16

Apocalipsis

En algún momento del trayecto comenzó a llover.

Las gotas de lluvia chapotearon en las alas de Daniel. Los truenos retumbaron en el cielo por delante de ellos. Los relámpagos atravesaron la noche. Luce se había quedado dormida, o sumida en un letargo similar al sueño, porque, cuando la tormenta se desató, se despertó, aunque solo a medias.

El viento en contra era brutal e incesante, y la pegaba contra el cuerpo de Daniel. Los ángeles volaban a una velocidad tremenda y, de un solo aletazo, cubrían ciudades, cordilleras enteras. Sobrevolaban nubes que parecían icebergs gigantescos y las dejaban atrás en un abrir y cerrar de ojos.

Luce no sabía dónde estaban ni cuántas horas llevaban volando. No le apetecía preguntarlo.

Volvía a ser de noche. ¿Cuánto tiempo quedaba? No lo recordaba. Contar le parecía imposible, aunque antes le encantaba resolver problemas complejos de cálculo. Casi se rió de la noción de estar sentada en un pupitre de madera en clase de Cálculo, mordisqueando una goma junto a otros veinte niños mortales. ¿De verdad le había sucedido aquello?

La temperatura descendió. La lluvia arreció cuando los ángeles se adentraron en una tempestad cuyo final Luce no alcanzaba a ver. Las gotas que acribillaban las alas a Daniel parecían granizo cayendo en nieve helada.

El viento era lateral y ascendente. Luce estaba empapada. Tan pronto tenía calor como se congelaba. Cuando el vello de los brazos se le erizaba, Daniel se los frotaba para que entrara en calor. Las punteras de sus botas negras chorreaban agua, que ella veía caer hacia el suelo, a miles de metros por debajo.

Comenzó a tener visiones en la oscuridad. Vio a Desi, con el cabello pelirrojo suelto arremolinándosele alrededor del cuerpo mientras le susurraba: «Rompe la maldición». Sus cabellos se convirtieron en zarcillos ensangrentados que la envolvieron como el vendaje de una momia y, después, como el capullo de una oruga… hasta que su cuerpo se convirtió en una vasta columna de espesa sangre goteante.

A través de la niebla, una luz dorada brilló con más intensidad. Las alas de Cam cobraron nitidez entre los pies de Luce y la mota de tierra que había estado mirando.

—¿Es ahí? —gritó Cam entre el aullido del viento.

—No lo sé —respondió Daniel.

—¿Cómo lo sabremos?

—Simplemente, lo sabremos.

—Daniel. El tiempo…

—No me metas prisa. Tenemos que llevarla al sitio correcto.

—¿Está dormida?

—Tiene fiebre. No lo sé. Chis.

Tras soltar un gruñido de frustración, Cam volvió a perderse en la niebla.

A Luce le temblaban los párpados. ¿Estaba dormida? Lo parecía, por las pesadillas que la acosaban. En aquel momento, vio a la señorita Sophia, con los ojos brillantes por la luz que reflejaban las gotas de lluvia. Levantó el puñal y sus brazaletes de perlas tintinearon cuando lo acercó al corazón de Luce. Sus palabras, «confiar es una actividad inútil», le resonaron en la cabeza hasta que le entraron ganas de gritar. Después, la imagen de la señorita Sophia parpadeó y se arremolinó hasta transformarse en la gárgola en la que Luce había confiado de una forma tan despreocupada.

El pequeño Bill, quien se había hecho pasar por su amigo mientras le ocultaba un secreto enorme y aterrador. Quizá la amistad fuera eso para el diablo: amor teñido siempre de maldad. El cuerpo de la gárgola era un cascarón para poderosas fuerzas del mal.

En su visión, Bill le enseñó los cariados colmillos y exhaló nubes de orín. Rugió, pero calladamente, y su silencio fue peor que nada de lo que hubiera podido decir, porque la imaginación de Luce llenó el vacío. Bill ocupó su campo visual transformado en Lucifer, en el Mal, en el Final.

Abrió los ojos de golpe. Se agarró a los brazos de Daniel, que seguían rodeándola mientras atravesaban la interminable tormenta.

