La ignorancia es osada
Milán, Italia
25 de mayo de 1918
Luce salió de la Anunciadora tambaleándose y oyó explosiones. Se agachó y se tapó los oídos.
Violentos estallidos sacudieron el suelo. Un fuerte estruendo tras otro, cada uno más espectacular y paralizante que el anterior, hasta que el ruido y los temblores reverberaron de tal modo que pareció que el ataque no tenía pausa ni final. Que no había forma de eludir el fragor.
Luce avanzó a tientas en la atronadora oscuridad, encorvada, tratando de protegerse el cuerpo. Las explosiones le repercutían en el pecho, le llenaban los ojos y la boca de tierra.
Todo aquello antes de que hubiera siquiera tenido ocasión de ver dónde estaba. Con cada explosión cegadora, vislumbraba campos ondulados atravesados por acequias y vallas desvencijadas. Pero los destellos eran breves, y ella no tardaba en quedarse de nuevo ciega.
Bombas. Seguían cayendo.
Algo iba mal. Su intención era retroceder en el tiempo, alejarse de Moscú y de la guerra. Pero debía de haber terminado justo donde había empezado. Roland le había advertido sobre aquello, sobre los peligros de viajar por las Anunciadoras. Pero ella había sido demasiado obstinada para hacerle caso.
En aquella completa oscuridad, tropezó con algo y cayó de bruces.
Alguien gruñó. La persona sobre la que había caído.
Sofocó un grito y se apartó mientras notaba una fuerte punzada en la cadera que se había golpeado. Pero, cuando vio al hombre tendido en el suelo, se olvidó de su dolor.
Era joven, más o menos de su edad. Menudo, con unas facciones delicadas y unos huidizos ojos castaños. Estaba pálido. Respiraba de forma entrecortada y superficial. Tenía la mano con la que se agarraba el vientre recubierto de mugre negra. Y debajo de esa mano, su uniforme estaba empapado de sangre oscura.
Luce no podía apartar los ojos de la herida.
—Se supone que no debería estar aquí —susurró entre dientes.
El muchacho entreabrió los labios. La mano ensangrentada le tembló cuando se santiguó.
—Oh, he muerto —dijo, mirándola con los ojos muy abiertos—. Eres un ángel. He muerto y he ido a… ¿Estoy en el Cielo?
Alargó sus manos temblorosas hacia ella. Luce tuvo ganas de gritar o vomitar, pero, de forma instintiva, se las cogió y volvió a colocárselas sobre la herida abierta en su abdomen. Otra explosión sacudió el suelo y al muchacho postrado en él. La herida sangró entre los dedos de Luce.
—Soy Giovanni —susurró el muchacho, cerrando los ojos—. Por favor. Ayúdame. Por favor.
Fue entonces cuando Luce se dio cuenta de que ya no se encontraba en Moscú. Bajo sus pies, el suelo no estaba tan frío. No era una superficie nevada, sino una llanura herbosa con zonas arrasadas donde se veía el fértil suelo negro. El aire era seco y estaba impregnado de polvo. Aquel muchacho le había hablado en italiano y, al igual que en Moscú, ella lo había entendido.
Sus ojos se habían habituado a la oscuridad. A lo lejos, vio reflectores que alumbraban colinas de tonalidades moradas. Y, más allá, el cielo estaba salpicado de brillantes estrellas blancas. Apartó la vista. No podía ver estrellas sin pensar en Daniel, y en ese momento no podía pensar en Daniel. No mientras presionaba el abdomen de aquel muchacho, no con él al borde la muerte.
Al menos no había muerto todavía.
Solo creía que lo había lo hecho.
Era lógico. Después de que lo hirieran, probablemente había sufrido una conmoción. Y quizá la había visto salir de la Anunciadora, un negro túnel surgido de la nada. Debía de estar aterrado.
—Vas a ponerte bien —dijo Luce, en el italiano perfecto que siempre había querido aprender. Se asombró de lo natural que se hacía hablarlo. Además, su voz tenía una dulzura y una serenidad que no esperaba; eso la indujo a preguntarse cómo debió de ser en aquella vida.
Una ensordecedora ráfaga de disparos la sobresaltó. Tiros. Interminables, en rápida sucesión, balas trazadoras que dibujaban arcos en el cielo, candentes líneas blancas ante sus ojos, seguidas de muchos gritos en italiano. Luego oyó pisadas. Acercándose.
—Nos batimos en retirada —masculló el muchacho—. Mala señal.
