Agua sin bendecir
Sucedió en una milésima de segundo: Roland se abalanzó rápidamente sobre la señorita Sophia y la derribó. Pero ya era demasiado tarde.
Cinco flechas estelares de plata surcaron la capilla en silencio. Se separaron un poco conforme avanzaban y parecieron quedarse suspendidas en el aire un momento en su trayectoria hacia Luce y Daniel.
«¡Daniel!»
Luce pegó la espalda al pecho de Daniel. Él tuvo el reflejo contrario: la rodeó con los brazos y se arrojó al suelo con ella.
Dos magníficos pares de alas aparecieron delante de Luce, irrumpiendo desde ambos lados. Unas eran de un radiante color cobrizo, las otras, de un blanco plateado purísimo. Llenaron el espacio delante de Daniel y ella como enormes pantallas de plumas y al momento desaparecieron.
Un objeto pasó silbando junto a la oreja izquierda de Luce. Ella se volvió y vio cómo una sola flecha estelar rebotaba en la pared gris de piedra y caía al suelo. Las otras flechas estelares habían desaparecido.
Una fina arenilla iridiscente impregnó la capilla.
Luce entrecerró los ojos para ver a través del polvo: Daniel estaba agazapado a su lado. Desi había vuelto en sí y se hallaba encima de la señorita Sophia, forcejeando con ella. Annabelle se erguía sobre las otras Ancianas, que yacían muertas en el suelo. A Arriane le temblaban las manos, en las que tenía un trozo de cuerda y su navaja suiza. Cam seguía atado al altar, aturdido.
Gabbe y Molly, a las que Arriane acababa de liberar… habían desaparecido.
Y Daniel y ella estaban cubiertos de una película de polvo.
«¡No!»
—Gabbe… Molly… —Luce se levantó del suelo. Alargó las manos y se las examinó como si no supiera lo que eran. La vacilante luz de los cirios le bañó la piel y confirió al polvo un suave matiz dorado, que adquirió un fuerte brillo plateado cuando volvió las manos para mirarse las palmas—. No, no, no, no, no, no, no, no…
Luce se dio la vuelta y se tropezó con la mirada de Daniel. Él estaba demudado y sus ojos tenían un color violeta tan concentrado que le costó sostenerle la mirada.
Eso le resultó incluso más difícil cuando las lágrimas le empañaron la vista.
—¿Por qué han…?
Por un instante, reinó un silencio absoluto.
Entonces, un rugido animal atravesó la capilla.
Cam rompió la cuerda que le aprisionaba la pierna izquierda y se dejó el tobillo en carne viva. Forcejeó para soltarse las muñecas y rugió cuando, al levantar la mano derecha, se desgarró el ala, que tenía clavada al altar con un poste de hierro, y se dislocó el hombro. El brazo le colgó como muerto y casi parecía que se lo hubiera arrancado.
Saltó sobre Sophia desde el altar y apartó a Desi. El impacto los derribó a los tres. Cam se abalanzó sobre Sophia y se sentó a horcajadas sobre ella, tratando de aplastarla con su peso. La Anciana aulló de dolor y alzó débilmente los brazos para protegerse la cara cuando Cam la agarró por el cuello.
—Estrangular a una persona es la forma de matarla más íntima que existe —dijo Cam, como si impartiera un curso básico sobre violencia—. Y ahora, regalémonos la vista con tu muerte.
Pero la señorita Sophia se defendió con uñas y dientes. Barboteó y gruñó. Cam apretó con más fuerza, le golpeó brutalmente la cabeza contra el suelo, una y otra vez. A la Anciana comenzó a salirle sangre por la boca, más oscura que su lápiz de labios.
Daniel cogió a Luce por el mentón y le volvió la cabeza hacia él. Ella lo agarró por los hombros. Se miraron a los ojos para tratar de no oír los gruñidos flemosos de Sophia.
—Gabbe y Molly sabían lo que hacían —susurró Daniel.
—¿Sabían que iban a morir? —preguntó Luce.
Detrás de ellos, Sophia gimoteó y casi pareció que había aceptado que así era como iba a morir.
