su amor estaba maldito, cómo había crecido y cambiado con el paso del tiempo. Y, lo más importante, qué podían ser Daniel y ella en el futuro.

—Ahora ya vamos de camino a algún sitio —dijo Bill—, pero dado que ya sabes de lo que sois capaces tú y tus Anunciadoras, la próxima vez que viajes, tienes que pensar en lo que deseas. Y no pienses en un lugar o una época, sino en un sentimiento.

—De acuerdo. —Luce se estaba esforzando por plasmar la confusión de emociones que sentía en palabras que tuvieran algún sentido al decirlas en voz alta.

—¿Por qué no lo pruebas ahora? —le sugirió Bill—. Solo para practicar. A lo mejor nos da una pista sobre el sitio al que vamos. Piensa en qué es lo que deseas.

—Comprender —respondió ella, despacio.

—Bien —dijo Bill—. ¿Qué más?

Luce notó una corriente de energía corriéndole por las venas, como si estuviera al borde de algo importante.

—Quiero averiguar por qué nos maldijeron a Daniel y a mí. Y quiero romper esa maldición. Quiero que el amor deje de matarme para que por fin podamos estar juntos, para siempre.

—Caramba, caramba, caramba. —Bill comenzó a mover los brazos como un conductor que se ha quedado tirado en el arcén de una carretera oscura—. No nos volvamos locos. La maldición a la que te enfrentas es muy antigua. Tú y Daniel… no sé, no puedes librarte de ella con solo chasquear esos preciosos deditos. Tienes que ir paso a paso.

—Muy bien —dijo Luce—. De acuerdo. Entonces, debería empezar por conocer bien a uno de mis antiguos yoes. Estar cerca de ella y ver cómo se desarrolla su relación con Daniel. Ver si siente las mismas cosas que yo.

Bill asintió, y una estrafalaria sonrisa asomó a sus labios carnosos. La condujo hasta el borde de la pared rocosa.

—Creo que ya estás lista. Vamos.

¿«Vamos»? ¿La gárgola iba con ella? ¿Al pasado al que conducía aquella Anunciadora? Sí, le vendría bien un poco de compañía, pero apenas la conocía.

—Te preguntas por qué deberías fiarte de mí, ¿verdad? —inquirió Bill.

—No, yo…

—Lo entiendo —dijo él, cerniéndose delante de ella—. Cuesta un poco cogerme cariño. Sobre todo, comparado con la gente a la que estás acostumbrada. Desde luego, no soy ningún ángel. —Resopló—. Pero puedo contribuir a que este viaje merezca la pena. Podemos hacer un trato, si quieres. Si te hartas de mí, me lo dices y punto. Me esfumaré. —Le ofreció su garra.

Luce se estremeció. La mano de Bill estaba cubierta de quistes y costras de liquen, como una estatua en mal estado. Lo último que quería era estrecharla. Pero, si no lo hacía, si le decía adiós en ese momento…

Seguramente, le iría mejor con él que sin él.

Se miró los pies. Por debajo de ella, la pared rocosa se perdía en el vacío. Entre sus zapatillas, algo le llamó la atención, un resplandor en la roca que la indujo a parpadear. El suelo se movía… se ablandaba… oscilaba bajo sus pies.

Miró detrás de ella. Toda la estructura rocosa se estaba desmoronando, incluida la pared de la gruta. Dio un traspié y se bamboleó al borde del precipicio. El suelo osciló bajo sus pies, con más brusquedad conforme las partículas que mantenían unida la roca comenzaban a separarse. La estructura rocosa se desvaneció a su alrededor, cada vez más aprisa, hasta que el aire fresco le acarició los talones y ella saltó…

Y hundió su mano derecha en la garra abierta de Bill. Se sacudieron en el aire.

—¿Cómo salimos de aquí? —gritó Luce, aferrándose bien a él por temor a caer en el abismo que no veía.

—Haz caso a tu corazón. —La gárgola estaba tranquila, sonriéndole de oreja a oreja—. No te engañará.

