En el aire
¡Bum!
Pareció un trueno, un amenazador tornado que se avecinaba. Luce se despertó sobresaltada dentro de la cueva, donde se había quedado dormida apoyada en el hombro de Daniel. No había querido hacerlo, pero Desi había insistido en descansar antes de explicar la utilidad del Qayom Malak. Ahora que había despertado, Luce tenía la sensación de que habían perdido un tiempo precioso. Sudaba en su saco de dormir de franela. Notaba el guardapelo de plata caliente contra la piel del pecho.
Daniel estaba muy quieto, con los ojos clavados en la entrada de la cueva. El ruido cesó.
Luce se apoyó en los codos y vio a Desi enfrente de ella, dormida en posición fetal, moviéndose un poco en sueños, con el cabello pelirrojo suelto y despeinado. A su izquierda, vio los sacos vacíos de los Proscritos; aquellos extraños seres estaban despiertos, apiñados en el fondo de la cueva, con las alas deslucidas y solapadas. A su derecha, Annabelle y Arriane dormían, o al menos descansaban, con las alas entrelazadas con naturalidad, como hermanas.
La cueva estaba tranquila. Luce debía de haber soñado con el trueno. Seguía cansada.
Cuando se dio la vuelta y pegó la espalda al pecho de Daniel para cobijarse bajo su ala derecha, los ojos se le cerraron. Pero volvió a abrirlos de golpe.
Tenía a Cam enfrente de ella.
Cam estaba a pocos centímetros de distancia, tumbado sobre un costado, con la cabeza apoyada en la mano y los ojos verdes clavados fijamente en los de Luce como si estuviera en trance. Abrió la boca para hablar…
¡BUUUM!
La cueva tembló como una hoja. Por un momento, el aire pareció adquirir una extraña transparencia. Cam se desdibujó, como si estuviera allí y a la vez no lo estuviera, y su misma existencia pareció vacilar.
—Un salto en el tiempo —dijo Daniel.
—Y gordo —convino Cam.
Luce se incorporó y, boquiabierta, miró su cuerpo envuelto en el saco de dormir, la mano de Daniel en su rodilla, a Arriane, que dijo «No he sido yo» con voz soñolienta antes de que Annabelle la despertara de un aletazo. Todos parpadeaban ante los ojos de todos. Tan pronto estaban plenamente presentes como se volvían tan insustanciales como fantasmas.
El salto en el tiempo había desgajado una dimensión en la que ni siquiera estaban presentes.
La cueva tembló a su alrededor. Se deprendió tierra de las paredes. Pero, a diferencia de las propiedades físicas de Luce y sus amigos, la roca roja permaneció inalterada, como si quisiera demostrar que solo las personas, las almas, corrían peligro de desaparecer.
—¡El Qayom Malak! —exclamó Phil—. Si hay otro desprendimiento, volverá a quedar sepultado.
Mareada, Luce vio cómo sus pálidas alas titilaban mientras corría frenéticamente hacia la entrada de la cueva.
—¡Es un salto en el tiempo, Phillip, no un terremoto! —gritó Desi para detenerlo. Pareció que alguien le estuviera subiendo y bajando el volumen—. Agradezco tu preocupación, pero vamos a tener que esperar a que pase.
Oyeron un último trueno, un largo retumbo durante el cual Luce no vio a ninguno de sus compañeros. Después, estaban todos de vuelta, volvían a ser palpables, reales. De golpe, reinó un silencio tan sepulcral que Luce se oyó el corazón palpitándole en el pecho.
—Ya está —dijo Desi—. Ya ha pasado lo peor.
—¿Estáis todos bien? —preguntó Daniel.
—Sí, cariño, estamos bien —respondió Desi—. Aunque ha sido muy desagradable. —Se levantó y echó a andar mientras hablaba—. Al menos, ha sido uno de los últimos saltos en el tiempo que el mundo va a tener que sufrir.
