Polvo de ángel
—¿Tú eres el desiderátum? —A Luce se le resbaló el bocadillo de los dedos, rebotó en el borde de su taza y manchó de mayonesa el mantel de encaje.
Desi sonrió satisfecha. Había una chispa pícara en sus ojos dorados, más propia de una adolescente que de una mujer de cientos de años. Mientras volvía a sujetarse un mechón pelirrojo que se le había soltado del moño y servía más té a todos, costaba imaginar que aquella mujer elegante y animada también fuera, de hecho, un objeto.
—De ahí viene tu mote, Desi, ¿no? —preguntó Luce.
—Sí. —Desi parecía complacida. Guiñó el ojo a Roland.
—Entonces, ¿sabes dónde fue la Caída?
La pregunta despertó el interés de todos. Annabelle puso la espalda recta y alargó su cuello de cisne. Arriane hizo justo lo contrario. Se encorvó más en la silla, puso los codos en la mesa y apoyó el mentón en las manos. Roland se inclinó hacia delante y se apartó las rastas de la cara. Daniel estrujó la mano a Luce. ¿Era Desi la respuesta a todas las preguntas que tenían?
Desi negó con la cabeza.
—Pero puedo ayudaros a descubrirlo. —Dejó la taza en el platillo—. La respuesta está dentro de mí, pero carezco de la capacidad para expresarla de una forma que vosotros o yo entendamos. No hasta que todas las piezas estén en su sitio.
—¿A qué te refieres con «en su sitio»? —preguntó Luce—. ¿Cómo sabremos cuándo ha llegado el momento?
Desi se acercó a la chimenea y utilizó el atizador para volver a meter el tronco caído en el fuego.
—Lo sabréis. Todos lo sabremos.
—Pero ¿sabes al menos dónde está el tercer objeto? —Roland pasó un plato de rodajas de limón después de meter una en su té.
—Por supuesto.
—Nuestros amigos —dijo Roland—, Cam, Gabbe y Molly, han ido a buscarlo a Aviñón. Si pudieras ayudarnos a encontrarlo…
—Sabes tan bien como yo que los ángeles deben encontrar los tres objetos solos, Sparks.
—Imaginaba que dirías eso. —Roland volvió a recostarse en la silla y la observó—. Por favor, llámame Roland.
—Y yo imaginaba que me lo pedirías. —Desi sonrió—. Me alegro de que lo hayas hecho. Así siento que confías en que puedo ayudaros a vencer a Lucifer. —Miró a Luce con la cabeza ladeada—. Confiar es importante, ¿no crees, Lucinda?
Luce miró a los ángeles caídos que había conocido en Espada & Cruz, en otra época.
—Sí.
En una ocasión, Luce había mantenido una conversación muy distinta con la señorita Sophia, quien le había dicho que confiar era una actividad inútil, «una buena forma de que te maten». Resultaba inquietante que las dos tuvieran un parecido físico tan grande cuando las palabras que pronunciaban sus distintas almas diferían de una forma tan completa.
Desi se dispuso a coger la aureola del centro de la mesa.
—¿Me permitís?
Daniel le dio la aureola, que Luce sabía por experiencia que era muy pesada. En manos de Desi, parecía no pesar nada.
Sus esbeltos brazos apenas alcanzaban a rodearla por completo, pero la acunaba como si fuera un niño. Su tenue reflejo en el cristal le devolvió la mirada.
—Otro reencuentro —explicó con dulzura, para sus adentros. Cuando alzó la vista, Luce no supo si parecía contenta o triste—. Será maravilloso cuando el tercer objeto esté en vuestras manos.
—Que Dios te oiga —dijo Arriane mientras vertía en su té un chorro del contenido de una rechoncha petaca plateada.
—¡Eso decía mi bisabuelo! —exclamó Desi con una sonrisa.
Todos se rieron, un poco nerviosos.
—A propósito del tercer objeto —Desi consultó un delgado reloj de oro enterrado entre su maraña de brazaletes de perlas—, ¿no ha dicho alguien que teníais bastante prisa?
Con un estrépito infernal, los ángeles dejaron las tazas en sus platillos, corrieron las sillas y desplegaron las alas alrededor de la mesa. De pronto, el espacioso comedor pareció más pequeño y luminoso, y Luce sintió un familiar cosquilleo en todo el cuerpo al ver las grandes alas de Daniel desplegadas.
Desi se dio cuenta.
—Es hermoso, ¿verdad?
En lugar de ruborizarse al verse descubierta mirando así a Daniel, Luce sonrió porque sabía que Desi la entendía.
—Todas las veces.
—¿Dónde, capitán? —preguntó Arriane a Daniel mientras se llenaba los bolsillos de bollos.
