15

El regalo

—¡No puedo!

—Sí que puedes —dijo Desi—. Y lo harás. Nadie más puede hacerlo.

—¿Por qué?

Desi volvió la cabeza en la dirección de Daniel. Él seguía sentado, mirando a Luce, pero parecía que no la viera. Ninguno de los ángeles se levantó para ayudarla.

Desi habló en un susurro.

—Si, como dices, estás resuelta a romper tu maldición…

—¡Sabes que lo estoy!

—Debes utilizar mi sangre para romperla.

No.

¿Cómo podía su maldición estar vinculada a la sangre de otra persona? Desi les había llevado hasta el Qayom Malak para revelar el lugar de la Caída. Esa era su función como desiderátum. No tenía nada que ver con la maldición de Luce.

¿O sí?

«Romper la maldición». Claro que quería hacerlo; era lo único que deseaba.

¿Podía romperla, entonces, allí? ¿Cómo podría vivir con su conciencia si la mataba? Miró a Desi, que le cogió las manos.

—¿No quieres saber la verdad de tu primera vida?

—Claro que sí. Pero ¿por qué matarte va a revelar mi pasado?

—Revelará toda clase de cosas.

—No lo comprendo.

—Oh, cariño. —Desi suspiró y miró al resto del grupo—. Estos ángeles han sabido protegerte, pero también te han consentido. Es hora de que despiertes, Lucinda, y, para hacerlo, debes actuar.

Luce apartó la vista. La expresión de sus ojos dorados era demasiado suplicante, demasiado intensa.

—Ya he visto suficientes muertes.

Un solo ángel se levantó del círculo que habían formado alrededor del Qayom Malak.

—Si no puede, no puede.

—¡Cállate, Cam! —exclamó Arriane—. Siéntate.

Cam se adelantó y se acercó a Luce. Su cuerpo esbelto proyectó su sombra en la Losa.

—Hemos llegado hasta aquí. No se puede decir que no lo hayamos intentado todo. —Miró a los ángeles—. Pero es posible que, simplemente, no sea capaz. Toda persona tiene un límite. Ella no sería el primer caballo favorito que pierde una carrera. ¿Qué importancia tiene si resulta que es el último?

Su tono no se correspondía ni con sus palabras ni con sus ojos, que transmitieron a Luce, con desesperada sinceridad. «Puedes hacerlo. Tienes que hacerlo».

Luce sopesó el puñal. Había visto cómo arrebataba la vida a Penn. Su filo le había atravesado su propia piel cuando Sophia trató de asesinarla en la capilla de Espada & Cruz. La única razón de que no estuviera muerta era que Daniel había acudido en su rescate. La única razón de que no le hubiera quedado cicatriz era que Gabbe le había curado la herida. Le habían salvado la vida para aquel momento. Para que ella pudiera arrebatársela a otra persona.

Desi comprendió lo profundo que era su temor. Hizo un gesto a Cam para que se sentara.

—Tal vez sería mejor, cariño, si no vieras esto como quitarme la vida. Me estarás haciendo el mayor regalo de todos, Lucinda. ¿No ves que estoy lista para seguir adelante? —Le sonrió—. Sé que cuesta entenderlo, pero hay un momento en el que un cuerpo mortal desea llegar al final de su viaje y morir del modo más provechoso posible. Antes lo llamaban «tener una buena muerte». Es hora de que me vaya y, si tú me haces el regalo de esta muerte tan provechosa, te prometo que no lo lamentarás.

Con lágrimas en los ojos, Luce miró detrás de Desi.

—Dan…

—No puedo ayudarte, Luce. —Daniel la interrumpió antes de que ella terminara de decir su nombre—. Debes hacerlo sola.

Roland se levantó y examinó el mapa. Miró la luna.

—Si darle fin ya fuera el fin, más valdría darle fin pronto.

—No queda mucho tiempo —añadió Desi mientras ponía su frágil mano en el hombro de Luce.

Luce tenía las manos tan trémulas y sudorosas que le costaba agarrar la empuñadura del pesado puñal. Detrás de Desi, vio la Losa con el mapa inacabado y, detrás del mapa, el Qayom Malak, al que estaba acoplada la aureola de cristal. La Copa de Plata se hallaba a los pies de Desi.

