La Vía Dolorosa
Mientras los ángeles sobrevolaban lo que parecía la costa meridional de Francia, Luce observó las oscuras olas del mar que lamían el litoral. Realizó una serie de cálculos mentales.
A medianoche, sería martes, primero de diciembre. Habían transcurrido cinco días desde su regreso de las Anunciadoras, lo cual significaba que ya habían rebasado la mitad del período de nueve días que había durado la Caída. Lucifer y todos los yoes anteriores de los ángeles ya habían recorrido más de la mitad de la distancia hasta la Tierra.
Tenían dos de las tres reliquias, pero desconocían el paradero de la tercera y no sabían cómo interpretarlas cuando las reunieran todas. Aún peor, mientras buscaban las reliquias, se habían granjeado más enemigos. Y parecía que habían perdido a sus amigos.
Luce tenía polvo del Pont Saint Bénézet bajo las uñas. ¿Y si era de Cam? En unos pocos días, había pasado de no querer que participara en la misión a sentirse angustiada por su posible pérdida. Cam era vehemente, siniestro, imprevisible e intimidante, y no estaba hecho para ella, pero eso no significaba que no lo apreciara, que no lo quisiera de una determinada manera.
Y Gabbe. La belleza sureña que siempre sabía qué decir y qué hacer. Desde el momento en el que Luce la conoció en Espada & Cruz, Gabbe no había hecho otra cosa que no fuera cuidar de ella. Ahora, Luce quería cuidar de Gabbe.
Molly Zane también había ido a Aviñón con Cam y Gabbe. Luce la había temido y después odiado, hasta la otra mañana en casa de sus padres, cuando, al entrar en su habitación por la ventana, la había encontrado encubriéndola. Era un favor tremendo. Hasta Callie había disfrutado estando con Molly. ¿Había cambiado el demonio? ¿Lo había hecho Luce?
El rítmico aleteo de Daniel en el cielo cuajado de estrellas la había sumido en un estado de relajación profunda, pero no quería quedarse dormida. Quería concentrarse en lo que podía aguardarles a su llegada al monte Calvario, estar preparada para lo que se avecinaba.
—¿En qué piensas? —preguntó Daniel. Pese al aullido del viento, su tono fue quedo e íntimo. Annabelle y Arriane volaban delante de ellos y algo por debajo. Sus alas, plateadas e iridiscentes, se extendían por encima de la verde bota de Italia.
Luce tocó el guardapelo que llevaba colgado del cuello.
—Tengo miedo.
Daniel la abrazó más fuerte.
—Eres muy valiente, Luce.
—Me siento más fuerte que nunca, y estoy orgullosa de todos los recuerdos a los que puedo acceder yo sola, sobre todo si nos ayudan a detener a Lucifer. —Guardó silencio y se miró el polvo de las uñas—. Pero aún me asusta lo que nos espera.
—No dejaré que Sophia se acerque a ti.
—No es lo que pueda hacerme a mí, Daniel. Es lo que puede haberles hecho a personas a las que aprecio. Ese puente, el polvo…
—Deseo tanto como tú que Cam, Gabbe y Molly estén ilesos. —Daniel batió las alas con fuerza y Luce notó que su cuerpo se elevaba por encima de una nube cargada de lluvia—. Pero los ángeles podemos morir, Lucinda.
—Lo sé, Daniel.
—Claro que lo sabes. Y sabes lo peligroso que es esto. Todo ángel que se une a nosotros para detener a Lucifer lo sabe. Al hacerlo, reconoce que nuestra misión es más importante que cualquier alma de un único ángel.
Luce cerró los ojos. «El alma de un único ángel».
Allí estaba de nuevo. La idea de la que Arriane le había hablado por primera vez en Las Vegas, en la cafetería de la cadena IHOP. Un único ángel poderoso que inclinaría la balanza. Una decisión que determinaría el resultado de una batalla que había durado milenios.
Cuando abrió los ojos, la luna estaba bañada de una tenue luz blanca y se alzaba sobre el paisaje sumido en la oscuridad.
