13

La excavación

Un batir de alas por encima de su cabeza.

Jirones de nubes acariciándole la piel.

Luce surcaba la oscuridad, sumergida en el hipnótico túnel de otro vuelo. Era ligera como el viento.

Una sola estrella brillaba en el centro de un cielo azul marino, a kilómetros por encima de la iridiscente franja de luz próxima al horizonte.

Las luces que titilaban en la tierra oscura parecían estar a una distancia increíble. Luce estaba en otro mundo, ascendiendo al infinito, alumbrada por el brillo de unas resplandecientes alas plateadas.

Otro batir de alas, primero hacia delante, después hacia atrás, transportándola más alto… más alto…

El mundo se hallaba en silencio a aquella altura, como si ella lo tuviera todo para sí.

Más alto… más alto…

Por mucho que ascendiera, siempre se veía cubierta por la cálida luz plateada de aquellas alas.

Fue a coger a Daniel, como si quisiera compartir con él aquella paz, acariciar su mano donde siempre la tenía, ceñida a su cintura.

Su mano tocó su propia piel. La mano de Daniel no estaba.

Daniel no estaba.

Solo estaban ella, el horizonte cada vez más oscuro y una única estrella distante.

Luce se despertó de golpe. En el aire, volvió a hallar las manos de Daniel, una agarrándola por la cintura, la otra más arriba, ciñéndole el pecho. Donde siempre estaban.

Atardecía, pero aún no era de noche. Daniel, el resto del grupo y ella ascendían por una escalera de nubes blancas y algodonosas que tapaban las estrellas.

Solo había sido un sueño.

Un sueño en el que ella volaba. Todo el mundo tenía aquellos sueños. Supuestamente, la gente se despertaba justo antes de darse contra el suelo. Pero Luce, que volaba en la vida real todos los días, se había despertado al advertir que volaba sola. ¿Por qué no había mirado hacia arriba en ese momento para ver cómo eran sus alas, para ver si eran gloriosas y dignas?

Cerró los ojos y quiso regresar a aquel cielo más sencillo en el que Lucifer no les pisaba los talones, en el que Gabbe y Molly aún existían.

—No sé si puedo hacer esto —dijo Daniel.

Luce abrió los ojos de golpe, de vuelta a la realidad. Debajo, los rojos picos graníticos de la península del Sinaí eran tan aserrados que parecían hechos de cristales rotos.

—¿Qué es lo que no puedes hacer? —preguntó—. ¿Averiguar dónde fue la Caída? Desi va a ayudarnos, Daniel. Creo que ella sabe exactamente cómo averiguarlo.

—Claro —dijo Daniel, poco convencido—. Desi es estupenda. Tenemos suerte de contar con ella. Pero, aunque averigüemos dónde fue la Caída, no sé cómo vamos a detener a Lucifer. Y, si no podemos… —Le palpitó el pecho—, no soportaré perderte durante otros siete milenios.

En todas sus vidas, Luce había visto a Daniel melancólico, frustrado, preocupado, apasionado, de nuevo melancólico, tierno, inseguro, desconsolado. Pero jamás le había parecido derrotado. El tono abatido de renuncia que percibió en su voz la desgarró en lo más hondo, como una flecha estelar al atravesar la carne angelical.

—No tendrás que hacerlo.

—No puedo dejar de pensar en lo que pasará si Lucifer se sale con la suya. —Daniel se separó un poco de la formación en la que volaban: Cam y Desi en cabeza, Arriane, Roland y Annabelle justo detrás, los Proscritos desplegados alrededor de todos ellos—. Es demasiado, Luce. Por eso toman partido los ángeles, por eso forma equipos la gente. El precio de no hacerlo es demasiado alto; pesa demasiado para sobrellevarlo solo.

En otro tiempo, Luce se habría retraído de forma instintiva, se habría sentido insegura ante la vacilación de Daniel, como si fuera una muestra de que su relación no era sólida. Pero en aquel momento tenía la experiencia de sus vidas pasadas. Conocía, cuando Daniel estaba demasiado hastiado para acordarse, la magnitud de su amor.

—No quiero pasar otra vez por todo esto. Tanto tiempo sin ti, esperando, confiando como un idiota en que un día sería distinto…

—¡Tu confianza estaba justificada! Mírame. ¡Míranos! Esto es distinto. Sé que lo es, Daniel. Nos he visto en Helston, en el Tíbet, en Tahití. Estábamos enamorados, desde luego, pero lo que tenemos ahora es muy diferente.

