17

La invención del amor

Volar era como nadar, y a Luce se le daban bien ambas cosas.

Sus pies se separaron del suelo. No tuvo que pensar ni prepararse. Batió las alas por mera intuición. El viento zumbó contra las fibras de sus alas mientras ascendía al vaporoso cielo rosado. En el aire, sintió el peso del cuerpo, sobre todo en los pies, pero la sensación nueva e inimaginable de que flotaba casi le hizo olvidarlo. Voló a ras de estratos de nubes bajas sin apenas alterarlos, como una brisa que pasa a través de un carillón.

Se miró las alas de punta a punta y observó con atención su lustre perlado, asombrada de lo mucho que había cambiado. Era como si, en ese momento, todo su cuerpo hubiera delegado en sus alas. Ellas reaccionaban a sus menores deseos, con elegantes movimientos que generaban una velocidad formidable. Se aplanaban como las alas de un avión para planear sostenidas únicamente por el viento y se echaban hacia atrás en forma de corazón para encumbrarse en el cielo.

Su primer vuelo.

Salvo que… no lo era. Ahora, Luce sabía, con la misma certeza que sus alas sabían volar, que había existido un «antes» monumental. Antes de Lucinda Price, antes de que su alma hubiera visto la Tierra curva. Pese a todas las vidas en la Tierra que había presenciado en las Anunciadoras, pese a todos los cuerpos que había habitado, Luce apenas había arañado la superficie de quién era, de quién había sido. Existía otra historia previa a la historia en la que ella había batido aquellas alas.

Vio al resto del grupo observándola desde el suelo. Daniel tenía lágrimas en la cara. Él lo había sabido desde el principio. La había esperado. Quiso bajar en su busca, deseó que él alzara el vuelo para volar junto a ella, pero, de pronto, dejó de verlo.

La luz dio paso a la completa oscuridad…

De otro recuerdo que ocupó su pensamiento.

Cerró los ojos y se abandonó a él, dejó que la transportara a una época anterior. Por alguna razón, supo que aquel era su primer recuerdo, el momento enterrado en lo más recóndito de su alma. Lucinda había estado desde el mismo principio.

La Biblia había omitido aquella parte.

Antes de crear la luz, Dios creó a los ángeles. Primero hubo oscuridad y, al instante, la agradable sensación de abandonar la inexistencia al amparo de una mano dulce y gloriosa.

Dios creó la hueste celestial de ángeles, los trescientos dieciocho millones, en un momento de genialidad. Lucinda fue uno de ellos, y Daniel, y Roland, Annabelle, Arriane y Cam, y millones más, todos perfectos, todos gloriosos, todos concebidos para adorar a su Creador.

Sus cuerpos estaban hechos de la misma sustancia que el firmamento. No eran de carne y hueso, sino de materia divina, de luz. Eran fuertes, indestructibles, bellos. Al cobrar vida, sus relucientes hombros, brazos y piernas presagiaron las formas que adoptarían los mortales en su propia creación. Todos los ángeles descubrieron sus alas a la vez, cada par ligeramente distinto, un reflejo del alma de su dueño.

Ya en la génesis de los ángeles, las alas de Lucinda tenían el lustroso color plateado de la luz emitida por las estrellas. Habían brillado en su singular gloria desde el principio de los tiempos.

La creación aconteció a la velocidad que Dios determinó, pero se desplegó en la memoria de Luce como un cuento, otra de las primeras creaciones de Dios, un producto del tiempo. Primero no había nada y, al instante, el Cielo estaba atestado de ángeles. En aquella época, el Cielo era ilimitado y tenía un suelo de suaves nubes blancas que cubrían los pies y las puntas de las alas de los ángeles cuando caminaban por él.

Había infinitos niveles en el Cielo, cada uno repleto de huecos y serpenteantes caminos que se abrían en abanico bajo un firmamento color miel. El aire olía al néctar de delicadas flores blancas que brotaban en hermosas arboledas. Salpicaban todos los rincones del Cielo y parecían, en cierto modo, las antecesoras de las peonías blancas.

Campos de árboles plateados daban el mejor fruto imaginable. Los ángeles se alimentaban de ellos y daban las gracias por su primer y único hogar. Alababan juntos a su Creador y su coro de voces formaba un sonido que en las gargantas de los humanos recibiría el nombre de armonía.

Dios creó una pradera que dividió el huerto por la mitad. Y, cuando todo estuvo completo en el Cielo, colocó un imponente Trono al principio de la pradera que emitía vibrante luz divina.