—Los ejércitos del Cielo y del Infierno —comenzó a decir—, ¿están equilibrados en este momento?
Daniel guardó silencio. Luce sintió su pecho palpitante en la espalda. Batió las alas un poco más rápido, pero no respondió.
—¿Lo sabes? —insistió Luce—. ¿El mismo número de demonios en un bando y el mismo número de ángeles en el otro?
El viento la azotó.
—Sí, aunque no es tan sencillo —dijo Daniel por fin—. No se trata de mil de aquí contra mil de allá. Algunos jugadores son más importantes que otros. Los Proscritos no influyen. Ya has oído a Phil lamentarse de eso. La Balanza es casi insignificante, aunque nadie lo diría por su forma de darse importancia. —Se quedó callado—. ¿Uno de los arcángeles? Vale por mil ángeles menores.
—¿Aún es cierto que hay un ángel importante que todavía no ha tomado partido?
Un silencio.
—Sí, eso aún es cierto.
Luce ya le había suplicado que se decidiera de una vez, en el tejado de la Escuela de la Costa. Estaban en mitad de una discusión y no había sido el momento oportuno. Pero su vínculo se había fortalecido desde entonces. Si Daniel supiera que contaba con su apoyo, que lo respaldaría y lo amaría pasara lo que pasase, seguro que eso le ayudaría a decidirse.
—¿Y si dieras el paso y… te decidieras?
—No…
—Pero, Daniel, ¡podrías parar esto! Podrías inclinar la balanza, y no tendría que morir nadie más, y…
—Me refiero a que no es tan sencillo. —Luce lo oyó suspirar y supo, incluso sin mirarlo, con qué matiz exacto estarían brillándole los ojos en ese momento: un violeta intenso, feroz y lupino—. Ya no es tan sencillo —repitió.
—¿Por qué no?
—Porque este presente ya no importa. Estamos en un intervalo de tiempo que puede dejar de existir. Así que decidirme ahora no significaría nada, no hasta que este error se repare. Aún tenemos que detener a Lucifer. O él se sale con la suya y borra estos cinco o seis milenios y todos volvemos a empezar…
—O lo vencemos —concluyó Luce de forma automática.
—Si eso pasa —continuó Daniel—, volveremos a hacer números para determinar si hay equilibrio.
A seis metros por debajo de ellos, Arriane trazaba lentos bucles en el aire como si eso la entretuviera. Annabelle atravesó uno de los aguaceros que los ángeles solían evitar. Salió con las alas húmedas y el pelo fucsia pegado a la cara, con aspecto de no haberse dado cuenta siquiera. Roland estaba algo rezagado, probablemente absorto en sus pensamientos mientras llevaba a Desi en sus brazos. Todos parecían cansados, distraídos.
—Pero, cuando le venzamos, ¿no podrías…?
—¿Elegir el Cielo? —preguntó Daniel—. No. Tomé mi decisión hace mucho tiempo, casi al principio de los tiempos.
—Pero creía…
—Te elegí a ti, Lucinda.
Luce puso la mano sobre la de Daniel cuando, por debajo de ellos, un mar negro como la brea lamió una franja de desierto. Se hallaban a mucha altitud, pero el paisaje le recordó al Sinaí: peñascos rocosos con algún que otro árbol disperso. No entendía por qué Daniel tenía que elegir entre el Cielo y el amor.
Lo único que ella siempre había querido era su amor, pero ¿a qué precio? ¿Justificaba su amor que el mundo y toda su historia hubieran de borrarse? ¿Podría Daniel haber impedido aquella amenaza si hubiera elegido el Cielo mucho antes?
¿Y habría regresado al Cielo, a su hogar, si su amor por Luce no lo hubiera apartado del camino?
Como si le leyera el pensamiento, Daniel dijo:
—Nosotros depositamos nuestra fe en el amor.
Roland los alcanzó. Ladeó las alas y giró el cuerpo para volverse hacia ellos. En sus brazos, Desi tenía el cabello pelirrojo ondeando al viento y las mejillas encendidas. Les indicó que se acercaran. De un solo aletazo, Daniel atravesó ágilmente la nube que les separaba de ellos. Roland silbó y Arriane y Annabelle dieron media vuelta y trazaron un círculo iridiscente completo en el cielo nocturno.