Los demás se miraron unos a otros y la siguieron afuera.
—¿A qué te refieres? —preguntó Luce—. ¿Tan cerca está ya Lucifer? —Trató de contar los días y las noches, pero se le entremezclaron en un delirante flujo ininterrumpido de prisas, pánico y alas surcando el cielo.
Era por la mañana cuando se había quedado dormida…
Se detuvieron delante del Qayom Malak. Luce se colocó en la Losa de la Flecha, de cara a la escultura de los dos ángeles. Roland y Cam alzaron el vuelo y se quedaron suspendidos a unos quince metros del suelo. Otearon el horizonte y se acercaron para hablar en voz baja. Sus grandes alas taparon el sol, que ya estaba a punto de ponerse, advirtió Luce con preocupación.
—Esta noche habrán pasado seis días desde que Lucifer inició su Caída en solitario —dijo Desi en voz baja.
—¿Hemos dormido todo el día? —preguntó Luce, horrorizada—. Hemos perdido mucho tiempo…
—No lo hemos perdido —objetó Desi—. Va a ser una noche ajetreada para mí. De hecho, va a serlo para todos nosotros. Pronto os alegraréis de haber descansado.
—Terminemos con esto antes de que haya otro salto en el tiempo, antes de que la Balanza nos ataque —dijo Cam cuando Roland y él volvieron a posarse en el suelo. Lo hicieron con tanta brusquedad que sus alas se entrechocaron.
—Cam tiene razón. No hay tiempo que perder. —Daniel fue a buscar la bolsa de cuero con la aureola que Luce había robado de la iglesia veneciana hundida. Luego, se echó al hombro la abultada bolsa de lona donde había metido la Copa de Plata. Dejó las dos bolsas abiertas delante de Desi para que las tres reliquias estuvieran juntas y en fila.
Desi no se movió.
—¿Desi? —preguntó Daniel—. ¿Qué tenemos que hacer?
Ella no respondió.
Roland se adelantó y le tocó la espalda.
—Cam y yo hemos visto señales de más miembros de la Balanza en el horizonte. Aún no saben dónde estamos, pero no están lejos. Será mejor que nos demos prisa.
Desi frunció el entrecejo.
—Lo siento, pero es imposible.
—Pero has dicho… —Luce se interrumpió cuando Desi la miró con serenidad—. El tatuaje. El símbolo del suelo…
—Estaré encantada de explicároslo —dijo Desi—, pero es imposible adelantarlo.
Miró el círculo formado por los ángeles, los Proscritos y Luce. Cuando estuvo segura de captar toda su atención, comenzó a hablar.
—Como ya sabemos, la historia primitiva de los caídos jamás se puso por escrito. Aunque quizá no lo recordéis con mucha claridad —Desi miró a los ángeles—, dejasteis constancia de vuestros primeros días en la Tierra en una serie de «cosas». Hasta el día de hoy, los elementos fundamentales de vuestra prehistoria están cifrados en una serie de objetos. Objetos que, a simple vista, parecen una cosa completamente distinta.
Desi cogió la aureola y la puso a contraluz.
—¿Veis? —Pasó los dedos por una serie de grietas del cristal que Luce no había visto—. Esta aureola también es una lente. —La alzó para que miraran a través de ella. Detrás, su cara quedó ligeramente deformada por la curvatura convexa del cristal y sus ojos dorados parecieron descomunales.
Dejó la aureola y sacó la copa de la bolsa de lona. Los últimos rayos de sol se reflejaron en ella cuando Desi pasó suavemente la mano por su interior.
—Y esta copa —dijo señalando la ilustración repujada, las alas que Luce había visto en Jerusalén— cuenta el éxodo desde el lugar de la Caída, la primera diáspora de los ángeles. Para volver a vuestro primer hogar en la Tierra, primero tenéis que llenarla. —Se quedó callada y miró el interior de la copa—. Cuando esté llena, la vaciaremos en el mosaico de la Losa de la Flecha, que representa la Tierra primigenia.