—Al monte Sinaí, ¿no? —dijo Luce—. ¿No es ahí donde Cam, Gabbe y Molly deben reunirse con nosotros?
Daniel miró la puerta con nerviosismo. Tenía la frente arrugada.
—De hecho, no quería mencionar esto hasta que hubiéramos encontrado el segundo objeto, pero…
—Vamos, Grigori —dijo Roland—, desembucha.
—Antes de irnos del museo —respondió Daniel—, Phil me ha dicho que había recibido un mensaje de uno de los Proscritos que había enviado a Aviñón. Han interceptado al grupo de Cam…
—¿La Balanza? —preguntó Desi—. ¿Siguen creyéndose importantes para el equilibrio cósmico?
—No podemos estar seguros —respondió Daniel—, aunque parece probable. Pondremos rumbo al Pont Saint Bénézet de Aviñón. —Miró a Annabelle, que se puso como un tomate.
—¡¿Qué?! —gritó—. ¿Por qué allí?
—Mis acotaciones de El libro de los Vigilantes parecen indicar que el tercer objeto está allí. Esa tendría que haber sido la primera parada de Cam, Gabbe y Molly.
Annabelle apartó la mirada y no dijo nada más. Caminaba muy seria cuando salieron en fila del comedor. Luce estaba tensa de preocupación por Cam, Gabbe y Molly, y los imaginaba aprisionados en capas negras de la Balanza y colgados del techo como Arriane, Annabelle y Roland.
Las alas de los ángeles rozaron las paredes de ladrillo cuando recorrieron el interminable y estrecho pasillo. Cuando llegaron a la puerta de la casa, Desi bajó el círculo de hierro que cubría la mirilla y miró fuera.
—Hummm. —Dejó que la mirilla se cerrara.
—¿Qué pasa? —preguntó Luce, pero Desi ya había abierto la puerta y les estaba indicando que salieran de la peculiar casita marrón, cuya alma era mucho más rica de lo que parecía por fuera.
Luce fue la primera en salir y se quedó esperando en el porche, que, de hecho, solo era un montón de paja cubierta de escarcha. Los ángeles salieron uno a uno. Daniel echó las alas blancas hacia atrás y sacó pecho, Annabelle pegó sus musculosas alas plateadas a los costados, Roland se tapó el cuerpo con sus alas jaspeadas como si fueran un escudo invencible y Arriane salió sin fijarse y soltó un taco cuando una vela de la entrada le chamuscó la punta de un ala.
Después, todos los ángeles se reunieron en el jardín y recogieron las alas, encantados de estar otra vez al aire libre.
Luce se fijó en la oscuridad. Estaba segura de que, al entrar en la Fundación, ya casi había despuntado el alba. Las campanas habían sonado otra vez para anunciar que eran las cuatro de la madrugada y el cielo ya había comenzado a teñirse del hermoso color dorado del amanecer.
¿Solo habían pasado una hora con Desi dentro de la casa? ¿Por qué estaba oscuro el cielo, tan negro como en plena noche?
Las luces de las casas blancas estaban encendidas. Había personas pasando por detrás de las ventanas, friendo huevos, sirviendo tazas de café. Hombres con maletines y mujeres con trajes elegantes salían de sus casas y, sin mirar ni una sola vez a los ángeles congregados en el centro de la calle, subían a coches y se marchaban hacia lo que Luce suponía que eran sus trabajos.
Recordó que Daniel había explicado que los vieneses no podían verlos cuando estaban dentro de la Pátina. Para ellos, la casita marrón era invisible. Luce vio que una mujer con un albornoz negro de felpa y un gorro de plástico para la lluvia se acercaba a ellos medio dormida con su perrito peludo. Su casa colindaba con el camino casi cubierto de vegetación que conducía a la puerta de la Fundación. La mujer y el perrito pisaron el camino.
Y desaparecieron.
Luce contuvo un grito, pero Daniel señaló detrás de ella, hacia el otro lado del jardín de la Fundación. Luce giró sobre sus talones. A doce metros de allí, donde terminaba el camino y seguía la acera moderna, la mujer y su perro reaparecieron. El perro se puso a ladrar como loco, pero la mujer siguió andando como si nada hubiera alterado su rutina matinal.
Era extraño, pensó Luce, que la misión de los ángeles fuera precisamente conseguir que la vida de aquella mujer no cambiara, que no sucediera nada que borrara su mundo, que ella ni tan siquiera se enterara de cuánto peligro había corrido.
Pero, aunque la gente de la calle no había advertido la presencia de los ángeles y Luce, sí se había fijado en el aspecto del cielo. La mujer del perro lo miraba continuamente con cara de preocupación y la mayoría de las personas que salían de sus casas llevaban impermeables y paraguas.
