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El tiempo no cura las heridas

Milán, Italia

25 de mayo de 1918

Daniel estaba receloso y crispado cuando salió de la Anunciadora.

No tenía práctica en situarse en una nueva época y lugar con rapidez y, a su llegada, nunca sabía dónde estaba exactamente ni qué debía hacer. Solo sabía que una versión de Luce andaba cerca, que lo necesitaba.

La habitación era blanca. Sábanas blancas en la cama que tenía delante y, en la esquina, una ventana con el marco blanco por la que entraba una brillante luz blanca. Por un momento, todo estuvo en silencio. Luego, una algarabía de recuerdos lo invadió.

Milán.

Había regresado al hospital donde ella trabajó como enfermera durante la primera de las dos mortíferas guerras mundiales. Allí, en la cama del rincón, estaba Traverti, su compañero de habitación oriundo de Salerno, quien había pisado una mina terrestre cuando se dirigía al comedor. Tenía las dos piernas quemadas y rotas, pero era tan encantador que todas las enfermeras le llevaban botellas de whisky a hurtadillas. Siempre tuvo un chiste para Daniel. Y allí, en el otro lado de la habitación, estaba Max Porter, el británico con la cara quemada, quien nunca dijo ni pío hasta gritar y desmoronarse cuando le quitaron el vendaje.

En aquel momento, sus dos antiguos compañeros de habitación se encontraban muy lejos de allí, durmiendo unas siestas inducidas por la morfina.

En el centro de la habitación estaba la cama que él ocupó después de que una bala lo alcanzara en el cuello cerca del frente del río Piave. Fue un ataque absurdo; se precipitaron. Pero Daniel solo se había alistado en el ejército porque Lucia era enfermera, de modo que no le importó. Se frotó el lugar donde lo habían herido. Sentía el dolor casi como si hubiera sucedido el día anterior.

Si Daniel se hubiera quedado el tiempo suficiente para permitir que su herida sanara, los médicos se habrían quedado asombrados al ver que no le había quedado cicatriz. Su cuello volvía a estar liso e inmaculado, como si nunca le hubieran disparado.

A lo largo de los años, lo habían golpeado, apaleado y arrojado por balcones, le habían disparado en el cuello, el abdomen y la pierna, lo habían torturado con ascuas encendidas y arrastrado por múltiples calles. Pero un examen detallado de todos los centímetros de su piel solo revelaría dos pequeñas cicatrices: las dos finas líneas blancas sobre sus omóplatos de las que surgían sus alas.

Todos los ángeles caídos adquirieron aquellas cicatrices cuando se encarnaron en humanos. En cierto sentido, las cicatrices eran la única huella de su verdadera naturaleza.

A casi todos los demás les complacía ser inmunes a las cicatrices. Arriane era la excepción, pero la cicatriz que tenía en el cuello era otra historia. No obstante, Cam e incluso Roland se peleaban casi con el primer mortal que se les ponía por delante. Por supuesto, jamás perdían, pero parecía que les gustara terminar un poco magullados. Sabían que, en un día o dos, volverían a estar como nuevos.

Para Daniel, una existencia sin cicatrices solo era otro indicio de que no era dueño de su destino. Nada de lo que hacía dejaba nunca huella. El peso de su propia futilidad era aplastante, sobre todo en lo referente a Luce.

Y, de pronto, recordó que la había visto allí, en 1918. A Luce. Y recordó que había huido del hospital.

Aquello era lo único que podía dejarle una cicatriz: en su alma.

Se había sentido confuso al verla entonces, igual que se sentía ahora. En esa época, creía que era imposible que la Lucinda mortal pudiera retroceder en el tiempo para visitar a sus antiguos yoes. Que era imposible que estuviera viva. Ahora, por supuesto, sabía que algo había cambiado en la vida de Lucinda Price, pero ¿qué era? No estar bautizada había sido el principio, pero había más…

¿Por qué no podía desvelar el misterio? Conocía las reglas y los parámetros de la maldición mejor que nadie. ¿Cómo era posible que no diera con la respuesta?

Luce. Ella misma debía de haber obrado el cambio en su pasado. El corazón le palpitó al pensarlo. Debía de haber sucedido precisamente durante su huida a través de las Anunciadoras. Por supuesto: Luce debía de haber cambiado alguna cosa para hacer todo aquello posible. Pero ¿cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo? Él no debía interferir.

Tenía que encontrarla, como siempre había prometido que haría. Pero también debía asegurarse de que ella conseguía hacer lo que fuera que tuviera que hacer, de que obraba el cambio que necesitaba efectuar en su pasado para que Lucinda Price, su Luce, pudiera existir.

Si la alcanzaba, quizá podría ayudarla. Podría guiarla hacia el momento en el que cambiaba las reglas del juego para todos ellos. Se le había escapado por los pelos en Moscú, pero en aquella vida la encontraría. Solo tenía de averiguar por qué había ido allí. Siempre había una razón, oculta en los recuerdos más recónditos de Luce…

¡Oh!

Le ardieron las alas y sintió vergüenza. Su muerte había sido truculenta y desagradable en aquella vida en Italia. Una de las peores. Jamás dejaría de culparse por la forma horrible en la que había muerto.