«No tienes miedo», se juró bajo la lluvia. Era la cosa más difícil de la que había tenido que convencerse en aquel viaje.

«Cuando vuelvas a enfrentarte con él, no tendrás miedo».

—Chicos —dijo Arriane después de aparecer a la derecha de Daniel—, mirad.

Las nubes se dispersaron conforme avanzaban. Divisaron un valle, una ancha franja de campos rocosos que colindaba al oeste con un estrecho tramo de mar. Un enorme caballo de madera se erigía ridículamente en el árido paisaje, un monumento a un pasado envuelto en sombras. Luce divisó ruinas cerca del caballo, un teatro romano, un aparcamiento contemporáneo.

Los ángeles siguieron avanzando. El valle se extendió por debajo de ellos, sumido en la oscuridad salvo por una luz distante: una lámpara eléctrica que brillaba en la ventana de una cabañita construida a media ladera.

—¡Volad hacia la casa! —gritó Daniel al resto del grupo.

Luce estaba observando un grupo de cabras que se había reunido en un campo de albaricoqueros después de deambular por las encharcadas tierras de labranza. El estómago le dio un vuelco cuando Daniel se abatió con brusquedad. Luce y los ángeles se posaron a unos quinientos metros de la cabaña blanca.

—Entremos. —Daniel le cogió la mano—. Nos esperan.

Luce caminó bajo la lluvia al lado de Daniel, con el cabello oscuro en la cara y su ropa empapada de lo que le parecieron quinientos kilos de gotas de lluvia.

Mientras ascendían por un tortuoso sendero lleno de barro, un goterón de agua se le adhirió a las pestañas y se le metió en el ojo. Cuando se lo frotó y parpadeó, el paisaje se había transformado completamente.

Una imagen apareció ante sus ojos, un antiguo recuerdo olvidado que volvía a cobrar vida.

Bajo sus pies, el suelo ya no era verde ni estaba mojado, sino negro calcinado en una parte y cubierto de ceniza gris en otra. El valle que les rodeaba estaba acribillado de hondos cráteres humeantes. Luce olió a muerte, a carne quemada y a descomposición. El olor era tan fuerte y penetrante que le escaldó los orificios nasales y se le adhirió al paladar. Los cráteres crepitaron y silbaron como serpientes de cascabel cuando pasó por su lado. Había polvo, polvo de ángel, por doquier. Impregnaba el aire, cubría el suelo y las piedras, le caía en la cara como copos de nieve.

Con el rabillo del ojo, vio unos destellos plateados. Parecía un espejo hecho añicos, pero era fosforescente y rielaba, casi como si estuviera vivo. Soltó la mano a Daniel, se arrodilló y gateó por el suelo enfangado hacia el cristal plateado roto.

No sabía por qué lo hacía. Solo sabía que tenía que tocarlo.

Cogió un pedazo grande con un gemido por el esfuerzo. Lo tenía firmemente asido en la mano…

Y entonces parpadeó y vio que solo era un puñado de barro.

Miró a Daniel, con lágrimas en los ojos.

—¿Qué está pasando?

Daniel miró a Arriane.

—Llévala adentro.

Luce notó que unos brazos la levantaban.

—Te pondrás bien, chiquilla —dijo Arriane—. Te lo prometo.

La puerta de madera oscura de la cabaña se abrió y una cálida luz iluminó el umbral. Los ángeles empapados se encontraron con el sereno rostro de Steven Filmore, el profesor de la Escuela de la Costa preferido de Luce.

—Me alegro de que lo hayáis conseguido —dijo Daniel.

—Lo mismo digo. —El tono de Steven era firme y magistral, tal como Luce lo recordaba. Por algún motivo, eso la tranquilizó—. ¿Se encuentra bien? —preguntó.

No. Luce estaba perdiendo el juicio.

—Sí. —La seguridad de Daniel la cogió por sorpresa.

—¿Qué le ha pasado en el cuello?

—Nos tropezamos con algunos Balanzas en Viena.

Luce tenía alucinaciones. No estaba bien. Temblando, miró a Steven a los ojos. Su serenidad la reconfortó.