—Sabían que detener a Lucifer era más importante que la vida de un solo individuo —respondió Daniel—. Más que nada de lo que haya pasado, que esto te convenza de lo urgente que es nuestra labor.
El silencio que los envolvía era palpable. Las toses sanguinolentas de la señorita Sophia habían cesado. A Luce no le hizo falta mirar para saber qué había sucedido.
Un brazo la rodeó por la cintura. Una conocida melena negra se apoyó en su hombro.
—Vamos —dijo Arriane—. Hay que limpiarte.
Daniel dejó a Luce en manos de Arriane y Annabelle.
—Adelante, chicas.
Luce las siguió, aturdida. Ellas la condujeron al fondo de la capilla y abrieron varios armarios antes de encontrar lo que buscaban: una portezuela lacada de color negro por la que se accedía a una habitación circular sin ventanas.
Annabelle encendió el candelabro de la mesa de azulejos próxima a la puerta y, después, el que ocupaba una hornacina. La habitación, con las dimensiones de una despensa espaciosa, tenía en el centro una pila bautismal de forma octogonal tan grande como una bañera. Por dentro, la pila estaba revestida de mosaicos verdes y azules; por fuera, era de mármol y tenía esculpida una escena de ángeles que descendían a la Tierra.
Luce se sentía desgraciada y muerta por dentro. Hasta la pila bautismal parecía mofarse de ella. Allí estaba, la chica cuya alma maldecida era importante por alguna razón y se hallaba a disposición de cualquiera porque no la habían bautizado de pequeña, a punto de lavarse para quitarse el polvo de dos ángeles que ya no existían. ¿Estaba justificado que Gabbe y Molly hubieran muerto por salvarlos a Daniel y a ella? ¿Cómo era posible? Aquel «bautismo» le rompía un poco más el corazón.
—No te preocupes —dijo Arriane, leyéndole el pensamiento—. Esto no cuenta.
Annabelle encontró un lavamanos en un rincón de la habitación, detrás de la pila bautismal. Vació varios cubos de agua caliente en la bañera. Arriane se quedó junto a Luce, sin mirarla, solo cogiéndole la mano. Cuando la pila estuvo llena y sus azulejos tiñeron el agua de un fuerte brillo azul verdoso, Annabelle y Arriane cogieron a Luce en brazos para colocarla sobre la superficie del agua. Ella aún llevaba el jersey y los vaqueros. No tenían intención de desvestirla, pero repararon en sus botas.
—Huy —susurró Annabelle mientras se las desabrochaba y las arrojaba al suelo.
Arriane le sacó el guardapelo por la cabeza y lo metió dentro de una bota. Con las alas desplegadas, se separaron del suelo para sumergir a Luce en la pila.
Ella cerró los ojos, metió la cabeza bajo el agua y se quedó un rato así. Si derramaba una lágrima, no lo notaría si seguía sumergida. No quería sentir nada. Era como si Penn hubiera vuelto a morir: el dolor que sentía había revivido aquel dolor más antiguo que para ella todavía era reciente.
Después de lo que le pareció mucho tiempo, notó que unas manos la agarraban por las axilas para ponerla derecha. La superficie tenía una fina película de polvo gris. Ya no relucía.
Luce no despegó los ojos de ella hasta que Annabelle comenzó a sacarle el jersey por la cabeza. Notó que la prenda se despegaba de ella, seguida de la camiseta. Se desabrochó los vaqueros con torpeza. ¿Cuántos días hacía que llevaba aquella ropa? Era extraño estar sin ella, como despojarse de una capa de piel y verla arrojada en el suelo.
Se pasó una mano por el pelo mojado para apartárselo de la cara. No se había dado cuenta de lo sucio que lo tenía. Luego se sentó en el banco que la pila tenía en la parte posterior, se apoyó en la pared lateral y comenzó a tiritar. Annabelle añadió más agua caliente, pero Luce continuó temblando.
—Si me hubiera quedado en la escalera tal como Desi decía…
—Entonces Cam estaría muerto —dijo Arriane—. O algún otro. De una forma u otra, Sophia y su clan iban a liarla esta noche. Los demás lo sabíamos, pero tú no. —Suspiró—. Así que hay que tener agallas para intentar salvar a Cam, Luce.
