Atrapar una estrella fugaz
La oscuridad era total.
Luce solo había viajado por sus propias Anunciadoras, que eran frescas y húmedas, incluso tranquilas. La entrada de la Anunciadora de Lucifer era maloliente, sofocante y ensordecedora, y estaba impregnada de un humo acre. Flemosas súplicas de misericordia y sollozos entrecortados atravesaban su pared interna.
A Luce se le erizaron las alas, una sensación que no había experimentado nunca, cuando cayó en la cuenta de que las Anunciadoras del diablo eran avanzadillas del Infierno.
«Solo es un túnel —se dijo—. Es como cualquier otra Anunciadora, una puerta para acceder a otro lugar y a otro tiempo».
Siguió adelante mientras se atragantaba con el humo. El suelo estaba cubierto de algo puntiagudo que no reconoció hasta que tropezó, cayó de rodillas y notó esquirlas de cristal clavándosele en las manos que Daniel acababa de soltar.
«No te entretengas ahí —le había dicho él—. No te pares hasta que lo encuentres».
Respiró hondo, se levantó, recordó quién era. Desplegó las alas y la Anunciadora se inundó de luz. Aquello le permitió ver lo horrible que era: todas las superficies humeantes estaban cubiertas de puntiagudos cristales de distintos colores, había charcos pegajosos en el suelo, repletos de formas semihumanas muertas o moribundas y, lo peor de todo, reinaba una aplastante sensación de vacío.
Luce se miró las manos ensangrentadas, en cuyas palmas tenía clavados afilados triangulitos de cristal marrón. Se le curaron casi al instante. Apretó los dientes, alzó el vuelo y atravesó la pared interna de la Anunciadora para adentrarse en la Caída secuestrada por Lucifer.
Era ingente. Eso fue lo primero que vio. Era tan grande que podía ser todo un universo, y el silencio resultaba sobrecogedor. La luz que emitían los ángeles era tan intensa que Luce apenas veía nada. De algún modo, percibía a sus hermanos alrededor de ella, más de cien millones de ángeles, decorando el cielo como pinturas. Estaban suspendidos, detenidos en el tiempo y en el espacio, cada uno envuelto en una esfera de luz.
Ella también había caído así. En aquel momento lo recordó, dolorosamente. Aquellos nueve días habían contenido novecientas eternidades. Y, aunque los ángeles estaban inmóviles, Luce vio que no dejaban de transformarse. Sus formas habían adquirido una extraña translucidez. De vez en cuando, un destello brillaba en el dorso de un par de alas. Un brazo se perfilaba y volvía a difuminarse. Ese era el cambio al que se que había referido Daniel: las almas del reino celestial metamorfoseándose en el aspecto que adoptarían en el reino terrenal.
Los ángeles estaban despojándose de su pureza angelical, encarnándose en sus cuerpos terrenales.
Luce se acercó al ángel más próximo. Lo reconoció: Zadkiel, el ángel de la justicia divina, su hermano y su amigo. Llevaba muchísimo tiempo sin ver su alma. Él no la veía y, de haberlo hecho, no habría podido reaccionar.
Su luz interior parpadeó y su esencia brilló como una piedra preciosa en agua turbia. Se consolidó en un rostro borroso que Luce no reconoció. Era grotesco, con los ojos toscamente formados y los labios a medio modelar. No era él, pero, en cuanto los ángeles cayeran al implacable suelo de la Tierra, lo sería.
Cuanto más se adentraba en el mar de ángeles suspendidos, más pesada se sentía. Los reconocía a todos: Sariel, Alat, Muriel, Chayo. Descubrió con horror que, cuando sus alas se acercaban lo suficiente, oía sus pensamientos.
«¿Quién cuidará de nosotros? ¿A quién adoraremos?»
«No me noto las alas».
«Echo de menos mis huertos. ¿Habrá huertos en el Infierno?»
«Lo siento. Lo siento muchísimo».
Era demasiado doloroso quedarse cerca de cualquiera de ellos durante más de lo que duraba uno solo de sus pensamientos. Luce siguió avanzando, sin rumbo fijo, apabullada, hasta que se vio atraída por una brillante luz conocida.
«Gabbe».
Incluso durante su transición, Gabbe era espléndida. Sus alas blancas envolvían sus facciones a medio formar como pétalos de rosa; la oscura cortina de sus pestañas le confería un aire sereno y templado.