—Venid ante mí —ordenó mientras se arrellanaba en él con merecida satisfacción.

Los ángeles se congregaron en la Pradera del Cielo y se acercaron al Trono con regocijo. Formaron una fila espontánea que determinó su rango para siempre. Cuando estuvieron casi al principio de la Pradera, Lucinda recordó que no había podido ver el Trono con claridad. Su brillo era excesivo para los ojos de los ángeles. También recordó que había sido el tercer ángel de la fila, el tercero más próximo a Dios.

Uno, dos, tres.

Estiró y ahuecó las alas al recordar aquel honor.

Suspendido sobre el Trono había un semicírculo de ocho altares argénteos, como un toldo que protegía el Trono. Dios llamó a los ocho primeros ángeles de la fila para que ocuparan aquellos altares y se convirtieran en sus arcángeles. Lucinda tomó asiento en el tercer altar de la izquierda. Su cuerpo encajó en él a la perfección, pues había sido creado para ella. Aquel era su sitio. Su alma rebosó adoración por Dios.

Era perfecto.

No duró.

Dios tenía más planes para el universo. Lucinda se estremeció cuando la asaltó otro recuerdo.

Dios abandonó a los ángeles.

Todos eran felices en la Pradera, pero un día el Trono se quedó vacío. Dios cruzó las puertas del Cielo, se marchó para crear las estrellas, la Tierra y la Luna.

El hombre y la mujer estaban a punto de ser creados.

El Cielo se oscureció cuando Dios se fue. Lucinda tuvo frío y se sintió inútil. Fue entonces, recordó, cuando los ángeles comenzaron a ver que eran distintos, a advertir los diversos colores de sus alas. Algunos empezaron a extender el rumor de que Dios se había cansado de ellos y sus armoniosas plegarias. Otros dijeron que los humanos pronto ocuparían el lugar de los ángeles.

Lucinda recordó que, al recostarse en su altar argénteo próximo al Trono, había reparado en lo simple y apagado que parecía sin la estimulante presencia de Dios. Trató de adorar a su Creador a distancia, pero aquello no alivió su soledad. Había sido concebida para adorar a Dios en su presencia y lo único que sentía era un vacío. ¿Qué podía hacer?

Miró la Pradera desde su altar y vio a un ángel deambulando por el suelo de nubes. Parecía aletargado, melancólico. Alzó la vista, como si hubiera percibido su mirada. Cuando sus ojos se encontraron, él sonrió. Luce recordó lo bello que era antes de que Dios se marchara…

No pensaron. Se tendieron la mano. Sus almas se entrelazaron.

«Daniel», pensó Luce. Pero no podía saberlo con certeza. La Pradera estaba casi a oscuras, y el recuerdo era vago…

¿Era aquel el momento de su primer contacto?

¡Paf!

La Pradera volvía a brillar. El tiempo había pasado; Dios había regresado. El Trono resplandecía con una gloria sublime. Lucinda ya no ocupaba su altar argénteo junto al Trono. Estaba apiñada en la Pradera con toda la hueste de ángeles, y tenía que elegir.

La votación. Lucinda también había estado presente. Por supuesto. Se sintió acalorada y nerviosa sin saber por qué. El cuerpo se le calentó como les ocurría a sus antiguas encarnaciones poco antes de morir. No podía parar el temblor de sus alas.

Ella había elegido…

Le dio un vuelco el estómago. Le faltó la respiración. Estaba… cayendo. Parpadeó, vio el sol perfilando las montañas y supo que estaba otra vez en el presente, en Troya. Y cayendo del cielo, seis metros… doce. Braceó, como si volviera a ser una simple chica, como si no supiera volar.

Extendió las alas, pero ya era demasiado tarde.

Cayó en los brazos de Daniel, sin apenas notar el golpe. Sus amigos la rodeaban en el prado. Todo estaba igual que antes: los cedros de copa plana alrededor de los embarrados campos baldíos; la cabaña abandonada; las colinas moradas; las mariposas. Las caras de los ángeles caídos, observándola con preocupación.

—¿Estás bien? —preguntó Daniel.

Luce aún tenía el corazón acelerado. ¿Por qué no recordaba qué había sucedido en la votación? Puede que no les ayudara a detener a Lucifer, pero estaba deseando saberlo.

—Me ha faltado muy poco —dijo—. Casi he comprendido qué pasó.

Daniel la depositó en el suelo con suavidad y la besó.

—Lo comprenderás, Luce. Sé que lo harás.