Luce miró a los soldados que corrían en su dirección y advirtió, por primera vez, que el soldado y ella no estaban solos. Al menos otros diez hombres yacían heridos a su alrededor, gimiendo, temblando y manchando la tierra negra de sangre. La mina terrestre que debía de haberlos cogido por sorpresa les había dejado la ropa chamuscada y hecha jirones. Un penetrante hedor a podredumbre, sudor y sangre lo impregnaba todo. La escena era tan espantosa que Luce tuvo que morderse el labio para no chillar.
Un hombre con uniforme de oficial pasó por su lado y se detuvo.
—¿Qué hace ella aquí? Esto es el frente. No es sitio para una enfermera. No nos servirás de nada muerta, muchacha. Al menos sé útil. Tenemos que llevarnos a las víctimas.
El oficial se alejó corriendo antes de que Luce pudiera reaccionar. Por debajo de ella, el muchacho tenía los ojos casi cerrados y temblaba de la cabeza a los pies. Luce miró a su alrededor con desesperación, buscando ayuda.
A unos ochocientos metros de distancia, había una estrecha carretera sin asfaltar con dos camiones antiquísimos y dos ambulancias achaparradas en un lado.
—Vuelvo enseguida —dijo al muchacho mientras le presionaba el abdomen con más fuerza para controlar la hemorragia. El soldado gimió cuando apartó las manos.
Luce corrió hacia los camiones y dio un traspié cuando otro proyectil cayó detrás de ella e hizo temblar el suelo.
Había varias mujeres con uniformes blancos congregadas detrás de uno de los camiones. Enfermeras. Ellas sabrían qué hacer, sabrían cómo ayudarle. Pero, cuando estuvo lo bastante cerca para verles la cara, se le cayó el alma a los pies. Solo eran niñas. Algunas no debían de tener más de catorce años. Sus uniformes parecían disfraces.
Escrutó sus caras, buscando la suya. Debía de haber un motivo para que hubiera emergido en aquel infierno. Pero ninguna le resultó familiar. Costaba interpretar sus expresiones límpidas y serenas. Ninguna manifestaba el terror que ella sabía que reflejaba su cara. A lo mejor ya habían visto suficiente guerra para estar habituadas a sus estragos.
—Agua —dijo una voz de mujer desde el interior del camión—. Vendas. Gasas.
Repartía material de curas a las muchachas, que lo cogían y lo llevaban a un dispensario improvisado junto a la carretera. Ya había una hilera de hombres heridos detrás del camión a la espera de ser atendidos. Y había más en camino. Luce se sumó a las muchachas que hacían cola para recoger el material. Estaba oscuro, y nadie le dijo una palabra. Entonces la percibió. La tensión de las jóvenes enfermeras. Debían de haberles enseñado a aparentar calma y serenidad delante de los soldados, pero, cuando la muchacha que iba delante de Luce cogió su material de curas, le temblaron las manos.
Alrededor de ellas, los soldados se movían rápidamente en parejas, llevando a los heridos por las axilas y los pies. Algunos de aquellos hombres mascullaban preguntas sobre el combate y la gravedad de sus lesiones. Además, estaban los heridos más graves, cuyos labios no podían formular ninguna pregunta porque estaban demasiado ocupados en contener sus gritos, y otros a los que había que llevar por la cintura porque una mina les había arrancado una o ambas piernas.
—Agua. —Pusieron una jarra en los brazos de Luce—. Vendas. Gasas. —La jefa de enfermeras le entregó su material de curas de forma mecánica, lista para pasar a la siguiente muchacha, pero no lo hizo. Se quedó mirándola. Bajó los ojos y Luce cayó en la cuenta de que aún llevaba el recio abrigo de lana de la abuela rusa de Luschka. Lo cual era una suerte, porque debajo estaban los vaqueros y la camisa de su vida actual.
—Uniforme —dijo por fin la mujer sin variar el tono mientras le arrojaba un vestido blanco y una cofia como los que llevaban las otras muchachas.
Luce asintió agradecida y se escondió detrás de un camión para ponérselo. Era un vestido blanco muy holgado que le llegaba a los pies y olía mucho a lejía. Intentó limpiarse la sangre de las manos con el abrigo de lana antes de arrojarlo detrás de un árbol. Pero, cuando terminó de abotonarse, subirse las mangas y abrocharse el cinturón, tenía el uniforme de enfermera completamente cubierto de rayas herrumbrosas.
Cogió el material de curas y volvió a cruzar la carretera. El panorama que tenía ante ella era espantoso. El oficial no había dicho ninguna mentira. Había al menos un centenar de hombres que necesitaban ayuda. Miró las vendas que llevaba en los brazos y se preguntó qué debía hacer.