—Pero Gabbe…
—Sabía lo que hacía.
—Es lo que ha dicho Daniel. Pero ¿por qué se ha sacrificado para salvar…?
—Porque confía en que Daniel, tú y los demás lo consigamos. —Arriane apoyó el mentón en el brazo al borde de la pila. Metió un dedo en el agua y retiró el polvo—. Pero saberlo no lo hace más fácil. Todos las queríamos mucho.
—No puede haberse ido.
—Ya no está. Ya no está en el altar más elevado de la creación.
—¿Qué? —Eso no era lo que Luce había querido decir. Ella se refería a que Gabbe era su amiga. Arriane arrugó la frente.
—Gabbe era el primer arcángel. ¿No lo sabías? Su alma valía… ni tan siquiera sé cuántas otras almas. Valía mucho.
Luce nunca había considerado la posición que sus amigos ocupaban en el Cielo, pero en ese momento pensó en las veces que Gabbe había cuidado de ella, la había protegido, le había dado comida, ropa o consejo. Había sido su bondadosa madre celestial.
—¿Qué significa su muerte?
—Hace mucho tiempo, el primer arcángel era Lucifer —respondió Annabelle. Tras una pausa, miró a Luce y reparó en su sorpresa—. Lucifer estaba ahí, en medio de todo. Luego se rebeló y Gabbe subió de categoría.
—Aunque ser la mano derecha del Trono tiene sus inconvenientes —murmuró Arriane—. Pregúntaselo a tu colega Bill.
Luce quiso preguntar quién iba detrás de Gabbe, pero algo se lo impidió. Quizá habría sido Daniel, pero su posición en el Cielo peligraba porque seguía decidido a no tomar partido por nadie que no fuera ella.
—¿Qué hay de Molly? —preguntó por fin—. Su muerte… ¿anula la de Gabbe en lo que respecta al equilibro entre el Cielo y el Infierno? —Se sentía cruel hablando de sus amigas como objetos, pero también sabía que la respuesta era relevante.
—Molly también era importante, aunque no tenía tanta categoría —respondió Annabelle—. Eso fue antes de la Caída, por supuesto, cuando se alió con Lucifer. Sé que no hay que hablar mal de los muertos, pero Molly me sacaba de quicio. Tanta negatividad…
Luce asintió con aire culpable.
—Pero recientemente había cambiado. Es como si hubiera despertado. —Annabelle miró a Luce—. Respondiendo a tu pregunta, el equilibrio entre el Cielo y el Infierno se mantiene. Habrá que ver cómo evoluciona la situación. Muchas de las cosas que ahora importan dejarán de hacerlo si Lucifer se sale con la suya.
Luce miró a Arriane, que estaba metida en un armario y había estornudado tres veces seguidas.
—¡Hola, bolas de naftalina! —Cuando salió, llevaba una toalla blanca y un albornoz de cuadros gigantesco—. De momento nos las tendremos que apañar con esto. Te encontraremos una muda de ropa antes de irnos de Jerusalén.
Como Luce no se movió, Arriane chasqueó la lengua como si engatusara a un caballo para que saliera de la cuadra, y sostuvo la toalla en alto. Luce se levantó y se sintió como una niña cuando Arriane la envolvió en ella y la secó. La toalla era delgada y áspera, pero el albornoz que vino después era grueso y abrigado.
—Tenemos que esfumarnos antes de que llegue la marabunta de turistas —dijo Arriane mientras cogía las botas de Luce.
Cuando salieron de la sala bautismal, ya había amanecido y el sol se colaba por la colorida vidriera que representaba la Ascensión.
Debajo de la vidriera estaban los cadáveres de la señorita Sophia y las otras dos Ancianas, atados juntos.
Cuando las chicas cruzaron por delante de la capilla, vieron a Cam, a Roland y a Daniel sentados en el altar central, susurrando. Cam estaba bebiéndose el último botellín de Coca-Cola que quedaba en la bolsa negra de Phil. De hecho, Luce vio cómo le cicatrizaba el tobillo ensangrentado y la costra comenzaba a caérsele. Cam apuró el botellín y rotó el hombro dislocado, que hizo un ruido seco al encajarse.