—Son casi las cuatro de la madrugada en Jerusalén —dijo Desi—. Eso significa que casi todos los mortales estarán durmiendo o no nos molestarán durante al menos otra hora. Si Sophia tiene a vuestros amigos, lo más probable es que planee… Bueno, deberíamos darnos prisa, chicos.
—¿Sabes dónde están? —preguntó Daniel.
Desi pensó un momento.
—Cuando estaba con los Ancianos, el plan siempre era reunirse en la basílica del Santo Sepulcro. Fue construida en la ladera del monte Calvario, en el barrio cristiano de la Ciudad Vieja.
El grupo planeó hacia el santuario formando una brillante columna de alas. El cielo azul marino estaba cuajado de estrellas y, por debajo de él, las piedras blancas de los edificios distantes brillaban con una misteriosa tonalidad azul. Aunque la tierra parecía seca y polvorienta por naturaleza, se hallaba salpicada de palmeras tupidas y olivares.
Sobrevolaron el cementerio más grande que Luce había visto nunca, construido en una pendiente escalonada orientada hacia la Ciudad Vieja de Jerusalén.
La ciudad estaba a oscuras y en silencio, bañada por la luz de la luna y circundada por un alto muro de piedra. La impresionante cúpula dorada de la mezquita de la Roca se erigía en lo alto de una colina y brillaba incluso en la oscuridad. Estaba a cierta distancia del resto de la apiñada ciudad, bordeada por largas escaleras de piedra y altas verjas en todas las entradas. Detrás de las viejas murallas, unos cuantos edificios modernos se recortaban contra el cielo, pero, dentro de la Ciudad Vieja, las casas eran mucho más viejas y pequeñas, y formaban un laberinto de estrechos callejones adoquinados que era mejor recorrer a pie.
Se posaron en el parapeto de una puerta alta que señalaba la entrada a la ciudad.
—Es la Puerta Nueva —explicó Desi—. Es la entrada más cercana al barrio cristiano, donde está la basílica.
Cuando terminaron de bajar las desgastadas escaleras que partían del parapeto, los ángeles ya habían retraído las alas. La calle adoquinada se estrechó mientras Desi los conducía a la basílica alumbrándose con una linternita roja de plástico. Casi todos los escaparates estaban provistos de puertas metálicas que se subían y bajaban como la puerta del garaje de los padres de Luce. En ese momento, todas estaban cerradas con candado a lo largo de la calle por la que Luce caminaba al lado de Daniel, cogida de su mano y esperando que todo saliera bien.
Cuanto más se adentraban en la ciudad, más parecían estrecharse las calles. Pasaron por debajo de los toldos listados de mercados árabes vacíos, por largos arcos de piedra y oscuros pasadizos. Olieron a cordero asado, después a incienso, después a jabón para la ropa. Las azaleas trepaban por las paredes en busca de agua.
El barrio estaba en silencio salvo por los pasos de los ángeles y los aullidos de los coyotes en las colinas. Pasaron por delante de una lavandería cerrada con el cartel escrito en árabe y, justo después, por delante de una floristería que tenía pegatinas en hebreo adheridas al escaparate.
Allá donde mirara, Luce veía estrechos pasajes que partían de la calle, algunos por puertas de madera abiertas, otros por tramos de escaleras. Desi parecía ir contando los portales por los que pasaban con el dedo. En un determinado momento, chasqueó los dedos, se agachó para pasar por debajo de un arco de madera cuarteado, dobló una esquina y desapareció. Luce y los ángeles se miraron rápidamente y la siguieron: bajaron unas escaleras, doblaron por una húmeda callejuela, subieron otras escaleras y, de golpe, se hallaban en el tejado de un edificio que daba a otra estrecha callejuela.
—Ahí está. —Desi asintió con gravedad.
