Perfectos desconocidos
Dieciocho años después
Luce sujetó entre los dientes la tarjeta que abría la puerta de su habitación, torció el cuello para pasarla por la cerradura, esperó a oír el débil chasquido metálico y abrió la puerta con la cadera.
Tenía las manos ocupadas: su cesta amarilla de la colada estaba hasta los topes de ropa, casi toda encogida después de su primer ciclo de secado fuera de casa. Dejó la ropa en su estrecha litera inferior, sorprendida de haber ensuciado tanta en tan poco tiempo. Su semana de orientación en Emerald College había pasado a una velocidad desconcertante.
Nora, su nueva compañera de habitación, la primera persona aparte de su familia que la había visto con la férula dental puesta (pero daba igual, porque Nora también la llevaba), estaba sentada en el alféizar, pintándose las uñas y hablando por teléfono.
Nora siempre estaba pintándose las uñas y hablando por teléfono. Tenía un estante lleno de frascos de esmalte de uñas y ya le había pintado las uñas de los pies dos veces en la semana que llevaban juntas.
—Hazme caso. Luce no es así. —Nora saludó efusivamente a Luce, que se apoyó en el armazón de la litera para escuchar—. Ni siquiera ha besado a un chico todavía. Vale, una vez… Lu, ¿cómo se llamaba ese canijo del campamento de verano, el chico del que me hablaste…?
—¿Jeremy? —Luce arrugó la nariz.
—¡Jeremy!, pero fue jugando a verdad o consecuencia, o algo parecido. Una bobada. Así que…
—Nora —dijo Luce—, ¿hace falta que le cuentes esto a…? ¿Con quién hablas?
—Solo son Jordan y Hailey. —Nora la miró—. Tengo puesto el altavoz. ¡Saluda!
Nora señaló por la ventana. Era otoño y ya empezaba a anochecer. Su residencia era un bonito edificio blanco de ladrillo en forma de herradura con un pequeño patio en el centro donde siempre había estudiantes pasando el rato. Pero Nora no señalaba hacia allí. Justo enfrente de la ventana de la tercera planta a la que ellas estaban asomadas, había otra ventana. Tenía la persiana subida. Aparecieron unas piernas bronceadas y, a continuación, los brazos de dos chicas, saludando.
—¡Hola, Luce! —gritó una de ellas.
Jordan, la atrevida rubia de Atlanta, y Hailey, menuda y sonriente, con una ondulada mata de pelo negro que casi se le comía la cara. Parecían majas, pero ¿por qué estaban hablando de todos los chicos a los que Luce nunca había besado?
La universidad era rarísima.
Antes de que sus padres y ella hubieran recorrido en coche los más de tres mil kilómetros hasta Emerald College hacía una semana, podría haber nombrado todas las veces que había salido de Texas, una vez para pasar las vacaciones con su familia en Pikes Peak, Colorado, dos veces para competir en campeonatos de natación en Tennesee y Oklahoma (el segundo año, batió su propio récord en estilo libre y se llevó a casa un trofeo para su equipo), y las visitas que hacía todos los años a sus abuelos de Baltimore en las vacaciones.
Irse a vivir a Connecticut para estudiar en la universidad era un gran paso para Luce. Casi todos sus amigos del instituto de Plano se habían quedado en Texas. Pero Luce siempre había tenido la sensación de que había algo esperándola lejos de allí, de que tenía que irse de casa para encontrarlo.
Sus padres la apoyaron, sobre todo cuando la becaron por su estilo mariposa. Había metido toda su vida en una enorme bolsa roja de lona y había llenado algunas cajas con objetos especiales de los que no podía separarse: el pisapapeles de la estatua de la Libertad que su padre le había traído de Nueva York; una fotografía de su madre con un peinado horrible cuando tenía la edad de Luce; el doguillo de peluche que le recordaba al perro de la familia, Mozart… Después, la tela que cubría los asientos traseros de su abollado Jeep, deshilachada, y con olor a polo de cereza, la había reconfortado. También lo había hecho ver las cabezas de sus padres durante los cuatro largos días que habían tardado en llegar a la Costa Este. Su padre había conducido sin bajar de la velocidad límite y deteniéndose de vez en cuando para leer inscripciones históricas y visitar una fábrica de galletas saladas en el noroeste de Dalaware.
