19

El precio de Lucinda

Nada salvo blancura.

Luce presentía que Lucifer y ella habían regresado a Troya, pero no podía estar segura. El mundo era demasiado luminoso, marfil en llamas. Ardía en completo silencio.

Al principio, la luz lo fue todo. Era incandescente, cegadora.

Luego, poco a poco, su brillo comenzó a atenuarse.

Ante los ojos de Luce, una escena comenzó a perfilarse. La luz menguante permitió que el campo, los esbeltos cipreses, las cabras que comían paja, los ángeles que la rodeaban, se enfocaran. Su brillo parecía tener textura, como plumas acariciándole la piel. Luce se sentía humilde y temerosa ante su poder.

La luz siguió atenuándose, pareció encogerse, condensarse, replegarse sobre sí misma. Todo se oscureció, perdió su color conforme su brillo disminuía. La luz se concentró en una esfera, una diminuta bola luminosa, más brillante en el núcleo, que se quedó suspendida a tres metros del suelo. Vibró y parpadeó mientras sus rayos cobraban forma. Se estiraron, resplandecientes como azúcar a punto de caramelo, para modelar una cabeza, un torso, unas piernas, unos brazos, unas manos.

Una nariz.

Una boca.

Hasta que la luz se convirtió en una persona.

Una mujer.

El Trono en forma humana.

Hacía milenios, Luce había sido uno de sus ángeles preferidos. Lo supo entonces, lo supo en lo más hondo de su alma, y, no obstante, ella nunca había conocido realmente al Trono. Ningún ser era capaz de esa clase de conocimiento.

Las cosas eran así. La naturaleza de la divinidad era esa. Describirla suponía degradarla. Así pues, aunque el Trono encarnado se pareciera mucho a una reina vestida con una túnica larga y vaporosa, continuaba siendo el Trono, lo que quería decir que lo era todo. Luce no podía apartar los ojos de su encarnación.

Su hermosura era pasmosa, sus cabellos, de oro y plata. Sus ojos, tan azules como un mar de cristal, emanaban el poder de ver todas las cosas, todos los lugares. Cuando el Trono contempló los prados troyanos, Luce creyó reconocer su propio rostro en su expresión resoluta, en sus dientes apretados, como los de Luce Price cuando había tomado una decisión. Había visto aquel gesto miles de veces en su reflejo.

Y cuando el Trono volvió la cabeza para mirar a sus súbditos, su rostro expresó otro sentimiento. Parecía la devoción de Daniel; reflejaba el singular brillo de sus ojos. Asimismo, en la laxitud de sus manos abiertas, Luce reconoció la abnegación de su madre, y también vio la sonrisa altiva que solo podía ser de Penn.

Salvo que, en ese momento, vio que no era de Penn. Cualquier efímero indicio de vida se originaba en la fuerza que tenía ante ella. Comprendió que el mundo entero, mortales y ángeles por igual, había sido creado a la cambiante imagen del Trono.

Una silla de marfil apareció en el borde del prado. Estaba hecha de una sustancia etérea que Luce sabía que ya había visto: el mismo material que el cetro de plata con la punta curva que el Trono sostenía en su mano izquierda.

Cuando el Trono tomó asiento, Annabelle, Arriane y Francesca se apresuraron a arrodillarse ante ella para adorarlo. Su sonrisa bañó sus alas de luz iridiscente. Ellas entonaron su armonioso acorde angelical.

Arriane alzó su rostro resplandeciente y se levantó para dirigirse al Trono. Su voz fue un canto glorioso.

—Gabbe se ha ido.

—Sí —cantó el Trono, aunque, por supuesto, él ya lo sabía.

Era un ritual de condolencia más que un intercambio de información. Luce recordó que el Trono había creado la palabra y el canto con aquel propósito: debían ser otra forma de sentir, otra ala en la que poder apoyarse.

Luego, Arriane y Annabelle echaron a volar a ras del suelo hasta alzarse por encima del Trono. Se quedaron suspendidas sobre él, delante de Luce y el resto del grupo, mirando a su Creador con adoración. Su formación parecía extraña, incompleta, hasta que Luce lo comprendió.

Los altares.

Arriane y Annabelle habían vuelto a ocupar su antigua posición como arcángeles. En la Pradera del Cielo, los altares argénteos habían formado un semicírculo sobre la cabeza del Trono. Ellas volvían a estar en el lugar que les correspondía: Arriane a la derecha de los hombros del Trono y Annabelle a pocos centímetros del suelo cerca de su mano derecha.