La basílica dominaba sobre todos los edificios colindantes. Estaba construida con una piedra pálida y lisa, y tenía al menos cinco pisos, más altura en sus dos esbeltas torres. En el centro, una enorme cúpula azul parecía un manto de noche envuelto alrededor de una piedra. Gigantescos ladrillos formaban amplios arcos a lo largo de la fachada, cerrados por enormes puertas de madera en la primera planta y vidrieras en las siguientes. Había una escalera apoyada en una cornisa de ladrillo junto a una vidriera de la tercera planta que no parecía conducir a ninguna parte.
Partes de la fachada estaban deterioradas y ennegrecidas por el paso del tiempo, mientras que otras parecían restauradas hacía poco. Los edificios de piedra construidos a ambos lados de la basílica delimitaban una plaza llana adoquinada. Justo detrás de la iglesia, un alto minarete blanco rozaba el cielo.
—Caray —se oyó decir Luce mientras descendía con los ángeles por otro sorprendente tramo de escaleras para entrar en la plaza.
Los ángeles se dirigieron a las pesadas puertas, de al menos doce metros de altura. Estaban pintadas de verde y flanqueadas por tres columnas lisas de piedra. Luce se fijó en el recargado friso que separaba las puertas de los arcos que las coronaban y, más arriba, en la reluciente cruz dorada que rozaba el cielo. El edificio estaba silencioso, melancólico, rebosante de electricidad espiritual.
—Entremos —dijo Desi.
—No podemos entrar ahí —objetó Roland mientras daba un paso atrás.
—Ah, ya —dijo Desi—, el asunto de los incendios. Creéis que no podéis entrar porque es un santuario de Dios…
—Es el santuario de Dios —puntualizó Roland—. No quiero ser el tío que se carga este sitio.
—Solo que no es un santuario de Dios —se limitó a decir Desi—. Todo lo contrario. Este es el lugar donde Jesús sufrió y murió. Por tanto, jamás ha sido un santuario para el Trono, y esa es la única opinión que importa. Un santuario es un lugar seguro, un refugio de todo mal. Los mortales entran aquí para rezar, por morboso que sea, pero, en lo que respecta a vuestra maldición, no os afectará. —Se quedó callada—. Una suerte, porque Sophia y vuestros amigos están dentro.
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Luce.
En ese momento, oyó pasos en la zona este de la plaza. Desi miró hacia allí con los ojos entrecerrados.
Daniel agarró a Luce por la cintura tan rápido que ella cayó contra él. Dos viejas monjas acababan de entrar en la plaza después de pasar por debajo de un cartel donde ponía VÍA DOLOROSA. Iban cargadas con una pesada cruz de madera. Llevaban sencillos hábitos de color azul marino, sandalias sencillas y cómodas, y rosarios en el cuello.
Luce se relajó al ver a las religiosas, cuya media de edad parecía ser de ochenta y cinco años. Hizo ademán de acercarse a ellas, guiada por un instinto de ayudar a los ancianos con una carga pesada, pero Daniel no la soltó y las monjas continuaron dirigiéndose a las grandes puertas de la basílica con una lentitud exasperante. Parecía imposible que no hubieran visto a los ángeles reunidos a seis metros de ellas (eran los otros únicos ocupantes de la plaza), pero las apuradas hermanas ni tan siquiera miraron en su dirección.
—Un poco temprano para que las hermanas hagan el vía crucis, ¿no? —susurró Roland a Daniel.
Desi se alisó la falda y se pasó un rebelde mechón pelirrojo por detrás de la oreja.
—Esperaba no llegar a esto, pero no vamos a tener más remedio que matarlas.
—¿Qué? —Luce miró a una de las enclenques mujeres. Sus ojos grises parecían guijarros entre los profundos pliegues de su rostro curtido por el sol—. ¿Quieres matar a esas monjas?
Desi frunció el entrecejo.
—No son monjas, cariño. Son Ancianas y hay que acabar con ellas o ellas acabarán con nosotros.
—Pues a mí me parecen acabadísimas. —Arriane volcó el peso sobre la otra pierna—. Veo que en Jerusalén reciclan.