Anochecía en el octavo día de su viaje. Cuando el sol se escondió por detrás de los Dardanelos y bañó los campos baldíos de luz dorada, Luce deseó que hubiera un modo de hacerlo volver.

¿Y si un día no era tiempo suficiente?

Echó los hombros hacia delante y hacia atrás. No estaba habituada al peso de sus alas, livianas como pétalos de rosa en el cielo, pero pesadas como cortinas de plomo en tierra.

La primera vez que las había desplegado, le habían roto la camiseta y el chaleco militar caqui. Ambas prendas estaban en el suelo hechas jirones, una extraña prueba de su transformación. Annabelle había ido rápidamente a la cabaña para llevarle otra camiseta. Era de color azul eléctrico, con una serigrafía de Marlene Dietrich en la pechera y sutiles rasgaduras para las alas en la espalda.

—En vez de pensar en todo lo que aún no recuerdas —dijo Francesca—, reconoce lo que ya sabes.

—Bien. —Luce empezó a pasearse por el prado mientras sentía la nueva sensación de sus alas oscilando detrás de ella—. Sé que la maldición me impedía conocer mi verdadera naturaleza angelical, que me hacía morir siempre que me acercaba a un recuerdo de mi pasado. Por eso ninguno de vosotros podía decirme quién soy.

—Tenías que recorrer ese camino sola —dijo Cam.

—Y la razón de que no lo hayas hecho hasta esta vida también forma parte de tu maldición —añadió Daniel.

—Esta vez me han educado sin una religión específica, sin un conjunto de reglas que determine mi destino, lo que me permite —Luce se quedó callada y recordó la votación— decidir por mí misma.

—No todos tienen ese lujo. —Phil habló desde la hilera de Proscritos.

—¿Por eso me queríais los Proscritos? —preguntó Luce, sabiendo de golpe que así era—. Pero ¿no he elegido ya a Daniel? Antes no lo recordaba, aunque, cuando Desi me ha hecho el regalo del autoconocimiento, me ha parecido que —Cogió la mano a Daniel— la decisión siempre había estado ahí, dentro de mí.

—Ahora sabes quién eres, Luce —dijo Daniel—. Sabes lo que te importa. Nada debería estar fuera de tu alcance.

Las palabras de Daniel le calaron hondo. Eso era lo que ella era, lo que siempre había sido.

Miró a los Proscritos, que se hallaban a cierta distancia del grupo. Se preguntó si habrían podido ver su transformación, si sus ojos ciegos podían percibir la metamorfosis de un alma. Buscó alguna señal en Olianna, la Proscrita que la había protegido en el tejado de Viena. Pero, al mirarla, se dio cuenta de que ella también había… cambiado.

—Me acuerdo de ti —dijo mientras se acercaba a la delgada chica rubia de ojos hundidos. La conocía, del Cielo—. Olianna, tú eras uno de los doce ángeles del zodíaco. Regías sobre Leo.

Olianna se estremeció y respiró hondo.

—Sí.

—Y tú, Phresia. Tú eras una Lumbrera. —Luce cerró los ojos y recordó—. ¿No fuiste tú una de las Cuatro que emanó de la Voluntad Divina? Recuerdo tus alas. Eran —se interrumpió mientras la cara se le ensombrecía al contemplar las deslucidas alas marrones de la chica— extraordinarias.

Phresia puso la espalda recta y alzó la cara pálida y demacrada.

—Hacía siglos que nadie me veía de verdad.

Vincent se adelantó.

—¿Y a mí, Lucinda Price? ¿Me recuerdas?

Luce le puso la mano en el hombro e hizo memoria.

—Tú eres Vincent, el ángel del viento del norte.

Al Proscrito se le nublaron los ojos, como si su alma quisiera llorar pero su cuerpo se negara.

—Phil —dijo Luce, mirando, por último, al Proscrito al que tanto había temido cuando fue a buscarla al patio de sus padres. Phil tenía los labios tensos y blancos. Estaba nervioso—. Tú eras uno de los ángeles del lunes, ¿verdad? Poseedor de los poderes de la luna.

—Gracias, Lucinda Price. —Phil se inclinó con vacilación, pero de forma cortés—. Los Proscritos admitimos que nos equivocamos al intentar apartarte de tu alma gemela y tus obligaciones. Pero sabíamos, como acabas de demostrar, que solo tú podrías vernos como lo que fuimos. Y que solo tú podrías devolvernos nuestra gloria.