—¿Va a llover? —Luce había pasado por zonas de lluvia con Daniel, cálidos chaparrones que los dejaban refrescados y tonificados… pero aquel cielo casi negro resultaba amenazador.
—No —respondió Desi—. No va a llover. Es la Balanza.
—¿Qué? —Luce alzó la cabeza con brusquedad. Miró el cielo con los ojos entrecerrados, horrorizada cuando lo vio cambiar y fluctuar. Los nubarrones no se movían así.
—Son sus alas lo que oscurece el cielo. —Arriane se estremeció—. Y sus capas.
«¡No!»
Luce miró el cielo hasta que comenzó a cobrar sentido. Con una sensación semejante al vértigo, distinguió una ondulante masa de alas azul grisáceo. Emborronaban el cielo, tan tupidas como una capa de pintura, y tapaban el sol naciente. Eran cortas y toscas, y zumbaban como un enjambre de avispones. Se le encogió el corazón mientras trataba de contarlas. Era imposible. ¿Cuántos centenares de ángeles de la Balanza se cernían sobre ellos?
—Estamos sitiados —dijo Daniel.
—Los tenemos casi encima —añadió Luce. Se estremeció cuando el cielo se enturbió como el mar—. ¿Nos ven?
—No exactamente, pero saben que estamos aquí —respondió Desi con despreocupación cuando unos cuantos ángeles de la Balanza se abatieron tanto que pudieron ver sus feroces caras arrugadas. Sus fríos ojos recorrieron el espacio donde Luce y el resto estaban reunidos, pero, en lo que se refería a la Pátina, los ángeles de la Balanza parecían tan ciegos como los Proscritos—. Mi Pátina nos envuelve igual que una funda de tetera y forma una barrera protectora. La Balanza no la ve ni puede entrar en ella. —Desi sonrió a Luce a duras penas—. Solo reacciona a la llamada de una determinada clase de alma, un alma pura que desconoce su potencial.
Las alas de Daniel vibraron junto a Desi.
—Cada vez son más. Tenemos que encontrar una forma de salir de aquí, y tenemos que darnos prisa.
—No pienso dejarme apresar por uno de sus burkas rompe-cuellos —afirmó Desi—. ¡Nadie me captura en mi propia casa!
—Me gusta cómo habla —dijo Annabelle al lado de Luce.
—¡Seguidme! —gritó Desi mientras echaba a correr por un callejón.
Corrieron tras ella cuando atravesó un inesperado calabazar, rodeó un cenador ornamentado y ruinoso, y entró en un espacioso patio trasero rebosante de vegetación.
Roland miró el cielo. Estaba más oscuro, más atestado de alas.
—¿Cuál es el plan?
—Bueno, para empezar —Desi se dirigió al roble que ocupaba el centro del jardín—, hay que destruir mi biblioteca.
Luce sofocó un grito.
—¿Por qué?
—Pura mecánica. Esta Pátina siempre ha abarcado la biblioteca, de modo que con la biblioteca debe quedarse. Para esquivar a la Balanza, tendremos que abrir la Pátina y, por tanto, exponer la Fundación, y no tengo ninguna intención de dejarla a merced de sus alas mohosas. —Acarició el rostro afligido de Luce—. No te preocupes, cariño. Ya he donado los volúmenes valiosos de la colección, la mayoría al Vaticano, aunque algunos están en Huntington, y en una pequeña ciudad de Arkansas que no sospecha nada. Nadie echará de menos este sitio. Yo soy la última bibliotecaria y, francamente, no planeo volver después de esta misión.
—Sigo sin saber cómo vamos a esquivarlos. —Daniel no despegaba los ojos del cielo revuelto, casi negro.
—Para hacerlo sin correr peligro, tendré que generar otra Pátina que envuelva únicamente nuestros cuerpos. Luego, abriré esta y dejaré que la Balanza entre.
—Creo que ya sé qué tramas —dijo Arriane mientras se encaramaba como un mono a una rama del roble y se sentaba en ella.
—La Fundación será sacrificada —Desi frunció el entrecejo—, pero, al menos, la Balanza arderá con ella.
—Un momento, ¿cómo vas a destruir la biblioteca? —Roland se cruzó de brazos y miró a Desi.
—Esperaba que tú pudieras echarme una mano con eso, Roland —respondió ella, con los ojos brillantes—. Los incendios se te dan bastante bien, ¿no?