Se rezagaron todavía más para que nadie les oyera. Fueron únicamente Luce y Daniel, dos enamorados conversando en el cielo.

—Sigo aquí —dijo Luce—. Sigo aquí porque tú creíste en nosotros. Creíste en mí.

—Sí, creí en ti. Y sigo haciéndolo.

—Yo también creo en ti. —Luce lo dijo con una sonrisa—. Siempre lo he hecho.

No iban a fracasar.

Se abatieron para adentrarse en una tormenta de arena.

Esta se cernía sobre el desierto como un enorme edredón, como si unas manos gigantescas hubieran arrojado el Sahara entero al aire. Dentro de la espesa nube de arena, los ángeles y su entorno se volvieron indistintos: torbellinos de arena cubrieron el suelo; palpitantes cortinas marrones borraron el horizonte. Todo parecía granulado, impregnado de electricidad estática e interferencias, un augurio de lo que sucedería si Lucifer se salía con la suya.

A Luce se le metió arena en la nariz y en la boca. Se le coló por debajo de la ropa y le arañó la piel. Era mucho más áspera que el polvo aterciopelado dejado por las muertes de Gabbe y Molly, un triste recuerdo de algo más bello y doloroso.

Luce perdió por completo la noción del espacio. No supo lo cerca que estaban del suelo hasta que rozó con los pies el suelo invisible y rocoso. Presentía que había rocas grandes, quizá montañas, a su izquierda, pero solo veía lo que estaba a unos pocos palmos de ella. El brillo de las alas de sus compañeros, atenuado por cortinas de viento y arena, era lo único que le indicaba dónde se encontraban.

Cuando Daniel la depositó en el suelo irregular, Luce se subió el chaleco antibalas del ejército israelí hasta las orejas para protegerse la cara de la arena. Se habían posado formando un círculo en la falda de una montaña, en un camino pedregoso alumbrado por el halo de luz generado por las alas de los ángeles: Phil y los tres Proscritos que quedaban, Arriane, Annabelle, Cam y Roland, Luce y Daniel, y Desi en el centro, tan tranquila como una guía que enseña un museo a su grupo.

—No os preocupéis. ¡A menudo es así por las tardes! —gritó Desi para imponerse al viento, que era tan fuerte que sacudía las alas de los ángeles. Se llevó la mano a la frente para utilizarla como visera—. ¡Enseguida pasará! En cuanto encontremos el Qayom Malak, juntaremos las tres reliquias. Ellas nos contarán la verdadera historia de la Caída.

—¿Dónde está exactamente el Qayom Malak? —gritó Daniel.

—Vamos a tener que escalar hasta allí. —Desi señaló el promontorio apenas visible a cuyo pie se habían posado. Lo poco que Luce veía de la escarpada montaña le pareció impracticable.

—Te refieres a volar, ¿verdad? —Arriane juntó los talones de sus zapatillas negras de lona—. Nunca se me ha dado bien escalar.

Desi negó con la cabeza. Cogió la bolsa de lona que Phil llevaba, la abrió y sacó un par de recias botas de montaña marrones.

—Me alegro de que los demás ya llevéis un calzado adecuado. —Se quitó los puntiagudos zapatos de tacón, los metió en la bolsa y comenzó a atarse las botas—. La ascensión no es nada fácil, pero, con este tiempo, la mejor forma de subir al Qayom Malak es a pie. Podéis utilizar las alas para que el viento no os desequilibre.

—¿Por qué no esperamos a que pase la tormenta de arena? —sugirió Luce con los ojos llorosos.

—No, cariño. —Desi volvió a colgar la bolsa azul marino del delgado hombro de Phil—. No hay tiempo. Debemos hacerlo ahora.

Todos formaron una fila detrás de Desi, confiando en que ella volviera a guiarlos. Daniel halló la mano de Luce. Aún parecía taciturno después de su conversación, pero no dejó de apretarle la mano en ningún momento.

—Bueno, ¡me ha encantado conoceros! —bromeó Arriane mientras el grupo empezaba a subir.

—Si me buscas, pregunta al viento —dijo Cam a modo de respuesta.

La ruta de Desi los condujo hacia las montañas por un sendero que se tornó cada vez más estrecho y escarpado. Estaba sembrado de piedras puntiagudas que Luce no veía hasta que tropezaba con ellas. El sol poniente parecía la luna, su luz atenuada y pálida por la espesa cortina de arena.

Luce tosió, se atragantó con la arena: aún tenía la tráquea dolorida tras la batalla de Viena. Avanzó dando tumbos, sin ver adónde iba, solo percibiendo vagamente que siempre era hacia arriba. Se concentró en la rebeca amarilla de Desi, que ondeaba como una bandera detrás de su cuerpecillo. No soltó la mano a Daniel en ningún momento.