Luce cerró los ojos y pensó en Daniel. La invadió una sensación de ingravidez, y contuvo la respiración. Cuando volvió a abrirlos, surcaba una oscuridad que parecía electrizada. La gruta se replegó sobre sí misma y se transformó en una pequeña esfera de luz dorada que fue menguando hasta desaparecer.

Luce se volvió, y Bill estaba justo a su lado.

—¿Cuál ha sido la primera cosa que te he dicho? —le preguntó.

Luce recordó cómo su voz parecía haberle llegado al alma.

—Has dicho que frenara. Que no averiguaría nada si iba por ahí como un bólido.

—¿Qué más?

—Que eso era justo lo que quería hacer yo. Solo que no me daba cuenta.

—¡Quizá por eso me has encontrado cuando lo has hecho! —gritó Bill para que el viento no se llevara sus palabras, con las alas grises erizadas mientras avanzaban a toda velocidad—. Y quizá por eso hemos terminado… justo… aquí.

El viento cesó. El rumor de agua dio paso al silencio.

Los pies de Luce golpearon el suelo, como si acabara de saltar a la hierba desde un columpio. Estaba fuera de la Anunciadora, en otro lugar. El aire era cálido y un poco húmedo. La luz que rodeaba sus pies le indicó que estaba anocheciendo.

Se encontraban en un tupido campo de hierba, hundidos hasta casi las rodillas. La hierba, suave y lustrosa, estaba salpicada por doquier de diminutos frutos rojos: fresas silvestres. Más adelante, una estrecha hilera de abedules señalaba el límite del impecable césped de una propiedad. Un poco más allá, se erigía una casa enorme.

Desde aquella distancia, Luce divisó las escaleras de piedra blanca de la entrada trasera de la gran mansión de estilo tudor. Media hectárea de rosales amarillos podados bordeaba el césped por el lado norte y un laberinto de setos ocupaba la zona próxima a la verja de hierro situada al este. En el centro había un fértil huerto con plantas de judía encaramadas a sus guías. Un camino de gravilla dividía el jardín en dos y conducía a una pérgola encalada.

A Luce se le erizó el vello de los brazos. Aquel era el sitio. Sentía en sus entrañas que ya había estado allí. No era un déjà vu normal y corriente. Tenía ante sí un lugar que había significado algo para ella y Daniel. Casi esperó verlos a los dos allí en ese momento, uno en brazos del otro.

Pero la pérgola estaba vacía, bañada únicamente por la luz anaranjada del sol poniente.

Alguien silbó y Luce se sobresaltó.

Bill.

Había olvidado que estaba con ella. Bill se cernió para tener la cabeza a la misma altura que la de Luce. Fuera de la Anunciadora, era un poco más repugnante de lo que le había parecido al principio. A la luz del día, su carne estaba reseca y escamosa, y olía bastante a moho. Tenía moscas zumbando alrededor de la cabeza. Luce se alejó un poco de él, casi deseando que volviera a hacerse invisible.

—Desde luego, esto es mejor que una guerra —dijo Bill mientras miraba a su alrededor.

—¿Cómo sabes de dónde vengo?

—Soy… Bill. —La gárgola se encogió de hombros—. Sé cosas.

—Vale. Entonces, ¿dónde estamos ahora?

—Helston, Inglaterra —Bill se señaló la cabeza con una garra afilada y cerró los ojos—, en 1854, para ser exactos. —Luego, entrelazó sus garras de piedra en el pecho como un gnomo que recita una lección de historia—. Una tranquila ciudad situada en el sur del condado de Cornualles, a la cual otorgó fueros el mismísimo rey Juan I. El maíz tiene unos cuantos palmos de altura, así que yo diría que probablemente es agosto. Es una lástima que nos hayamos perdido el mes de mayo: aquí celebran una fiesta de las flores que te parecería increíble. ¡O quizá no! Tu antiguo yo ha sido la reina del baile durante dos años seguidos. Su padre es muy rico, ¿sabes? Empezó desde abajo en el negocio del cobre…

—Me parece estupendo. —Luce lo interrumpió y echó a andar por la hierba—. Voy a entrar. Quiero hablar con ella.