Luce se apretó contra la esfera argéntea de luz de Gabbe. Por un momento, se planteó que la Caída de Lucifer podía tener algo positivo: Gabbe regresaría.
La luz de Gabbe titiló y Luce oyó su pensamiento.
«Sigue adelante, Lucinda. Por favor, sigue adelante. Sueña lo que ya sabes».
Luce pensó en Daniel, que aguardaba al otro lado. Pensó en Lu Xin, la chica que fue durante el reinado de la antigua dinastía Shang en China. Había matado a un rey, se había vestido con sus ropas de general y se había aprestado para una batalla que no era la suya, todo por amor a Daniel.
Luce había reconocido su alma en Lu Xin en cuanto la había visto. También podía encontrarse a sí misma allí, aunque estuviera rodeada de almas luminosas que brillaban como las luces de una gran ciudad. Se encontraría dentro de la Caída.
De pronto, supo que allí sería donde encontraría a Lucifer.
Cerró los ojos, batió ligeramente las alas, pidió a su alma que la guiara hasta ella. Avanzó entre millones de hermanos, sorteó luminosas oleadas de ángeles. Tardó una breve eternidad. A lo largo de nueve días, sus amigos y ella habían echado una carrera al tiempo con el único objetivo de encontrar la Caída. Ahora que lo habían hecho, ¿cuánto tardaría ella en hallar el alma que necesitaba, la aguja en aquel pajar formado por ángeles en transformación? ¿Cuánto tiempo quedaba?
Entonces, en una galaxia de ángeles inmóviles, Luce se quedó inmóvil.
Alguien cantaba.
Era una canción de amor tan hermosa que le temblaron las alas.
Se posó a descansar detrás de la esfera blanca de un ángel caído llamado Ezequiel y escuchó:
—Mi mar ha hallado un puerto… Mi ardor ha hallado una llama…
Un antiguo recuerdo olvidado le hinchió el alma. Se asomó por un lado de Ezequiel, el ángel de las nubes, para ver quién cantaba en el calvero.
Era un chico que acunaba a una chica y le cantaba con una voz tan dulce como la miel.
El lento balanceo de sus brazos era el único movimiento en toda la Caída.
Luce advirtió que la chica no era meramente una chica. Era una esfera de luz a medio formar que envolvía a un ángel en metamorfosis. Era el alma que había sido Lucinda.
El joven levantó la vista al percibir su presencia. Tenía la cara cuadrada, el cabello ambarino ondulado y los ojos azules como el hielo, rebosantes de amor pueril.
Pero no era un chico. Era un ángel de una belleza tan devastadora que el cuerpo de Luce se puso tenso al sentir una soledad que no quería recordar.
Era Lucifer.
Aquel era el aspecto que había tenido en el Cielo. Pero aquel Lucifer se movía y estaba completamente formado, a diferencia de los millones de ángeles que le rodeaban, lo cual aseguró a Luce que se trataba del demonio del presente, el que había secuestrado la Caída en su Anunciadora para hacer tabla rasa. Su alma milenaria podía encontrarse en cualquier parte, tan paralizada como se habían quedado todas las demás cuando el Trono las había expulsado del Cielo.
Luce no se había equivocado al pensar que su alma la guiaría hasta Lucifer. Después de reiniciar la Caída, él debía de haberse desplazado hasta allí a través de su Anunciadora.
¿Qué había hecho en aquellos nueve días? ¿Cantar baladas y mecer el cuerpo mientras el mundo entero estaba en vilo y un ejército de ángeles lo recorría para detenerlo?
A Luce le quemaron las alas. Ella sabía que era todo lo que él había hecho, porque sabía que la amaba, que aún la deseaba. Su traición a Lucifer era el origen de todo.
—¿Quién anda ahí? —gritó él.
Luce avanzó. No había ido allí a esconderse. Además, él ya había percibido el brillo de su alma detrás de Ezequiel. Sabía, por la crispación de su voz, que la había reconocido.
—Oh. Eres tú. —Lucifer alzó un poco los brazos para enseñarle a su antiguo yo—. ¿Conoces a mi amada? Creo que te parecería… —Miró al infinito mientras hallaba la palabra adecuada— vivificante.
Luce se acercó más, tan atraída por el radiante ángel que le había roto el corazón como por la extraña versión a medio formar de sí misma. Aquel era el ángel que se convertiría en la joven que Luce había sido en la Tierra. Vio un destello de su propia cara dentro de la luz que Lucifer acunaba. Pero enseguida se difuminó.