De vez en cuando, la tormenta de arena rodeaba una roca y les permitía ver brevemente los alrededores. En uno de esos momentos, Luce divisó una motita verde a lo lejos. Estaba junto a un sendero a cientos de metros por encima de ellos y a la misma distancia a la derecha. Aquella apagada pincelada de color era lo único que interrumpía la monotonía del árido paisaje sepia en kilómetros a la redonda. Luce la miró como si fuera un espejismo hasta que notó la mano de Desi en el hombro.

—Ese es nuestro destino, cariño. Es bueno no perder de vista el objetivo.

En ese momento, la tormenta terminó de rodear la roca, la arena se arremolinó y la mota verde desapareció. El mundo volvió a convertirse en una masa de proyectiles granulosos.

La arena pareció formar imágenes de Bill al arremolinarse: su forma de reírse en su primer encuentro, cuando se transformó en Daniel y luego en sapo; su expresión inescrutable cuando Luce había visto a Shakespeare en el Globe. Aquellos recuerdos la ayudaban a levantarse cuando tropezaba. No se detendría hasta vencer al diablo.

Las imágenes de Gabbe y Molly también la empujaban a avanzar. Los destellos de sus alas desplegadas en dos gloriosos arcos, uno dorado y otro plateado, volvieron a pasar ante sus ojos.

«No estás cansada —se dijo—. No tienes hambre».

Por fin, rodearon a tientas una alta roca con forma de punta de flecha. Desi les indicó que se apiñaran en la parte de atrás y allí, por fin, el viento amainó.

Estaba anocheciendo. Un mantón plateado cada vez más oscuro envolvía las montañas. Se encontraban en una meseta redonda con unas dimensiones parecidas al salón de la casa de los padres de Luce. Aparte del estrecho hueco por el que habían accedido, estaba circundada por riscos curvos y rojizos que la convertían en un anfiteatro natural. No solo estaban protegidos del viento: incluso en ausencia de una tormenta de arena, la mayor parte de la meseta habría quedado oculta por la roca con forma de punta de flecha y los riscos a su alrededor.

Allí, nadie que subiera por el sendero podría verlos. Si la Balanza los perseguía, era muy probable que pasara de largo. Aquella apartada meseta era una especie de santuario.

—Esto es como tocar el cielo —dijo Cam.

—Sin dejar de tocar el suelo —añadió Roland.

Antiguos ríos habían dejado tortuosas venas en el suelo cubierto de polvo. A la izquierda de la roca con forma de punta de flecha, había una pared rocosa en cuya base se abría la entrada desigual de una cueva.

Al final de la meseta, ligeramente a la derecha de donde ellos se encontraban, otra pared rocosa casi vertical había detenido un desprendimiento rocoso. El montículo estaba formado por rocas de tamaños diversos, algunas tan pequeñas como copos de nieve y otras tan grandes como frigoríficos. En los huecos entre las rocas, habían crecido líquenes que parecían mantenerlas unidas.

Un olivo con las hojas de color verde claro y una higuera enana se esforzaban por crecer en diagonal entre el montículo de rocas. Aquella debía de ser la mota verde que Luce había visto desde abajo. Desi le había dicho que era su destino, pero a ella le parecía increíble que hubieran recorrido tanta distancia entre la tormenta de arena.

Las alas de todos parecían alas de Proscrito, marrones y deslucidas, sin apenas brillo. Las de los propios Proscritos tenían un aspecto incluso más frágil de lo habitual y asemejaban telarañas. Desi utilizó la manga estirada por el viento de su rebeca para limpiarse la arena de la cara. Se pasó las uñas pintadas por el revuelto cabello pelirrojo. De algún modo, conservaba su elegancia. Luce no quiso pensar en qué aspecto tendría ella.

—¡No hay tiempo que perder! —Desi ya había entrado en la cueva antes de terminar la frase.

El grupo entró detrás de ella y se detuvo a unos pocos metros de la entrada, donde la luz del atardecer daba paso a la oscuridad. Luce se apoyó en una fría pared rojiza de roca arenisca al lado de Daniel. Él casi rozaba el techo con la cabeza. Todos los ángeles tuvieron que plegar las alas para caber en la angosta cueva.

Luce oyó un ruido en el suelo de la cueva y, después, la sombra de Desi se proyectó en la parte iluminada próxima a la entrada. Empujaba un voluminoso baúl de madera hacia ellos con la puntera de su bota de montaña.