En un momento del trayecto, Luce se había planteado dar media vuelta. Ya llevaban dos días de viaje. Estaban en alguna parte de Georgia y el «atajo» de su padre para ir del motel a la autovía los había desviado a la costa, donde la carretera se volvió pedregosa y el desagradable olor de la cebada silvestre empezó a impregnar el aire. Apenas habían recorrido la tercera parte del trayecto y Luce ya añoraba la casa en la que se había criado. Añoraba a su perro, la cocina donde su madre hacía panecillos de levadura, y los rosales de su padre, que a finales de verano crecían alrededor de su ventana y llenaban su habitación de su suave fragancia y la promesa de ramos recién cortados.
Fue entonces cuando Luce y sus padres pasaron por delante de un camino largo y tortuoso precedido por una verja alta y siniestra que parecía electrificada, como una cárcel. En el cartel de la entrada, ponía, en letras negras, Reformatorio Espada & Cruz.
—Da un poco de miedo —gorjeó su madre desde el asiento delantero, donde hojeaba una revista de decoración del hogar—. ¡Me alegro de que no sea tu facultad, Luce!
—Sí —dijo ella—. Y yo. —Se volvió y miró por la luna trasera hasta que la verja se perdió entre los árboles del bosque.
Luego, antes de que se diera cuenta, estaban en Carolina del Sur, más cerca de Connecticut y de su nueva vida en Emerald College con cada giro de los neumáticos nuevos del Jeep.
Y después estaba allí, en su habitación de la residencia, y sus padres ya habían regresado a Texas. Luce no quería que su madre se preocupara, pero lo cierto era que añoraba mucho su hogar.
Nora era genial: no se trataba de eso. Eran amigas desde el momento en que Luce había entrado en la habitación y la había visto colgando un póster de Albert Finney y Audrey Hepburn en Dos en la carretera. El vínculo se había consolidado cuando trataron de hacer palomitas la primera noche en la sórdida cocina de la residencia a las dos de la madrugada y solo consiguieron que la alarma de incendios saltara y todos salieran al pasillo en pijama. Durante toda la semana de orientación, Nora se había desvivido por incluir a Luce en todos sus planes. Antes de Emerald, se había preparado en un prestigioso internado privado y ya estaba acostumbrada a vivir en una residencia de estudiantes. No le parecía raro tener a chicos como vecinos, que la emisora de radio on line del campus fuera la «única» forma aceptable de escuchar música, que hubiera que utilizar una tarjeta de banda magnética para todo, o que los trabajos de clase tuvieran que ser de cuatro páginas, nada menos.
Nora tenía un montón de amigas del internado de Dover y parecía que cada día hiciera diez más, como Jordan y Hailey, que seguían sentadas en la ventana, saludando. Luce no quería quedarse atrás, pero se había pasado la vida en un adormecido rincón de Texas. Allí, todo iba más lento y ahora se daba cuenta de que eso le gustaba. Descubrió que añoraba cosas de su ciudad que siempre había dicho que odiaba, como la música country y las brochetas de pollo frito de la gasolinera.
Pero había ido a estudiar allí para encontrarse a sí misma, para que su vida por fin comenzara. Se lo tenía que repetir continuamente.
—Jordan me estaba diciendo que su vecino te encuentra guapa. —Nora le tiró del pelo oscuro y ondulado, que le llegaba a la cintura—. Pero es un golfo, así que le estaba dejando claro que tú, cariño, eres una chica seria. ¿Te apetece que vayamos a su habitación para empezar la fiesta antes de ir a la que te he comentado esta noche?
—Claro. —Luce abrió la lata de Coca-Cola que había comprado en la máquina próxima al cuarto de las lavadoras cubierto de detergente en polvo.
—Pensaba que ibas a traerme una Coca-Cola baja en calorías.
—Sí. —Luce metió la mano en la cesta de la colada para sacar la lata que le había comprado—. Lo siento, debo de habérmela dejado abajo. Bajo corriendo. Vuelvo enseguida.
—Pas de prob… —dijo Nora, practicando su francés—. Pero date prisa. Hailey dice que tiene al equipo de fútbol infiltrado en su pasillo. A los futbolistas les va la juerga. Deberíamos ir cuanto antes. Tengo que irme —añadió al móvil—. No, llevo la camiseta negra. Luce va de amarillo, ¿o vas a cambiarte? Da igual…
Luce hizo una señal a Nora para indicarle que regresaba enseguida y salió de la habitación. Bajó las escaleras de dos en dos de una planta a la otra y se detuvo en la raída moqueta granate que había en la entrada del sótano, que todos los estudiantes llamaban la Fosa, una palabra que a ella le hacía pensar en narices.