Roland enarcó las cejas, pero Desi ya se había dado la vuelta. Se detuvo delante del roble, cogió un nudo de la corteza del tronco y tiró de él como si fuera un pomo secreto. Detrás había un compartimento con las paredes pulimentadas tan grande como una taquilla. Desi metió el brazo y sacó una larga llave dorada.
—¿Así se abre la Pátina? —preguntó Luce, sorprendida de que hiciera falta una llave de verdad.
—Bueno, así es como yo la abro para poder manipularla a mi antojo.
—Cuando la abras, si hay un incendio —Luce recordó cómo había desaparecido la mujer del perro mientras atravesaba el jardín de la Fundación—, ¿qué les pasará a las casas, a la gente de la calle?
—La Pátina tiene una cosa curiosa —respondió Desi mientras se arrodillaba y rebuscaba entre la hierba—. Como está en la frontera entre una realidad pasada y una actual, podemos estar aquí, en el presente, y también en otra parte, en una dimensión donde todo lo que imaginamos sobre el tiempo y el espacio se junta materialmente. —Levantó las frondas de un gigantesco helecho y escarbó en el suelo—. Fuera de la Pátina, ningún mortal se verá afectado, pero, si los ángeles de la Balanza son tan voraces como todos sabemos que son, en cuanto se abra esta Pátina, se abatirán de inmediato sobre nosotros. Por un momento, se unirán a nosotros en la realidad en la que la biblioteca de la Fundación estaba en esta calle.
—Y nosotros nos iremos, envueltos en la segunda Pátina —dedujo Daniel.
—Exacto —corroboró Desi—. Luego, solo tendremos que cerrar esta Pátina con ellos dentro. De igual forma que ahora no pueden entrar, tampoco podrán salir. Y, mientras nosotros nos dirigimos a la hermosa ciudad medieval de Aviñón, la biblioteca se convertirá en cenizas, con la Balanza atrapada dentro.
—Es brillante —dijo Daniel—. Técnicamente, la Balanza seguirá viva, con lo que nuestro acto no inclinará la balanza celestial, pero ellos serán…
—Huellas quemadas del pasado, ya no serán un estorbo. Bien. ¿Todos a bordo? —A Desi se le iluminó la cara—. Ah, ¡aquí está!
Rodeada de los ángeles y Luce, Desi limpió la tierra del agujero anillado que acababa de desenterrar. Cerró los ojos, sostuvo la llave cerca del corazón y susurró una bendición:
—Luz, rodéanos, amor, envuélvenos, Pátina, cobíjanos del mal que está por venir.
Con cuidado, insertó la llave en la cerradura. La muñeca le tembló de la fuerza que tuvo que hacer, pero, por fin, la llave giró un cuarto de vuelta hacia la derecha. Desi resopló, se levantó y se sacudió la falda.
—Allá vamos.
Desi alzó las manos al cielo y después, muy despacio, con mucha determinación, se las llevó al corazón. Luce esperó a que la tierra temblara, a que algo sucediera, pero, por un instante, nada pareció haber cambiado.
Después, mientras todo se quedaba en silencio a su alrededor, Luce oyó un sonido casi imperceptible, como si alguien se frotara las manos. El aire pareció deformarse ligeramente, y todo, la casita marrón, las casas adosadas vienesas que la rodeaban, incluso las alas azules de los ángeles de la Balanza, comenzó a vibrar. Los colores se difuminaron, se mezclaron. Era como estar dentro de los vapores que despide un surtidor de gasolina.
Como antes, Luce veía la Pátina y dejaba de verla. Su amorfo límite tan pronto era visible, con la transparencia tornasolada de una burbuja de jabón, como desaparecía. Pero sí la percibía moldeándose a su alrededor en el jardín, emanando calor y procurándole la sensación de estar envuelta en algo poderosamente protector.
Ninguno de los presentes habló. El milagro de Desi los había dejado mudos a todos.
Luce escrutó a la mujer, que tarareaba tan intensamente que casi gritaba. Se sorprendió cuando percibió que la Pátina interna había terminado de formarse. Algo que hacía un momento no parecía completo ya lo estaba. Desi asintió, con las manos en el corazón, como si rezara.
—Estamos en una Pátina dentro de otra Pátina. No corremos peligro alguno. Cuando abra la Pátina externa para que entre la Balanza, confiad en que estamos seguros y mantened la calma. Nadie puede haceros daño.
Desi volvió a susurrar las palabras, «Luz, rodéanos, amor, envuélvenos, Pátina, cobíjanos del mal que está por venir», y Luce se descubrió murmurándolas con ella. La voz de Daniel se sumó a las suyas.
Entonces se abrió un agujero en la Pátina externa y fue como si una ráfaga de aire frío hubiera entrado en una habitación caldeada. Se apiñaron más, solaparon las alas, con Luce en el centro. Observaron el cielo, cambiante.