«Estás bien. Tienes que estarlo. Por Daniel».

Steven mantuvo la puerta abierta y les hizo pasar. La cabañita tenía el suelo de tierra y el techo de paja, un montón de mantas y alfombras en un rincón, una tosca cocina cerca de la chimenea y cuatro mecedoras en el centro.

Delante de las mecedoras estaba Francesca, la mujer de Steven y la otra profesora nefilim de la Escuela de la Costa. Phil y los otros tres Proscritos se mantenían firmes en la pared de enfrente. Annabelle, Roland, Arriane, Daniel y Luce entraron en la acogedora cabaña alumbrada por el fuego del hogar.

—¿Y ahora qué, Daniel? —preguntó Francesca, sin ambages.

—Nada —se apresuró a contestar Daniel—. Nada todavía.

¿Por qué no? Ya estaban en Troya, cerca del lugar donde Lucifer debía caer. Habían corrido a detenerlo. ¿Se habían dado tanta prisa durante esa semana solo para quedarse esperando en una cabaña?

—Daniel —dijo Luce—, me vendría bien una explicación.

Pero Daniel se limitó a mirar a Steven.

—Por favor, siéntate. —El profesor condujo a Luce a una de las mecedoras. Ella se hundió en la silla y le dio las gracias con un gesto de la cabeza cuando él le ofreció un vaso metálico lleno de un especiado té turco de manzana. Steven señaló la cabaña con la mano—. No es gran cosa, pero protege de la lluvia y del viento, más o menos, y ya sabéis lo que dicen…

—El sitio lo es todo. —Roland terminó la frase mientras se apoyaba en el brazo de la mecedora en la que Arriane se había ovillado enfrente de Luce.

Annabelle observó la lluvia que aporreaba la ventana, y después la concurrida cabaña.

—Entonces, ¿la Caída fue aquí? Es decir, noto alguna cosa, pero no sé si es por lo mucho que me empeño. Esto es muy raro.

Steven acabó de limpiarse las gafas en su jersey de lana. Se las puso y volvió a adoptar un tono magistral.

—La Caída abarcó una superficie muy extensa, Annabelle. Piensa en cuánto espacio hace falta para que ciento cincuenta millones ochocientos veintisiete mil ochocientos sesenta y un…

—Quieres decir ciento cincuenta millones ochocientos veintisiete mil setecientos cuarenta y seis… —lo interrumpió Francesca.

—Por supuesto, hay discrepancias. —Steven siempre complacía a su hermosa y beligerante mujer—. El caso es que cayeron muchos ángeles, así que la superficie de impacto es muy extensa. —Echó una brevísima mirada a Luce—. Pero, sí, estás sentada en una parte de la superficie en la que los ángeles cayeron en la Tierra.

—Nos hemos basado en un mapa antiguo de la Tierra —dijo Cam mientras atizaba el fuego. Solo quedaban rescoldos, pero él lo reavivó—. Aunque sigo sin entender cómo podemos saber con seguridad que es aquí. No nos queda mucho tiempo. ¿Cómo podemos saberlo?

«¡Porque he empezado a tener visiones de la Caída! —gritó mentalmente Luce—. Porque, de algún modo, yo estaba presente».

—Me alegro de que lo hayas preguntado. —Francesca desenrolló un pergamino en el suelo entre las cuatro mecedoras—. La biblioteca nefilim de la Escuela de la Costa tiene un mapa del lugar de la Caída. Está dibujado a una escala tan pequeña que, hasta que alguien lo ubicara geográficamente, podría haber representado cualquier parte del mundo.

—Hasta podría haber sido un terrario para hormigas —añadió Steven—. Hemos estado esperando la señal de Daniel desde que Luce volvió de su viaje por las Anunciadoras, siguiendo vuestros progresos, intentando estar cerca para cuando nos necesitarais.

—Los Proscritos nos han encontrado en nuestra residencia de invierno en El Cairo justo después de medianoche. —Francesca se encogió, como si tratara de no tiritar—. Por suerte, este tenía tu pluma. Si no, podríamos haber…

—Se llama Phillip. Ahora los Proscritos están de nuestra parte —dijo Daniel.