Miró por la ventana que daba al patio. Había un coche lleno de chicos parado delante de la entrada de la residencia. Cuando bajaron, riéndose y dándose empujones, Luce vio que todos llevaban la camiseta del equipo de fútbol de Emerald College. Reconoció a uno de ellos. Se llamaba Max y había estado en un par de las sesiones de orientación de Luce. Era guapísimo: rubio, con una gran sonrisa y una dentadura perfecta. El típico alumno de colegio bien (que Luce ya reconocía después de que Nora le hubiera hecho un croquis unos días antes a la hora de comer). Nunca había hablado con Max, ni siquiera cuando los habían puesto en el mismo equipo en la búsqueda del tesoro que se organizaba para que los novatos conocieran el campus. Pero si él iba a la fiesta de esa noche, a lo mejor…
Todos los chicos que bajaban del coche eran guapísimos, lo que para Luce era sinónimo de intimidantes. No le gustaba la perspectiva de ser la única chica tímida de la habitación de Jordan y Hailey.
Pero sí le gustaba la perspectiva de ir a una fiesta. ¿Qué otra cosa se suponía que debía hacer? ¿Esconderse en su habitación porque estaba nerviosa? Estaba decidida a ir.
Bajó el último tramo de escalera corriendo. El sol ya casi se había puesto, de modo que el cuarto de las lavadoras se había vaciado y parecía abandonado. Aquella era la hora en la que los estudiantes se ponían la ropa que habían lavado y secado. Solo había una chica con unas disparatadas medias de rayas, frotando violentamente una mancha de unos vaqueros desteñidos como si todas sus esperanzas y sueños de futuro dependieran de poder quitarla. Y un chico, sentado encima de una secadora ruidosa y temblona, que arrojó una moneda al aire y la cogió en la palma.
—¿Cara o cruz? —preguntó cuando Luce entró. Tenía la cara cuadrada, el cabello ambarino y ondulado, los ojos grandes y azules. Y llevaba una cadenita de oro alrededor del cuello.
—Cara. —Luce se encogió de hombros y soltó una risita.
Él lanzó la moneda al aire, la cogió y le enseñó la palma de la mano. Luce vio que no era una moneda cualquiera. Era antigua, muy antigua, del color del oro viejo, con una inscripción casi borrada en otra lengua. El chico enarcó una ceja.
—Tú ganas. Aún no sé qué has ganado, pero imagino que eso depende de ti.
Luce miró alrededor para buscar la Coca-Cola que se había dejado. Por fin la vio, a unos centímetros de la rodilla derecha del chico.
—No es tuya, ¿verdad? —preguntó.
Él no respondió; solo la miró con sus fríos ojos celestes, en los que Luce percibió una honda tristeza que no parecía posible en una persona tan joven.
—Me la he dejado hace un rato. Es para mi amiga. Mi compañera de habitación, Nora —dijo Luce mientras cogía la lata. Aquel chico era extraño, impetuoso. La hacía parlotear—. Hasta luego.
—¿Otra vez? —preguntó él.
Ella se volvió en la puerta. Se refería a la moneda.
—Oh. Cara.
El chico lanzó la moneda, que pareció quedarse suspendida en el aire. La cogió sin mirar, la volvió, abrió la mano.
—Vuelves a ganar —dijo, con una voz que guardaba un misterioso parecido con la voz de Hank Williams, uno de los cantantes favoritos de su padre.
En la habitación, Luce lanzó la Coca-Cola a Nora.
—¿Conoces al tío raro de la moneda del cuarto de las lavadoras?
—Luce. —Nora entrecerró los ojos—. Cuando me quedo sin ropa interior, me compro más. Espero aguantar hasta el día de Acción de Gracias sin tener que hacer la colada. ¿Estás lista? Los futbolistas nos esperan, y esperan marcar. Los goles somos nosotras, pero debemos recordarles que no pueden utilizar las manos.
Cogió a Luce por el codo y la sacó de la habitación.
—Por cierto, si te presentan a un tal Max, te sugiero que lo evites. Fui al internado de Dover con él y estoy segura de que lo habrán fichado para el equipo. Te parecerá guapo y encantador. Pero tiene una novia que es una arpía. Bueno, ella se cree que es su novia —murmuró Nora con la mano ahuecada en la boca—. La rechazaron en Emerald y está amargadísima por eso. Tiene espías por todas partes.
—Entendido. —Luce se rió mientras, por dentro, fruncía el entrecejo—. Nada de acercarme a Max.
—¿Cómo te gustan, por cierto? O sea, sé que ahora no te contentarías con un chiquitín como Jeremy.
—Nora —Luce le dio un empujoncito—. Te prohíbo que lo saques a todas horas. Fue una confidencia que te hice una noche. Lo que pasa en nuestra habitación se queda en nuestra habitación.