Cam y Roland corrieron a ayudarla y el atenuado brillo ambarino de sus alas cubiertas de polvo aclaró la oscuridad. Cogieron un extremo del baúl cada uno y lo llevaron a una concavidad de la cueva que Desi les indicó. Cuando ella asintió, lo dejaron en el suelo, apoyado en la pared.

—Gracias, caballeros. —Desi pasó los dedos por el borde metálico del baúl—. Parece que fue ayer cuando hice que lo subieran hasta aquí. Aunque deben de haber pasado casi doscientos años. —Arrugó las facciones y su expresión reflejó cierta nostalgia—. En fin, la vida es corta. Gabbe me ayudó, aunque, por culpa de las tormentas de arena, nunca se acordaba del sitio exacto. Ella sí que era un ángel previsor. Sabía que este día llegaría.

Desi sacó una bonita llave de plata del bolsillo de su rebeca y la insertó en la cerradura del baúl. Cuando la vieja tapa se abrió, Luce se acercó esperando ver algo mágico, o al menos de importancia histórica. Pero Desi solo sacó seis cantimploras del ejército, tres faroles de bronce, un pesado montón de mantas y toallas, y un puñado de palancas, picos y palas.

—Bebeos toda el agua si os hace falta. Primero Lucinda. —Repartió las cantimploras, que estaban llenas de una deliciosa agua fría.

Luce se acabó la suya y se enjugó la boca con el dorso de la mano. Cuando se lamió los labios, los tenía cubiertos de arena seca.

—Mejor así, ¿no? —Desi sonrió. Abrió una caja de cerillas y encendió las velas de los faroles. La luz vaciló en las paredes y generó sombras espectaculares cuando los ángeles se agacharon, se dieron la vuelta y se limpiaron la arena unos a otros.

Arriane y Annabelle se frotaron las alas con toallas secas. Daniel, Roland y Cam prefirieron sacudirse la arena de las suyas. Las golpearon contra las paredes hasta que el suave murmullo de la arena al caer al suelo cesó. A los Proscritos no pareció importarles seguir sucios. Pronto, la cueva estuvo bañada de resplandeciente luz angelical, como si hubieran encendido una fogata.

—¿Y ahora qué? —preguntó Roland mientras vaciaba la arena de una de sus botas de piel.

Desi se hallaba en la entrada de la cueva, de espaldas a ellos. Salió a la meseta y esperó a que ellos la siguieran.

Se reunieron en un pequeño semicírculo, delante del montículo de rocas, el olivo y la higuera.

—Tenemos que entrar —dijo Desi.

—¿Entrar dónde? —Luce miró alrededor. Que ella viera, la cueva de la que acababan de salir era el único lugar en el que se podía entrar. Allí fuera solo estaban la llana meseta y el montículo de rocas desprendidas.

—Los santuarios se construyen encima de santuarios construidos encima de santuarios —dijo Desi—. El primer santuario de la Tierra estaba justo aquí, debajo de este desprendimiento de rocas. Alberga la pieza que falta para conocer la historia primitiva de los caídos. Se trata del Qayom Malak. Cuando el primer santuario fue destruido, otros lo sustituyeron, pero el Qayom Malak siempre ha permanecido dentro de ellos.

—¿Te refieres a que los mortales también han utilizado el Qayom Malak? —preguntó Luce.

—Sin mucha idea ni conocimiento. Con el paso de los años, cada nuevo grupo que construyó su templo aquí fue alejándose más de la verdad. Para muchos, este lugar trae mala suerte —Desi miró a Arriane, que volcó el peso de su cuerpo en la otra pierna—, pero eso no es culpa de nadie. Ocurrió hace mucho tiempo. Esta noche, desenterraremos lo que un día se perdió.

—¿Te refieres a saber dónde caímos? —Roland recorrió el perímetro del montículo de rocas—. ¿Es eso lo que el Qayom Malak nos dirá?

Desi sonrió de forma enigmática.

—Las palabras son arameas. Significan… Bueno, es mejor que lo veáis con vuestros propios ojos.

Junto a ellos, Arriane se mordisqueaba ruidosamente un mechón de pelo. Tenía las manos en los bolsillos del mono y las alas tensas e inmóviles. No despegaba los ojos del olivo y la higuera, como si estuviera en trance.

En ese momento, Luce advirtió cuál era la peculiaridad de los árboles. El motivo de que parecieran crecer en diagonal a las rocas era que sus troncos estaban enterrados bajo el montículo.

—Los árboles —dijo.