Resultaba extraño que Phil se hubiera hecho pasar por un alumno de la Escuela de la Costa durante meses y Francesca no lo reconociera. Pero, por otra parte, la pedante profesora solo prestaba atención a los alumnos «aventajados».

—Confiaba en que llegarais a tiempo —dijo Daniel—. ¿Cómo estaban las cosas en la Escuela de la Costa cuando os fuisteis?

—Nada bien —respondió Francesca—. Para vosotros ha sido peor, estoy segura, pero, aun así, nada bien. La Balanza se presentó en la Escuela de la Costa el lunes.

Daniel tensó la mandíbula.

—No.

—Miles y Shelby —exclamó Luce—. ¿Están bien?

—Vuestros amigos están bien. La Balanza no encontró nada de qué acusarnos…

—Así es —se enorgulleció Steven—. Mi mujer dirige la escuela con mano de hierro. De un modo irreprochable.

—Aun así —dijo Francesca—, los alumnos se alarmaron mucho. Algunos de nuestros mejores benefactores han sacado a sus hijos de la escuela. —Se quedó callada—. Espero que esto merezca la pena.

Arriane se puso en pie de un salto.

—¿Qué te apuestas?

Roland se levantó con rapidez y tiró de ella para que volviera a sentarse. Steven cogió a Francesca del brazo y la condujo a la ventana. Pronto todos susurraban y Luce no tuvo fuerzas para oír nada aparte del alto comentario de Arriane:

—Yo le daré donativos.

Al otro lado de la ventana, una finísima banda de luz rojiza envolvió las montañas. Luce la observó con un nudo en el estómago, sabiendo que señalaba el amanecer del octavo día, el último día completo antes de…

Notó la mano de Daniel en el hombro, cálida y fuerte.

—¿Cómo estás?

—Bien. —Luce se enderezó en la mecedora, fingiéndose espabilada—. ¿Qué hay que hacer ahora?

—Dormir.

Luce puso la espalda recta.

—No, no estoy cansada. Está amaneciendo, y Lucifer…

Daniel se apoyó en la mecedora y le besó la frente.

—Irá mejor si estás descansada.

Francesca interrumpió su conversación con Steven y los miró.

—¿Crees que es buena idea?

—Si está cansada, tiene que dormir. Unas horas no le vendrán mal. Ya estamos aquí.

—Pero no estoy cansada —protestó Luce, aunque era evidente que mentía.

Francesca tragó saliva.

—Supongo que tienes razón. O pasa o no pasa.

—¿A qué se refiere? —preguntó Luce a Daniel.

—A nada —respondió él con dulzura. Luego miró a Francesca y añadió, en voz muy baja—: Pasará. —Levantó a Luce lo suficiente para poder sentarse a su lado en la mecedora. La rodeó por la cintura. Lo último de lo que ella tuvo conciencia fue de su beso en la sien y su susurro al oído—: Dejémosla dormir una vez más.

—¿Preparada?

Luce se hallaba al lado de Daniel en un campo baldío próximo a la cabaña blanca. El suelo despedía vaho y el cielo tenía el vivo color azul que sucede a una fuerte tormenta. Había nieve en las colinas que se alzaban al este, pero en el valle hacía un calor casi primaveral. Los márgenes del campo estaban cuajados de flores. Había mariposas por doquier, blancas, rosas y doradas.

—Sí.

Luce llevaba un instante despierta cuando había sentido que Daniel la levantaba de la mecedora y la sacaba de la cabaña vacía. Debía de haberse quedado dormida en sus brazos.

—Un momento —dijo—. ¿Preparada para qué?

Los demás la observaban. Estaban reunidos en un círculo, como si la hubieran estado esperando, los ángeles y los Proscritos con las alas desplegadas.

Una bandada de cigüeñas surcó el cielo con las alas blanquinegras extendidas como hojas de palmera. Tapó momentáneamente el sol y proyectó sombras en las alas de los ángeles a su paso.