Los chicos alzaron la vista y vieron a Luce entre Annabelle y Arriane. Los tres saltaron al suelo, pero Cam fue el primero en ir a su encuentro.
Luce se quedó muy quieta mientras él se acercaba. Tenía el corazón acelerado.
Cam estaba tan pálido que sus ojos verdes parecían esmeraldas. Tenía el nacimiento del pelo perlado de sudor y un pequeño arañazo cerca del ojo izquierdo. Las puntas de las alas habían dejado de sangrarle y las llevaba vendadas con una fina tela de gasa.
Le sonrió. Le cogió las manos. Él las tenía calientes y rebosantes de vida. Por un momento, Luce había creído que ya no lo vería nunca más, que ya no vería el brillo de sus ojos ni sus áureas alas desplegadas, que ya no le oiría alzar la voz para hacer un chiste irónico… y aunque amaba a Daniel más que a nadie, más de lo que creía posible, no soportaría perder a Cam. Por eso había irrumpido en la capilla.
—Gracias —dijo él.
Luce notó que los labios le temblaban y los ojos le escocían. Antes de darse cuenta de lo que hacía, se arrojó a los brazos de Cam. Sintió sus manos en la espalda. Cuando él apoyó el mentón en su coronilla, se echó a llorar.
Él dejó que lo hiciera. Siguió abrazándola.
—Eres muy valiente —susurró.
Luego, levantó los brazos y se separó de ella con suavidad. Por un instante, Luce notó frío y se sintió desprotegida, pero después otro pecho, otro par de brazos sustituyeron a los de Cam. Y ella supo, sin abrir los ojos, que era Daniel. Ningún otro cuerpo del universo encajaba tan bien con el suyo.
—¿Puedo interrumpir? —preguntó él con dulzura.
—Daniel… —Luce cerró los puños y lo estrechó contra su pecho para paliar el dolor.
—Chist. —Daniel la tuvo abrazada durante lo que le parecieron horas, meciéndola con suavidad, acunándola en sus alas hasta que ella dejó de llorar y el peso del corazón se le aligeró lo suficiente para poder respirar sin sollozar.
—Cuando un ángel muere —dijo Luce, con la boca pegada al hombro de Daniel—, ¿va al Cielo?
—No —respondió él—. Para un ángel, no existe nada después de la muerte.
—¿Cómo es posible?
—El Trono no contaba con que ningún ángel se rebelara, y aún menos con que el ángel caído Azazel se pasara siglos en una cueva de Grecia desarrollando un arma para matar ángeles.
A Luce volvió a palpitarle el pecho.
—Pero…
—Chist —volvió a susurrar Daniel—. La pena puede asfixiarte. Es peligrosa, otra cosa que tienes que vencer.
Luce respiró hondo y se separó de él, solo lo suficiente para verle la cara. Se le notaban los ojos hinchados y cansados, y Daniel tenía la camiseta empapada de sus lágrimas, como si ella lo hubiera bautizado con su dolor.
Detrás de Daniel, en el altar al que había estado atada Gabbe, había un reluciente objeto plateado. Era una copa enorme, tan grande como una ponchera, pero con forma oblonga y hecha de plata repujada.
—¿Es esa? —¿Era aquella la reliquia por la que habían muerto las amigas de Luce?
Cam se dirigió al altar y cogió la copa.
—La encontramos justo antes de que los Ancianos nos atacaran. Estaba enterrada en la base del Pont Saint Bénézet. —Negó con la cabeza—. Espero que esta escupidera justifique todo esto.
—¿Dónde está Desi? —Luce miró alrededor en busca de la persona con más probabilidades de conocer la importancia de la reliquia.
—Está abajo —explicó Daniel—. La basílica ha abierto al público hace un rato y ha bajado para generar una Pátina que oculte los cadáveres de las Ancianas. Ahora está al pie de la escalera con un cartel donde dice que esta «ala» está cerrada por obras.