Luce ya había vivido un sacrificio: en Chichén Itzá, cuando se había fusionado con su antigua encarnación Ix Cuat. El ritual no tenía ningún sentido para ella. ¿Por qué debían morir unos para que otros vivieran? Quienquiera que dictara aquellas reglas, ¿no pensaba que merecían una explicación? Era como pedir a Abraham que sacrificara a Isaac. ¿Había creado Dios el amor para que el dolor fuera incluso peor?

—¿Harás esto por mí? —preguntó Desi.

«Romper la maldición».

—¿Lo harás por ti?

Luce sostuvo el puñal en las palmas abiertas.

—¿Qué tengo que hacer?

—Yo te guiaré. —Con la mano izquierda, Desi envolvió la mano derecha de Luce, que se cerró alrededor del puñal. La empuñadura estaba resbaladiza por el sudor de sus palmas.

Con la mano derecha, Desi se desató la capa y se la quitó. Se quedó delante de Luce vestida con una larga túnica blanca. La prenda era muy escotada y le dejaba al descubierto la flecha que llevaba tatuada en el pecho.

Luce gimoteó al verla.

—Por favor, no te preocupes, cariño. Pertenezco a una raza especial y este momento siempre ha sido mi destino. Una rápida puñalada en el corazón debería liberarme.

Era lo que Luce necesitaba oír. El puñal le tembló cuando Desi lo guió hacia la flecha tatuada. Pero el desiderátum solo podía acompañar a Luce hasta un determinado momento; ella sabía que pronto tendría que seguir sola.

—Vas bien.

—¡Espera! —gritó Luce cuando el puñal le rozó la carne. Un punto rojo de sangre floreció en su piel, justo por encima del escote de la túnica—. ¿Qué te pasará cuando mueras?

Desi sonrió con tanta serenidad que a Luce no le cupo ninguna duda de que sería beneficioso para ella.

—Pues, cariño, que pasaré a formar parte de la obra maestra.

—Irás al Cielo, ¿no?

—Lucinda, no hablemos de…

—Por favor. No puedo quitarte esta vida a menos que sepa cómo va a ser la siguiente. ¿Volveré a verte? ¿Te irás sin más, como hacen los ángeles?

—Oh, no, mi muerte será una vida secreta, como el sueño —respondió Desi—. Mejor que el sueño, de hecho, porque, por una vez, podré soñar. En vida, los transeternos no soñamos jamás. Soñaré con el doctor Otto. Hace tanto tiempo que no veo a mi amor, Lucinda. Seguro que lo comprendes.

Luce quiso llorar. Lo comprendía. Claro que lo comprendía.

Temblando incluso más, volvió a colocar el puñal sobre el tatuaje de Desi. La mujer le dio un suavísimo apretón en las manos.

—Que Dios te bendiga, hija. En abundancia. Ahora, date prisa. —Miró el cielo con preocupación y guiñó el ojo a la luna—. Adelante.

Luce gimió cuando le hincó el puñal en el pecho. El filo atravesó su carne, sus músculos, sus huesos, y por fin se clavó en su hermoso corazón, hasta la empuñadura. Sus caras casi se tocaron. El vaho de sus respiraciones se mezcló en el aire.

Desi apretó los dientes y se agarró a la mano de Luce cuando ella giró bruscamente el puñal hacia la izquierda. Los ojos dorados se le agrandaron antes de que el dolor, o el asombro, los petrificara. Luce quiso apartar la mirada, pero no pudo. Trató de dar voz al grito que llevaba dentro.

—Saca el puñal —susurró Desi—. Vierte mi sangre en la Copa de Plata.

Con una mueca, Luce le arrancó el puñal. Sintió que algo se desgarraba en las entrañas de Desi. La herida era un negro abismo. La sangre afloró a su superficie. Fue aterrador ver cómo los ojos dorados de Desi se nublaban antes de que se desplomara en la meseta alumbrada por la luna.

A lo lejos, se oyó el chillido de un miembro de la Balanza. Todos los ángeles miraron el cielo.