—¡Enfermera! —gritó un soldado. Estaba metiendo una camilla en una ambulancia—. ¡Enfermera! Este necesita una enfermera.
Luce advirtió que se dirigía a ella.
—Oh —dijo con un hilillo de voz—. ¿Yo? —Miró dentro de la ambulancia. Estaba oscuro. Un espacio que parecía concebido para dos personas albergaba a seis. Los soldados heridos estaban tendidos en tres pisos de camillas colgadas de correas, seis en total. Solo quedaba espacio para Luce en el suelo.
Alguien la apartó hacia un lado, un hombre que dejó otra camilla en el reducido espacio vacío del suelo. El soldado que yacía en ella estaba inconsciente y tenía el pelo negro pegado a la cara.
—Vamos —dijo el hombre a Luce—. Va a salir.
Cuando ella no se movió, le señaló un taburete de madera sujeto con una cuerda a la parte interior de la puerta trasera de la ambulancia. Se agachó y entrelazó las manos para que Luce pusiera el pie y se subiera al taburete. Cayó otro proyectil, y a Luce se le escapó un grito.
Miró al hombre con actitud de disculpa, respiró hondo y se encaramó al minúsculo taburete.
Cuando estuvo sentada en él, el hombre le dio la jarra de agua y la caja con vendas y gasas.
—Espere —susurró Luce—. ¿Qué hago?
El hombre no le respondió de inmediato.
—Ya sabes lo lejos que está Milán. Véndales las heridas e intenta que estén cómodos. Haz lo que puedas.
La puerta se cerró con Luce encaramada a ella. Tuvo que aferrarse al taburete para no caerse encima del soldado tendido a sus pies. Hacía un calor sofocante dentro de la ambulancia. El olor era nauseabundo. La única luz provenía de un farol colgado de un clavo en un rincón. La única ventanilla estaba en la puerta, justo detrás de su cabeza. No sabía qué había sido de Giovanni, el muchacho con la bala en el vientre. No sabía si volvería a verlo. Si él pasaría de aquella noche.
El motor arrancó. La ambulancia se puso en movimiento con una sacudida. El soldado que ocupaba una de las camillas superiores comenzó a gemir.
Cuando hubieron alcanzado una velocidad constante, Luce oyó un tamborileo. Algo goteaba. Se inclinó hacia delante en el taburete y entrecerró los ojos a la débil luz del farol.
Era la sangre del soldado que ocupaba la camilla superior. Traspasaba la correa de lona y caía sobre el soldado de la camilla intermedia. El muchacho tenía los ojos abiertos. Miraba la sangre que le goteaba en el pecho, pero estaba demasiado grave para apartarse. No hizo ningún ruido. Hasta que el hilillo de sangre se convirtió en un río.
Luce gimió con él. Fue a bajarse del taburete, pero no había espacio para ella a menos que se pusiera a horcajadas sobre el soldado que estaba en el suelo. Con cuidado, colocó un pie a cada lado de su torso. Mientras la ambulancia rodaba por la carretera sin asfaltar, metió un puñado de gasas entre la correa y la camilla superior. La sangre las empapó en cuestión de segundos y le manchó los dedos.
—¡Socorro! —gritó al conductor de la ambulancia. Ni tan siquiera sabía si la oiría.
—¿Qué pasa? —El soldado tenía un marcado acento regional.
—Este hombre se está desangrando. Creo que se muere.
—Todos nos morimos, preciosa —dijo el conductor. ¿Era posible que estuviera coqueteando con ella? Un segundo después, volvió la cabeza y la miró por la abertura que había detrás de su asiento—. Oye, lo siento. Pero no hay nada que hacer. Tengo que llevar al resto al hospital.
Tenía razón. Ya era demasiado tarde. Cuando Luce retiró la mano de debajo de la camilla, la sangre volvió chorrear. Con tal profusión que parecía imposible.
Luce no sabía cómo consolar al muchacho de la camilla intermedia, que tenía la mirada petrificada y susurraba un fervoroso Ave María. La sangre del otro soldado corría por los lados de su camilla y se le encharcaba alrededor de las caderas, en el espacio que quedaba entre su cuerpo y la correa.
Luce quiso cerrar los ojos y desvanecerse. Quiso rebuscar entre las sombras que proyectaba el farol, encontrar una Anunciadora que la llevara a otro lugar. A cualquier otro lugar.