—¿Cuándo esté llena? —repitió Luce—. ¿Llena de qué?
—Lo primero es lo primero. —Desi se acercó a la losa de mármol y limpió la poca tierra que había vuelto a cubrirla. Luego se agachó y dejó la copa justo encima de la punta de la flecha amarilla—. Creo que va aquí.
Atenta junto a Daniel, Luce la observó mientras se paseaba lentamente por la losa. Por fin, cogió la aureola y la llevó hasta el Qayom Malak. En algún momento se había quitado las botas de montaña y volvía a calzar sus zapatos de tacón de aguja, que repiquetearon en el mármol. El cabello, despeinado, le llegaba a la cintura. Respiró hondo, con voluptuosidad, y soltó el aire.
Con ambas manos, alzó la aureola por encima de su cabeza, susurró una oración y después, con mucho cuidado, la colocó en el hueco circular formado por los bordes de las alas de los dos ángeles orantes. Encajó como anillo al dedo.
—No me lo esperaba —masculló Arriane a Luce.
Tampoco ella, aunque estaba segura de que se trataba de un poderoso rito sagrado.
Cuando se volvió hacia Luce y los ángeles, Desi parecía a punto de decir algo. En cambio, se hincó de rodillas y se tumbó boca arriba al pie del Qayom Malak. Daniel hizo ademán de acercarse para ayudarle, pero ella le indicó que se quedara donde estaba. Tenía las puntas de los zapatos apoyadas en la base del Qayom Malak; alargó los esbeltos brazos por encima de la cabeza y rozó la Copa de Plata con las yemas de los dedos. Su cuerpo abarcaba exactamente la distancia.
Cerró los ojos y se quedó varios minutos tumbada.
Justo cuando Luce comenzaba a preguntarse si no se habría quedado dormida, Desi observó:
—Es una suerte que dejara de crecer hace dos mil años.
Se levantó del suelo con la ayuda de Roland y se sacudió el polvo.
—Todo está en orden. Cuando la luna incida aquí. —Señaló el cielo oriental, justo por encima de los riscos que rodeaban la meseta.
—¿La luna? —Cam miró a Daniel.
—Sí, la luna. Tiene que incidir aquí. —Desi tocó el cristal de la aureola, en cuyo centro había una grieta irregular que era más visible que unos minutos atrás—. Si conozco la luna, y la conozco: después de tantos años uno desarrolla una relación íntima con sus compañeros, debería incidir donde necesitamos que lo haga cuando den las doce. De hecho, es muy oportuno, dado que la medianoche es mi hora preferida del día. La hora de las brujas…
—¿Qué pasará entonces? —preguntó Luce—. ¿A medianoche, cuando la luna esté donde necesitamos?
Desi aflojó el paso y le puso la mano ahuecada en la mejilla.
—Todo, cariño.
—¿Y qué hacemos entretanto? —preguntó Daniel.
Desi metió la mano en el bolsillo de la rebeca y sacó un voluminoso reloj de oro.
—Aún quedan varias cosas por hacer.
Siguieron sus instrucciones al pie de la letra. Varios pares de manos lo barrieron, lustraron y desempolvaron todo. Ya hacía tiempo que había anochecido cuando Luce pudo visualizar lo que Desi tenía en mente para la ceremonia.
—Otros dos faroles, por favor —instruyó la mujer—. Con eso serán tres, uno para cada reliquia. —Era extraño que se refiriera a las reliquias como si ella no fuera una de las tres. Aún lo era más su forma de trajinar por la meseta, como una anfitriona que prepara una cena y se asegura de que todo está perfecto.
El cuarteto de Proscritos encendió los faroles con solemnidad y sus cabezas rapadas orbitaron alrededor de la meseta como planetas. El primer farol alumbró el Qayom Malak.