—Sí, antes estaban completamente al descubierto. —Desi se agachó para acariciar las hojas marchitas de la pequeña higuera—. Igual que el Qayom Malak. —Se enderezó y dio una palmada al montículo de rocas—. Esta meseta fue mucho más grande una vez. Un lugar hermoso y rebosante de vida en ocasiones, aunque ahora cueste imaginarlo.

—¿Qué le pasó? —preguntó Luce—. ¿Cómo se destruyó el santuario?

—El más reciente quedó sepultado por este desprendimiento de rocas. Ocurrió hace alrededor de setecientos años, después de un terremoto especialmente fuerte. Pero, incluso antes de eso, la lista de catástrofes ocurridas aquí es inaudita: inundaciones, incendios, asesinatos, guerras, explosiones. —Desi se quedó callada y miró las rocas amontonadas como si fueran bolas de cristal—. Aun así, la única parte que importa perdura. Al menos eso espero. Por eso tenemos que entrar.

Cam se acercó a una de las rocas más grandes y se apoyó en ella con los brazos cruzados en el pecho.

—Se me dan bien muchas cosas, Desi. Pero atravesar paredes no es lo mío.

Desi dio una palmada.

—Por eso hice traer las palas hace tantos años. Tendremos que apartar las rocas —dijo—. Buscamos lo que hay detrás.

—¿Vamos a tener que excavar el Qayom Malak? —preguntó Annabelle mientras se mordía las uñas pintadas de rosa.

Desi tocó una parte cubierta de musgo del centro del antiguo desprendimiento de rocas.

—¡Yo de vosotros empezaría por aquí!

Cuando comprendieron que Desi hablaba en serio, Roland repartió las herramientas que ella había sacado del baúl de madera. El grupo se puso manos a la obra.

—Conforme vayáis sacando rocas, aseguraos de dejar esta zona libre. —Desi señaló el espacio entre el montículo de rocas y el sendero por el que habían accedido a la meseta. Delimitó una superficie de aproximadamente un metro cuadrado—. Vamos a necesitarla.

Luce cogió un pico y golpeó el montículo de rocas con aire vacilante.

—¿Sabes cómo es? —preguntó a Daniel, cuya palanca estaba trabada en una roca detrás de la higuera—. ¿Cómo reconoceremos el Qayom Malak cuando lo encontremos?

—En mi libro no hay ninguna ilustración de él. —Daniel partió la roca sin esfuerzo con un golpe de muñeca. Los musculosos brazos le temblaron cuando levantó las dos mitades, ambas tan grandes como maletones. Las lanzó detrás de él, con cuidado de evitar la zona que Desi había delimitado—. Vamos a tener que confiar en que Desi se acuerde.

Luce se metió en el hueco dejado por la roca que Daniel acababa de sacar. El olivo y la higuera ya estaban al descubierto hasta la misma base del tronco. Las toneladas de roca casi los habían aplastado. Contempló el gigantesco montículo de rocas que tenían que apartar. Medía unos seis metros de altura. ¿Era posible que algo hubiera sobrevivido a la fuerza de aquel desprendimiento?

—¡No te preocupes! —gritó Desi, como si le hubiera leído el pensamiento—. Está ahí debajo, tan a buen recaudo como el primer recuerdo de tu amor.

Los Proscritos habían volado hasta la cima del desprendimiento. Phil indicaba a sus compañeros dónde arrojar las rocas que ya habían sacado y ellos las lanzaban pendiente abajo para que la roca compactada se fracturara y se desprendiera por los lados.

—¡Eh! Veo unos ladrillos amarillos muy viejos. —Annabelle se cernía sobre el punto más alto del montículo, donde las rocas se apoyaban en las paredes verticales de los riscos circundantes. Apartó la rocalla con la pala—. Creo que podría ser la pared de un santuario.

—¿Una pared, cariño? Muy bien —dijo Desi—. Tendría que haber otras tres, como a menudo ocurre con las paredes. Sigue cavando.

Estaba distraída, paseándose por la superficie cuadrada que había delimitado cerca del sendero, sin prestar atención al avance de la excavación. Parecía que contara alguna cosa. No despegaba los ojos del suelo. Luce la observó un momento y advirtió que contaba sus pasos, como si estuviera decidiendo dónde colocar a los actores en un escenario.

Desi alzó la vista y se topó con su mirada.

—Ven conmigo.

Luce miró a Daniel. Tenía la piel perlada de sudor y estaba tratando de mover una roca voluminosa. Se dio la vuelta y siguió a Desi hasta la entrada de la cueva.