Puede que las dos monjas se asustaran al oír la voz de Arriane, o puede que solo estuvieran esperando a llegar al lugar correcto, pero, en ese mismo momento, de detuvieron delante de las puertas de la basílica y se dieron la vuelta de tal modo que el pie de su cruz apuntó como un cañón hacia el otro extremo de la plaza, justo donde estaban los ángeles.
—No perdamos más tiempo, ángeles —dijo Desi, que apretó los labios.
La monja de los ojos como guijarros enseñó sus encías desnudas a los ángeles y manipuló algo en la base del pie de la cruz. Daniel dio la bolsa de cuero a Luce y la colocó detrás de Desi. La mujer no la tapaba del todo (su coronilla solo le llegaba al mentón), pero Luce captó la idea y se agachó. Los ángeles sacaron las alas a una velocidad de vértigo y se desplegaron, Arriane y Annabelle hacia la izquierda, Roland y Daniel hacia la derecha.
La gigantesca cruz no era la penitencia de un peregrino. Era una ballesta gigantesca, repleta de flechas estelares destinadas a matarlos a todos.
Luce no tuvo tiempo de asimilarlo. Una de las monjas lanzó la primera flecha; el arma cortó el aire, dirigida a la cara de Luce. Ella la vio aumentar de tamaño conforme se acercaba girando en el aire.
Entonces Desi saltó.
La minúscula mujer puso los brazos en cruz. La punta roma de la flecha le alcanzó en el centro del pecho. Desi gruñó cuando la flecha, inocua para los mortales, Luce lo sabía, rebotó en su menudo cuerpo, cayó al suelo y la dejó dolorida pero incólume.
—¡Qué necia eres, Presidia! —gritó Desi a la monja mientras empujaba la flecha hacia atrás con el tacón. Luce se agachó para recogerla y la metió en la bolsa de cuero—. ¡Sabes que eso no me hará daño! Ahora has irritado a mis amigos. —Señaló con la mano a los ángeles, que ya habían alzado el vuelo para desarmar a las Ancianas disfrazadas.
—¡Apártate, desertora! —respondió Presidia—. ¡Queremos a la chica! Entréganosla y…
Pero Presidia no terminó la frase. Arriane ya estaba detrás de ella, arrancándole el velo y agarrándola por los blancos cabellos.
—Como respeto a mis mayores —bufó Arriane con los dientes apretados—, me siento en la obligación de impedir que los pongan en ridículo. —Dicho eso, alzó el vuelo, sin soltar a Presidia.
La Anciana pataleó en el aire como si pedaleara en una bicicleta invisible. Arriane giró y la estampó contra la cornisa de la fachada de la basílica con tanta fuerza que la anciana dejó una marca cuando cayó al suelo, donde se quedó hecha un fardo, con las manos y las piernas en una postura repugnante.
La otra Anciana de incógnito soltó la cruz-cañón y trató de escapar, corriendo con todas sus fuerzas hacia una callejuela que partía del otro extremo de la plaza. Annabelle cogió la cruz y se convirtió en una lanzadora de jabalina. Se arqueó hacia atrás como un muelle al tensarse y saltó para lanzar la pesada «T» de madera.
La cruz trazó un arco en el aire y se hincó en la encorvada columna de la Anciana. La mujer cayó de bruces y se retorció en el suelo, atravesada por una réplica de un antiguo instrumento de ejecución.
La plaza se quedó en silencio. De forma instintiva, todos se volvieron para mirar a Luce.
—¡Está bien! —gritó Desi mientras le levantaba la mano como si las dos acabaran de ganar una carrera de relevos.
—¡Daniel! —Luce señaló a un viejo monje vestido de blanco que pasó corriendo por detrás de Daniel y entró en la basílica. Cuando las puertas se cerraron despacio, lo oyeron subir por una escalera.
—¡Seguidlo! —gritó Desi mientras pasaba por encima del cadáver aplastado de Presidia.
Luce y Desi echaron a correr para alcanzar a los ángeles. Cuando entraron en la basílica, estaba oscura y en silencio. Roland señaló unos escalones de piedra en un rincón. Conducían a un corto pasadizo abovedado del que partía una escalera más larga. No había suficiente espacio para que los ángeles desplegaran las alas, de modo que subieron la escalera lo más rápido posible.