El segundo iluminó la Copa de Plata, que seguía donde Desi la había dejado, justo encima de la flecha amarilla de la Losa, a una distancia del Qayom Malak que equivalía exactamente a su estatura (un metro cincuenta escaso). Antes, los ángeles habían dispuesto un semicírculo de piedras planas a ambos lados de la Losa para sentarse en ellas como si estuvieran alrededor de un escenario. Con ello, la meseta aún tuvo más aspecto de anfiteatro mientras Annabelle limpiaba las piedras como un acomodador que prepara las butacas antes de que entren los espectadores.
—¿Qué hará Desi con todo esto? —le susurró Luce a Daniel.
Por la expresión de sus ojos violetas, Luce supo que había algo que no podía contar, pero, antes de que pudiera suplicarle que lo intentara, Desi le puso las manos en los hombros.
—Por favor, poneos estas ropas. Opino que las vestiduras ceremoniales ayudan a mantener la concentración. Daniel, creo que esta es de tu talla. —Le puso una pesada capa marrón en los brazos—. Y aquí hay una para la grácil Arriane. —Se la pasó—. Quedas tú, Luce. Hay túnicas más pequeñas en el fondo de mi baúl. Toma mi farol y entra a elegir una. —Luce cogió el farol y echó a andar con Daniel hacia la cueva en la que habían dormido el día anterior, pero Desi lo agarró del brazo.
—¿Podemos hablar?
Daniel le hizo un gesto con la cabeza para que fuera sola y Luce lo hizo, preguntándose qué era lo que Desi no quería decir delante de ella. Se colgó el farol del antebrazo y su luz osciló en el suelo mientras ella se dirigía a la entrada de la cueva.
Abrió la chirriante tapa del baúl y metió la mano. Dentro, solo había una larga túnica marrón. La cogió. Era de lana, tan recia como un chaquetón de marinero, y olía a tabaco húmedo. Cuando la sujetó a la altura del cuello, le pareció que casi medía dos metros. Aquello aumentó todavía más su curiosidad por saber por qué Desi la había mandado a la cueva. Dejó el farol en el suelo y se puso torpemente la túnica por la cabeza.
—¿Necesitas ayuda?
Cam entró en la cueva sin hacer ningún ruido. Se detuvo detrás de Luce, le levantó el faldón de la túnica y se lo metió por debajo del cinturón, que ató para que el bajo le quedara justo a la altura de los tobillos, como si la túnica fuera de su talla.
Luce se volvió hacia él. La trémula luz del farol le bañaba el rostro. Estaba muy quieto, como solo él podía estarlo.
Luce metió el dedo pulgar en el cinturón que él acababa de atar.
—Gracias —dijo mientras se disponía a salir.
—Luce, espera…
Ella se detuvo. Cam se miró la puntera de la bota y dio una patada al lado del baúl. Luce también la miró. ¿Cómo no lo había oído entrar en la cueva? ¿Cómo habían terminado solos?
—Todavía desconfías de mí.
—Ahora no importa, Cam. —Luce notó un nudo tremendo en la garganta.
—Escucha. —Cam avanzó un paso hasta quedarse a unos centímetros de ella. Luce creyó que iba a cogerla, pero no lo hizo. Ni siquiera trató de tocarla; solo se quedó muy quieto y muy cerca—. Antes todo era distinto. Mírame. —Ella lo hizo, nerviosa—. Ahora quizá lleve el oro de Lucifer en las alas, pero no siempre fue así. Tú me conociste antes de que tomara ese camino, Lucinda, y éramos amigos.
—Bueno, como tú has dicho, las cosas cambian.
Cam gruñó de frustración.
—Es imposible pedir perdón a una chica que solo se acuerda de lo que le conviene. A ver si lo adivino: mientras tomas conciencia de quién eres, estás desenterrando montones de espléndidos recuerdos en los que Daniel y tú os enamoráis, y Daniel dice esa frase bonita, y Daniel se vuelve y mira con melancolía las siluetas aterciopeladas que acarician las estrellas en el horizonte…
—¿Y por qué no? Estamos hechos el uno para el otro. Y tú eres…
—¿Qué dice él de mí? —Cam entrecerró los ojos.