Oyeron un feroz chillido por encima de ellos, al que se sumaron millares más. La Balanza podía verlos.
Volaron en tropel hacia el agujero.
Luce no veía la abertura, pero debía de estar justo encima de la chimenea de la casita marrón. Allí era hacia donde se dirigía la Balanza, como hormigas aladas abalanzándose sobre una gota de mermelada derramada. Se posaron ruidosamente en el tejado, en la hierba, en los aleros de la casa. Las capas se les ondularon por la fuerza del impacto. Sus ojos inspeccionaron la propiedad, percibiendo y dejando de percibir a Luce, a Desi y a los ángeles.
Luce contuvo la respiración, no emitió ningún ruido.
Los ángeles de la Balanza siguieron llegando. Pronto, el patio estuvo repleto de sus tiesas alas azules. Rodearon la Pátina interna y lanzaron voraces miradas lupinas al lugar donde se escondían las presas que perseguían. Pero no podían ver a los ángeles, a la chica y a la transeterna protegidos dentro de la Pátina.
—¿Dónde se han metido? —gruñó un ángel, cuya capa se enredó en el mar de alas azules cuando se abrió paso entre sus hermanos—. Están por aquí.
—Preparaos para volar a Aviñón como balas —susurró Desi. Se puso tensa cuando un ángel de la Balanza con una marca de nacimiento en la cara se acercó al límite de su Pátina y husmeó como un cerdo en busca de comida.
A Arriane empezaron a temblarle las alas y Luce supo que había recordado lo que la Balanza le había hecho. Le cogió la mano.
—Roland, ¿qué hay de ese gran incendio? —dijo Daniel con los labios apretados.
—Ya va. —Roland entrelazó los dedos, arrugó la frente y clavó los ojos en la casita marrón.
Se oyó una gran explosión, como si hubiera estallado una bomba, y la biblioteca de la Fundación saltó por los aires. Los ángeles de la Balanza chillaron y salieron despedidos, con las capas devoradas por llamas que parecían dedos.
Roland movió la mano y el agujero donde antes se erigía la biblioteca se convirtió en un volcán que escupió llamas y ríos de lava al jardín. El roble empezó a arder. Las llamas se propagaron por sus ramas como si fueran las cerillas de una caja. Luce estaba mareada y sudando por el calor que penetraba a través de la Pátina, pero, aunque la onda expansiva mandó por los aires a los ángeles de la Balanza, el grupo protegido por la pequeña Pátina interna no se quemó.
Desi gritó «¡A volar!» justo cuando un tornado de aire en llamas barrió el jardín. Engulló a centenares de ángeles de la Balanza, los succionó hasta su ardiente núcleo y los escupió al césped.
—¿Lista, Luce? —Daniel la envolvió en sus brazos justo cuando Roland rodeaba a Desi con los suyos.
El humo no atravesaba las paredes de la Pátina, pero Luce tenía el cuello tan dolorido y magullado que le costaba respirar.
Daniel la levantó del suelo y ascendieron en línea recta. De refilón, Luce vio las alas jaspeadas de Roland a la derecha y las de Annabelle y Arriane a la izquierda. Todos los ángeles batían las alas con tanta fuerza y velocidad que, en su ascenso vertical desde el fuego hacia el cielo azul, emitían un brillo tan puro como cegador.
Pero la Pátina seguía abierta. Los ángeles de la Balanza que todavía podían volar presintieron que los habían engañado, que habían caído en una trampa. Trataron de alzar el vuelo para huir del fuego, pero Roland los derribó con otra llamarada y la tierra en llamas les quemó la arrugada piel hasta que fueron meros esqueletos con alas.
—Un momentito… —Desi manipuló los límites de la Pátina con las yemas de los dedos y la mirada.
Luce la observó y después centró su atención en la masa de ángeles de la Balanza en llamas. Imaginó que la Pátina se cerraba por la parte superior como una capa alrededor de un cuello y los asfixiaba al dejarlos encerrados dentro.
—¡Ya está! —gritó Desi cuando Roland la elevó más en el aire.
Luce vio que el suelo se alejaba a toda velocidad por debajo de sus pies y los de Daniel. Vio que el incendio parpadeaba, temblaba y luego desaparecía, engullido por una humeante dimensión oculta. La calle que dejaban abajo era blanca y moderna, y estaba repleta de personas que no se habían enterado de nada.
El suelo estaba a kilómetros de ellos cuando Luce dejó de imaginar alas azules devoradas por llamas rojas. Mirar atrás no servía de nada. Solo podía mirar hacia delante, pensar en la siguiente reliquia, en Cam, Gabbe y Molly, en Aviñón.