—Luce, necesitamos que te des prisa —le dijo Daniel, y su calma forzada la alarmó más que si le hubiera manifestado su miedo.

Luce aún tenía el puñal en la mano. Estaba impregnado de la sangre de la transeterna. Lo arrojó al suelo, donde cayó con un débil sonido metálico que la enfureció porque era más propio de un juguete que de la poderosa arma blanca que había matado a dos almas a las que quería.

Se limpió las manos ensangrentadas en la túnica. Jadeó. Habría caído de rodillas si Daniel no la hubiera sujetado.

—Lo siento, Luce. —La besó y sus ojos irradiaron la ternura de siempre.

—¿Por qué?

—Por no haber podido ayudarte a hacerlo.

—¿Por qué no podías ayudarme?

—Has hecho lo que ninguno de nosotros podía hacer. Y lo has hecho sola. —La cogió por los hombros y le dio la vuelta para que viera lo que ella no quería ver.

—No. Por favor, no me obligues a…

—Mira —dijo Daniel.

Desi se había incorporado y acunaba la Copa de Plata, cuyo borde estaba apoyado contra su tórax. La sangre le brotaba del corazón a borbotones, impulsada por cada nuevo latido, como si no fuera sangre, sino un elemento mágico y extraño de otro mundo. Luce supuso que lo era. Desi tenía los ojos cerrados, pero tenía el rostro radiante, dirigido hacia la luna. No parecía que sintiese dolor.

Cuando la copa estuvo llena, Luce se adelantó y se agachó para cogerla y volver a dejarla encima de la flecha amarilla de la Losa. Cuando se la arrebató de los brazos, Desi trató de ponerse en pie apoyando las manos ensangrentadas en el suelo. Las rodillas le flaquearon cuando consiguió levantarse sobre un pie y después sobre el otro. Se encorvó y sufrió una ligera convulsión mientras cogía la capa marrón. Luce comprendió que trataba de echársela sobre los hombros para tapar la herida. Arriane se adelantó para ayudarla, pero no sirvió de nada. La sangre le empapó la capa.

Los ojos dorados de Desi estaban apagados, su piel, casi translúcida. Todo en ella parecía atenuado, suavizado, como si ya estuviera en alguna otra parte. Luce volvió a sollozar cuando Desi dio un paso vacilante hacia ella.

—¡Desi! —Luce salvó la distancia que las separaba y abrió los brazos para sostener a la mujer moribunda. Su cuerpo le pareció un mero fragmento de lo que había sido antes de que Luce le clavara el puñal.

—Chist —susurró Desi—. Solamente quería darte las gracias, cariño. Y hacerte este regalito de despedida. —Metió la mano bajo la capa. Cuando la sacó, tenía el pulgar ensangrentado—. El regalo del autoconocimiento. Debes recordar cómo soñar lo que ya sabes. Ha llegado la hora de que yo duerma y tú despiertes.

La miró a la cara y Luce tuvo la sensación de que Desi veía todo lo que había que ver acerca de ella, todo su pasado y todo su futuro. Por fin, le untó la frente con la sangre del pulgar.

—Disfrútalo, cariño.

Luego se desplomó.

—¡Desi! —Luce fue a cogerla, pero estaba muerta—. ¡No!

Detrás de ella, Daniel la agarró por los hombros para darle fuerzas. No fueron suficientes. No podían devolverle a Desi ni cambiar el hecho de que la hubiera matado. Nada podía hacerlo.

Las lágrimas le empañaron los ojos. Se levantó un viento de poniente que silbó al rodear los curvos peñascos y trajo consigo otro chillido de la Balanza. Parecía que el mundo entero fuera un caos y nada fuera a volver nunca a la normalidad. Luce se llevó la mano a la frente y se tocó la huella dactilar ensangrentada…

La envolvió una luz blanca. Le ardieron las entrañas. Se tambaleó, alargó las manos y se bamboleó mientras el cuerpo se le llenaba de…

Luz.

—¿Luce? —La voz de Daniel le pareció distante.

¿Estaba muriéndose?

De golpe, se sintió electrizada, como si la huella dactilar de la frente fuera un interruptor de arranque y Desi hubiera lanzado su alma al espacio.