Luce se hizo crujir los nudillos y recordó la forma en la que Daniel le había cogido las manos poco después de que ella llegara a Espada & Cruz para poner freno a aquella costumbre absurda. El tacto de su piel le había resultado familiar desde el principio.
—Dice que se fía de ti.
Se hizo un silencio que Luce se negó a romper. Quería irse. ¿Y si Daniel miraba hacia allí y la veía con Cam en aquella cueva casi a oscuras? Estaban discutiendo, pero Daniel no lo sabría desde tan lejos. ¿Qué parecían Cam y ella? Cuando lo miró a sus límpidos ojos verdes, percibió una honda tristeza en ellos.
—¿Te fías tú? —le preguntó.
—¿Por qué importa eso ahora mismo…?
Cam abrió mucho los ojos, vehemente y nervioso.
—¡Ahora mismo importa todo! El gran espectáculo para el que hemos estado preparándonos está a punto de empezar. Y, para hacer lo que tienes que hacer, no puedes verme como al enemigo. No tienes ni idea de dónde te has metido.
—¿De qué estás hablando?
—Luce. —Era la voz de Desi. Daniel y ella estaban en la entrada de la cueva. Desi era la única que sonreía—. ¡Estamos listos para ti!
—¿Para mí?
—Sí.
De pronto Luce tuvo miedo.
—¿Qué tengo que hacer?
—¿Por qué no sales a verlo?
Desi le tendió la mano, pero Luce descubrió que apenas podía moverse. Miró a Cam, pero él tenía la vista clavada en Daniel, que seguía mirándola, con la misma pasión que cuando estaba a punto de estrecharla entre sus brazos y besarla con ardor. Pero Daniel no se movió y eso convirtió los tres metros que les separaban en tres mil kilómetros.
—¿He hecho algo mal? —preguntó.
—Estás a punto de hacer algo maravilloso —respondió Desi, con la mano aún tendida hacia ella—. No perdamos un tiempo que no tenemos.
Luce cogió su mano y la notó tan fría que se asustó. La observó: Desi estaba más pálida y parecía más frágil y vieja que en la biblioteca de Viena, aunque, de algún modo, bajo su piel arrugada y sus huesos prominentes, su interior seguía brillante y rebosante de vitalidad.
—¿Tengo buen aspecto, cariño? No me quitas ojo.
—Sí, claro —respondió Luce—. Es solo…
—¿Mi alma? Brilla, ¿no?
Luce asintió.
—Bien.
Cam y Daniel no hablaron cuando se rozaron al pasar. Cam salió afuera, donde se había levantado viento, y Daniel se colocó detrás de Luce para llevar el farol.
—¿Desi? —Luce se volvió hacia la mujer, cuya mano helada trataba de calentar con la suya—. No quiero salir. Tengo miedo y no sé por qué.
—Es como debe ser. Pero vas a tener que pasar por este trago amargo.
—¿Puede alguien decirme qué pasa?
—Sí —respondió Desi, mientras tiraba de ella con firmeza para animarla a salir—. En cuanto estemos fuera.
Cuando rodearon la roca con forma de punta de flecha que protegía parcialmente la entrada de la pequeña cueva, el frío viento les azotó sin piedad. Luce se tambaleó y se llevó la mano libre a la cara para protegérsela de la súbita lluvia de arena. Desi y Daniel la instaron a continuar para rebasar el final del sendero por el que habían subido la noche anterior, donde el viento soplaba con más fuerza.
Luce descubrió que el resto de la meseta estaba protegido de los remolinos de arena por los picos circundantes, lo cual le permitió volver a ver y oír. Aunque la tormenta de arena seguía aullando detrás de la meseta, de pronto, entre aquellas paredes curvas de roca, todo le pareció demasiado tranquilo y despejado.