—Sí —dijo Luce—. Os veo.

—Los Proscritos también te vemos —añadió él—. Eres radiante.

—Sí, lo es.

Daniel.

Luce lo miró. Su pelo rubio y sus ojos violetas, sus espaldas anchas, los labios carnosos que tantas veces la habían revivido. Se habían amado incluso durante más tiempo del que ella creía. Su amor era profundo desde los primeros tiempos del Cielo. Su relación abarcaba toda la historia de la existencia. Luce sabía cuál había sido su primer encuentro en la Tierra: allí mismo, en los campos quemados de Troya mientras los ángeles caían. Pero había una historia anterior. Un principio distinto para su amor.

¿Cuándo? ¿Cómo había sucedido?

Buscó la respuesta en los ojos de Daniel, pero sabía que no la encontraría allí. Tenía que volver a mirar en su propia alma. Cerró los ojos.

Ya le costaba menos recordar, como si, al desplegar las alas, hubiera resquebrajado el muro entre la Lucinda humana y el ángel que había sido. Lo que fuera que la separaba de su pasado era frágil, tan fino y quebradizo como una cáscara de huevo.

¡Paf!

Volvía a estar en la Pradera, sentada en su altar argénteo, anhelando el regreso de Dios. Miraba al ángel de pelo claro a quien ya había recordado tratándolo de alcanzar. Recordó sus pasos lentos y abatidos por el suelo de nubes. Su coronilla antes de que mirase hacia arriba. El Cielo se había quedado en silencio. Por una vez, Luce y el ángel estaban solos, lejos de la armonía de sus compañeros.

Él se volvió y levantó la vista para mirarla. Tenía la cara cuadrada, el pelo ambarino y ondulado, y los ojos azules, tan claros como el hielo. Los entrecerró al sonreírle. Luce no lo reconoció.

No, no era eso… lo reconocía, lo conocía. Hacía mucho tiempo, Lucinda había amado a aquel ángel.

¡Pero no era Daniel!

Sin saber por qué, Luce quiso borrar aquel recuerdo, fingir que no lo había visto, parpadear y estar con Daniel en los rocosos prados de Troya. Pero su alma estaba soldada a la escena. No podía dejar de mirar a aquel ángel que no era Daniel.

Él se acercó a ella. Sus alas se entrelazaron. Él le susurró al oído:

—Nuestro amor es infinito. No puede haber nada más.

¡No!

Por fin Luce logró apartar el recuerdo. Estaba otra vez en Troya. Sin aliento. Sus ojos debían de haberla delatado. Se notaba nerviosa, confusa.

—¿Qué has visto? —susurró Annabelle.

Luce abrió la boca, pero no pudo articular palabra.

«Lo traicioné. Quienquiera que fuera. Hubo alguien antes de Daniel y…»

—Todavía no ha terminado. —Por fin logró hablar—. La maldición. Aunque sé quién soy y sé que elegí a Daniel, hay algo más, ¿no? Alguien más. Él es quien me echó la maldición.

Daniel le pasó los dedos por el brillante contorno de las alas con mucha suavidad. Luce se estremeció, porque cualquier roce en ellas le despertaba la misma pasión que un beso y la encendía por dentro. Por fin sabía cuánto placer sentía Daniel cuando ella pasaba las manos por las suyas.

—Has llegado muy lejos, Lucinda. Pero aún te queda un trecho de camino por recorrer. Indaga en tu pasado. Ya sabes lo que buscas. Encuéntralo.

Luce cerró los ojos y volvió a buscar entre milenios de angustiosos recuerdos.

La Tierra desapareció bajo sus pies. Un laberinto de colores se entremezcló alrededor de ella, el corazón le palpitó en el pecho y todo se tornó blanco.

De nuevo el Cielo.

Brillaba con el regreso de Dios al Trono. El firmamento relucía como un ópalo. El suelo de nubes tenía mucho espesor ese día y los jirones blancos casi cubrían a los ángeles hasta la cintura. Las imponentes torres blancas de la derecha eran los árboles del Bosque de la Vida; los árboles de la izquierda, cargados de flores plateadas, pronto darían fruto en el Huerto del Conocimiento. Habían crecido. Habían tenido tiempo de hacerlo desde el último recuerdo de Luce.

Ella volvía a estar en la Pradera, en el centro de un gran cúmulo de luz parpadeante. Los ángeles del Cielo se encontraban reunidos ante el Trono, cuyo brillo volvía a ser tan intenso que Luce no podía mirarlo siquiera.