—¿Es otro salto en el tiempo? —preguntó, aunque el cielo no estaba gris, sino blanco y luminoso. Tan luminoso que no veía a Daniel ni a ninguno de los otros ángeles que le rodeaban.

—No. —La voz de Roland—. Es ella.

—Eres tú, Luce. —A Daniel le tembló la voz.

Luce rozó la Losa con los pies antes de elevarse en el aire como una ingrávida esfera de luz. Por un momento, un acorde glorioso lo llenó todo.

«Es hora de que tú despiertes».

Ante Luce, el aire pareció chisporrotear y dejó de ser blanco para tornarse gris. Entonces, a lo lejos, vio la cara de Bill, riéndose a carcajadas. Sus alas negras eran más vastas que el cielo, más vastas que mil galaxias, y le llenaron la cabeza, llenaron todas las hendiduras del universo, la envolvieron en su cólera infinita.

«Esta vez venceré».

Su voz le arañó la piel como añicos de cristal.

¿Cuán cerca estaba ya?

Luce cayó de pie sobre el suelo de la meseta. La luz había desaparecido.

Se hincó de rodillas, al lado de Desi, que estaba tumbada sobre un costado, con la cabeza apoyada en un brazo y el largo cabello pelirrojo desparramado como si fuera sangre. Tenía los ojos cerrados, el rostro sereno, tan distinto de la cara que había perseguido a Luce durante aquella última semana. Luce trató de levantarse, pero se notó torpe.

Daniel se arrodilló a su lado. Se sentó junto a ella en la Losa y la abrazó. El olor de su pelo y el tacto de sus manos la tranquilizaron.

—Estoy aquí, Luce —le susurró—. Tranquila.

Ella no quería decirle que seguía viendo a Bill. Quería que la luz regresara. Se tocó la huella dactilar de la frente y no sucedió nada. La sangre de Desi se había secado.

Daniel la miraba, con los labios apretados. Le apartó el pelo de los ojos y le puso la palma en la frente.

—Estás ardiendo.

—Estoy bien. —Luce tenía fiebre, pero no había tiempo para preocuparse de eso. Se puso de pie con dificultad y miró la luna.

Estaba justo encima de ellos, en el centro del cielo. Aquel era el momento que Desi les había dicho que debían esperar, el momento en el que su muerte cobraría sentido.

—Luce. Daniel. —Era la voz de Roland—. Será mejor que veáis esto.

Tenía la copa inclinada y ya casi había acabado de verter la sangre de Desi en el hueco de la base del mapa. Cuando Luce y Daniel se unieron al resto del grupo, la sangre ya había fluido por la mayoría de los surcos del mármol. Aunque Desi había dicho que la Tierra era distinta en los tiempos de la Caída, el mapa cada vez se parecía más a un mapa de la Tierra actual.

América del Sur estaba más cerca de África y el extremo nordeste de América del Norte se hallaba más próximo a Europa, pero, en su mayor parte, el mapa era igual. Vieron la misma franja de agua donde el golfo de Suez separaba el Egipto continental de la península del Sinaí y, en el centro de la península, la piedra amarilla que señalaba la meseta donde se encontraban ellos. Al norte se extendía el Mediterráneo, salpicado de un millar de islas diminutas, y al otro lado de su estrecho cinturón, en el lugar donde Asia colindaba con Europa, había un charquito de sangre que había empezado a formar una estrella.

Luce oyó que Daniel tragaba saliva a su lado. Los ángeles observaron estupefactos cuando la sangre de Desi rellenó las puntas de la estrella y marcó la Turquía moderna, y más concretamente…

—Troya —dijo por fin Daniel, moviendo la cabeza con asombro—. ¿Quién habría imaginado…?

—Otra vez —dijo Roland, con un tono que sugirió una historia atormentada con la ciudad.

—Siempre he tenido la sensación de que estaba maldita. —Arriane se estremeció—. Pero…

—Nunca has sabido por qué. —Annabelle terminó la frase en su lugar.

—¿Cam? —dijo Daniel, y todos apartaron los ojos del mapa para mirar al demonio.

—Iré —afirmó—. No me importa.