Luminosos espacios vacíos brillaron alrededor del Trono. Luce recordó a qué altar solía volar Cam, cuál pertenecía a Roland y cuál a Daniel. Vislumbró destellos del lugar de Molly ante el Trono, y también del de Steven, aunque ellos no fueran arcángeles, sino ángeles que lo adoraban felizmente desde la Pradera.

Por fin, vio su altar y el de Lucifer, ambos a la izquierda del Trono. Notó un cosquilleo en las alas. Era todo tan diáfano…

Los otros ángeles caídos (Roland, Cam, Steven, Daniel y Lucifer) no se adelantaron para adorar al Trono. Luce se sintió dividida. La adoración era un impulso innato en ella; Lucinda había sido concebida para eso. Pero, por algún motivo, no podía moverse. El Trono no pareció decepcionado ni sorprendido.

—¿Dónde está la Caída, Lucifer? —Al oír su voz, Luce tuvo ganas de arrodillarse y rezar.

—Solo Dios lo sabe —gruñó Lucifer—. No importa. Puede que, después de todo, no la deseara.

El Trono giró su cetro de plata en las manos y la base abrió un agujero en el suelo embarrado. De allí brotó una mata de azucenas blancas que se enroscó alrededor de la vara. El Trono no pareció darse cuenta; clavó sus ojos azules en Lucifer hasta que él levantó los suyos para sostenerle la mirada.

—Creo las dos primeras afirmaciones —dijo el Trono— y pronto estarás convencido de la última. Ya conoces los límites de mi indulgencia.

Lucifer empezó a hablar, pero el Trono había dejado de mirarlo y él dio una patada al suelo, frustrado. La tierra se abrió bajo sus pies y la lava de su volcán particular borbotó antes de enfriarse.

Con un levísimo gesto de la mano, el Trono volvió a captar la atención de todos.

—Debemos ocuparnos de la maldición de Lucinda y Daniel —declaró.

Luce tragó saliva y el miedo le atenazó la boca del estómago.

Pero los ojos fosforescentes del Trono irradiaron bondad cuando se pasó un mechón de su pelo de oro y plata por detrás de la oreja, se recostó en su silla y miró al grupo reunido ante él.

—Como sabéis, es hora de que vuelva a hacerles la misma pregunta.

Todos se callaron, incluso el viento.

—Lucinda, empezaremos por ti.

Luce asintió. La calma de sus alas contrastaba con su corazón desbocado. Era una sensación extrañamente mortal que le recordó las veces que la habían llamado al despacho del director en la escuela. Se acercó al Trono con la cabeza gacha.

—Has saldado tu deuda sufriendo durante estos siete milenios…

—No todo ha sido sufrimiento —dijo Luce—. He vivido momentos duros, pero… —Miró a los amigos que había hecho, a Daniel, incluso a Lucifer— también he visto mucha belleza.

El Trono le sonrió de un modo extraño.

—También has sabido descubrir tu naturaleza sin ayuda, serte fiel a ti misma. ¿Dirías que conoces tu alma?

—Sí —respondió Luce—. Profundamente.

—Ahora eres tú misma más que nunca. Cualquier decisión que tomes no solo se sustentará en tus conocimientos como ángel, sino también en las lecciones que has aprendido durante tus siete mil años de vidas humanas.

—Me siento humilde ante mi responsabilidad —dijo Luce, empleando palabras que no eran nada propias de Luce Price, pero sí, advirtió, de Lucinda, su alma verdadera.

—Quizá hayas oído decir que, en esta vida, tu alma «está a disposición de cualquiera».

—Sí, lo he oído.

—Y quizá hayas oído hablar del equilibrio entre los ángeles del Cielo y el ejército de Lucifer.

Luce asintió despacio.

—Así que la pregunta vuelve a recaer en ti: ¿será el Cielo o será el Infierno? Has aprendido la lección y ahora eres cuatrocientas vidas más sabia, de modo que vuelvo a hacerte la pregunta: ¿dónde deseas pasar la eternidad? Si es en el Cielo, déjame decirte que te acogeremos en nuestro seno y nos ocuparemos de que la transición sea fácil. —El Trono miró a Lucifer, pero Luce no imitó el gesto—. Si eliges el Infierno, me atrevo a suponer que Lucifer te aceptará.