Como la playa rocosa que había debajo del campus de la Escuela de la Costa. A la que Daniel la había llevado a bailar sobre el mar, bajo las estrellas. O el límpido estanque que los había visto zambullirse a los dos, cuando ella llevaba un biquini amarillo. Habría preferido Espada & Cruz a aquella ambulancia, incluso en los peores momentos, como la noche en la que había acudido a su cita con Cam en aquel bar. Como cuando lo había besado. Hasta habría preferido Moscú. Aquello era peor. Jamás se había enfrentado a nada igual.
Salvo…
Por supuesto que lo había hecho. Ya debía de haber vivido algo casi idéntico a aquello. Por eso había terminado allí. En algún lugar de aquel mundo desgarrado por la guerra, estaba la muchacha que murió, resucitó y, con el tiempo, se convirtió en ella. No le cabía ninguna duda. Debía de haber vendado heridas, transportado agua y reprimido sus ganas de vomitar. Pensar en la muchacha que ya había pasado por aquello le dio fuerzas.
El río de sangre comenzó a menguar hasta quedar reducido a un lento goteo. El muchacho de la camilla intermedia se había desmayado, de modo que Luce se quedó observándolo durante mucho rato en silencio. Hasta que el goteo cesó por completo.
Entonces cogió una toalla y la jarra de agua y comenzó a lavarlo. Hacía tiempo que el soldado no se daba un baño. Lo lavó con delicadeza y le cambió el vendaje de la cabeza. Cuando recobró el conocimiento, le dio sorbos de agua. El muchacho comenzó a respirar con normalidad y dejó de mirar la camilla superior con cara de terror. Parecía más cómodo.
Todos los soldados parecieron sentirse más a gusto cuando ella los atendió, incluso el que estaba tendido en el suelo, que no abrió los ojos en ningún momento. Luce limpió la cara al muchacho de la camilla superior que acababa de morir. No supo explicar por qué. Quería que también él descansara en paz.
Era imposible saber cuánto tiempo había transcurrido. Lo único que sabía era que ya era de noche y la ambulancia apestaba, que le dolía la espalda, tenía la garganta seca y se sentía agotada. Y ella estaba mucho mejor que cualquiera de aquellos hombres.
Había dejado al soldado de la camilla inferior izquierda para el final. Tenía una herida grave en el cuello y le preocupaba que perdiera todavía más sangre si trataba de cambiarle el vendaje. Lo hizo lo mejor que supo. Se sentó en un lado de su camilla, le pasó una esponja por la sucia cara y le quitó parte de la sangre del pelo rubio. Era guapo bajo toda aquella mugre. Muy guapo. Pero la distrajo su cuello, que seguía empapando la gasa de sangre. Cada vez que hacía ademán de tocarlo, él gritaba de dolor.
—No te preocupes —susurró—. Vas a salir de esta.
—Lo sé. —Su susurro fue tan quedo y dejó traslucir una tristeza tan honda que Luce no estuvo segura de haberlo oído bien. Hasta ese momento, creía que el soldado estaba inconsciente, pero parecía que su voz lo había ayudado a volver en sí.
Los párpados le temblaron y, poco a poco, abrió los ojos.
Los tenía de color violeta.
A Luce se le cayó la jarra de las manos.
¡Daniel!
Su primera reacción fue acercarse para cubrirle los labios de besos, fingir que no estaba herido de tanta gravedad.
Al verla, Daniel abrió los ojos de par en par y trató de incorporarse. Pero el cuello volvió a sangrarle profusamente y la cara se le quedó blanca como el papel. Luce no tuvo más remedio que impedírselo.
—Chist. —Le bajó los hombros para que volviera a echarse en la camilla y pudiera relajarse.
Él se resistió bajo sus manos. Cada vez que se retorcía, el vendaje se le empapaba aún más de sangre.
—Daniel, tienes que dejar de resistirte —suplicó Luce—. Por favor, deja de resistirte. Hazlo por mí.
Se miraron con intensidad. En ese momento, la ambulancia frenó bruscamente. La puerta trasera se abrió, y por ella se coló una inesperada corriente de aire fresco. Fuera, las calles estaban vacías, pero se notaba que aquello era una gran ciudad, incluso en plena noche.
Milán. Allí era donde el soldado le había dicho que iban cuando le había asignado aquella ambulancia. Debían de estar en un hospital de Milán.