Pensó en fusionarse con aquel extraño ser. Sabía que podía hacerlo: ocupar su cuerpo más antiguo, trasladarse a su pasado con un vuelco del estómago, parpadear y hallarse en los brazos de Lucifer, en la mente de la Lucinda que caía, como ya había hecho tantas otras veces.
Pero ya no necesitaba hacerlo. Bill le había enseñado a fusionarse cuando ella no conocía su verdadera identidad, cuando no podía acceder a todos sus recuerdos. Pero no le hacía falta fusionarse con su alma angelical para saber qué decir a Lucifer. Ya conocía toda la historia.
Se cruzó de brazos. Pensó en Daniel, que la esperaba fuera de la Anunciadora.
—El amor que sientes no es correspondido, Lucifer.
Él la desafió con una sonrisa radiante.
—¿Tienes idea de cuán insólito es este momento?
Luce se acercó sin pensar.
—¿Vosotras dos, juntas? La que no puede dejarme —dijo acariciando el cuerpo en metamorfosis que acunaba; levantó la vista— y la que no sabe cómo mantenerse alejada.
—Ella y yo tenemos la misma alma —dijo Luce—. Y ninguna de las dos te quiere ya.
—¡Y dicen que yo tengo el corazón endurecido! —Lucifer hizo una mueca que borró por completo su dulzura. Su voz bajó varios registros hasta ser más grave de lo que Luce creía posible—. Me decepcionaste en Egipto. No tendrías que haber actuado así, ni tendrías que estar aquí ahora. Te deposité en el reino exterior para que no pudieras intervenir.
La figura de Lucifer cambió: el rostro joven y hermoso se le resecó y profundas arrugas le surcaron el cuerpo. Un par de poderosas alas le surgieron de los omóplatos. Las uñas se le transformaron en largas garras curvas de color amarillo. Luce se estremeció cuando las clavó en el cuerpo a medio formar de la primera Lucinda.
Sus ojos celestes adquirieron el color del plomo candente y se volvió diez veces más grande. Luce sabía que eso se debía a que había cedido a la cólera que reprimía para tener el aspecto de su hermoso primer yo. Lucifer pareció llenar todo el espacio y la masa de ángeles congelados en su caída se redujo de forma instantánea.
Luce voló hasta hallarse a la altura de sus ojos y suspiró.
—No sigas con esto —dijo.
—Has desarrollado tolerancia, ¿no?
Luce negó con la cabeza y extendió las alas al máximo. Su envergadura seguía asombrándola.
—Sé quién soy, Lucifer. Sé lo que puedo hacer. Ninguno de los dos está sujeto a las limitaciones de la mortalidad. Yo también podría volverme horrorosa. Pero ¿para qué?
A Lucifer le salió humo de la cabeza mientras observaba las alas de Luce.
—Tus alas siempre fueron impresionantes —dijo—. Pero no te acostumbres a ellas. Ya casi no queda tiempo, y cuando se agote… cuando se agote…
Lucifer le escrutó el rostro en busca de alguna muestra de temor o agitación. Ella sabía qué lo movía, de dónde extraía su energía y su poder. El diablo tensó su fibrosa musculatura y Luce vio que la luz de la primera Lucinda vacilaba, nerviosa pese a su inmovilidad, indefensa en sus brazos. Era como ver a un ser querido en grave peligro, pero Luce estaba decidida a no mostrarse afectada.
—No me das miedo.
El gruñido de Lucifer fue una nube de mucosidad y humo.
—Te lo daré, como antes te lo daba, como en realidad te lo doy ahora. El miedo es el único modo de relacionarse con el diablo.
Lucifer dejó de crecer. Sus ojos volvieron a adquirir su asombroso color celeste. La musculatura se le relajó hasta que recobró la armónica figura que lo había convertido en el ángel más bello de toda la hueste celestial. Su pálida tez tenía un brillo trémulo que Luce no recordaba.
Era incluso más hermoso que Daniel.
Luce se permitió recordar. Había querido a Lucifer. Él había sido su primer amor verdadero. Ella le había entregado su corazón. Y Lucifer también la había querido.
Cuando él la miró, toda la historia de su relación se plasmó en su bello rostro: el fuego del principio, su hondo deseo de poseerla, el mal de amores que, según él, lo había impulsado a rebelarse contra el Trono.