Lucifer no respondió. Luce lo oyó moverse con nerviosismo detrás de ella. Se volvió y vio que tenía las alas crispadas.

Dentro de la Caída, no le había resultado fácil decirle a Lucifer que no lo amaba, que no lo elegiría. Le parecía imposible decirle lo mismo al Trono. Muda ante la fuerza que la había creado, jamás se había sentido tan niña.

—¿Lucinda? —El Trono la atravesó con la mirada—. De ti depende inclinar la balanza.

Luce recordó la conversación que había tenido con Arriane en la cafetería de Las Vegas: al final, todo se reduciría a que un solo ángel poderoso tomara partido. Cuando eso sucediera, la balanza por fin se inclinaría.

—¿Depende de mí?

El Trono asintió como si Luce hubiera debido saberlo desde el principio.

—La última vez te negaste a elegir.

—No, eso no es cierto —dijo Luce—. ¡Elegí el amor! Ahora mismo, me habéis preguntado si conozco mi alma, y lo hago. Debo seguir fiel a quien soy y anteponer el amor a todo lo demás.

Daniel le cogió la mano.

—Elegimos el amor entonces y tomaremos la misma decisión hoy.

—Y si ahora nos maldecís por ello —añadió Luce—, el resultado será el mismo. En estos siete mil años, no hemos dejado de encontrarnos. Todos sois testigos. Volveremos a hacerlo.

—¿Lucifer? —preguntó el Trono—. ¿Qué dices a eso?

Lucifer miró a Luce con los ojos en llamas, sin ocultar su dolor.

—Diré que todos lamentaremos este momento eternamente. Es la decisión equivocada, y es egoísta.

—Siempre hay algo de lamentación cuando aceptamos que ya no nos aman. —El Trono habló sin alterar la voz—. Pero me tomaré tu respuesta como una pequeña muestra de piedad y consentimiento, lo cual da cierta esperanza al universo. Lucinda y Daniel han dejado clara su decisión y me atengo a la promesa que ambos hicimos en la votación. Su amor ya no está en nuestras manos. Que así sea. Pero habrá un precio. —Volvió a mirar a Luce y Daniel—. ¿Estáis dispuestos a hacer un último sacrificio por vuestro amor?

Daniel negó con la cabeza.

—Si tengo a Lucinda y ella me tiene a mí, nada es un sacrificio.

Lucifer soltó una risotada, alzó el vuelo y se cernió sobre Luce y Daniel.

—Así que ¿podríamos despojaros de todo, de vuestras alas, vuestra fuerza, vuestra inmortalidad? ¿Y, aun así, elegiríais el amor?

Luce vio a Arriane con el rabillo del ojo. Tenía las alas recogidas y las manos en los bolsillos del mono. Asintió con suficiencia y frunció los labios con satisfacción, como diciendo: «Pues claro, tío».

—Sí. —Luce y Daniel hablaron como si fueran una sola persona.

—Bien —respondió el Trono—. Pero sabed que hay un precio. Os tendréis el uno al otro, pero es posible que no tengáis nada más. Si elegís el amor de forma definitiva, deberéis renunciar a vuestra naturaleza angelical. Volveréis a nacer, como mortales.

¿Mortales?

¿Daniel, su ángel, renacido como mortal?

Después de todas las noches que había pasado preguntándose qué sería de ella y del amor de Daniel al final de aquellos nueve días, la decisión que había tomado el Trono le recordó la sugerencia de Bill de que matara a su alma en Egipto.

Incluso entonces, ella se había planteado vivir su vida mortal hasta el final y dejar que Daniel viviera la suya. Él ya no volvería a sufrir por perderla. Casi había sido capaz de hacerlo. Pero le había frenado la perspectiva de perderlo. Sin embargo, ahora…

Podría tenerlo, tenerlo de verdad, durante mucho tiempo. Todo sería distinto. Daniel estaría a su lado.

—Si aceptáis —la voz del Trono se impuso a la ronca risa de Lucifer—, no recordaréis lo que erais antes, y no puedo garantizaros que vayáis a conoceros durante vuestra vida en la Tierra. Viviréis y moriréis, igual que cualquier otro mortal de la creación. Las fuerzas celestiales que siempre han favorecido vuestros encuentros se retirarán. Ningún ángel se cruzará en vuestro camino. —Lanzó una mirada de advertencia a los ángeles, los amigos de Luce y Daniel—. Nadie os tenderá la mano para guiaros en la noche más oscura. Estaréis completamente solos.