Dos hombres vestidos de militares aparecieron en la puerta y comenzaron a bajar las camillas con precisión y rapidez. En pocos minutos, habían colocado a los heridos en carros y se los habían llevado. Apartaron a Luce para sacar la camilla de Daniel. Él intentó abrir los ojos, y a Luce le pareció que hacía ademán de cogerle la mano. Lo miró desde el fondo de la ambulancia hasta que dejó de verlo. Entonces se puso a temblar.
—¿Te encuentras bien? —Una muchacha se asomó al interior de la ambulancia. Era bonita y parecía descansada. Tenía la boca pequeña, muy roja, y el pelo largo y oscuro, recogido en un moño suelto. Su uniforme de enfermera era más entallado que el suyo y estaba tan limpio que Luce se dio cuenta de lo ensangrentada y embarrada que iba.
Se puso en pie de un salto. Se sentía como si la hubiera pillado haciendo algo vergonzoso.
—Estoy bien —se apresuró a decir—. Solo…
—No hace falta que digas nada —la interrumpió la muchacha. El rostro se le ensombreció cuando miró el interior de la ambulancia—. Lo sé, ha sido un viaje duro.
Luce observó a la muchacha cuando esta dejó un cubo de agua en el suelo de la ambulancia y subió. Se puso manos a la obra de inmediato. Restregó las correas ensangrentadas y fregó el suelo con abundante agua que no tardó en teñirse de rojo. Cambió las sábanas manchadas por otras limpias y añadió más gas al farol. No aparentaba más de trece años.
Luce se levantó para ayudarla, pero la chica la disuadió con un gesto de la mano.
—Siéntate. Descansa. Acaban de trasladarte, ¿no?
Con vacilación, Luce asintió.
—¿Has estado sola durante todo el trayecto desde el frente? —La muchacha dejó un momento de limpiar y, cuando miró a Luce, sus ojos avellana rebosaron compasión.
Luce fue a responder, pero tenía la boca tan seca que no pudo articular palabra. ¿Cómo había tardado tanto en darse cuenta de que estaba mirándose a sí misma?
—Sí —consiguió decir—. He estado sola.
La chica sonrió.
—Pues ya no lo estás. Somos un buen grupo en el hospital. Aquí tenemos a las enfermeras más simpáticas. Y a los pacientes más guapos. Ya verás como te gusta. —Fue a darle la mano, pero se la miró y advirtió lo sucia que estaba. Se rió y volvió a coger la fregona—. Soy Lucia.
Luce consiguió contenerse para no decir «Lo sé».
—Yo soy…
Se le quedó la mente en blanco. Intentó pensar en un nombre, cualquier nombre que pudiera servir.
—Soy Doree… Doria —dijo por fin. Casi el nombre de su madre—. ¿Sabes… adónde llevan a los soldados a los que hemos traído?
—Ay, ay. No te habrás enamorado ya de uno, ¿no? —bromeó Lucia—. Los nuevos pacientes se llevan al ala este para comprobar sus signos vitales.
—El ala este —repitió Luce para sus adentros.
—Pero tendrías que ir a ver a la señorita Fiero al puesto de enfermeras. Se ocupa de inscribir a las nuevas y organizar los horarios. —Lucia volvió a reírse, bajó la voz y se acercó más a Luce—. ¡Y de darle un repaso al médico los martes por la tarde!
Luce solo fue capaz de mirarla fijamente. A esa distancia, su antiguo yo era tan real, estaba tan vivo, se parecía tanto a la clase de muchacha con la que ella habría trabado amistad de inmediato si las circunstancias hubieran tenido algún viso de normalidad, que le entraron ganas de abrazarla, pero un temor indescriptible la invadió. Había limpiado las heridas de siete soldados medio muertos, entre ellos, el amor de su vida, pero no estaba segura de cómo actuar con Lucia. La muchacha parecía demasiado joven para conocer alguno de los secretos que ella buscaba, acerca de la maldición, acerca de los Proscritos. Luce temía que solo fuera a asustarla si empezaba a hablarle de la reencarnación y el Cielo. Había algo especial en sus ojos, en su inocencia: se percató de que Lucia sabía incluso menos que ella.
Bajó de la ambulancia y retrocedió.
—¡Me alegro de conocerte, Doria! —gritó Lucia.
Pero Luce ya se había marchado.
Luce entró en seis habitaciones equivocadas, asustó a tres soldados y volcó un botiquín antes de encontrarlo.
Daniel compartía una habitación del ala este con otros dos soldados. Uno era un hombre callado que llevaba la cara vendada. El otro roncaba ruidosamente. Tenía una botella de whisky no muy bien escondida bajo la almohada y las dos piernas rotas, colgadas de una polea.