—Espera. —Bill pasó volando por su lado y se dio la vuelta. Se quedó aleteando a unos centímetros de su cara—. ¿Así? Imposible.

Trazó un círculo con un dedo, y Luce se dio cuenta de que se refería a su ropa. Aún vestía el uniforme de enfermera italiana que había llevado durante la Primera Guerra Mundial.

Bill cogió el dobladillo de su larga falda blanca y se la levantó.

—¿Qué llevas debajo? ¿Son Converse? Tiene que ser una broma. —Chasqueó la lengua—. ¿Cómo has podido sobrevivir en esas otras vidas sin mí…?

—Me las he apañado, gracias.

—Vas a tener que hacer algo más que «apañártelas» si quieres pasar un tiempo aquí. —Bill volvió a ponerse a la altura de sus ojos y trazó tres rápidas vueltas a su alrededor. Cuando Luce se volvió, la gárgola no estaba.

Pero, un segundo después, oyó su voz, aunque parecía venir de muy lejos.

—¡Sí! ¡Eres un genio, Bill!

Un punto apareció en el aire cerca de la mansión. Fue aumentando de tamaño hasta que Luce distinguió con claridad las pétreas arrugas de Bill. La gárgola volaba hacia ella con un fardo oscuro en los brazos.

Cuando llegó, se limitó a tirar de un lado de su holgado uniforme, y este se abrió por la costura y resbaló al suelo. Luce se abrazó pudorosamente el cuerpo desnudo, pero le pareció que no pasaba ni un segundo antes de que Bill le pusiera por la cabeza una serie de enaguas y un largo vestido negro.

La gárgola revoloteó a su alrededor como una costurera exaltada, aprisionándole la cintura en un corsé, apretando tanto que las afiladas varillas se le clavaron en una infinidad de sitios. Las enaguas tenían tanto tafetán que la mera caricia del poco viento que soplaba hacía que crujieran aunque ella no se moviera.

Luce se sintió bastante favorecida para la época, hasta reconocer el delantal blanco atado a su cintura. Se llevó la mano al pelo y se arrancó una cofia blanca de criada.

—¿Soy una criada? —preguntó.

—Sí, Einstein, eres una criada.

Luce sabía que era una bobada, pero estaba un poco decepcionada. La mansión era espléndida, y los jardines, preciosos. Ya sabía que tenía una misión y todo eso, pero ¿no podía haberse paseado por allí como una auténtica dama victoriana?

—Creía que habías dicho que mi familia era rica.

—La familia de tu antiguo yo era rica. Asquerosamente rica. Ya verás cuando la conozcas. Se llama Lucinda, y opina que tu mote es una «verdadera abominación», por cierto. —Bill se pellizcó la nariz y la levantó, imitando con bastante gracia a un esnob—. Ella es rica, sí, pero, tú, querida, eres una intrusa que viaja en el tiempo y desconoce los usos de esta buena sociedad. Así que, a menos que quieras cantar como una almeja y verte obligada a salir por esa puerta antes de poder hablar con Lucinda, tienes que ir disfrazada. Eres una fregona. Una criada. Una chacha. Tú decides. No te preocupes, no voy a estorbarte. Puedo esfumarme en un pispás.

Luce refunfuñó.

—¿Y entro tal cual y finjo que trabajo allí?

—No. —Bill puso sus pétreos ojos en blanco—. Ve y preséntate a la señora de la casa, la señora Constance. Dile que la familia para la que trabajabas se ha ido al continente y buscas empleo. Es una bruja y una obsesa de las referencias. Tienes suerte de que me haya adelantado. Encontrarás las tuyas en el bolsillo de tu delantal.

Luce metió la mano en el bolsillo de su delantal blanco de lino y sacó un sobre abultado. Estaba cerrado con lacre; cuando lo volvió, leyó «Sra. Melville Constance» escrito en tinta negra.