El Trono había trasladado el altar argénteo de Lucifer al otro extremo de la Pradera, donde lo había colocado a un nivel insultantemente bajo. Entre Lucifer y el Trono, el resto de los ángeles formaban un único grupo, pero pronto, comprendió Lucinda, se dividirían para unirse a uno u otro bando.

Volvía a estar en la votación. Esa vez se obligaría a recordar cómo había transcurrido.

Todos los hijos del Cielo iban a tener que elegir un bando. Dios o Lucifer. El bien o… no, él no era malvado.

El mal ni siquiera existía.

Apiñados de aquella forma, todos los ángeles eran asombrosos, distintos entre sí pero, de algún modo, indistinguibles. Daniel estaba en el centro, irradiando el brillo más puro que ella jamás conocería. En su recuerdo, Lucinda avanzaba hacia él.

¿Desde dónde?

La voz de Daniel le resonó en los oídos. «Indaga en tu pasado».

Luce todavía no había mirado a Lucifer. No quería hacerlo.

«Mira donde no quieres mirar».

Cuando se volvió hacia el otro extremo de la Pradera, vio la luz que envolvía a Lucifer. Era espléndida y ostentosa, como si él quisiera competir con todo lo que había en la Pradera: el Huerto, el murmullo celestial, el propio Trono. Lucinda tuvo que concentrarse para verlo con claridad.

Era… bellísimo. El cabello ambarino le caía sobre los hombros en lustrosas ondas. Tenía un cuerpo glorioso, definido por una musculatura que ningún mortal podría desarrollar jamás. Sus fríos ojos azules eran fascinantes.

Lucinda no podía dejar de mirarlo. Entonces, entre compases del murmullo celestial, oyó la canción. Aunque no recordaba haberla aprendido, conocía la letra y la conocería siempre, como los mortales recordaban las canciones de cuna durante el resto de su vida.

De todas las parejas que Dios creó

ninguna ha sido tan divina

como Lucifer, el lucero del alba,

y Lucinda, su luz vespertina

Los versos le resonaron en la cabeza y le ayudaron a hacer memoria. Le llovieron recuerdos con cada palabra.

«¿Lucinda, su luz vespertina?»

Se le encogió el alma cuando lo recordó. Lucifer había compuesto aquella canción. Formaba parte de su plan.

Ella era… ¿había sido la enamorada de Lucifer?

En cuanto se preguntó si aquel horror era posible, supo que era la verdad más vieja y cruda. Había estado equivocada en todo. Su primer amor había sido Lucifer, y el de Lucifer había sido el suyo. Incluso sus nombres formaban pareja. Habían sido almas gemelas. Se sintió perversa, otra, como si, al despertarse, hubiera descubierto que había matado a alguien mientras dormía.

Desde cada extremo de la Pradera, Lucinda y Lucifer se miraron durante la votación. Ella agrandó los ojos con incredulidad mientras él arrugaba los suyos y le sonreía de forma inescrutable.

¡Paf!

Un recuerdo desencadenado por otro recuerdo. Luce se adentró todavía más en la oscuridad para ir al lugar en el que más odiaba estar.

Lucifer la estrechaba entre sus brazos, le acariciaba las alas con las suyas y le procuraba un placer inconfesable, a la vista de todos, en su altar argénteo próximo al Trono vacío.

«Nuestro amor es infinito. No puede haber nada más».

Cuando él la besó, Lucinda y Lucifer se convirtieron en los dos primeros seres que experimentaron con el afecto no dirigido a Dios. Los besos eran extraños y maravillosos, y Lucinda quería más, pero temía la opinión de los otros ángeles. Le preocupaba que los besos de Lucifer fueran como una marca en sus labios. Sobre todo, temía que Dios se enterara cuando regresara y volviera a ocupar el Trono.

—Di que me adoras —le suplicó Lucifer.

—La adoración es para Dios —respondió Lucinda.

—No forzosamente —susurró Lucifer—. Imagina lo fuertes que seríamos si declaráramos abiertamente nuestro amor ante el Trono, si tú me adoraras a mí y yo te adorara a ti. El Trono solo es uno; unidos por el amor, nosotros podríamos ser más grandes que él.

—¿Qué diferencia hay entre amor y adoración? —preguntó Lucinda.

—Amor es adorar a un igual como adoras a Dios.

—Pero yo no quiero ser más grande que Dios.