—Tienes toda la razón. —Nora asintió y alzó las manos para rendirse—. Algunas cosas son sagradas. Lo respeto. De acuerdo. Pero si tuvieras que describir el beso de tus sueños en cinco palabras o menos…
Estaban doblando el segundo recodo de la residencia en forma de herradura. Dentro de un momento, llegarían al final de pasillo, llamado el Calabozo, donde Jordan y Hailey tenían la habitación. Luce se apoyó en la pared y suspiró.
—No me avergüenzo de no tener… ya sabes, experiencia —dijo en voz baja: las paredes hablaban—. Es solo que, ¿tienes alguna vez la sensación de que no te ha pasado nada? ¿De que sabes que tienes un destino pero, de momento, tu vida ha sido normal y corriente? Quiero que mi vida sea distinta. Quiero sentir que ha empezado. Estoy esperando ese beso. Pero, a veces, me parece que podría pasarme toda la vida esperándolo sin que nada cambiara.
—Yo también tengo prisa. —A Nora se le había nublado un poco la vista—. Sé a qué te refieres, pero, al menos, tienes un cierto control. Sobre todo si te quedas conmigo. Podemos hacer que sucedan cosas. El curso no ha hecho más que empezar, cariño.
Nora estaba impaciente por llegar a la fiesta, y Luce tenía ganas de ir. Pero ella se refería a ese algo indescifrable que era más grande que divertirse en una fiesta. Se refería a un destino que sentía que controlaba tan poco como el resultado de echar una moneda al aire, un destino que estaba y no estaba en sus manos.
—¿Te encuentras bien? —Nora ladeó la cabeza. Un corto tirabuzón caoba le cayó sobre el ojo.
—Sí. —Luce asintió con desenfado—. Me encuentro bien.
Fueron a la fiesta, que no era más que un puñado de habitaciones abiertas con estudiantes entrando y saliendo de ellas. Todos tenían vasos de plástico llenos de un ponche rojo dulcísimo que parecía regenerarse de forma automática. Jordan pinchaba la música en su iPod y gritaba «¡Eooo!» de vez en cuando. La música era buena. Su encantador vecino David Franklin encargó pizzas, que Hailey mejoró aderezándolas con el orégano fresco del jardín de hierbas aromáticas que se había llevado de casa y que había instalado en el rincón junto a la ventana. Eran personas agradables, y Luce se alegraba de conocerlas.
Luce conoció a veinte estudiantes en treinta minutos, la mayoría chicos que se acercaban mucho a ella y le ponían la mano en la rabadilla cuando se presentaba, como si no pudieran oírla de ninguna otra forma, como si tocarla le volviera la voz más diáfana. Luce se dio cuenta de que estaba pendiente de ver aparecer al chico de la moneda que había conocido en el cuarto de las lavadoras.
Después de tres vasos de ponche y dos trozos de una crujiente pizza de salchichón a la pimienta, le presentaron oficialmente a Max y ella se pasó los siguientes diez minutos tratando de evitarlo. Nora tenía razón: era guapo, pero demasiado coqueto para tener novia. Nora, Jordan y ella estaban apretujadas en la cama de Jordan, puntuando a todos los chicos de la fiesta entre ataques de risa, cuando Luce decidió que había bebido un poco más de la cuenta de aquel ponche misterioso. Salió de la fiesta y bajó a tomar el aire.
Hacía una noche fresca y despejada, muy distinta de las de Texas. La brisa le refrescó la piel. Las estrellas ya habían comenzado a salir y había algunos estudiantes en el patio, pero ninguno al que Luce conociera, por lo que se sintió libre de sentarse en uno de los bancos de piedra entre dos frondosos arbustos de peonías. Eran sus flores preferidas. Cuando vio que abundaban en los jardines de la residencia y que seguían en flor incluso a finales de agosto, lo interpretó como un buen augurio. Toqueteó los pétalos lobulados de una de las flores blancas y lozanas y se inclinó hacia delante para oler su dulce néctar.
—Hola.
Luce se sobresaltó. Con la nariz enterrada en la flor, no lo había visto acercarse. Ahora había un par de desgastadas zapatillas de lona Converse justo delante de ella. Subió la mirada: unos vaqueros descoloridos, una camiseta negra, una fina bufanda roja alrededor del cuello. El corazón se le aceleró y no supo por qué; ni tan solo le había visto la cara: pelo rubio y corto… unos labios que parecían suavísimos… unos ojos tan bonitos que se le escapó un gritito.