El farol de Desi vaciló en la oscuridad como una luz estroboscópica. La cueva estaba infinitamente más oscura y fría sin el brillo de las alas de los ángeles. Desi rebuscó en el baúl.

—¿Dónde está la dichosa escoba? —preguntó.

Luce se agachó junto a ella y se alumbró con el farol que llevaba. Metió la mano dentro del enorme baúl y palpó la áspera paja de una escoba.

—Aquí está.

—Estupendo. Siempre está en el último sitio donde miras, sobre todo si no ves nada. —Desi se puso la escoba al hombro—. Quiero enseñarte una cosa mientras el resto sigue excavando.

Al salir de la cueva, las recibió el eco del metal al golpear la piedra. Desi se detuvo al borde del montículo de rocas, delante del espacio cuadrado que había delimitado. Comenzó a pasar la escoba con enérgicos movimientos transversales. Luce creía que todo el suelo de la meseta era de la misma roca roja, pero, conforme Desi barría, advirtió que debajo había una losa de mármol. Y empezó a ver un dibujo: incrustaciones de piedra amarilla se alternaban con otras de piedra blanca en un intrincado mosaico.

Al final, Luce reconoció un símbolo: una larga línea de piedra amarilla, flanqueada por líneas blancas diagonales descendentes cada vez más cortas.

Se acuclilló para pasar los dedos por el mosaico. El dibujo parecía la punta de una flecha que señalaba en la dirección opuesta a la cima de la montaña, hacia el lugar por el que habían entrado en la meseta.

—Esta es la Losa de la Flecha —dijo Desi—. Cuando todo esté listo, la utilizaremos como una especie de escenario. Cam hizo este mosaico hace muchos años, aunque dudo que se acuerde. Le han pasado muchas cosas desde entonces. Un corazón roto tiende a olvidar.

—¿Sabes quién fue la mujer que se lo rompió? —susurró Luce, sin olvidar que Daniel le había dicho que jamás sacara el tema a relucir.

Desi frunció el entrecejo, asintió y señaló la flecha amarilla de la losa de mármol.

—¿Qué te parece este dibujo?

—Me parece bonito —respondió Luce.

—A mí también —dijo Desi—. Tengo uno igual tatuado sobre el corazón.

Con una sonrisa, se desabrochó los dos primeros botones de la rebeca. Debajo, llevaba una camiseta amarilla. Se bajó el cuello y le enseñó la pálida piel del pecho. Por último, le señaló el tatuaje negro que tenía encima de un seno. Era idéntico a las líneas del suelo.

—¿Qué significa? —preguntó Luce.

Desi se acarició el tatuaje y volvió a subirse la camiseta.

—Estoy deseando decírtelo. —Sonrió y contempló el montículo de rocas—. Pero lo primero es lo primero. ¡Mira cuánto han avanzado!

Los ángeles y los Proscritos ya habían despejado buena parte de las rocas. Dos viejas paredes de ladrillo se alzaban en ángulo recto por encima de la rocalla. Estaban muy deterioradas y tenían agujeros que parecían ventanas. El tejado se había desplomado. Algunos de los ladrillos estaban ennegrecidos por un incendio muy antiguo. Otros parecían enmohecidos, como si se hubieran visto expuestos a una inundación prehistórica. Pero la forma rectangular del templo comenzaba a verse con claridad.

—¡Desi! —gritó Roland mientras le indicaba que se acercara a la pared norte para inspeccionar su avance.

Luce regresó al lado de Daniel. En el tiempo que había estado con Desi, él había apartado un montón de rocas, que había apilado a la derecha del montículo. Lamentó no haberle ayudado apenas. Volvió a coger el pico.

Trabajaron durante horas. Para cuando hubieron apartado la mitad de las rocas, ya era mucho después de medianoche. Los faroles de Desi iluminaban la meseta, pero a Luce le gustaba quedarse cerca de Daniel y alumbrarse con el singular brillo de sus alas. Le dolía la mandíbula de tanto apretar los dientes. Tenía los hombros doloridos y le escocían los ojos. Pero no paró. No se quejó.

Siguió picando. Golpeó un cuadrado de piedra rosa que Daniel había dejado al descubierto al apartar su última roca. Esperaba que el pico rebotara en piedra maciza; sin embargo, se clavó en algo blando. Lo dejó en el suelo y escarbó con las manos en aquel pedazo de roca sorprendentemente dúctil. Había topado con una capa de arenisca tan quebradiza que se desmenuzaba con apenas tocarla. Acercó el farol para alumbrarse mientras arrancaba pedazos más grandes. A varios centímetros de profundidad, palpó un objeto liso y duro.