—Dime quién soy —dijo Daniel, sin rodeos.

Era el único ángel con las alas ocultas bajo la ropa. Se separó de ella, echó los hombros hacia atrás, cerró los ojos y las sacó.

Las alas se desplegaron enseguida, con suprema elegancia. Le brotaron de los omóplatos y levantaron una ráfaga de aire que meció las ramas de los albaricoqueros.

Las alas eran más altas que él, radiantes y maravillosas, increíblemente bellas. Daniel brillaba como un sol, no solo sus alas, sino todo su cuerpo, e incluso más que eso. Irradiaba su gloria angelical. Luce no podía despegar los ojos de él.

—Eres un ángel.

Daniel abrió sus ojos violetas.

—Sigue.

—Eres… eres Daniel Grigori —continuó Luce—. Eres el ángel que me ama desde hace miles de años. Eres el chico que amo desde el momento en que te vi, no, desde cada momento en que te veo por primera vez. —Luce vio el reflejo del sol en la blancura de sus alas y anheló estar envuelta en ellas—. Eres mi alma gemela.

—Bien —dijo Daniel—. Ahora dime quién eres tú.

—Pues… soy Lucinda Price. Soy la chica de la que tú te enamoras.

Reinaba una tensa quietud a su alrededor. Todos los ángeles parecían contener la respiración.

Los ojos violetas de Daniel se llenaron de lágrimas.

—Sigue —susurró.

—¿No es suficiente?

Él negó con la cabeza.

—¿Daniel?

—Lucinda.

Su forma de decir su nombre, con tanta seriedad, le encogió el estómago. ¿Qué quería de ella?

Luce parpadeó y le pareció oír un trueno. Y la llanura troyana se tornó tan negra como a su llegada. Tortuosas fisuras surcaban el suelo. Donde antes estaba el campo, había cráteres humeantes. El polvo, la ceniza y la muerte lo impregnaban todo. Los árboles ardían en llamas a lo largo del horizonte y el aire olía a descomposición. Era como si su alma hubiera retrocedido muchos milenios en el tiempo. No había nieve en las montañas, ni ninguna pulcra cabañita blanca delante de ella, ningún círculo de ángeles con cara de preocupación.

Pero Daniel seguía allí.

Sus alas brillaban entre el polvo que impregnaba el aire. Su piel era perfecta, rosada, nueva. Sus ojos tenían el mismo embriagador brillo violeta, pero no la miraba a ella. No parecía saber que estaba a su lado.

Antes de que Luce pudiera seguir su mirada, el mundo comenzó a rodar. El hedor a descomposición dio paso a un olor a polvo. Volvía a estar en Egipto, en la oscura tumba donde la habían encerrado y casi había perdido el alma. La escena pasó ante sus ojos: la flecha estelar que llevaba bajo el vestido, el pánico palpable en el rostro de su antigua encarnación, el beso de Daniel, y Bill, revoloteando alrededor del sarcófago del faraón, urdiendo ya su plan más ambicioso. Su ronca risa le resonó en los oídos.

Entonces la risa cesó. La visión de Egipto se transformó en otra: una Lucinda de un pasado incluso anterior estaba tendida en un campo de altas flores. Llevaba un vestido de gamuza y sostenía una margarita en alto, a la que arrancaba los pétalos de uno en uno. Cuando el viento se llevó el último, pensó: «Me quiere». El sol era cegador hasta que algo lo tapó. El rostro de Daniel, con los ojos rebosantes de amor violeta, el pelo rubio rodeado de una aureola de sol.

Daniel sonrió.

Entonces su rostro desapareció. Una nueva visión, otra vida: el calor de una fogata en la piel de Luce, el deseo bulléndole en el pecho. Estaba rodeada de una música extraña y fuerte; de personas que se reían, de amigos y familiares. Se vio junto a Daniel, bailando con desenfreno alrededor de las llamas. Percibió los ritmos tribales en sus entrañas, incluso cuando la música dejó de oírse y las llamas rojas que lamían el cielo dieron paso a una suavidad plateada…

Una cascada. Un exuberante salto de agua helada en una alta pared de roca caliza. Luce estaba al pie de la cascada, separando una nube de nenúfares con sus brazadas. El largo cabello mojado se le pegó a los hombros cuando sacó medio cuerpo del agua y se sumergió. Salió en el otro extremo del torrente, en una laguna. Y allí estaba Daniel, esperándola como si llevara toda la vida haciéndolo.