—Lo siento —dijo él—. No quería asustarte.
¿De qué color tenía los ojos?
—No he gritado por eso. O sea… —La flor le resbaló de la mano y tres de sus pétalos cayeron sobre las zapatillas del chico.
«Di algo».
«Me quiere. No me quiere. Me quiere».
«¡Eso no!»
Se había quedado muda. Aquel joven no solo era el ser más increíble que había visto en su vida, sino que, además, se había acercado a ella y la había saludado. La miraba de una forma que la hacía sentirse como si fuera la otra única persona del patio. La única otra persona de la Tierra. Y lo estaba estropeando.
De forma instintiva, levantó la mano para tocarse el collar, pero descubrió que no lo llevaba. Se extrañó. Nunca se quitaba el guardapelo de plata que su madre le había regalado al cumplir dieciocho años. Era una reliquia de familia y contenía una vieja fotografía de su abuela, que se parecía mucho a ella. Había sido tomada más o menos en la época en la que conoció al hombre que se convertiría en el abuelo de Luce. ¿Cómo había olvidado ponérselo esa mañana?
El chico ladeó la cabeza y esbozó una sonrisa.
Oh, no. Llevaba todo aquel rato mirándolo fijamente. Él alzó la mano como si fuera a saludar. Pero no saludó. Sus dedos vacilaron en el aire. Y a Luce comenzó a palpitarle el corazón, porque, de golpe, no tenía la menor idea lo que iba a hacer aquel desconocido. Podía ser cualquier cosa. Un gesto cordial solo era una posibilidad. A lo mejor le enseñaba el dedo. Probablemente, se lo merecía, por mirarlo como una acosadora desquiciada. Estaba haciendo el ridículo.
El chico movió la mano como diciendo: «Toc, toc».
—Me llamo Daniel.
Cuando él sonrió, Luce vio que tenía los ojos de un bonito color gris con un matiz… ¿era violeta? Dios mío, iba a enamorarse de un chico con los ojos morados. ¿Qué diría Nora?
—Luce —consiguió decir por fin—. Lucinda.
—Mola. —El chico volvió a sonreír—. Como Lucinda Williams. La cantante.
—¿Cómo sabes eso? —Nadie sabía quién era Lucinda Williams—. Mis padres se conocieron en un concierto de Lucinda Williams en Austin. Texas —añadió—. Soy de allí.
—Essence es mi álbum preferido. Me pasé la mitad del viaje escuchándolo en el coche cuando vine de California. Texas, ¿eh? ¿Mucho cambio, venir a Emerald?
—Un choque cultural total. —A Luce le pareció la cosa más sincera que había dicho en toda la semana.
—Te acostumbras. Yo lo he hecho, después de dos años. —Daniel le tocó el brazo al ver su cara de horror—. Es una broma. Pareces mucho más adaptable que yo. Te veré la semana que viene y ya estarás integradísima, llevando una sudadera con una «E» bien grande.
Luce estaba mirando su mano apoyada en su brazo. Pero, más que eso, estaba experimentando mil diminutas explosiones internas, como un castillo de fuegos artificiales. Él se rió y ella también lo hizo, sin saber por qué.
—¿Te… —Luce no se podía creer que estuviera a punto de decirle aquello a un despampanante estudiante veterano de California— apetece sentarte?
—Sí —respondió él de inmediato. Luego, miró la ventana, donde las luces estaban encendidas y la fiesta seguía—. ¿Sabes por casualidad dónde es la fiesta de los futbolistas?
Luce señaló la ventana, un poco desanimada.
—Vengo de allí. Es al final de las escaleras.
—¿No te estabas divirtiendo?
—Sí —respondió ella—. Es solo que…
—Has pensado en salir a tomar el aire.
Ella asintió.
—Yo tenía que encontrarme con una amiga allí. —Daniel se encogió de hombros y miró la ventana, donde Nora coqueteaba con alguien a quien no veían—. Pero a lo mejor ya la he encontrado.
La miró con los ojos entrecerrados y Luce se preguntó, con horror, si no habría estado hablando con él con la nariz llena de polen. No sería la primera vez.
—¿Tienes Biología Celular este trimestre? —preguntó él.
—Qué va. Casi no salí viva de esa en el instituto. —Luce lo miró a los ojos, que sin duda tenían un matiz violeta. Le brillaron cuando añadió—: ¿Por qué lo preguntas?
Daniel negó con la cabeza, como si hubiera estado pensando en algo que no quería expresar en voz alta.
—Es solo que… me resultas muy familiar. Habría jurado que no es la primera vez que nos vemos.