—¡He encontrado algo!

El grupo la rodeó mientras ella se sacudía las manos en los vaqueros y las utilizaba para limpiar un azulejo cuadrado de casi medio metro de anchura. Antiguamente, debía de estar pintado en su totalidad, pero lo único que había sobrevivido era la delgada silueta de un hombre con una aureola alrededor de la cabeza.

—¿Es esto? —preguntó, emocionada.

Desi le rozó el hombro con el suyo. Tocó el azulejo con el dedo pulgar.

—Me temo que no, cariño. Esto solo es una representación de nuestro amigo Jesús. Tenemos que remontarnos a un tiempo anterior a él.

—¿A un tiempo anterior? —preguntó Luce.

—Más adentro. —Desi dio unos golpecitos en el azulejo—. Esta es la fachada del santuario más reciente, un monasterio medieval para monjes particularmente insociables. Tenemos que excavar hasta el edificio original, derribar esta pared.

Desi reparó en que Luce vacilaba.

—No tengas miedo de destruir iconografía antigua —dijo—. Hay que hacerlo para acceder a lo que es verdaderamente viejo. —Miró el cielo, como si buscara el sol, pero ya hacía rato que el astro rey se había puesto por detrás de ellos en el llano horizonte. Habían salido las estrellas—. Dios mío. El tiempo vuela, ¿no? ¡Seguid! ¡Lo estáis haciendo muy bien!

Finalmente, Phil se adelantó con su palanca, golpeó el azulejo de Jesús y lo agujereó. El espacio que había detrás estaba hueco y oscuro, y olía a cerrado y a humedad.

Los Proscritos saltaron sobre el azulejo para agrandar el agujero y seguir adentrándose en el montículo. Eran trabajadores tenaces, eficaces en su destrucción. Descubrieron que, sin un tejado sobre el santuario, las rocas lo habían rellenado por dentro. Se turnaron para derribar la pared y apartar las rocas que caían al exterior.

Arriane estaba separada del grupo, en un rincón de la meseta apenas iluminado, dando patadas a un montón de rocas como si tratara de poner en marcha una cortadora de césped. Luce se acercó a ella.

—Oye —dijo—, ¿estás bien?

Arriane la miró y manoseó los tirantes de su mono. Le sonrió de un modo extraño.

—¿Te acuerdas de cuando nos castigaron con limpiar el cementerio de Espada & Cruz? ¿Y nos tocó juntas y limpiamos aquel ángel?

—Pues claro. —Luce lo había pasado mal ese día: había recibido una bronca de Molly, estaba angustiada y colada por Daniel y, de hecho, no tenía claro si Arriane la apreciaba o solo le tenía lástima.

—Fue divertido, ¿verdad? —La voz de Arriane sonaba ausente—. Nunca lo olvidaré.

—Arriane —dijo Luce—, ahora mismo no estás pensando en eso, ¿verdad? ¿Qué tiene este sitio para que te escondas aquí?

Arriane se subió a la pala y se balanceó en ella. Observó a los Proscritos y a sus compañeros mientras apartaban las rocas que cubrían una alta columna interior.

Por fin, cerró los ojos y dijo, de golpe:

—Yo soy la razón de que este santuario ya no exista. Yo soy la razón de su mala suerte.

—Pero… Desi ha dicho que no fue culpa de nadie. ¿Qué pasó?

—Después de la Caída —explicó Arriane—, yo estaba reponiéndome, buscando un refugio, una forma de reparar mis alas. Aún no había tomado partido por el Trono. Ni tan siquiera sabía cómo hacerlo. No recordaba lo que era. Estaba sola, vi este sitio y…

—Entraste en el santuario que había aquí —dijo Luce, recordando qué le había explicado Daniel sobre la razón por la que los ángeles caídos no se acercaban a las iglesias. Todos habían estado crispados en la basílica del Santo Sepulcro. Y se habían mantenido alejados de la capilla del Pont Saint Bénézet.

—¡No lo sabía! —A Arriane le palpitó el pecho cuando respiró.

—Claro que no lo sabías. —Luce la rodeó con el brazo. Era piel, huesos y alas. Arriane apoyó la cabeza en su hombro—. ¿Explotó?

Ella asintió.

—Como tú haces… No —se corrigió—, como tú hacías en tus otras vidas. Puf. Fue devorado por el fuego. Solo que no fue, perdona por decir esto, hermosamente trágico ni romántico. Fue sórdido, siniestro, ¡rotundo! Como si me hubieran cerrado la puerta en las narices. Fue entonces cuando supe realmente que me habían expulsado del Cielo. —Miró a Luce, con más inocencia de la que ella recordaba haber visto nunca en sus ojos azules—. Yo no quería irme. Fue una casualidad, muchos de nosotros fuimos arrastrados a… una guerra que no era la nuestra.