La habitación era aséptica y apenas tenía muebles, pero había una ventana con vistas a una amplia avenida bordeada de naranjos.
De pie junto a su cama, observándolo mientras dormía, Luce la vio. La forma en la que su amor habría florecido allí. Vio a Lucia entrando con las comidas de Daniel. Lo vio a él abriéndose poco a poco a ella. Ambos ya inseparables cuando Daniel estuviera recuperado. Y eso hizo que se sintiera celosa, culpable y desconcertada, porque, en aquel preciso momento, era incapaz de saber si su amor era algo hermoso o si aquel solo era otro ejemplo de su inconveniencia.
Si ella era tan joven cuando se conocieron, debieron de tener una relación larga en aquella vida. Lucia llevaría años con él antes de que sucediera. Antes de que muriera y se reencarnara en una vida completamente distinta. Debió de creer que siempre estarían juntos. Y ni siquiera debía de saber cuánto tiempo significaba «siempre».
Pero Daniel lo sabía. Siempre lo sabía.
Luce se sentó en su cama, procurando no despertarlo. Tal vez no había sido siempre tan cerrado y retraído. Acababa de verlo en su vida en Moscú, susurrándole algo en el momento crítico previo a su muerte. Si pudiera hablar con él en esa vida, aquel Daniel quizá la trataría de un modo distinto al que ella conocía. Quizá no se escondería tanto de ella. Tal vez la ayudaría a entender. Tal vez le diría la verdad, para variar.
De ese modo, Luce podría regresar al presente y ya no habría más secretos. En realidad, eso era lo único que deseaba: que los dos pudieran amarse abiertamente. Y que ella no tuviera que morir.
Alargó la mano y le tocó la mejilla. Adoraba sus mejillas. Daniel estaba magullado y herido, y probablemente sufría una conmoción cerebral, pero su mejilla era cálida y suave, y, sobre todo, era suya. Estaba más guapo que nunca. Dormido, tenía una expresión tan serena que Luce podría haberse pasado horas mirándolo desde todos los ángulos sin aburrirse. Para ella, era perfecto. Sus labios perfectos estaban igual que siempre. Cuando los tocó con el dedo, los notó tan suaves que no pudo evitar besarlos. Él no se movió.
Le pasó los labios por el contorno de la mandíbula, le besó el lado del cuello que no tenía herido y siguió por la clavícula. En la parte superior del hombro derecho, sus labios se detuvieron en una pequeña cicatriz blanca.
Habría sido casi indiscernible para cualquier otra persona, pero Luce sabía que de allí surgían las alas de Daniel. Besó el tejido cicatricial. Era durísimo verlo postrado en aquella cama de hospital cuando ella sabía de qué era capaz. Cuando la envolvía en sus alas, Luce siempre perdía de vista todo lo demás. ¡Qué no daría por verlas desplegarse en aquel momento, por ver aquel vasto esplendor blanco que parecía llevarse toda la luz de una habitación! Apoyó la cabeza en su hombro y notó el calor de la cicatriz en su piel.
Luce alzó la cabeza con brusquedad. No supo que se había quedado dormida hasta que los chirridos de las ruedas de una camilla en el desigual suelo de madera del pasillo la despertaron de golpe.
¿Qué hora era? El sol que entraba a raudales por la ventana bañaba las blancas sábanas de las camas. Rotó el hombro para aliviar una contractura. Daniel seguía dormido.
La cicatriz de su hombro parecía más blanca a la luz de la mañana. Luce quiso ver el otro lado, la otra cicatriz idéntica, pero estaba oculta bajo las gasas. Al menos, parecía que la herida ya no sangraba.
La puerta se abrió, y Luce se levantó de un salto.
Lucia estaba en la puerta, sosteniendo tres bandejas tapadas en los brazos.
—¡Oh! Estás aquí. —Parecía sorprendida—. Entonces, ¿ya han desayunado?
Luce se ruborizó y negó con la cabeza.
—Yo… hum…
—Ah. —A Lucia se le iluminaron los ojos—. Conozco esa mirada. Estás coladísima por alguien. —Dejó las bandejas del desayuno en un carrito y se acercó a ella—. No te preocupes. No se lo diré a nadie, siempre que lo apruebe. —Ladeó la cabeza para mirar a Daniel y lo escrutó durante mucho rato. No se movió ni respiró.
Cuando se dio cuenta de cómo se le agrandaban los ojos al ver a Daniel por primera vez, Luce no supo qué sentir. Empatía. Envidia. Dolor. Todo aquello estaba presente.
