Enigma
Louisville, Kentucky
27 de noviembre de 2009
Se oyó un disparo. La ancha verja de salida se abrió de golpe. Un martilleo de cascos de caballo resonó en el hipódromo como un trueno ensordecedor.
—¡Ya han salido!
Sophia Bliss se arregló la ancha ala del sombrero adornado con plumas. Tenía una apagada tonalidad malva, casi setenta centímetros de diámetro y un velo de gasa. Era lo bastante grande para hacerla parecer una auténtica entusiasta de las carreras de caballos, pero no tan chillón para que llamara excesivamente la atención.
El mismo sombrerero de Hilton Head había confeccionado tres sombreros encargados especialmente para la carrera de ese día. Uno, de color amarillo pálido, cubría la nívea cabeza de Lyrica Crisp, que estaba sentada a la izquierda de la señorita Sophia, deleitándose con un bocadillo de cecina. El otro, de paja y de color verde mar, con una ancha cinta moteada de satén, coronaba la cabellera azabache de Viviana Sole, que estaba sentada a la derecha de la señorita Sophia en actitud engañosamente recatada, con guantes blancos y las manos cruzadas en el regazo.
—Un día espléndido para una carrera —dijo Lyrica. A sus ciento treinta y seis años, era el miembro más joven de los Ancianos de Zhsmaelin. Se limpió una manchita de mostaza de la comisura de la boca—. ¿Podéis creer que es la primera vez que vengo a un hipódromo?
—Chissst —susurró Sophia.
Lyrica era una imbécil. Ese día no habían ido allí por los caballos, sino para una reunión clandestina de mentes brillantes. ¿Y si los demás no habían llegado aún? Acudirían. A aquel lugar totalmente neutral consignado en la invitación impresa en oro que Sophia había recibido de un remitente anónimo. Las otras mentes brillantes acudirían para darse a conocer y sugerir un plan de ataque conjunto. De un momento a otro. Esperaba.
—Un día espléndido y un deporte espléndido —dijo Viviana con ironía—. Es una lástima que la yegua de nuestra carrera no se limite a dar vueltas por una pista como hacen estos caballos, ¿verdad, Sophia? Es difícil hacer apuestas sobre dónde terminará la purasangre Lucinda.
—He dicho que os calléis —susurró Sophia—. Muérdete esa lengua viperina. Hay espías por todas partes.
—Estás paranoica —dijo Viviana, suscitando una risita aguda en Lyrica.
—Solo quedo yo —alegó Sophia.
Antes eran muchos más: en su mejor momento, habían sido veinticuatro Ancianos de Zhsmaelin. Un grupo de mortales e inmortales, y unos cuantos transeternos, como la propia Sophia. Un eje de conocimiento, pasión y fe con una sola meta unificadora: conseguir que el mundo volviera a su estado prelapsario, aquel breve y glorioso momento anterior a la caída de los ángeles. «Para bien o para mal».
Estaba escrito, más claro que el agua, en el código que habían redactado juntos y que todos habían firmado: «Para bien o para mal».
Porque, en realidad, cabían las dos posibilidades.
Todas las monedas tenían dos caras. Cara y cruz. Luz y oscuridad. Bien y…
El hecho de que los otros Ancianos no hubieran estado preparados para las dos opciones no era culpa de Sophia. No obstante, tuvo que cargar con esa cruz cuando, uno a uno, le notificaron por escrito que se retiraban. «Tus propósitos se han vuelto demasiado siniestros». O: «Los valores de la organización han decaído». O: «Los Ancianos se han desviado demasiado del código original». La primera avalancha de cartas llegó, como era previsible, a la semana siguiente al incidente con Pennyweather. No podían tolerar, decían, la muerte de aquella cría insignificante. Un descuido con un puñal y, de repente, los Ancianos huían en desbandada, temiendo la ira de la Balanza.
Cobardes.
Sophia no temía la Balanza. Su cometido era vigilar a los ángeles caídos, no a ella. A ángeles de baja estofa como Roland Sparks y Arriane Alter. Mientras uno no desertara del Cielo, era libre de fluctuar un poco. Aquellos tiempos desesperados prácticamente lo exigían. Sophia casi se había quedado bizca al leer las patéticas excusas de los otros Ancianos. Pero, aunque hubiera querido que los desertores regresaran, lo cual no era así, no había nada que hacer.