Entre los huecos de las finas capas de nubes, el terreno se tornó rocoso, gris oscuro y montañoso. El aire invernal se enfrió y el incesante aleteo de los ángeles pulverizó el silencio en los confines de la atmósfera.
Cuando llevaban volando alrededor de una hora, las alas jaspeadas de Roland aparecieron a unos metros por debajo de Luce y Daniel. El ángel transportaba a Desi como Daniel llevaba a Luce: con los hombros alineados con los suyos y rodeándola por el pecho con un brazo y por la cintura con el otro. Al igual que Luce, Desi tenía las piernas cruzadas en los tobillos y parecía a punto de perder los zapatos de tacón de aguja. La pareja casi parecía cómica por el contraste entre Roland, joven y musculoso, y Desi, madura y frágil. Pero el brillo de la mirada ilusionada de la mujer le hacía parecer mucho más joven de lo que era. El cabello pelirrojo le azotaba la cara, y su olor, a crema facial y rosas, perfumaba el aire a su paso.
—Bueno, creo que no hay moros en la costa —dijo Desi.
Luce percibió una vibración en el aire. Se puso tensa y se preparó para otro salto en el tiempo. Pero esa vez el temblor no lo causó la Caída de Lucifer, sino Desi al retirar la segunda Pátina. Un límite borroso se acercó a la piel de Luce y le produjo un escalofrío de indescriptible placer cuando pasó a través de ella. Después, se replegó hasta convertirse en una minúscula esfera de luz alrededor de Desi. Ella cerró los ojos y, al cabo de un momento, su cuerpo absorbió la Pátina. El proceso resultó casi imperceptible, pero fue una de las cosas más hermosas que Luce había visto nunca.
Desi sonrió y le hizo una señal con la mano para que se acercara. Los dos ángeles que las transportaban levantaron más las alas para que las señoras pudieran conversar.
Desi se puso la mano ahuecada en la boca y gritó a Luce:
—Dime, cariño, ¿cómo os conocisteis?
Luce sabía que Daniel se había reído por cómo le había temblado el hombro. Era una pregunta normal para hacerla a dos personas felizmente enamoradas; ¿por qué la entristecía a ella?
Porque la respuesta era innecesariamente complicada.
Pero ni tan siquiera sabía la respuesta.
Puso la mano sobre el guardapelo que llevaba alrededor del cuello. Le rebotó contra el pecho cuando Daniel batió las alas.
—Bueno, estudiábamos en el mismo centro y…
—¡Oh, Lucinda! —Desi se echó a reír—. Te estaba tomando el pelo. Solo me preguntaba si ya conocías la historia de vuestro primer encuentro.
—No, Desi —dijo Daniel con firmeza—. Eso aún no lo ha descubierto…
—Se lo he preguntado, pero él no quiere contármelo. —Luce miró la vertiginosa caída hasta el suelo y se sintió tan alejada de la verdad de aquel primer encuentro como lo estaba de las ciudades que sobrevolaban—. No saberlo me desquicia.
—Todo a su tiempo, cariño —dijo Desi con calma, con la vista clavada en el curvo horizonte—. Deduzco que al menos ya conoces algunas de tus vidas anteriores.
Luce asintió.
—Genial. Me conformaré con la historia del primer romance que recuerdas. Vamos, cariño. Hazme feliz. Nos ayudará a pasar el rato hasta que lleguemos a Aviñón, como los peregrinos de Canterbury.
Un recuerdo pasó ante los ojos de Luce: la tumba fría y húmeda en la que había estado encerrada con Daniel en Egipto, la forma en la que él la había besado, sus cuerpos pegados, como si solo quedaran ellos dos en el mundo…
Pero no habían estado solos. Bill también estaba allí. Esperando, observando, deseando que el alma de Luce muriera dentro de una tumba egipcia húmeda y oscura.
Luce abrió los ojos de golpe para regresar al presente, donde los ojos enrojecidos de Bill no podían encontrarla.
—Estoy cansada —observó.
—Descansa un rato —dijo Daniel con dulzura.
—No, estoy cansada de que me castiguen solo porque te amo, Daniel. No quiero tener nada que ver con Lucifer, la Balanza, los Proscritos ni ningún otro bando. No soy un peón. Soy una persona. Y ya estoy harta.
Daniel le cogió la mano y se la apretó.
Tanto Desi como Roland dieron la impresión de querer alargar la mano para hacer lo mismo.
—Has cambiado, cariño —dijo Desi.
—¿Desde cuándo?
—Desde antes. Nunca te había oído hablar así. ¿Y tú, Daniel?