Saltó al agua desde una roca y le salpicó al romper la superficie de la laguna. Nadó hacia ella y la cogió, pasándole un brazo por la espalda y el otro por debajo de las rodillas. Ella se colgó de su cuello y dejó que la besara. Cerró los ojos…

¡Pum!

De nuevo el trueno. Luce volvía a encontrarse en la humeante llanura troyana. Pero esa vez estaba atrapada en uno de los cráteres, inmovilizada por una roca. Forcejeó y gritó mientras veía puntos rojos y los fragmentos de un objeto que parecía un espejo roto. La cabeza le daba vueltas. Jamás había sentido un dolor tan intenso como aquel.

—¡Socorro!

Y entonces vio a Daniel erguido sobre ella, escrutándola con sus ojos violetas, horrorizado.

—¿Qué te ha pasado?

Luce no sabía la respuesta, no sabía dónde estaba ni cómo había llegado allí. La Lucinda de su recuerdo ni tan siquiera reconocía a Daniel. Pero ella sí lo hacía.

De golpe, comprendió que aquella era la primera vez que Daniel y ella se habían visto en la Tierra. Aquel era el momento que ella ansiaba conocer, el momento del que Daniel siempre se negaba a hablarle.

Ninguno de los dos se reconocía, pero ya estaban enamorados, de forma instantánea.

¿Cómo podía ser aquel el lugar de su primer encuentro? Aquel oscuro paisaje asolado hedía a mugre y a muerte. Su antigua encarnación estaba magullada, ensangrentada, como si se hubiera estrellado contra el suelo.

Como si hubiera caído de una altura inconcebible.

Luce miró el cielo. Lo vio cuajado de chispas infinitesimales, como si el Cielo hubiera sufrido una electrocución y se hubiera quedado electrificado para siempre.

Salvo que las chispas se acercaban. Formas oscuras circundadas de luz caían del infinito. Debía de haber un millón de ellas, reunidas en una franja caótica y amorfa de cielo, oscuras y luminosas, suspendidas y cayendo al mismo tiempo, como si la gravedad no les afectara.

¿Había estado Luce allí arriba? Casi tenía la certeza de que sí.

Entonces comprendió una cosa: ¡eran los ángeles! ¡Era la Caída!

El recuerdo de presenciar la Caída a la Tierra la atormentó. Era como ver caer todas las estrellas del cielo nocturno.

Cuanto más caían, más se dispersaba su desordenada formación. Luce comenzó a distinguir entes concretos, autónomos. No podía imaginarse a ninguno de sus ángeles, sus amigos, con aquel aspecto: más perdidos y fuera de control que el mortal más desgraciado el peor día de su vida. ¿Estaba Arriane entre ellos? ¿Lo estaba Cam?

Se fijó en una esfera de luz que caía en su dirección, cada vez más grande y luminosa conforme se acercaba.

Daniel también levantó la vista. Luce comprendió que tampoco reconocía las formas que caían del cielo. Se había dado un golpe tan fuerte contra el suelo que la impresión le había borrado el recuerdo de quién era, de cuál era su procedencia, de lo glorioso que había sido. Observaba el cielo con puro terror.

Luce vio a un puñado de ángeles a centenares de metros del suelo. Al cabo de un momento, los tuvo tan cerca que pudo distinguir sus extraños cuerpos oscuros envueltos en capullos de luz. Los cuerpos no se movían, pero era innegable que estaban vivos.

El puñado de ángeles continuó cayendo sobre Luce hasta que ella gritó. La enorme masa de oscuridad y luz se estrelló contra el suelo a su lado.

La explosión de fuego y humo negro mandó a Daniel por los aires y Luce dejó de verlo. Aún faltaban ángeles por caer. Más de un millón. Aporrearían la Tierra y harían picadillo a todo ser vivo. Luce se agazapó, se tapó los ojos y abrió la boca para volver a gritar.