Se encogió de hombros y torció la boca con aire pícaro.

—A lo mejor estoy demasiado acostumbrada a ser una marginada. Aunque me pega, ¿no crees? —Formó una pistola con los dedos y la disparó en la dirección de Cam—. Supongo que no me importa andar con esta panda de forajidos. —De golpe, le cambió la cara por completo. Con expresión seria, agarró a Luce por los hombros y susurró—: Ahí está.

—¿Qué? —Luce giró sobre sus talones.

Los ángeles y los Proscritos habían retirado varias toneladas de roca. En ese momento, se encontraban en la parte de la meseta que había estado cubierta por el desprendimiento de rocas. Pronto amanecería. Alrededor de ellos, se erigía el santuario interior que Desi había prometido que encontrarían. La elegante mujer siempre cumplía su palabra.

Solo quedaban dos frágiles paredes en ángulo recto, pero el límite de las baldosas grises del suelo hacía pensar en una planta original de unos dos metros cuadrados. Grandes ladrillos de mármol componían la base de las paredes, donde ladrillos deteriorados y más pequeños de roca arenisca habían sustentado un tejado ya derruido. Frisos agrietados decoraban partes del edificio: seres alados tan viejos y desgastados que casi se confundían con la piedra. Un incendio había chamuscado algunas partes de las cornisas decorativas que coronaban las paredes.

La higuera y el olivo, ya completamente desenterrados, señalaban la barrera entre la Losa de la Flecha que Desi había barrido y el santuario excavado. Las dos paredes que faltaban dejaban el resto del edificio expuesto a la imaginación de Luce, quien visualizó peregrinos de la antigüedad arrodillándose para orar. Estaba claro dónde se arrodillarían.

Cuatro columnas jónicas de mármol con el fuste acanalado y chapiteles de volutas se erigían alrededor de una plataforma elevada que ocupaba el centro del suelo embaldosado. Y sobre la plataforma había un gigantesco altar rectangular de piedra ocre.

Pese a resultarle familiar, no se parecía a nada de lo que Luce hubiera visto. Estaba cubierto de polvo y rocalla, pero distinguió los contornos de la escultura que lo decoraba: dos ángeles encarados, del tamaño de muñecos grandes. Parecía que, originalmente, hubieran estado cubiertos con pan de oro, pero apenas quedaban motas de su antiguo lustre. Los ángeles estaban arrodillados, rezando, con la cabeza baja. Carecían de aureola y tenían las hermosas alas arqueadas hacia delante y unidas por las puntas superiores.

—Sí. —Desi respiró hondo—. Ahí está. El Qayom Malak. Significa «el guardián de los ángeles». O, como a mí me gusta llamarlo, «el asistente de los ángeles». Encierra un secreto que ningún alma ha descifrado nunca: la clave para saber dónde cayeron los ángeles en la Tierra. ¿Lo recuerdas, Arriane?

—Creo que sí. —Arriane parecía nerviosa cuando se acercó a la escultura. Al llegar a la plataforma, se quedó mucho rato parada delante de los ángeles arrodillados. Después, se arrodilló ella. Tocó las puntas de sus alas, por donde estaban unidos. Se estremeció—. Los vi un segundo antes de…

—Sí —dijo Desi—, antes de que la explosión te arrojara fuera del santuario y provocara el primer desprendimiento que enterró el Qayom Malak. Pero la higuera y el olivo siguieron visibles, una señal para los santuarios que se construyeron en los años siguientes. Los cristianos estuvieron aquí, los griegos, los judíos, los moros. Sus santuarios también cayeron, víctimas de desprendimientos, incendios, escándalos o miedos, y eso creó un muro impenetrable alrededor del Qayom Malak. Me necesitabais para volver a encontrarlo. Y no podíais encontrarme hasta que me necesitarais de verdad.

—Y ahora, ¿qué? —preguntó Cam—. No me digas que tenemos que rezar.

Desi no despegó los ojos del Qayom Malak, ni tan siquiera cuando le lanzó a Cam la toalla que llevaba al hombro.

—Oh, es mucho peor, Cam. Ahora os toca limpiar. Limpiad los ángeles, sobre todo las alas. Limpiadlos hasta que brillen. Vamos a necesitar que la luna incida en ellos en un ángulo determinado.