Racionalmente, Luce sabía que aquella era la primera gran mentira del Gran Mentiroso, pero su corazón sentía otra cosa, en parte porque sabía que Lucifer había terminado por creerse su mentira, la cual tenía un poder oculto e insidioso, como una inundación que nadie veía.
No pudo evitarlo: se ablandó. Los ojos de Lucifer emanaban la misma ternura que los de Daniel cuando la miraba. Sintió que sus ojos comenzaban a devolverle aquella ternura.
Lucifer aún la amaba, y cada momento que estaba sin ella le hería en lo más hondo. Por eso se había pasado aquellos últimos nueve días con una sombra de su alma, por eso había tratado de reiniciar el universo entero para recuperarla.
—Oh, Lucifer —dijo—. Lo siento.
—¿Lo ves? —Él se rió—. Sí te doy miedo. Te doy miedo por cómo te hago sentir. No quieres recordar…
—No, no es…
De un carcaj que llevaba a la espalda, Lucifer sacó una larga flecha estelar de plata. La giró entre los dedos mientras tarareaba una melodía que Luce reconoció. Se estremeció. Era el himno que él había compuesto, el poema que los emparejaba. «Lucinda, su luz vespertina».
Luce vio que la flecha estelar centelleaba.
—¿Qué haces?
—Tú me quisiste. Fuiste mía. Los que sabemos qué es la eternidad, conocemos el significado del amor verdadero. El amor no muere nunca. Por eso sé que, cuando terminemos de caer, cuando todo vuelva a empezar, tú tomarás la decisión correcta. Me elegirás a mí y no a él, y gobernaremos juntos. Estaremos juntos… —La miró— o si no…
Lucifer se dirigió hacia ella con la flecha estelar.
—¡Sí! —gritó Luce—. ¡Yo te quise!
Lucifer se quedó petrificado, con la mortífera flecha de punta roma suspendida sobre el pecho de Luce y la primera Lucinda colgada del pliegue del codo del otro brazo.
—Pero fue hace más tiempo de lo que tú recuerdas —continuó Luce—. Comprendes lo que es la eternidad, pero no comprendes cómo puede cambiar en un instante. Yo ya no te quería cuando caímos.
—Mentiras. —Lucifer acercó la flecha estelar a su pecho—. Tú me quisiste hace menos tiempo del que crees. Incluso la semana pasada, en tus Anunciadoras, mientras creías que amabas a otro. Estábamos muy bien juntos. ¿Te acuerdas de cuando estuvimos encaramados al árbol de Tahití? También tuvimos otros momentos no tan recientes. Espero que los hayas recordado.
Se apartó de ella y examinó su reacción.
—¡Yo te enseñé todo lo que crees saber del amor! Teníamos que gobernar juntos. Prometiste seguirme. Me engañaste. —Lucifer le suplicó con la mirada, debatiéndose entre el dolor y la cólera—. Piensa en lo solo que me sentí, en un Infierno fabricado por mí, abandonado en mi altar, el mayor necio de todos los tiempos, soportando siete mil años de tormento.
—Basta —susurró Luce—. Tienes que dejar de quererme. Porque yo he dejado de quererte.
—¿Por culpa de Daniel Grigori, que no es ni una décima parte del ángel que soy yo, ni tan siquiera en mi peor momento? ¡Es absurdo! Sabes que yo siempre he sido más radiante, más inteligente. Tú estabas presente cuando inventé el amor. Lo creé de la nada, ¡de la mera… adoración! —Lucifer frunció el entrecejo al pronunciar la palabra, como si le produjera náuseas.
»Y eso no es todo. Sin ti, inventé el mal, el otro extremo del espectro, el equilibrio necesario. ¡Inspiré a Dante! ¡A Milton! Deberías ver el Averno. Tomé las ideas del Trono y las mejoré. ¡Puedes hacer lo que quieras! Te lo has perdido todo.
—No me he perdido nada.
—Oh, cielo —Lucifer le acarició la mejilla con su suave mano—, no sabes lo que dices. Yo podría darte el reino más grande que se conoce. Después del trabajo, viene la fiesta. ¡Hasta el Trono te ofreció la paz eterna! ¿Y qué has elegido tú? A Daniel. ¿Qué ha hecho ese patán en toda su vida?
Luce le apartó la mano.