—El Anciano nos llevará hasta Sophia —susurró Daniel cuando entraron en el pasadizo abovedado del que partía la oscura escalera—. Si tiene a nuestros ángeles, si tiene la reliquia…
Desi le puso una mano en el brazo con firmeza.
—Sophia no debe saber que Luce está aquí. Tenéis que impedir que el Anciano la avise.
Daniel miró a Luce y luego a Roland, que se apresuró a asentir antes de subir la escalera como un cohete, como si llevara toda la vida corriendo por viejas iglesias de piedra.
Apenas dos minutos después, los estaba esperando al final de la estrecha escalera. El Anciano yacía muerto en el suelo, con los labios azules y los ojos húmedos y vidriosos. Detrás de Roland, otro pasadizo abovedado torcía bruscamente a la izquierda. En aquella planta, había alguien cantando lo que parecía un himno.
Luce se estremeció.
Daniel les indicó que no se movieran y se asomó al pasadizo. Desde su posición, con la espalda pegada contra la pared de piedra, Luce veía una porción de la capilla que había al final. Tenía intrincados frescos en las paredes y estaba alumbrada por montones de lamparitas de estaño colgadas del techo abovedado. Había una salita con un mosaico de la crucifixión que ocupaba toda una pared. Justo detrás, una hilera de columnas recargadas de varios palmos de anchura delimitaba una segunda capilla más grande que Luce apenas veía. Entre las dos capillas, estaba el sepulcro dorado de la Virgen María, cubierto de ramos de flores y cirios a medio quemar.
Daniel alargó el cuello. Un manchón rojo se entrevió entre las columnas.
Una mujer con la larga túnica escarlata.
La mujer se inclinó sobre un altar de mármol cubierto con un mantel blanco de encaje. Había algo encima del altar, pero Luce no alcanzaba a verlo.
La mujer era frágil pero atractiva, con el pelo cano cortado en una moderna media melena. Llevaba la túnica ceñida a la cintura con un colorido cinturón de hilo. Encendió un cirio delante del altar. Cuando se arrodilló, las anchas mangas de la túnica le resbalaron por los brazos y se le vieron las muñecas, en las que llevaba montones de brazaletes de perlas.
La señorita Sophia.
Luce empujó a Daniel para subir otro escalón, desesperada por tener una perspectiva mejor. Las anchas columnas tapaban la mayor parte de la capilla, pero, cuando Daniel la ayudó a subirlo, vio más. No había un altar, sino tres. No había una mujer, sino tres, vestidas con túnicas escarlatas y encendiendo cirios a su alrededor con aire ritual. Luce no reconoció a las otras dos.
Sophia parecía avejentada, más cansada que detrás de su mesa de bibliotecaria. Luce se preguntó fugazmente si no se debería a que había pasado de rodearse de adolescentes a codearse con seres que no lo eran desde hacía varios siglos. Esa noche iba maquillada, con los labios rojos como la sangre. Su túnica tenía polvo y cercos de sudor. Era su voz la que había cantado antes. Cuando volvió a empezar en un idioma que parecía latín pero no lo era, Luce se puso rígida. Se acordaba.
Aquel era el ritual que la señorita Sophia había oficiado con ella la última noche de Espada & Cruz. Estaba a punto de asesinarla cuando Daniel entró por el techo.
—Pásame la cuerda, Vivina —dijo la señorita Sophia. Estaban tan absortas en su siniestro ritual que no percibieron la presencia de los ángeles agazapados en la escalera—. Gabrielle parece demasiado cómoda. Me gustaría atarle el cuello.
¡Gabbe!
—Ya no queda —respondió Vivina—. He tenido que atar a Cambriel dos veces. Se estaba retorciendo. Uf, aún lo hace.
—Dios mío… —susurró Luce. Cam y Gabbe estaban allí. Supuso que la presencia de la tercera mujer significaba que también estaba Molly.
—Dios no tiene nada que ver con esto —dijo Desi entre dientes—. Y Sophia está demasiado loca para saberlo.