—¡Es divino! —Parecía que Lucia fuera a ponerse a llorar—. ¿Cómo se llama?
—Se llama Daniel.
—Daniel —repitió la muchacha y, dicha por ella, la palabra pareció sagrada—. Algún día, conoceré a un hombre como este. Algún día los volveré locos a todos. Como tú, Doria.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Luce.
—Está ese otro soldado, dos puertas más abajo. —Lucia le habló sin apartar los ojos de Daniel ni un solo instante—. ¿Sabes, Giovanni?
Luce negó con la cabeza. No lo sabía.
—El que están a punto de operar. No hace más que preguntar por ti.
—Giovanni. —El muchacho al que habían disparado en el abdomen—. ¿Está bien?
—Pues claro. —Lucia sonrió—. No le diré que tienes novio. —Le guiñó un ojo y señaló las bandejas—. Te dejo repartir los desayunos —dijo mientras salía—. ¿Vendrás a verme luego? Quiero saberlo todo sobre ti y Daniel. Toda la historia, ¿vale?
—Claro —mintió Luce, un poco apenada.
Cuando volvió a quedarse a solas con Daniel, Luce se puso nerviosa. En el patio de sus padres, después de la batalla con los Proscritos, Daniel había parecido horrorizado cuando la había visto entrar en la Anunciadora. En Moscú también. ¿Quién sabía qué haría aquel Daniel cuando abriera los ojos y averiguara de dónde venía?
Si es que los abría.
Volvió a inclinarse sobre su cama. Tenía que abrir los ojos, ¿no? Los ángeles no morían. Por lógica, Luce pensaba que era imposible, pero ¿y si… y si ella había fastidiado algo viajando al pasado? Había visto las películas de Regreso al futuro y una vez había aprobado un examen sobre física cuántica en clase de ciencias. Probablemente, estaba alterando el continuo espacio-tiempo. Y Steven Filmore, el demonio que enseñaba humanidades en la Escuela de la Costa, ya les había hablado de eso.
No sabía qué significaba nada de aquello, pero sí sabía que podía ser nefasto. Tan nefasto como borrar toda su existencia. O matar a su novio ángel.
Fue entonces cuando el pánico se apoderó de ella. Cogió a Daniel por los hombros y comenzó a moverlo. Con suavidad y delicadeza: después de todo, había pasado por una guerra. Pero con el vigor suficiente para transmitirle que necesitaba una señal. Ya.
—Daniel —susurró—. ¿Daniel?
Por fin. Los párpados comenzaron a temblarle. Luce respiró. Daniel abrió poco a poco los ojos, como había hecho la noche anterior. Y, al igual que entonces, cuando vio a la muchacha que tenía ante él, casi se le salieron de las órbitas. Separó los labios.
—Eres… vieja.
Luce se ruborizó.
—No lo soy —dijo, riéndose. Era la primera vez que la llamaban vieja.
—Sí que lo eres. Eres viejísima. —Casi parecía decepcionado. Se frotó la frente—. Es decir… ¿cuánto tiempo llevo…?
En ese momento, Luce se acordó: Lucia era varios años menor que ella. Pero Daniel no la conocía todavía. ¿Cómo podía saber qué edad tenía?
—No te preocupes por eso —dijo Luce—. Tengo que explicarte una cosa, Daniel. Yo… yo no soy quien tú crees. Es decir, lo soy, supongo, siempre lo soy, pero esta vez he venido de… hum…
A Daniel se le crisparon las facciones.
—Claro. Has venido del futuro.
Luce asintió.
—He tenido que hacerlo.
—Lo había olvidado —susurró Daniel, confundiendo aún más a Luce—. ¿De qué época eres? No. No me lo digas. —Con un gesto de la mano, le indicó que se alejara y se apartó como si estuviera apestada—. ¿Cómo es posible? No había lagunas en la maldición. No deberías poder estar aquí.
—¿«Lagunas»? —preguntó Luce—. ¿Qué clase de lagunas? Tengo que saberlo…
—No puedo ayudarte —dijo él, tosiendo—. Tienes que averiguarlo tú sola. Son las reglas.
—Doria. —Había una mujer en la puerta a la que Luce no conocía. Era mayor que ella, rubia y seria. Llevaba una gorra almidonada de la Cruz Roja prendida del pelo con alfileres para que le quedara ladeada. Al principio, Luce no se dio cuenta de que había dirigido a ella—. Tú eres Doria, ¿no? La que acaban de trasladar.
—Sí —respondió ella.