—Ha conquistado mi corazón. Me quiere por la persona que soy, no por lo que puedo darle.
Lucifer sonrió con desprecio.
—Siempre has necesitado la aprobación ajena, nena. Es tu talón de Aquiles.
Luce contempló las almas luminosas inmóviles que les rodeaban. Eran millones y estaban diseminadas a lo largo de miles de kilómetros, escuchando sin querer la verdad sobre el primer amor romántico del universo.
—Creía que lo que sentía por ti estaba bien —dijo Luce—. Te quise hasta que me hizo daño, hasta que tu orgullo y tu cólera consumieron nuestro amor. Lo que tú llamabas «amor» me anulaba. Por eso tuve que dejar de quererte. —Se quedó callada—. Nuestra adoración jamás empequeñeció al Trono, pero tu amor me empequeñecía a mí. Jamás quise hacerte daño. Solo quería que tú dejaras de hacérmelo.
—¡Pues deja de hacerme daño tú a mí! —le suplicó Lucifer mientras estiraba unos brazos en los que Luce se recordaba envuelta, sintiéndose como en casa—. Puedes aprender a quererme otra vez. Solo eso pondrá fin a mi dolor. Elígeme ahora, otra vez, para siempre.
—No —replicó Luce—. Lo nuestro ha terminado. —Señaló a los ángeles que les rodeaban—. Terminó mucho antes de que nada de esto hubiera empezado siquiera. Jamás te prometí que gobernaría contigo fuera del Cielo. Tú me atribuiste ese sueño, como si yo fuera otra de tus tablas rasas. No conseguirás nada dejando caer a esta Lucinda a la Tierra. Tu amor no se verá correspondido.
—Quizá sí. —Lucifer miró al ángel que tenía en los brazos. Trató de darle un beso, pero la luz que lo envolvía impidió que sus labios tocaran su piel.
—Siento el dolor que te he causado —dijo Luce—. Era… joven. Me… dejé llevar. Jugué con fuego. No debería haberlo hecho. Por favor, Lucifer, déjanos marchar.
—Oh. —Lucifer enterró la cabeza en el cuerpo que acunaba—. Sufro.
—Sufrirás menos si aceptas que lo que tuvimos pertenece al pasado. Las cosas no son como eran. Si me amas, debes tener valor para dejar que siga mi camino.
Lucifer la miró largamente. Su expresión se ensombreció, pero después se tornó burlona, como si considerara una idea. Apartó un momento los ojos, parpadeó y, cuando volvió a mirarla, Luce tuvo la sensación de que la veía como era de verdad, como el ángel que se había transformado en chica, que había vivido milenios, que había estado cada vez más seguro de su destino, que había hallado el modo de volver a ser un ángel.
—Mereces… más —susurró Lucifer.
—¿Más que Daniel? —Luce negó con la cabeza—. No quiero nada aparte de él.
—Me refiero a que mereces más que este sufrimiento. Sé por lo que has pasado. Te he observado. A veces, me he regocijado en tu dolor. Ya me conoces. —Lucifer sonrió con tristeza—. Pero incluso yo siento cierta culpa cuando me alegro de esa forma. Si pudiera despojarme de la culpa, entonces sí que verías algo grande.
—Líbrame de mi sufrimiento. Detén la Caída. Está en tus manos.
Lucifer se acercó a ella tambaleándose. Los ojos se le llenaron de lágrimas. Negó con la cabeza.
—Explícame cómo es posible que un buen partido como yo pierda…
—¡BASTA!
La voz lo detuvo todo. La órbita del sol, la conciencia de tres cientos dieciocho millones de ángeles, incluso la velocidad de la mismísima Caída, ¡simplemente se pararon!
Era la voz que había creado el universo: sonora y plural, como si millones de versiones de ella hablaran al unísono.
«Basta».
La orden del Trono se propagó a través de Luce. La consumió. La luz le inundó los ojos y su brillo le ocultó a Lucifer, a la primera Lucinda, al mundo entero. El alma le zumbó con una electricidad inexplicable mientras un peso la abandonaba y se perdía en la distancia.
La Caída.
Había desaparecido. Una sola palabra y una sacudida que parecía haberla vuelto del revés la habían apartado de la Caída. Se desplazaba por un gran vacío, hacia un destino desconocido, más deprisa que la velocidad de la luz multiplicada por la velocidad del sonido.
Se desplazaba a la velocidad de Dios.