La expresión de Lucifer se ensombreció al oír sus palabras. Se apartó de ella con brusquedad y la cólera arraigó en su alma. Lucinda percibió un extraño cambio en él, pero era tan impropio de ella que no lo reconoció. Comenzó a temerlo. Lucifer no parecía temer nada, salvo que ella lo abandonara. Le enseñó la canción sobre la grandeza de su unión. Le obligaba a cantarla constantemente, hasta que ella se vio como su luz vespertina. Lucifer le decía que el amor era eso.

Luce se retorció de dolor mientras lo recordaba. Lucifer perseveró en su actitud. Con cada interacción, cada caricia de sus alas, se tornó más posesivo, más envidioso de su adoración a Dios. Le decía que, si lo amara de verdad, tendría suficiente con él.

Había un día especial que Luce recordaba de aquel período aciago: estaba en el suelo de nubes de la Pradera, cubierta de jirones hasta el cuello, llorando y deseando alejarse de todo. La sombra de un ángel se cernió sobre ella.

—¡Déjame en paz! —gritó.

Pero el ala que la cubrió hizo todo lo contrario. La acunó. El ángel parecía saber qué necesitaba mejor que ella misma. Despacio, Lucinda alzó la cabeza. El ángel tenía los ojos violetas.

—Daniel. —Ella lo conocía como el sexto arcángel, encargado de velar por las almas perdidas—. ¿Por qué has venido?

—Porque he estado observándote. —Daniel la miró con atención y Luce supo que, hasta ese momento, nadie había visto llorar a un ángel. Sus lágrimas eran las primeras—. ¿Qué te pasa?

Lucinda tardó mucho en hallar las palabras.

—Siento que estoy perdiendo mi luz.

Se lo contó todo y Daniel no la interrumpió. Hacía mucho tiempo que nadie la escuchaba.

Cuando terminó, Daniel tenía lágrimas en los ojos.

—Lo que tú llamas amor no parece muy hermoso —dijo despacio—. Piensa en cómo adoramos al Trono. Esa adoración nos hace mejores. Nos anima a superarnos, no a dejar de ser lo que somos. Si yo fuera tuyo y tú fueras mía, querría que fueras tal como eres. Jamás te eclipsaría con mis deseos.

Lucinda cogió su mano cálida y fuerte. Lucifer quizá había descubierto el amor, pero aquel ángel parecía saber cómo convertirlo en algo hermoso.

De pronto, Lucinda estaba besando a Daniel, enseñándole cómo se hacía, necesitando, por primera vez, entregarse por completo a otro. Se abrazaron y sus almas brillaron más, dos mitades mejoradas al unirse en un todo.

¡Paf!

Por supuesto, Lucifer regresó a ella. La cólera que le corroía las entrañas había crecido tanto que era dos veces más alto que ella. Antes habían tenido la misma estatura.

—Ya no puedo seguir llevando este yugo. ¿Me acompañarás ante el Trono para declarar que solo eres fiel a nuestro amor?

—Lucifer, espera… —Lucinda quería hablarle de Daniel, pero sabía que él no la escucharía.

—Para mí es una farsa fingir que adoro a Dios cuando te tengo a ti y no necesito nada más. Hagamos planes, Lucinda, tú y yo. Pensemos en cómo alcanzar la gloria.

—¿Cómo es ese amor? —gritó ella—. Tú adoras tus sueños, tu ambición. Me has enseñado a amar, pero yo no puedo amar a un alma tan siniestra que devora la luz de las otras.

Lucifer no la creyó o fingió no haberla oído, porque pronto desafió al Trono para que llamara a votar a todas las almas de la Pradera. Tenía a Lucinda sujeta al plantear el desafío, pero, cuando empezó a hablar, se distrajo y ella pudo escabullirse. Se adentró en la Pradera, deambuló entre almas luminosas. Vio la que había estado buscando desde el principio.

Lucifer gritó a los ángeles:

—¡Se ha trazado la línea en el suelo de nubes de la Pradera! Ahora sois libres de elegir. Yo os ofrezco la igualdad, una existencia que no está sujeta a las leyes arbitrarias de una autoridad.

Luce sabía que se refería a que ella solo era libre de seguirlo a él. Lucifer podía creer que la amaba, pero lo que amaba era dominarla con una fascinación siniestra y destructiva. Era como si la considerara un apéndice suyo.

Lucinda se acurrucó junto a Daniel en la Pradera y se deleitó en la tibieza de un amor floreciente que era puro y la nutría. De pronto, el nombre de Daniel resonó en la Pradera. Lo habían llamado a votar. Él se alzó por encima del derroche de luz angelical y dijo, con serenidad:

—Con todos mis respetos, no haré esto. No elegiré el bando de Lucifer ni tampoco el del Cielo.