Daniel guardó silencio un momento. Por fin, entre el aullido del viento y los chasquidos de las alas de los ángeles, respondió:
—No, pero me alegra que ahora pueda.
—¿Y por qué no? Lo que vosotros dos habéis pasado es una tragedia transdimensional. Pero Luce es una chica tenaz, una chica fuerte, una chica que una vez me dijo que jamás se cortaría el pelo, aunque la hubieran maldecido, las palabras son tuyas, cariño, con enredos y nudos, con un imán para las zarzas, porque ese pelo era parte de ella, estaba ligado de forma indeleble a su alma.
Luce miró a Desi.
—¿De qué estás hablando?
Desi volvió la cabeza hacia Luce y frunció sus labios carnosos.
Luce la miró con atención. Observó sus ojos dorados y su bonito cabello pelirrojo, se fijó en su delicado modo de tararear mientras volaban. Y cayó en la cuenta.
—¡Me acuerdo de ti!
—Estupendo —dijo Desi—. ¡Yo también me acuerdo de ti!
—¿No vivías en una cabaña en una pradera?
Desi asintió.
—¡Claro que hablamos de mi pelo! Me… me había metido en un campo de ortigas mientras perseguía un animal… ¿era un zorro?
—Eras bastante chicazo. Más atrevida que algunos de los hombres de la pradera, de hecho.
—Y tú —prosiguió Luce—, tú te pasaste horas sacándomelas del pelo.
—Yo era tu tía favorita, en sentido figurado. Decías que el diablo te había maldecido con tanto pelo. Un poquito exagerada, pero solo tenías dieciséis años, y no estabas lejos de la verdad, como solo se puede estar a esa edad.
—Tú decías que una maldición solo era una maldición si yo dejaba que me afectara. Decías… que estaba en mi mano librarme de cualquier maldición, que una maldición era el preludio de una bendición…
Desi le guiñó el ojo.
—Entonces me dijiste que me lo cortara. El pelo.
—Así es. Pero tú no quisiste.
—No. —Luce cerró los ojos cuando el fresco vaho de una nube la envolvió y le hizo cosquillas en la piel—. No quise. No estaba lista para hacerlo.
—¡Pues me encanta el corte de pelo que llevas desde que has entrado en razón! —exclamó Desi.
—Mirad. —Daniel señaló hacia el lugar donde el manto de nubes terminaba como el borde de un precipicio—. Hemos llegado.
Sobrevolaron Aviñón. El cielo estaba despejado sobre la ciudad, sin nubes que les taparan el panorama. Las alas de los ángeles proyectaron sombras en el reducido casco medieval formado por casas de piedra rodeadas de verdes pastos. Había vacas tumbadas en ellos. Un tractor se abría paso entre los campos.
Viraron a la izquierda y sobrevolaron una caballeriza que olía a heno y estiércol. Se abatieron sobre la catedral construida con la misma piedra marrón claro que la mayoría de los edificios de la ciudad. Había turistas tomando café en animados locales. El sol de mediodía bañaba la ciudad con un brillo dorado.
La sorpresa de Luce por haber llegado tan deprisa se combinó con la sensación de que el tiempo se les escapaba de las manos. Llevaban cuatro días y medio buscando las reliquias. Ya había pasado la mitad del tiempo que faltaba para que la Caída de Lucifer tuviera lugar.
—Vamos allí. —Daniel señaló un puente de las afueras que no llegaba a la otra orilla del reluciente río que serpenteaba por la ciudad. Medio puente parecía haberse derrumbado—. Pont Saint Bénézet.
—¿Qué le pasó? —preguntó Luce.
Daniel miró atrás.
—¿Te acuerdas de lo callada que se ha quedado Annabelle cuando hemos mencionado que veníamos aquí? Ella inspiró al chico que construyó el puente en la Edad Media, en la época en la que los papas vivían aquí y no en Roma. Un día la vio cruzar el Ródano volando cuando ella creía que no la veía nadie. Construyó el puente para seguirla a la otra orilla.
—¿Cuándo se derrumbó?
—Despacio, con el tiempo. Primero, un arco cayó al río. Luego cayó otro. Arriane dice que el chico, que se llamaba Bénézet, tenía vista para los ángeles, pero no para la arquitectura. Annabelle lo amaba. Se quedó en Aviñón como su musa hasta que él murió. Él nunca se casó, no se relacionó con los habitantes de Aviñón. La ciudad creía que estaba loco.