—¿Y ha dado resultado? —preguntó Arriane, impresionada.
—De momento, no ha pasado nadie. Los turistas religiosos no son como los hinchas de fútbol —dijo Cam con una sonrisa satisfecha—. ¡No van a liarse a cojinazos!
—¿Cómo puedes bromear en un momento como este? —preguntó Luce.
—¿Y por qué no? —replicó Cam de mal humor—. ¿Prefieres que llore?
Oyeron un golpeteo en la ventana de la pared de enfrente. Los ángeles se pusieron en tensión cuando Cam fue a abrir la hoja contigua a la vidriera. Apretó los dientes.
—¡Preparad las flechas estelares!
—¡Cam, espera! —gritó Daniel—. No dispares.
Cam se quedó quieto. Al cabo de un momento, un chico con gabardina marrón entró por la ventana abierta. En cuanto tuvo los pies en el suelo, Phil alzó la cabeza rubia rapada y clavó sus vacuos ojos blancos en Cam.
—Date por muerto, Proscrito —gruñó él.
—Ahora están de nuestra parte, Cam. —Daniel señaló la pluma de su ala que Phil llevaba en la solapa.
Cam tragó saliva y se cruzó de brazos.
—Lo siento. No lo sabía. —Se aclaró la garganta y añadió—: Eso explica por qué los Proscritos que vimos en el puente de Aviñón a nuestra llegada estaban luchando contra los Ancianos. No tuvieron ocasión de explicarse antes de que todos…
—Murieran —dijo Phil—. Sí. Los Proscritos se sacrificaron por vuestra misión.
—El universo es misión de todos —afirmó Daniel, y Phil asintió con brusquedad.
Luce se quedó cabizbaja. Todo aquel polvo del puente. No se le había ocurrido pensar que podía ser de los Proscritos. Había estado demasiado preocupada por Gabbe, Molly y Cam.
—Estos últimos días han asestado un duro golpe a los Proscritos —dijo Phil. Su voz reveló una cierta tristeza—. La Balanza capturó a muchos en Viena. Y muchos más han muerto a manos de los Ancianos en Aviñón. Solo quedamos cuatro. ¿Les hago pasar?
—Por supuesto —respondió Daniel.
Phil extendió una mano hacia la ventana y otros tres Proscritos entraron por la hoja abierta: una chica a la que Luce no reconoció y que Phil les presentó como Phresia; Vincent, uno de los Proscritos que había montado guardia para Luce y Daniel en el monte Sinaí, y Olianna, la pálida chica del tejado del palacio vienés. Luce le dirigió una sonrisa que sabía que ella no vería. Pero esperaba que la percibiera, porque se alegraba de verla recuperada. Todos los Proscritos parecían hermanos, modestos y atractivos, alarmantemente pálidos.
Phil señaló a las Ancianas muertas bajo la ventana.
—Parece que necesitáis ayuda para deshaceros de estos cadáveres. ¿Queréis que los Proscritos nos ocupemos de ellos?
A Daniel se le escapó una carcajada de sorpresa.
—Si sois tan amables.
—Solo aseguraos de que estas carcamales no tienen un entierro digno —añadió Cam.
—Phresia. —Phil hizo un gesto con la cabeza a la chica, que se arrodilló delante de los cadáveres, se los cargó a la espalda, desplegó sus alas marrones y salió volando por la ventana.
Luce la observó mientras surcaba el cielo cargada con lo último que Luce vería de la señorita Sophia.
—¿Qué hay en la bolsa? —Cam señaló la bolsa azul marino de lona que Vincent llevaba colgada del hombro.
Phil indicó al Proscrito que dejara la pesada bolsa en el altar central.
—En Venecia, Daniel Grigori me preguntó si tenía comida para Lucinda Price. Me supo mal no tener nada que ofrecerle aparte de chucherías, que son lo que prefieren mis amigas italianas modelos. Esta vez, he preguntado a una chica israelí qué le gusta comer. Me ha llevado a lo que llaman un puesto de falafeles. —Phil se encogió de hombros mientras daba una entonación interrogativa a la frase.