A Daniel se le escapó un débil gemido. Luce lo miró y le cogió la mano. Serían mortales, y vagarían por la Tierra en busca de su media naranja, igual que el resto del mundo. Era una hermosa propuesta.

Justo detrás de ellos, Cam dijo:

—La mortalidad es la historia más romántica jamás contada. Una sola oportunidad para hacerlo todo. Y después, como por arte de magia, se pasa a otra cosa.

Pero Daniel parecía abatido.

—¿Qué pasa? —susurró Luce—. ¿No quieres?

—Acabas de recuperar tus alas.

—Por eso sé que puedo ser feliz sin ellas. Mientras te tenga a ti. De hecho, tú eres el que renunciará a ellas. ¿Estás seguro de que es lo que quieres?

Daniel acercó su cara a la de Luce, sus labios próximos, suaves.

—Siempre.

Luce notó lágrimas en los ojos. Daniel se dirigió al Trono.

—Aceptamos.

Las alas que les rodeaban comenzaron a brillar con más intensidad hasta que el prado entero se inundó de luz. Y Luce percibió que los ángeles, sus queridos y preciados amigos, pasaban de la expectación a la sorpresa.

—Muy bien —casi susurró el Trono con expresión inescrutable.

—¡Un momento! —gritó Luce. Había una cosa más—. Aceptamos… con una condición.

Daniel se removió junto a ella y la miró de soslayo, pero no la interrumpió.

—¿Qué condición? —rugió el Trono, que sin duda no estaba habituado a negociar.

—Permitid que los Proscritos vuelvan al redil del Cielo —dijo Luce antes de que su confianza flaqueara—. Han demostrado que lo merecen. Si en la Pradera hay sitio para mí, también lo hay para los Proscritos.

El Trono miró a los Proscritos, que permanecían callados y apenas emitían luz.

—Es una petición poco convencional, pero, en esencia, altruista. Te la concedo. —Despacio, extendió un brazo—. Proscritos, dad un paso hacia delante si queréis volver al Cielo.

Los cuatro Proscritos se colocaron ante el Trono con más determinación de la que Luce les había visto tener jamás. Después, con un mero asentimiento, el Trono reparó sus alas.

Las alas se alargaron.

Se tornaron más recias.

Su deslucido color marrón dio paso a un luminoso blanco.

Entonces, los Proscritos sonrieron. Luce nunca había visto sonreír a ninguno, y eran bellos.

Al final de su metamorfosis, sus ojos recobraron su turgencia y su color. Volvían a ver.

Incluso Lucifer pareció impresionado.

—Solo Lucinda podía conseguir algo así —masculló.

—¡Es un milagro! —Olianna se envolvió en sus alas para admirarlas.

—Ese es su trabajo —dijo Luce.

Los Proscritos retomaron sus antiguas posiciones alrededor del Trono.

—Sí. —El Trono cerró los ojos para aceptar su adoración—. Creo que es lo mejor.

Por último, alzó el cetro y señaló a Luce y Daniel.

—Es hora de decir adiós.

—¿Ya? —A Luce se le escapó la palabra.

—Despedíos.

Los ex Proscritos se abalanzaron sobre Luce agradecidos y la mantuvieron unida a Daniel con sus abrazos. Cuando se retiraron, Francesca y Steven se acercaron a ellos cogidos del brazo, espléndidos, con una sonrisa radiante.

—Siempre hemos sabido que lo conseguirías. —Steven guiñó un ojo a Luce—. ¿Verdad, Francesca?

Francesca asintió.

—He sido muy dura contigo, pero has demostrado ser una de las almas más impresionantes a las que he tenido el placer de enseñar. Eres un enigma, Luce. Sigue así.

Antes de retirarse, Steven estrechó la mano a Daniel y Francesca los besó a los dos en las mejillas.

—Gracias —dijo Luce—. Cuidaos. Y cuidad de Shelby y Miles.

Después, se vieron rodeados de ángeles, de la pandilla que se había formado en Espada & Cruz y, antes, en centenares de otros sitios.

Arriane, Roland, Cam y Annabelle. Habían salvado a Luce tantas veces que había perdido la cuenta.