—¿Por qué están tan quietos los caídos? —susurró Luce—. ¿Por qué no se resisten?
—No deben de haberse dado cuenta de que este lugar no es un santuario de Dios —respondió Daniel—. Deben de estar conmocionados. Yo sé que lo estaría. Y Sophia se está aprovechando. Sabe que les preocupa incendiar la basílica si hacen o dicen algo.
—Sé cómo se sienten —susurró Luce—. Tenemos que detenerla. —Se dirigió a la puerta, envalentonada por el reciente recuerdo de las Ancianas a las que habían aniquilado fuera, por el poder de los ángeles que tenía detrás, por el amor de Daniel, por el hecho de que ya hubieran encontrado dos de las reliquias. Pero una mano la agarró por el hombro y la obligó a retroceder.
—Quedaos aquí —susurró Desi mientras los miraba uno a uno para asegurarse de que la entendían—. Si os ven, sabrán que Luce está con vosotros. Esperad aquí. —Señaló las columnas, tan recias que podían ocultar a tres ángeles—. Sé cómo manejar a mi hermana.
Sin decir nada más, Desi entró en la capilla con paso decidido y sus zapatos de tacón resonaron en las baldosas blanquinegras.
—Yo creo que ya te han dado cuerda suficiente, Sophia —dijo.
—¿Quién anda ahí? —gritó Vivina, sorprendida en mitad de una genuflexión.
Desi se cruzó de brazos mientras rodeaba los altares y chasqueaba la lengua, como si desaprobara la labor de las Ancianas.
—Una indumentaria muy burda. Nadie como Sophia para traer sus modelitos a un sacrificio con consecuencias cósmicas y eternas.
Luce estaba deseando ver qué cara ponía Sophia, pero Daniel la retuvo. Oyó pasos, seguidos de un melodramático grito de sorpresa y una cruel carcajada.
—Vaya —dijo la señorita Sophia—. Mi hermana vagabunda ha vuelto, justo a tiempo de verme en mi mejor momento. ¡Esto superará tu sobrevalorado recital de piano!
—Eres una necia.
—¿Porque no soy de tu cuerda? —bufó Sophia.
—Olvida la cuerda, lerda —dijo Desi—. Eres necia en montones de cosas, entre ellas creer que puedes salirte con la tuya.
—¡No la trates con condescendencia! —espetó la tercera Anciana.
—Es imposible no hacerlo —respondió Desi al instante.
—Gracias, Lyrica, pero puedo arreglármelas con Paulina —dijo Sophia sin despegar los ojos de Desi—. ¿O cómo te haces llamar ahora? ¿Pauli?
—Sabes perfectamente que es Desi. Solo que te gustaría saber por qué.
—Ah, sí, Desi. ¡Qué desi-lusión! Bueno, disfrutemos de nuestra breve reunión lo mejor que podamos.
—Deja que se vayan, Sophia.
—¿Que deje que se vayan? —Sophia soltó una carcajada—. Pero si los quiero muertos. —Había alzado la voz y Luce la imaginó pasando la mano por encima de los ángeles atados a los altares—. ¡Sobre todo, la quiero muerta a ella!
A Luce se le cortó la respiración. Sabía a quién se refería la bibliotecaria.
—Eso no impedirá que Lucifer borre tu existencia. —La voz de Desi pareció casi triste.
—Ya sabes lo que siempre decía papá: «Al final, todos iremos al Infierno». Así que más nos vale intentar conseguir lo que queremos aquí en la Tierra. ¿Dónde está, Desi? —espetó Sophia—. ¿Dónde está la llorona de Lucinda?
—No lo sé. —Desi no alteró la voz—. Pero he venido para impedir que lo averigües.
Daniel y Luce se acercaron un poco más a la entrada de la capilla.
—¡Te odio! —gritó Sophia mientras se abalanzaba sobre Desi.
Roland miró a Daniel y le preguntó con la mirada si debía intervenir. Daniel parecía confiar en las capacidades del desiderátum. Negó con la cabeza.