—¿Estás diciendo que has traído un kilo de falafeles? —Roland enarcó la ceja mientras miraba la bolsa de Vincent con incredulidad.
—Oh, no —respondió Vincent—. Los Proscritos también hemos comprado hummus, pan de pita, pepinillos en vinagre, una ración de una cosa que se llama tabulé, ensalada de pepino y zumo de granada natural. ¿Tienes hambre, Lucinda Price?
Era una cantidad absurda de suculenta comida. Por alguna razón, les pareció mal comer en los altares, así que organizaron un bufé en el suelo y todos, Proscritos, ángeles y mortal, se pusieron a comer con apetito. El ambiente era sombrío, pero la comida llenaba, estaba caliente y parecía ser justo lo que todos necesitaban. Luce enseñó a Olianna y a Vincent a prepararse un bocadillo de falafel; Cam incluso pidió a Phil que le pasara el hummus. En algún momento, Arriane salió volando por la ventana para buscar ropa nueva para Luce. Volvió con unos vaqueros descoloridos, una camiseta blanca con el cuello de pico y un chaleco antibalas del ejército israelí muy molón con un parche que representaba una llama naranja y amarilla.
—He tenido que besar a un soldado por él —dijo, pero su voz carecía de la rimbombancia que habría tenido si también hubiera actuado para Gabbe y Molly.
Cuando ninguno pudo comer nada más, Desi apareció en la puerta. Saludó a los Proscritos con educación y le puso a Daniel una mano en el hombro.
—¿Tienes la reliquia, cariño?
Antes de que Daniel pudiera responder, los ojos de Desi localizaron la copa. La levantó y la giró en las manos para examinarla por todos los costados.
—La Copa de Plata —susurró—. Hola, vieja amiga.
—Deduzco que sabe qué hacer con eso —dijo Cam.
—Lo sabe —respondió Luce.
Desi señaló una placa soldada a uno de los lados anchos del interior de la copa y dijo algo entre dientes, como si leyera. Pasó los dedos por la imagen repujada representada en la placa. Luce se acercó para ver mejor. Parecían las alas de un ángel en caída libre.
Por fin, Desi alzó la vista y los miró con una expresión extraña.
—Bueno, ahora todo cobra sentido.
—¿El qué? —preguntó Luce.
—Mi vida. Mi utilidad. Adónde necesitamos ir. Qué necesitamos hacer. Es la hora.
—¿La hora de qué? —preguntó Luce. Habían reunido todos los objetos, pero no tenía la menor idea de qué les quedaba por hacer.
—La hora de mi último acto, cariño —respondió Desi, con efusividad—. Yo os guiaré, paso a paso.
—¿Al monte Sinaí? —Daniel se levantó del suelo y ayudó a Luce a ponerse de pie.
—Cerca de allí. —Desi cerró los ojos y respiró hondo, como si quisiera arrancarse el recuerdo de los pulmones—. Hay un par de árboles en las montañas, a menos de dos kilómetros del monasterio de Santa Catalina. Me gustaría que nos reuniéramos allí. Se llama el Qayom Malak.
—Qayom Malak… Qayom Malak —repitió Daniel—. Está en mi libro.
Abrió la bolsa y pasó unas cuantas páginas mientras murmuraba en voz baja. Por fin, se lo enseñó a Desi.
Luce se acercó a echar un vistazo. Más o menos en la página cien, Daniel tenía el dedo junto a una acotación casi borrada escrita al final en un idioma que Luce no reconoció. Junto a la nota, Daniel había escrito el mismo grupo de letras tres veces: QYWM’ ML’K’. QYWM’ ML’K’. QYWM’ ML’K’.
—Bien hecho, Daniel. —Desi sonrió—. Lo sabías desde el principio. Aunque, para las lenguas modernas, Qayom Malak es mucho más fácil de pronunciar que… —Articuló una serie de complicados sonidos guturales que Luce no habría podido repetir.
—Nunca supe qué significaba —dijo Daniel.
Desi se volvió hacia la ventana abierta y contempló el cielo vespertino de la ciudad santa.
—Pronto lo sabrás, hijo. Muy pronto.