Sophia Bliss, la bibliotecaria escolar que solo había ejercido de secretaria en el consejo de los Ancianos de Zhsmaelin, se había convertido en el directivo de mayor rango entre los Ancianos. No quedaban más que doce. Y nueve no eran de fiar.
Eso solo las dejaba a ellas tres allí ese día, con sus grandes sombreros de colores pastel, fingiendo que apostaban a los caballos. Y esperando. Era patético lo bajo que habían caído.
Terminó una carrera. Un altavoz crepitó al anunciar los caballos ganadores y las apuestas para la siguiente carrera. A su alrededor, ricachones y borrachos gritaron de alegría o se hundieron más en sus asientos.
Y una chica de unos diecinueve años con una coleta rubia casi blanca, una gabardina marrón y gruesas gafas oscuras subió despacio por las escaleras de aluminio en dirección a ellas.
Sophia se puso rígida. ¿Por qué estaba allí?
Era casi imposible saber adónde miraba, y Sophia se esforzó por no clavar la vista en ella. Aunque daba igual; la chica no podría verla. Era ciega. Pero por otra parte…
La Proscrita saludó a Sophia con la cabeza. Oh, sí, aquellos necios percibían el fuego de las almas ajenas. Era tenue, pero la fuerza vital de Sophia debía de ser visible.
La chica se sentó en la fila vacía delante de las Ancianas. Miró hacia la pista y hojeó una cara revista de pronósticos y apuestas que sus ojos ciegos no podían leer.
—Hola. —La voz de la Proscrita era monótona. No se volvió.
—No sé por qué estás aquí —dijo la señorita Sophia. Era un húmedo día de noviembre en Kentucky, pero la frente se le había perlado de sudor—. Nuestra colaboración terminó cuando tus compinches no consiguieron recuperar a la chica. Por mucho que proteste ese tal Phillip, no vamos a cambiar de opinión. —Sophia se inclinó hacia delante para acercarse más a la muchacha y frunció la nariz—. Todos saben que los Proscritos no sois de fiar…
—No estamos aquí para tratar contigo —dijo la Proscrita sin dejar de mirar al frente—. Tú solo fuiste un medio para acercarnos a Lucinda. Nos da igual colaborar contigo o no.
—A nadie le importa vuestra organización en estos tiempos. —Pasos en las gradas.
El muchacho era alto y esbelto. Llevaba la cabeza rapada y una gabardina similar a la de la Proscrita. Sus gafas oscuras tenían la montura de plástico.
Phillip se sentó al lado de Lyrica Crisp. Al igual que su compañera, no se volvió para mirarlas cuando habló.
—No estoy sorprendido de verte aquí, Sophia. —Se bajó las gafas y dejó al descubierto dos ojos blancos y vacíos—. Solo decepcionado por que no hayas querido decirme que también estabas invitada.
Lyrica sofocó un grito al ver los horribles espacios blancos que habían ocultado las gafas. Hasta Viviana perdió su calma habitual y se apartó. A Sophia le hirvió la sangre.
La Proscrita alzó una tarjeta dorada, la misma invitación que Sophia había recibido, sujeta entre dos dedos.
—Nos han mandado esto.
Aunque aquella tarjeta parecía escrita en Braille. Sophia fue a cogerla para asegurarse, pero, con un rápido movimiento, la muchacha volvió a meterse la invitación en el bolsillo interior de la gabardina.
—Oíd, gamberros. Vuestras flechas estelares llevan el emblema de los Ancianos. Trabajáis para mí…
—Corrijo —dijo Phillip—: los Proscritos solo trabajan para sí mismos.
Sophia lo vio alargar un poco el cuello, como si siguiera un caballo por la pista. Siempre le había parecido inquietante su forma de dar la impresión de que veían. Cuando todos sabían que «él» los había dejado ciegos con solo mover un dedo.
—Es una lástima que lo hicierais tan mal cuando intentasteis capturarla. —Sophia se dio cuenta de que había levantado la voz más de lo debido y había llamado la atención de un matrimonio mayor que atravesaba la tribuna—. Se suponía que colaborábamos —susurró— en su captura, y… vosotros fracasasteis.
—De todos modos, habría dado igual.
—Repite eso.
—Seguiría perdida en el tiempo. Ese ha sido siempre su destino. Y los Ancianos seguiríais pendiendo de un hilo. Ese es el vuestro.