—Bien —contestó Daniel, como si no se lo pudiera creer—. ¡Phillip! —gritó, al tiempo que alzaba la vista.

Phil y los otros tres Proscritos se pusieron de pie en los picos desde los que montaban guardia.

—Avisa a los otros.

«¿Qué otros? ¿Quién queda?», pensó Luce.

—¿Qué les digo? —preguntó Phil.

—Diles que sabemos dónde fue la Caída, que vamos a Troya.

—No. —La voz de Luce detuvo a los Proscritos—. No podemos irnos todavía. ¿Qué pasa con Desi?

Al final, nadie se sorprendió de que Desi se hubiera ocupado de todo, incluidos los pormenores de su funeral. Annabelle los encontró guardados en la tapa del chirriante baúl de madera, el cual, como explicaba su carta, se convertía en catafalco si se le daba la vuelta. El sol casi se había puesto cuando comenzaron a oficiar su funeral. Era el final del séptimo día; la carta de Desi les aseguraba que aquello no sería una pérdida de tiempo.

Roland, Cam y Daniel llevaron el catafalco al centro de la Losa. Taparon la totalidad del mapa para que, cuando la Balanza se posara en la meseta, viera un funeral, no el lugar de la Caída.

Annabelle y Arriane llevaron el cuerpo de Desi hasta allí. La tendieron con cuidado en el centro del catafalco, de forma que su corazón estuviera justo encima de la estrella formada por su sangre. Luce recordó que Desi había dicho que los santuarios se construían sobre otros santuarios. Su cadáver sería un santuario para el mapa que ocultaba.

Cam la tapó con su capa, pero le dejó el rostro descubierto. En su última morada, Desi, la desiderátum, parecía menuda pero poderosa. Y parecía en paz. Luce quería creer que estaba paseando con el doctor Otto por un mundo de sueños.

—Quiere que sea Luce quien la bendiga —leyó Annabelle en la carta.

Daniel apretó la mano a Luce, como diciendo: «¿Estás bien?».

Luce jamás había hecho nada semejante. Pensaba que iba a sentirse incómoda, culpable por hablar en el funeral de una persona que había muerto a sus manos, pero, en cambio, solo sintió un hondo honor y respeto.

Se acercó al catafalco. Se concedió un momento para ordenar sus pensamientos.

—Desi era nuestro desiderátum —comenzó a decir—. Pero era más que una cosa deseada.

Respiró hondo y comprendió que no solo estaba bendiciendo a Desi, sino también a Gabbe y a Molly, cuyos cuerpos se habían desintegrado, y a Penn, a cuyo funeral no había podido asistir. Eran demasiadas cosas. La vista se le empañó, se quedó sin palabras y solo fue consciente de que Desi le había untado la frente con la sangre de su sacrificio.

Ese había sido su regalo.

«Debes recordar cómo soñar lo que ya sabes».

Comenzaron a palpitarle las sienes. Tenía la cabeza y el corazón en llamas, las manos heladas cuando las entrelazó con las de Desi.

—Algo está pasando. —Se llevó las manos a la cara y el pelo le cayó sobre ella. Cerró los ojos y solo vio una brillante luz blanca.

—Luce…

Cuando abrió los ojos, los ángeles se habían quitado las capas y tenían las alas desplegadas. La meseta estaba bañada de luz. Por encima de ella, oyó los gritos del ejército de la Balanza.

—¿Qué pasa? —Se protegió los ojos.

—¡Tenemos que darnos prisa, Daniel! —gritó Roland desde el aire. ¿Ya habían alzado el vuelo los otros ángeles? ¿Qué irradiaba aquella luz?

Daniel la rodeó por la cintura con ambos brazos. La sujetó con fuerza. Luce se sintió mejor, pero aún tenía miedo.

—Estoy aquí contigo, Lucinda. Te amo, pase lo que pase.

Luce sabía que sus pies se habían separado del suelo, que su cuerpo había emprendido el vuelo. Sabía que estaba con Daniel. Pero apenas fue consciente de su tránsito por el cielo en llamas, apenas fue consciente de nada que no fuera la extraña nueva vibración de su alma.