Pero eso ocurriría años después del momento en el que había llegado Daniel. Aquel era el hospital donde se habían conocido, cuando Lucia era tan joven y tan encantadora, inocente y descarada al mismo tiempo. Allí, Lucia lo había amado de una forma instantánea y absoluta. Aunque era demasiado joven para que Daniel le demostrara que también la amaba, él jamás la había desalentado. Lucia solía deslizar su mano en la suya cuando paseaban bajo los naranjos de la Piazza della Repubblica, pero, cuando él se la apretaba, se ruborizaba. Siempre le hacía reír que pudiera ser tan atrevida y, de golpe, se volviera vergonzosa. Solía decirle que quería casarse con él algún día.

—¡Has vuelto!

Daniel giró sobre sus talones. No había oído que abrían la puerta detrás de él. Lucia dio un brinco al verlo. Le sonrió, enseñándole una hilera perfecta de dientes blancos. Su belleza lo dejó sin aliento.

¿A qué se refería con que había vuelto? Ah, eso era cuando se había escondido de Luce por temor a matarla sin querer. No le estaba permitido revelarle nada; ella tenía que descubrir los detalles por sí sola. Si él le hacía la menor insinuación, ella ardería en llamas. De haberse quedado, Luce podría haberlo interrogado y tal vez le habría sacado la verdad… Prefería no arriesgarse.

Así pues, su antiguo yo había huido. Ya debía de estar en Bolonia.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Lucia mientras se acercaba a él—. Deberías estar acostado. Tu cuello… —Alargó la mano para tocarle el lugar donde le habían disparado hacía más de noventa años. Abrió los ojos de par en par y retiró la mano. Negó con la cabeza—. Creía… habría jurado…

Empezó a abanicarse la cara con los historiales que llevaba. Daniel le cogió la mano, la condujo hasta la cama y la sentó en el borde.

—Por favor —dijo—, ¿puedes decirme si había una chica aquí…?

«Una chica idéntica a ti».

—¿Doria? —preguntó Lucia—. ¿Tu… amiga? ¿Con el pelo corto muy bonito y unos zapatos muy raros?

—Sí. —Daniel respiró—. ¿Puedes decirme dónde está? Es muy urgente.

Lucia negó con la cabeza. No podía despegar los ojos del cuello de Daniel.

—¿Cuánto tiempo llevo aquí? —preguntó Daniel.

—Llegaste anoche —respondió ella—. ¿No te acuerdas?

—Lo tengo todo borroso —mintió Daniel—. Debí de darme un golpe en la cabeza.

—Estabas muy grave —respondió Lucia—. La enfermera Fiero creía que no lograrías pasar la noche, pero cuando han venido los médicos…

—Sí. —Daniel se acordó—. Es cierto.

—Pero lo has hecho, y todos nos hemos alegrado muchísimo. Creo que Doria se ha quedado toda la noche contigo. ¿Te acuerdas de eso?

—¿Por qué lo habrá hecho? —preguntó Daniel con brusquedad, asustando a Lucia.

Pero por supuesto que Luce se había quedado con él. Daniel habría hecho lo mismo.

A su lado, Lucia sorbió por la nariz. La había disgustado, cuando era consigo mismo con quien tenía que estar enfadado. Le pasó un brazo por los hombros y casi sintió vértigo. ¡Qué fácil era enamorarse de todos los momentos de su existencia! Se obligó a apartarse para concentrarse.

—¿Sabes dónde está?

—Se ha ido. —Lucia se mordió el labio con nerviosismo—. Después de que te fueras, se ha disgustado y se ha ido. Pero no sé adónde.

De modo que Luce ya había vuelto a huir. Qué necio era, viajando en el tiempo a paso de tortuga cuando ella casi volaba. Pero tenía que alcanzarla. Tal vez podía ayudarla para guiarla hacia ese momento en el que ella podría cambiarlo todo. Entonces jamás se apartaría de su lado, jamás permitiría que le sucediera nada, solo estaría con ella y la querría siempre.

Se levantó de un salto. Estaba en la puerta cuando la mano de Lucia tiró de él.

—¿Adónde vas?

—Tengo que irme.

—¿Tras ella?

—Sí.

—Pero deberías quedarte un poco más. —Daniel notó su palma húmeda en la mano—. Los médicos, todos, han dicho que necesitas reposo —dijo Lucia en voz baja—. No sé qué me pasa. No podré soportarlo si te vas.

Daniel se sintió fatal. Se llevó su mano menuda al corazón.

—Volveremos a vernos.

—No. —Ella negó con la cabeza—. Mi padre dijo eso, y mi hermano. Después se fueron a la guerra y murieron. No me queda nadie. No te vayas, por favor.

Daniel no quería hacerlo. Pero, si quería volver a encontrarla, su única posibilidad era marcharse en aquel momento.

—Cuando la guerra termine, tú y yo volveremos a vernos. Tú irás a Florencia un verano y, cuando estés preparada, me encontrarás en los jardines Boboli…

—¿Cómo?

—Justo detrás del palacio Pitti, al final del bosquete bordeado de hortensias. Búscame.

—Debes de estar delirando. ¡Esto es una locura!

Daniel asintió. Sabía que era una locura. Detestaba que no hubiera más alternativa que llevar a aquella muchacha dulce y hermosa por un camino tan desagradable. Ella tenía que ir a los jardines entonces, de igual forma que él tenía que seguir a Lucinda ahora.

—Estaré allí, esperándote. Confía en eso.

Cuando la besó en la frente, ella se puso a sollozar muy quedo y le temblaron los hombros. En contra de todos sus instintos, Daniel se apartó y salió a toda prisa en busca de una Anunciadora que lo transportara a una época anterior.