Pero el sonido que articuló no fue un grito…

Porque su memoria la había transportado a una época incluso anterior. ¿Anterior a la Caída?

Luce ya no se encontraba en el campo de cráteres humeantes y ángeles meteóricos.

Estaba en un paisaje de pura luz. El terror que habría transmitido su voz no tenía cabida allí, no podía existir en aquel lugar que Luce conocía y no conocía. Tenía una idea de dónde estaba, pero no podía ser real.

Su alma emitía un acorde sonoro y armónico tan bello que lo volvía todo blanco a su alrededor. El cráter había desaparecido. La Tierra había desaparecido. Su cuerpo era…

No lo sabía. No lo veía. No veía nada aparte de aquel magnífico resplandor blanco con matices argénteos. El brillo se desplegó como una alfombra hasta que Luce divisó una vasta pradera blanca extendida ante ella. La bordeaban dos espléndidas arboledas blancas.

A lo lejos, había un altar plateado. Luce presintió que era importante. Luego vio que había otros siete. Los altares trazaban un imponente arco en el aire alrededor de algo tan luminoso que Luce no podía mirarlo.

Se concentró en el altar, el tercero de la izquierda. No podía dejar de mirarlo. ¿Por qué?

Porque… Su memoria se remontó aún más en el tiempo… Porque…

Aquel altar era el suyo.

Mucho antes, ella solía sentarse allí, junto a… ¿quién? El dato parecía importante.

Su visión se arremolinó y se desdibujó, y el altar argénteo se disolvió. La blancura que quedó se enfocó, se separó en formas, en…

Caras. Cuerpos. Alas. Sobre un cielo azul.

Aquello no era un recuerdo. Había regresado al presente, a la vida real. Estaba rodeada de sus profesores, Francesca y Steven; de sus aliados los Proscritos; de sus amigos Roland, Arriane, Annabelle y Cam. Y de su amor, Daniel. Los miró uno a uno y le parecieron hermosísimos. Ellos la miraban con muda felicidad. Y lloraban.

«El regalo del autoconocimiento —le había dicho Desi—. Debes recordar cómo soñar lo que ya sabes».

Aquellos recuerdos habían estado con ella desde el principio, en todos los instantes de todas sus vidas. Pero solo entonces se sentía despierta de un modo que jamás habría creído posible. Cuando una suave brisa le acarició la piel, pudo «palpar» el lejano mar Mediterráneo que la impregnaba y le indicaba que seguía en Troya. También veía con más claridad que nunca. Distinguió los brillantes puntos de pigmento que conformaban las alas de una mariposa dorada que pasó volando. Respiró y se llenó los pulmones de aire frío, percibió el zinc del suelo margoso que lo haría fértil en primavera.

—Estuve allí —susurró—. Estuve en…

¡El Cielo!

Pero no podía decirlo. Sabía demasiado para negarlo, pero no lo suficiente para expresarlo en voz alta. Daniel. Él la ayudaría.

«Adelante», le suplicaron sus ojos.

¿Por dónde empezaba? Tocó el guardapelo con la fotografía que Daniel y ella se habían sacado en Milán.

—Cuando visité mi vida de Helston —comenzó a decir—, supe que nuestro amor trascendía quiénes éramos en cada una de nuestras vidas…

—Sí —corroboró Daniel—. Nuestro amor lo trasciende todo.

—Y… cuando visité el Tíbet, supe que tocarnos o besarnos no era el desencadenante de mi maldición.

—No era tocaros. —La voz de Roland. Estaba sonriente, al lado de Daniel con las manos entrelazadas en la espalda—. No era tocaros, sino ser consciente de quién eras. Un nivel para el que no estabas preparada… hasta ahora.

—Sí. —Luce se tocó la frente. Había más. Mucho más—. Versalles. —Comenzó a hablar más deprisa—. Estaba condenada a casarme con un hombre al que no amaba. Tu beso me liberó, y mi muerte fue gloriosa porque volveríamos a vernos. Siempre.