Sophia quiso abalanzarse sobre él, estrangularlo hasta que aquellos enormes ojos blancos se le salieran de las cuencas. Le pareció que su puñal le quemaba el bolso de piel de becerro que tenía en el regazo. Ojalá hubiera sido una flecha estelar. Se estaba levantando de su asiento cuando oyó una voz detrás de ella.
—Siéntate, por favor —retumbó—. Se abre la sesión.
La voz. Sophia supo de inmediato a quién pertenecía. Calmada y autoritaria. Una voz que te bajaba por completo los humos. Hizo temblar el graderío.
Los mortales próximos no percibieron nada, pero Sophia sintió un calor en la nuca que se le extendió por el cuerpo hasta dejarla paralizada. Aquel no era un miedo corriente. Era un terror que la inmovilizaba y le agriaba el estómago. ¿Sería capaz de darse la vuelta?
Al mirar disimuladamente por el rabillo del ojo, vio a un hombre con un traje negro de sastre. Llevaba el pelo oscuro muy corto y un sombrero negro. La cara, amable y atractiva, no era especialmente memorable. Bien afeitada, de nariz recta, con unos ojos castaños que le resultaban familiares. Pero la señorita Sophia no lo había visto nunca. Y, aun así, sabía quién era, lo sabía en lo más hondo.
—¿Dónde está Cam? —preguntó la voz detrás de ella—. Se le ha enviado una invitación.
—Probablemente, jugando a ser Dios dentro de las Anunciadoras. Como todos los demás —espetó Lyrica.
Sophia le dio un manotazo.
—¿Has dicho «Jugando a ser Dios»?
Sophia trató de hallar las palabras para arreglar un desliz como aquel.
—Varios de los otros han seguido a Lucinda al pasado —adujo por fin—. Entre ellos, dos nefilim. No estamos seguras de cuántos más.
—¿Puedo preguntar —dijo la voz, súbitamente glacial— por qué ninguno de vosotros decidió ir tras ella?
A Sophia le costó tragar saliva, respirar. El pánico le impidió ejecutar los movimientos más instintivos.
—No podemos, es decir… Todavía no tenemos las capacidades para…
La Proscrita la interrumpió.
—Los Proscritos estamos en proceso de…
—Silencio —ordenó la voz—. Ahorradme vuestras excusas. Ya no importan, porque vosotros ya no importáis.
El grupo se quedó callado durante un buen rato. Resultaba aterrador no saber cómo complacerlo. Cuando por fin habló, su voz era más dulce, pero no menos mortífera.
—Hay demasiadas cosas en juego. No puedo dejar nada más en manos del azar.
Un silencio.
Luego, en voz baja, añadió:
—Es hora de que me encargue personalmente de todo.
Sophia contuvo el aliento para disimular su horror. Pero no pudo detener los temblores de su cuerpo. ¿Su implicación directa? Verdaderamente, era la perspectiva más aterradora. No podía imaginarse colaborando con él para…
—El resto os quedaréis al margen —añadió él—. Eso es todo.
—Pero… —dijo Sophia. La palabra se le había escapado sin querer. No podía retirarla. Pero ¿y todas sus décadas de duro trabajo? ¿Y todos sus proyectos? ¡Sus proyectos!
Se oyó un rugido largo y espeluznante.
Resonó en las gradas y pareció recorrer todo el hipódromo en una milésima de segundo.
Sophia se estremeció. Casi tuvo la sensación de que el sonido se estrellaba contra ella, le atravesaba la piel y le llegaba al alma. Le pareció que le hacía pedazos el corazón.
Lyrica y Viviana se apretaron contra ella, con los ojos cerrados. Hasta los Proscritos temblaron.
Justo cuando Sophia creía que el sonido no iba a cesar nunca, que por fin iba a morir, el rugido dio paso a un silencio sepulcral.
Por un instante.
El tiempo suficiente para que ella mirara a su alrededor y viera que el resto de las personas del hipódromo no se había percatado de nada.
Al oído, él le susurró:
—Se te ha agotado el tiempo. No te atrevas a interponerte en mi camino.
Abajo, sonó otro disparo. La verja volvió a abrirse. Solo que, esa vez, el martilleo de los cascos en la pista fue tan imperceptible como una finísima llovizna al caer sobre unos árboles.
Antes de que los caballos hubieran cruzado la línea de salida, la figura que tenían detrás se había desvanecido, y no quedaron más que unas huellas negras de pezuñas en las tablas calcinadas.