—Vamos a tener que hacer el papeleo esta mañana —dijo secamente la mujer—. No tengo ningún dato tuyo. Pero, antes, me harás un favor.
Luce asintió. Sabía que estaba en un aprieto, pero tenía cosas más importantes de que preocuparse que aquella mujer y su papeleo.
—Van a operar al soldado Bruno —dijo la enfermera.
—De acuerdo. —Luce intentó concentrarse en ella, pero lo único que deseaba era retomar su conversación con Daniel. Por fin había dado con algo. ¡Por fin había dado con otra pieza del rompecabezas de sus vidas!
—El soldado Giovanni Bruno. Ha pedido que retiren a la enfermera de turno de su intervención. Dice que está colado por la enfermera que le salvó la vida. ¿Su ángel? —La mujer la miró con dureza—. Las chicas dicen que eres tú.
—No —dijo Luce—. Yo no…
—Da igual. Eso es lo que él cree. —La mujer señaló la puerta—. Vamos.
Luce se levantó de la cama de Daniel. Él tenía la cabeza vuelta hacia la ventana. Ella suspiró.
—Tengo que hablar contigo —susurró, aunque él no la mirara—. Vuelvo enseguida.
La intervención no fue tan espantosa como podría haber sido. Lo único que Luce tuvo que hacer fue sostener la mano menuda y suave de Giovanni y susurrarle cosas, pasar unos cuantos instrumentos al médico y tratar de no mirar cuando este introdujo las manos en la masa roja de los intestinos de Giovanni y extrajo los trozos de metralla ensangrentada. Si el médico se extrañó de su evidente inexperiencia, no dijo nada. Luce no estuvo ausente más de una hora.
El tiempo suficiente para encontrar vacía la cama de Daniel a su regreso.
Lucia estaba cambiando las sábanas. Corrió a su encuentro y Luce creyó que iba a abrazarla. Pero se derrumbó a sus pies.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Luce—. ¿Adónde ha ido?
—No lo sé. —La muchacha empezó a sollozar—. Se ha ido. Sin más. No sé adónde. —Miró a Luce, con sus ojos avellana inundados de lágrimas—. Me ha pedido que te diga adiós.
—No puede haberse marchado —dijo Luce entre dientes. Ni siquiera habían tenido ocasión de hablar…
Por supuesto que no la habían tenido. Daniel sabía perfectamente lo que hacía cuando se había marchado. No quería contarle toda la verdad. Le ocultaba algo. ¿A qué reglas se había referido? ¿Y a qué laguna?
Lucia tenía la cara congestionada e hipaba mientras hablaba.
—Sé que no debería estar llorando, pero no sé explicarlo… Me siento como si se hubiera muerto alguien.
Luce reconoció la sensación. Tenían eso en común. Cuando Daniel se marchaba, las dos se quedaban desconsoladas. Apretó los puños y se sintió enfadada y abatida.
—No seas infantil.
Luce parpadeó, creyendo, al principio, que Lucia se dirigía a ella, pero luego se dio cuenta de que se estaba reprendiendo a sí misma. Luce puso la espalda recta y enderezó los hombros, como si tratara recuperar la actitud serena que habían mostrado las enfermeras.
—Lucia. —Fue a abrazarla.
Pero la muchacha se apartó y le dio la espalda.
—Estoy bien. —Y continuó deshaciendo la cama vacía de Daniel—. Lo único que podemos controlar es el trabajo que hacemos. La enfermera Fiero lo dice siempre. El resto no está en nuestras manos.
No. Lucia estaba equivocada, pero Luce no sabía cómo sacarla de su error. No entendía muchas cosas, pero aquello sí lo entendía: su vida no tenía que escapar forzosamente a su control. Ella podía labrarse su propio destino. De algún modo. Aún no sabía del todo cómo, pero presentía que la solución se hallaba más cerca. En primer lugar, ¿cómo si no habría ido a parar allí? ¿Cómo si no habría sabido que era hora de partir?
A la luz de mediodía, un botiquín proyectaba una sombra en un rincón. Le pareció que podría utilizarla, pero todavía no confiaba del todo en su capacidad para invocar sombras. Se concentró en ella un momento y esperó a ver por dónde empezaba a temblar.
Ahí. La vio retorcerse. Luchando contra la indignación que aún sentía, la cogió.
En el otro extremo de la habitación, Lucia estaba concentrada en remeter las sábanas, en disimular que seguía llorando.
Luce actúo con rapidez. Convirtió la Anunciadora en una bola y la moldeó con los dedos más deprisa que nunca.
Contuvo el aliento, pidió un deseo y desapareció.