Había dos faroles encendidos en la losa de mármol, uno delante del Qayom Malak, otro detrás de la Copa de Plata. Ambos atraían nubes de mosquitos que rebotaban en el cristal, lo cual le infundía una extraña calma. Al menos, seguía en un mundo en el que la luz atraía a los insectos. Seguía en un mundo que conocía.
El farol iluminaba a los dos ángeles orantes. Su luz acariciaba los bordes de la pesada aureola rajada, que Desi había devuelto a su justo lugar, acunada por las alas de los ángeles.
En los picos que rodeaban la meseta, los cuatro pálidos Proscritos montaban guardia encaramados a salientes rocosos, cada uno vuelto hacia un punto cardinal distinto. Las alas, que mantenían plegadas en la espalda, apenas se les veían, pero el farol de Daniel alcanzaba a alumbrar sus arcos cargados con flechas estelares, como si esperaran la llegada de la Balanza en cualquier momento.
Los cuatro ángeles caídos a los que Luce más conocía ocupaban las piedras planas que circundaban las reliquias dispuestas ceremonialmente. Arriane y Annabelle estaban sentadas en un lado, con la espalda recta y las alas escondidas. Enfrente estaban Cam y Roland, con un asiento vacío entre los dos.
¿Era para Daniel o para Luce?
—Bien. Ya estamos todos, aparte de la luna. —Desi miró el cielo oriental—. Faltan cinco minutos. Daniel, ¿te sientas?
Daniel le dio el farol a Desi y cruzó la losa de mármol. Se detuvo delante del Qayom Malak. Luce quiso ir con él, pero, antes incluso de que se inclinara en su dirección, Desi le apretó la mano con más fuerza.
—Quédate conmigo, cielo.
Daniel tomó asiento entre Roland y Cam, y miró a Luce de forma inexpresiva.
—Dejad que os lo explique. —La voz clara y serena de Desi resonó en las paredes de roca roja y todos los ángeles se enderezaron—. Como os he dicho antes, necesitamos que la luna haga acto de presencia y ahora, dentro de un momento, va a asomar por encima de este pico. Nos sonreirá a través de la lente de la aureola. Tenemos suerte de que esta noche el cielo esté despejado, sin nada que tape las sombras de sus hermosos cráteres cuando se unan a las grietas del cristal de la aureola.
»Juntos, estos elementos proyectarán siluetas de continentes y fronteras de países, que, en conjunción con el dibujo esculpido en la Losa, formarán el mapa de la Tierra primigenia. Aquí mismo. —Señaló el espacio vacío de la Losa en el que se había tendido hacía un rato, entre el Qayom Malak y la Copa de Plata—. Veréis una representación de cómo era el mundo cuando los ángeles caísteis a la Tierra. Sí —respiró—, solo otro momento. Ahí está.
La luna asomó por encima del peñasco que se erigía detrás del Qayom Malak. Y, aunque su resplandor era débil y estaba en fase menguante, el cielo brilló como si hubiera amanecido. Los ángeles, los Proscritos, Luce y Desi se quedaron varios minutos en silencio, observando cómo ascendía la luna, viéndola proyectar cada vez más luz a través del cristal traslúcido de la aureola. Detrás, la losa de mármol comenzó a sombrearse y, de golpe, apareció un dibujo claro, enfocado, real. La luna había proyectado líneas, intersecciones, ¡continentes!, fronteras, tierras y mares.
El dibujo parecía a medio completar. Algunas líneas se interrumpían; algunas fronteras no llegaban a cerrarse. Pero estaba claro que era un mapa de la Tierra, pensó Luce, tal como debió de ser cuando Daniel cayó del Cielo. Se le despertó un recuerdo enterrado en las profundidades de su memoria. Le resultaba familiar.