—Juntos para siempre, pase lo que pase —observó Arriane mientras se enjugaba los ojos en la manga de Roland.

Para entonces, Luce tenía un nudo en la garganta que apenas le dejaba hablar. Pero ya no le dolía.

—Hasta Londres no comprendí que tu maldición era mucho peor que la mía —dijo a Daniel—. Todo lo que tenías que pasar, perdiéndome…

—Nunca le importó —murmuró Annabelle. Las alas le zumbaban tanto que tenía los pies a varios palmos del suelo—. Siempre te esperaba.

—Chichén Itzá. —Luce cerró los ojos—. Supe que la gloria de un ángel podía ser letal para los mortales.

—Sí —dijo Steven—. Pero tú aún estás aquí.

—Sigue, Luce. —Francesca nunca le había hablado con un tono tan alentador.

—La antigua China. —Luce se quedó callada. Aquella vida tuvo una importancia distinta a las otras—. Me demostraste que nuestro amor importaba más que cualquier guerra arbitraria.

Nadie habló. Daniel asintió de forma casi imperceptible.

Y fue en ese momento cuando Luce no solo comprendió quién era, sino el significado de todo. Había otra vida de su viaje por las Anunciadoras que creía que debía mencionar. Respiró hondo.

«No pienses en Bill —se dijo—. No tienes miedo».

—Cuando estuve encerrada en la tumba de Egipto, supe de forma definitiva que siempre elegiría tu amor.

Fue entonces cuando los ángeles hincaron una rodilla en el suelo y la miraron con expectación, todos salvo Daniel. Los ojos violetas le brillaban con más intensidad que nunca. Fue a cogerle las manos, pero, antes de que pudiera hacerlo:

—¡Aaay! —Luce gritó al notar unas extrañas punzadas en la espalda. Se retorció de dolor. Le lloraron los ojos. Le zumbaron los oídos. Creyó que iba a vomitar. Pero, poco a poco, el dolor se localizó. Las punzadas que notaba en toda la espalda quedaron circunscritas a dos puntos de la parte superior de sus omóplatos.

¿Estaba sangrando? Se tocó la espalda, por encima del hombro. La herida estaba abierta, y parecía que algo brotaba de ella. No era doloroso, pero sí desconcertante. Asustada, volvió la cabeza, pero no vio nada. Solo oyó el sonido de su piel al separarse y estirarse, como si la musculatura se le estuviera transformando.

De golpe, tuvo una sensación de pesadez, como si le hubieran sujetado pesas a los hombros.

Y luego, con el rabillo del ojo, vio una vasta blancura hinchiéndose a sendos lados de su cuerpo mientras los ángeles gritaban asombrados.

—Oh, Lucinda —susurró Daniel mientras se tapaba la boca con la mano.

Fue así de fácil: Luce desplegó las alas.

Eran luminosas, livianas, casi ingrávidas. Y estaban hechas de la materia celestial más hermosa y reflejante. Debían de medir unos nueve metros de punta a punta, pero a ella le parecieron inmensas, interminables. Ya no sentía dolor. Cuando echó la mano hacia atrás para cogérselas, descubrió que eran afelpadas y tenían varios centímetros de espesor. Eran plateadas y no lo eran, como la superficie de un espejo. Eran inconcebibles; eran inevitables.

¡Eran sus alas!

Contenían toda la fortaleza y el poder que había acumulado en los milenios que había vivido. Y, sin apenas pensarlo, comenzó a batirlas.

Lo primero que pensó fue: «Ahora puedo hacer cualquier cosa».

Sin palabras, Daniel y ella se cogieron de las manos. Echaron las puntas superiores de las alas hacia delante en una suerte de beso, como las alas de los ángeles del Qayom Malak. Lloraron, rieron, se besaron.

—¿Y bien? —preguntó él.

Luce estaba aturdida y asombrada, y más feliz que nunca. Era imposible que aquello fuera real, pensó, a menos que dijera la verdad en voz alta, con Daniel y el resto de los ángeles caídos como testigos.

—Soy Lucinda —dijo—. Soy tu ángel.