Desde sus altares, las otras dos Ancianas observaron mientras las hermanas rodaban por el suelo. Luce las vio aparecer y desaparecer por detrás de las columnas: Desi arriba, luego Sophia, luego otra vez Desi.
Desi agarró a Sophia por el cuello y apretó. A la ex bibliotecaria de Espada & Cruz se le congestionó la cara mientras trataba de quitarse a Desi de encima y se esforzaba por seguir respirando.
Despacio, subió la rodilla hasta tenerla clavada en el abdomen de su hermana y empujó para apartarla. Desi estiró los brazos al máximo para seguir agarrando a Sophia por el cuello. Miró su cara crispada por la rabia, sus ojos cargados de odio.
—El corazón se te volvió negro, Sophia —dijo, con un deje de nostalgia—. Fue como si una luz se apagara. Nadie pudo volver a encenderla. Solo pudimos intentar impedir que nos atropellaras en la oscuridad. —Entonces, soltó a su hermana y le permitió llenarse los pulmones de aire.
—Me traicionaste —jadeó Sophia cuando Desi la agarró por el cuello de la túnica, cerró los ojos y se dispuso a aplastarle el cráneo contra el suelo de mosaico.
Pero, en cambio, se oyó un largo grito mientras Desi volaba por los aires. Sophia le había propinado una patada con una fuerza que Luce había olvidado que poseía. La Anciana se levantó de un salto. Sudaba y tenía la cara enrojecida, el cabello revuelto, cuando corrió junto a Desi, que estaba tendida en el suelo a varios metros de distancia. Luce se puso de puntillas y se estremeció al ver que tenía los ojos cerrados.
—¡Ja! —Sophia regresó a los altares y metió la mano debajo del altar al que Cam estaba atado. Sacó un carcaj de flechas estelares.
En la escalera, Roland volvió a mirar a Daniel. Esa vez, él asintió.
En un instante, Arriane, Annabelle y Roland irrumpieron volando en la capilla. Roland se abalanzó sobre la señorita Sophia, pero, en el último momento, ella se agachó y lo eludió. Las alas de Roland la alcanzaron en la cara, pero logró escabullirse.
Al ver las alas de los ángeles, las otras dos Ancianas se acobardaron y se agazaparon, muertas de miedo. Annabelle las retuvo mientras Arriane abría la navaja suiza que llevaba en el bolsillo (la rosa, la misma que Luce había utilizado para cortarle el pelo hacía unos meses) y cortaba las cuerdas que ataban a Gabbe al altar.
—¡Parad o lo mato! —les gritó Sophia mientras cogía varias flechas estelares en una mano y se abalanzaba sobre Cam. Se puso a horcajadas sobre él y alzó las flechas de plata por encima de su cabeza.
Cam tenía el pelo oscuro enredado y grasiento. Sus manos estaban pálidas y le temblaban. La señorita Sophia observó aquellos detalles con una sonrisa de desprecio.
—Me encanta ver morir a un ángel. —Soltó una risotada mientras sostenía las flechas estelares en alto—. Y aún más si es arrogante. —Miró otra vez a Cam—. Su muerte será un regalo para la vista.
—Adelante. —Cam habló por primera vez, sin subir ni alterar la voz. Luce casi gritó cuando le oyó mascullar—: Nunca he pedido un final feliz.
Luce había visto a Sophia matar a Penn con sus propias manos y sin remordimientos. Eso no volvería a suceder.
—¡No! —gritó mientras trataba de soltarse y arrastraba a Daniel al interior de la capilla.
Despacio, la señorita Sophia volvió la cabeza hacia Luce y Daniel, con las flechas estelares aún en la mano. Tenía un brillo plateado en los ojos y una sonrisa abominable en los labios cuando Luce arrastró otra vez a Daniel, que se negaba a soltarla.
—¡Tenemos que impedírselo, Daniel!
—No, Luce. Es demasiado peligroso.
—Oh, ahí estás, cariño. —La señorita Sophia sonrió satisfecha—. ¡Y Daniel Grigori! Qué bien. Os estaba esperando. —Les guiñó el ojo y arrojó las flechas estelares contra ellos en un compacto montón.