—¿Ves el azulejo amarillo del centro? —preguntó Desi.
Luce entrecerró los ojos y vio un azulejo ligeramente más oscuro que el azulejo donde estaba colocada la copa.
—Somos nosotros, justo en el centro de todo.
—Como una flecha que indica «Usted está aquí» —dijo Luce.
—Exacto, cariño. —Desi la miró—. Y ahora, mi querida Lucinda, ¿has deducido ya cuál es tu papel en esta ceremonia?
Luce se retorció con nerviosismo. ¿Qué querían de ella? Aquella era la historia de los ángeles, no la suya. Después de tanto lío, ella solo era una chica normal y corriente, arrastrada por la promesa del amor. Daniel la había encontrado en la Tierra después de caer del Cielo; alguien tendría que preguntarle a él qué estaba ocurriendo.
—Lo siento. No lo sé.
—Te daré una pista —dijo Desi—. ¿Ves señalado en el mapa el sitio donde cayeron los ángeles?
Luce suspiró, impaciente por ir al grano.
—No.
—Hace muchos milenios se dispuso que, en este mapa, ese lugar solo podría revelarlo la sangre. La sangre que nos corre por las venas sabe mucho más que nosotros. Mira con más atención. ¿Ves los surcos del mármol? Son las líneas que delimitarán las fronteras de la Tierra anterior a la Caída. Se tornarán diáfanas una vez que se vierta sangre en ellas. La sangre se encharcará en un lugar de vital importancia. El conocimiento, cariño, reside en la sangre.
—El lugar de la Caída —dijo uno de los ángeles con reverencia.
Luce no supo si había sido Arriane o Annabelle.
—De forma parecida a un mapa del tesoro en un cuento de aventuras, el punto del impacto, es decir, el lugar de la Caída, quedará señalado por una estrella de cinco puntas. Ahora…
Desi siguió hablando, pero Luce ya no pudo oír lo que decía. Así que era aquello lo que había que hacer para detener a Lucifer. A eso se refería Cam. Por eso no la miraba Daniel. Le pareció que le habían taponado la garganta con algodón. Cuando abrió la boca, la voz le sonó como si hablara bajo el agua.
—Necesitáis —tragó saliva— mi sangre.
Desi contuvo la risa y le puso una fría mano en la mejilla.
—Dios santo, ¡no, niña! Tú vas a conservar la tuya. Yo os daré la mía.
—¿Qué?
—Así es. Mientras yo abandono este mundo, tú llenarás la Copa de Plata con mi sangre. La vaciarás en este hueco justo al este de la flecha indicadora —Desi señaló una muesca a la izquierda de la copa y abarcó el mapa con un gesto teatral de las manos— y la verás avanzar por los surcos hasta que forme la estrella. Entonces sabréis dónde esperar a Lucifer para frustrar su plan.
Luce se hizo crujir los nudillos. ¿Cómo podía Desi hablar de su propia muerte con tanto desenfado?
—¿Por qué harías eso?
—¡Porque es para lo que fui creada! Los ángeles fueron creados para adorar a Dios, y yo también tengo una utilidad. —Sacó un largo puñal plateado del bolsillo de su capa marrón.
—Pero es…
El puñal con el que la señorita Sophia había matado a Penn. El puñal que tenía en Jerusalén cuando había atado a los ángeles caídos a los altares.
—Sí. Me lo llevé de la basílica del Santo Sepulcro —explicó Desi mientras admiraba la hechura de su hoja. Brillaba como si acabaran de afilarla—. Una historia siniestra, la de este puñal. Es hora de utilizarlo para una buena causa, querida. —Le ofreció el puñal, con el filo apoyado en la palma y la empuñadura vuelta hacia ella—. Significaría mucho para mí si fueras tú la que derramaras mi sangre, cariño. No solo porque te aprecio, sino también porque debes ser tú.
—¿Yo?
—Sí, tú. Tú debes matarme, Lucinda.