—Eres un sabihondo, ¿no?

—Gracias. —Bill se inclinó cortésmente; luego, cuando se dio cuenta de que Luce ya había echado a andar en dirección a la casa, la adelantó, batiendo las alas tan deprisa que se convirtieron en dos manchas grisáceas a cada lado de su cuerpo.

Ya habían dejado atrás los abedules y estaban cruzando el césped. Luce iba a enfilar el camino de gravilla que conducía a la casa, pero se detuvo al ver dos figuras en la pérgola. Un hombre y una mujer que se dirigían hacia la casa. Hacia ella.

—Agáchate —susurró. No estaba lista para que nadie la viera en Helston, sobre todo con Bill revoloteando a su alrededor como un insecto gigantesco.

—Agáchate tú —protestó él—. Que contigo haya hecho la excepción de no ser invisible no significa que cualquier mortal pueda verme. Estoy discretísimo donde estoy. De hecho, los únicos ojos a los que tengo que estar atento son… Caramba, oye. —De pronto, enarcó sus cejas de piedra con un fuerte chirrido—. Me las piro —dijo mientras se escondía detrás de las tomateras.

Ángeles, dedujo Luce. Debían de ser las únicas otras almas que podían ver a Bill. Lo supuso porque por fin distinguía al hombre y a la mujer de los que Bill se había escondido. Boquiabierta detrás de las tupidas y espinosas tomateras, no podía despegar los ojos de ellos.

De Daniel, en realidad.

El resto del jardín se quedó en silencio. Los cantos vespertinos de los pájaros cesaron, y lo único que Luce oyó fueron las pisadas de dos pares de pies en el camino de gravilla. Los últimos rayos de sol parecían concentrarse todos en Daniel y envolverlo en un halo dorado. Tenía la cabeza vuelta hacia la mujer y asentía mientras andaba. La mujer que no era Luce.

Era demasiado mayor para ser Lucinda. Aparentaba unos veinte años y era muy hermosa, con unos rizos oscuros y sedosos que asomaban por debajo de su ancho sombrero de paja. Su largo vestido de muselina tenía el color de un diente de león y parecía muy caro.

—¿Se ha habituado ya a nuestra pequeña ciudad, señor Grigori? —preguntó. Tenía una voz aguda y alegre que rebosaba confianza.

—Quizá demasiado, Margaret. —Cuando Luce lo vio sonreír a la mujer, los celos le hicieron un nudo en el estómago—. Cuesta creer que llegué a Helston hace solo una semana. Podría quedarme incluso más tiempo del previsto. —Guardó silencio—. Todo el mundo ha sido muy amable.

Margaret se ruborizó, y Luce se puso furiosa. Hasta su rubor era adorable.

—Solo esperamos que eso se refleje en su obra —dijo—. Por supuesto, madre está entusiasmada con que un artista se aloje con nosotros. Todos lo estamos.

Luce los siguió a gatas. Pasado el huerto, se agazapó detrás de los enmarañados rosales. Apoyó las manos en el suelo y se inclinó hacia delante para oír lo que decían.

Sofocó un grito. Se había pinchado con una espina en el pulgar. Le sangraba.

Se chupó el dedo, negó con la cabeza y trató de no mancharse el delantal de sangre, pero, cuando la herida dejó de sangrar, advirtió que se había perdido parte de la conversación. Margaret estaba mirando a Daniel con expectación.

—Le he preguntado si va a venir a la fiesta del solsticio que celebramos esta semana. —Su tono era suplicante—. Madre siempre la organiza por todo lo alto.

Daniel masculló algo parecido a que no se la iba a perder, pero era evidente que estaba distraído. No dejaba de apartar la mirada de la mujer. Sus ojos iban y venían por el césped, como si presintiera a Luce detrás de los rosales.

Cuando su mirada pasó por los rosales donde ella estaba agazapada, los ojos le brillaron con una tonalidad violeta intensísima.