—Esto es difícil. —Luce abrazó a Roland.

—Oh, vamos. Ya has salvado el mundo. —Él se rió—. Ahora salva tu relación.

—¡No hagas caso a don Sabihondo! —chilló Arriane—. ¡No nos dejes nunca! —Intentó reírse, pero sin éxito. Lágrimas rebeldes le surcaron las mejillas. No se las enjugó; solo siguió aferrada a la mano de Annabelle—. Vale, ¡marchaos!

—Pensaremos en vosotros —dijo Annabelle—. Siempre.

—Yo también pensaré en vosotros. —Luce necesitaba creer que era cierto. De lo contrario, si realmente iba a olvidarlo todo, no sería capaz de dejarlos.

Pero los ángeles sonrieron con tristeza, sabiendo que ella tenía que olvidarlos.

Solo quedaba Cam, que estaba con Daniel, ambos cogidos por los hombros.

—Lo has conseguido, hermano.

—Pues claro. —Daniel pretendía parecer altivo, pero su tono fue cariñoso—. Gracias.

Cam cogió la mano a Luce. Sus ojos eran verde fuerte, el primer color que había destacado para ella en el mundo lúgubre e inhóspito de Espada & Cruz.

Cam ladeó la cabeza y tragó saliva mientras pensaba qué iba a decirle.

La abrazó y, por un momento, Luce creyó que iba a besarla. El corazón le palpitó cuando sus labios casi rozaron los suyos antes de detenerse junto a su oído.

—La próxima vez, no le pases ni una —susurró.

—Sabes que no lo haré. —Luce se rió.

—Aunque Daniel tiene bien poco de chico malo. —Cam se llevó una mano al corazón y enarcó una ceja—. Asegúrate de que te trata bien. Te mereces todo lo mejor.

Por una vez, Luce no tuvo ganas de soltarle la mano.

—¿Qué harás tú?

—Cuando has tocado fondo, las posibilidades son casi infinitas. Todo se abre ante ti. —Miró las nubes lejanas—. Desempeñaré mi papel. Lo conozco bien. Estoy habituado a las despedidas.

Guiñó el ojo a Luce y volvió a despedirse de Daniel con un gesto de la cabeza. Luego, echó los hombros hacia atrás, desplegó sus espléndidas alas áureas y se perdió en el cielo tormentoso.

Todos lo miraron hasta que sus alas solo fueron una distante mota dorada. Cuando Luce bajó la vista, se topó con la mirada de Lucifer. Su tez tenía el hermoso brillo de siempre, pero sus ojos eran heladores. No decía nada, y daba la impresión de que la habría mirado eternamente si ella no hubiera apartado los ojos.

Había hecho todo lo que podía por él. Su dolor ya no era problema suyo.

—Queda una despedida —dijo el Trono con su voz resonante.

Juntos, Luce y Daniel se volvieron al reconocer la voz del Trono, pero, en cuanto lo miraron, su majestuosa figura adquirió un brillo glorioso e incandescente y tuvieron que protegerse los ojos.

El Trono volvía a ser indiscernible, una concentración de luz demasiado brillante para que los ángeles pudieran contemplarla.

—Oíd, chicos. —Arriane sorbió por la nariz—. Creo que se refería a vuestra despedida.

—Oh —dijo Luce mientras miraba a Daniel, de golpe asustada—. ¿Ahora mismo? Tenemos que…

Daniel le cogió la mano. Le rozó las alas con las suyas. La besó en las mejillas.

—Tengo miedo —susurró ella.

—¿Qué te dije?

Luce examinó los millones de conversaciones que había tenido con Daniel: las buenas, las tristes, las desagradables. Una destacó en su mente nublada.

Se puso a temblar.

—Que siempre me encontrarías.

—Sí. Siempre. Pase lo que pase.

—Daniel…

—Estoy impaciente por amarte como mortal.

—Pero no me conocerás. No te acordarás. Todo será distinto.

Daniel le enjugó una lágrima con el dedo pulgar.

—¿Y crees que eso va a detenerme?

Luce cerró los ojos.

—Te amo demasiado para despedirme de ti.

—Esto no es un adiós. —Daniel le dio su último beso angelical y la abrazó con tanta fuerza que Luce oyó sus rítmicos latidos, alternados con los suyos—. Solo es un hasta luego.