Se oyó un clamor entre la multitud de ángeles congregada en la Pradera, desde el lado del Trono y, todavía más alto, desde el lado de Lucifer. Lucinda se había quedado sin habla.

—En cambio, elijo el amor —continuó Daniel—. Elijo el amor y os dejo con vuestra guerra. Te equivocas planteándonos esto —dijo a Lucifer.

Después, se dirigió al Trono:

—Todo lo que hay de bueno en el Cielo y en la Tierra está hecho de amor. Puede que no fuera vuestra intención cuando creasteis el universo. Puede que el amor solo fuera un aspecto de un mundo complejo y cruel. Pero el amor es lo mejor que habéis creado y se ha convertido en lo único que merece la pena salvar. Esta guerra no es justa. Esta guerra no es buena. El amor es lo único por lo que merece la pena luchar.

La Pradera se quedó en silencio tras las palabras de Daniel. La mayoría de los ángeles parecían desconcertados, como si no entendieran qué había querido decir.

No era el turno de Lucinda. Los secretarios celestiales llamaban a los ángeles por orden de importancia y Lucinda era uno de los pocos ángeles que estaba por encima de Daniel. Daba igual. Eran un equipo. Se levantó y se puso junto a él en la Pradera.

—Jamás habría que tener que elegir entre el amor y Vos —declaró al Trono—. Puede que un día halléis un modo de reconciliar la adoración y el amor verdadero del que nos habéis hecho capaces. Pero, si tengo que elegir, debo quedarme junto a mi amor. Elijo a Daniel, y lo elijo para siempre.

Luce recordó entonces la cosa más difícil que había hecho nunca. Miró a Lucifer, su primer amor. Si no era sincera con él, nada de aquello contaría.

—Tú me enseñaste el poder del amor y siempre te estaré agradecida por ello. Pero, para ti, el amor está en tercer lugar, muy por detrás de tu orgullo y tu cólera. Has empezado una guerra que no puedes ganar.

—¡Hago todo esto por ti! —gritó Lucifer.

Fue su primera gran mentira, la primera gran mentira del universo.

Cogida del brazo de Daniel en el centro de la Pradera, Lucinda había tomado la única decisión posible. Su miedo palidecía comparado con su amor.

Sin embargo, jamás habría podido anticipar la maldición. Luce recordó en ese momento que el castigo había provenido de ambos bandos. Por eso era tan vinculante la maldición: tanto el Trono como Lucifer, por celos, rencor o un concepto insensible de justicia, habían sellado el destino de Daniel y Lucinda por muchos miles de años.

En el silencio de la Pradera, sucedió algo extraño: «otro» Daniel se alzó junto a Daniel y Lucinda. Era un anacronismo, el Daniel al que ella había conocido en la Escuela de la Costa, el ángel al que Luce Price conocía y amaba.

—He venido a suplicar clemencia —dijo el Daniel desdoblado—. Si debemos ser castigados, y, Maestro, no cuestiono vuestra decisión, por favor, recordad al menos que uno de vuestros grandes atributos es vuestra misericordia, que es misteriosa y grande, y una lección de humildad para todos nosotros.

En su momento, Lucinda no lo había comprendido, pero, en el recuerdo de Luce, por fin todo cobraba sentido.

Daniel le había hecho el regalo de crear una laguna en la maldición, para que algún día, en un futuro lejano, ella pudiera liberar su amor.

Lo último que recordaba era haberse agarrado a Daniel con todas sus fuerzas cuando el suelo de la Pradera se ennegreció. Después, cedió bajo sus pies y los ángeles comenzaron su caída hacia el olvido. El cuerpo se le había paralizado y Daniel se le había escapado de las manos. Lo había perdido. Había perdido todos sus recuerdos. Se había perdido a sí misma.

Hasta aquel momento.

Cuando abrió los ojos, ya era de noche. La temperatura había bajado tanto que le temblaban los brazos. Sus compañeros estaban apiñados a su alrededor, tan callados que oyó el canto de los grillos entre la hierba. No quería mirar a nadie.

—Fue culpa mía —dijo—. Hasta ahora, creía que te castigaban a ti, Daniel, pero el castigo era para mí. —Se calló—. ¿Soy yo la causa de que Lucifer se rebelara?

—No, Luce. —Cam le dirigió una sonrisa triste—. Puede que fueras su fuente de inspiración, pero la inspiración solo es una excusa para hacer lo que ya se tiene en mente. Lucifer buscaba un modo de ser malvado. Habría encontrado otra excusa.

—Pero le traicioné.

—No —dijo Daniel—. Él te traicionó a ti. Nos traicionó a todos.

—Sin su rebelión, ¿nos habríamos enamorado?

Daniel sonrió.

—Me gusta pensar que habríamos encontrado el modo. Ahora, por fin, tenemos la oportunidad de dejar todo eso atrás. Tenemos la oportunidad de detener a Lucifer, de romper la maldición y querernos como siempre hemos deseado. Podemos conseguir que todos estos años de sufrimiento tengan sentido.

—Mirad —dijo Steven al tiempo que señalaba el cielo.

Estaba cuajado de estrellas. Una, muy lejana, era más luminosa que el resto. Parpadeó y pareció apagarse por completo antes de volver a brillar incluso más que antes.

—Son ellos, ¿verdad? —preguntó Luce—. ¿La Caída?

—Sí —respondió Francesca—. Es la Caída. Es justo como la describen los textos antiguos.

—Es… —Luce arrugó la frente y entrecerró los ojos—. Solo la veo cuando me…

—Concéntrate —le ordenó Cam.

—¿Qué le está pasando? —preguntó Luce.

—Empieza a ser en este mundo —respondió Daniel—. No fue el tránsito físico del Cielo a la Tierra lo que tardó nueve días. Fue el cambio de un reino celestial a uno terrenal. Cuando caímos aquí, nuestros cuerpos eran… distintos. Nos transformamos. Eso llevó tiempo.

—El tiempo se agota —explicó Roland, que consultó el reloj dorado de bolsillo que Desi debía de haberle regalado antes de morir.

—Entonces, es hora de ir —dijo Daniel a Luce.

—¿Allí?

—Sí, debemos ir a su encuentro. Nos encumbraremos hasta los límites de la Caída y entonces tú…

—¿Tengo que detenerlo?

—Sí.

Luce cerró los ojos, recordó la mirada de Lucifer en la Pradera. Parecía que hubiera querido destruir toda la ternura que quedaba.

—Creo que sé cómo.

—¡Os he dicho que diría eso! —gritó Arriane con alegría.

Daniel abrazó a Luce.

—¿Estás segura?

Ella lo besó, más segura que nunca.

—Acabo de recuperar mis alas, Daniel. No voy a permitir que Lucifer vuelva a quitármelas.

Luce y Daniel se despidieron de sus amigos, se cogieron de la mano y alzaron el vuelo. Estuvieron ascendiendo una eternidad, atravesaron la finísima capa exterior de la atmósfera, una capa de luz al borde del espacio.

La luna se tornó inmensa, brilló como el sol a mediodía. Atravesaron nebulosas galaxias y pasaron junto a otras lunas con otras caras salpicadas de cráteres y extraños planetas rojos rebosantes de gas y circundados por anillos de luz.

Luce no se cansaba de volar. Empezó a entender que Daniel pudiera hacerlo durante días sin descansar; no tenía hambre ni sed. No tenía frío en aquella noche glacial.

Por fin, al filo de la nada, en la zona más oscura del universo, llegaron al perímetro. Vieron la telaraña negra de la Anunciadora de Lucifer, oscilando entre dimensiones. En su interior estaba la Caída.

Daniel se quedó suspendido al lado de Luce y le rozó las alas con las suyas para darle fuerzas.

—Primero tendrás que atravesar la Anunciadora. No te entretengas ahí. No te pares hasta que lo encuentres en la Caída.

—Tengo que ir sola, ¿verdad?

—Yo te seguiría hasta los confines de la Tierra, y más allá. Pero tú eres la única que puede hacerlo —respondió Daniel. Le cogió la mano y le besó los dedos, la palma. Temblaba—. Yo estaré aquí.

Sus labios se rozaron una última vez.

—Te quiero, Luce —dijo Daniel—. Te querré siempre, tanto si Lucifer lo consigue como si no…

—No, no digas eso —lo interrumpió Luce—. Él no…

—Pero, si lo consigue —continuó Daniel—, quiero que sepas que volvería a hacerlo. Volvería a elegirte todas las veces.

Luce se serenó. No iba a fallarle. No iba a fallarse.

—No tardaré.

Le apretó la mano, se apartó de él y se adentró en la oscura Anunciadora de Lucifer.