Luce trató de no comparar su relación con Daniel y la que Annabelle había tenido con Bénézet, pero era difícil no hacerlo. ¿Qué clase de relación podían tener un ángel y un mortal? Cuando todo aquello hubiera terminado, si vencían a Lucifer… entonces, ¿qué? ¿Volverían Daniel y ella a Georgia y serían como cualquier otra pareja? ¿Irían a tomarse un helado los viernes a la salida del cine, o pensaría toda la ciudad que ella estaba loca, como Bénézet?
¿Era su historia imposible? ¿Qué sería de ellos al final? ¿Desaparecería su amor como los arcos de un puente medieval?
La locura era pensar que podía tener una vida normal con un ángel. Luce lo presentía en todos los momentos en los que volaba con Daniel. Y, no obstante, cada día le quería más.
Se posaron en la orilla del río a la sombra de un sauce llorón y asustaron a una bandada de patos, que corrió a meterse en el agua. A plena luz del día, los ángeles recogieron las alas. Luce se quedó detrás de Daniel para observar el complicado proceso cuando las suyas se retrajeron. Comenzaron a hacerlo por la parte central, con suaves chasquidos conforme capas de musculatura envolvían las plumas. Lo último fueron las finas puntas casi translúcidas, que brillaron al desaparecer bajo la piel de Daniel sin dejar ningún rastro en su camiseta.
Se dirigieron al puente vacío como cualquier otro grupo de turistas interesados en su arquitectura. Annabelle tenía el cuerpo mucho más tenso que de costumbre y Luce vio que Arriane le cogía la mano. Hacía sol y olía a lavanda y a agua de río. El puente, construido con grandes piedras blancas, se sustentaba en amplios arcos. Cerca de la entrada, había una capillita lateral de piedra con una única torre. Tenía un cartel donde ponía Capilla de San Nicolás. Luce se preguntó dónde estarían los verdaderos turistas.
La capilla estaba cubierta por una fina capa de polvo plateado.
Caminaron por el puente en silencio, pero Luce advirtió que Annabelle no era la única que parecía contrariada. Daniel y Ronald estaban temblando, y evitaban acercarse a la entrada de la capilla; Luce recordó que tenían prohibido entrar en un santuario de Dios.
Desi pasó los dedos por la estrecha barandilla de bronce y suspiró hondo.
—Hemos llegado demasiado tarde.
—Esto no es… —Luce tocó el polvo. Era fino y ligero, con un brillo plateado, como el polvo que había cubierto el patio de sus padres—. Quieres decir…
—Aquí han muerto ángeles. —Roland habló con un tono monocorde mientras miraba fijamente el río.
—P-pero —tartamudeó Luce—, ni siquiera sabemos si Gabbe, Cam y Molly consiguieron llegar hasta aquí.
—Este lugar era precioso —dijo Annabelle—. Ahora lo han estropeado para siempre. Je m’excuse, Bénézet.
Fue entonces cuando Arriane les enseñó una trémula pluma plateada.
—Es de Gabbe. Está intacta, así que debió de arrancársela ella. Quizá para dársela a un Proscrito como insignia… —Apartó la mirada, con la pluma contra su pecho.
—Pero creía que la Balanza no mataba a ángeles —dijo Luce.
—No lo hacen. —Daniel se agachó y apartó parte del polvo amontonado a sus pies como si fuera nieve.
Había algo enterrado debajo.
Daniel sacó una flecha estelar de plata. La limpió frotándosela contra la camiseta y Luce temblaba cada vez que sus dedos se acercaban a la mortífera punta roma. Por fin, Daniel se la enseñó al resto. Estaba marcada con una recargada letra «Z».
—Los Ancianos —susurró Arriane.
—Ellos no tienen ningún problema en matar ángeles —dijo Daniel en voz baja—. De hecho, no hay nada que les guste más.
Oyeron un fuerte crujido.
Luce giró sobre sus talones, esperando… no sabía qué. ¿A la Balanza? ¿Los Ancianos?
Desi agitó el puño y se frotó los nudillos enrojecidos con la otra mano. Luce vio que la puerta de madera de la capilla estaba partida por la mitad. Desi debía de haberle dado un puñetazo. A nadie más le pareció extraordinario que una mujer tan menuda pudiera causar aquel destrozo.
—¿Estás bien, Desi? —gritó Arriane.
—Esto no es asunto de Sophia. —La voz le tembló de rabia—. Lo que Lucifer está haciendo no compete a los Ancianos. Y, no obstante, ella podría echarlo todo por tierra. Podría matarla.
—¿Lo prometes? —preguntó Roland.
Daniel metió la flecha estelar en la bolsa de cuero y cerró la cremallera.
—Acabara como acabara, esta batalla debió de empezarla la tercera reliquia. Alguien la ha encontrado.
—Una guerra por los recursos —añadió Desi.
Luce se estremeció.
—Y alguien ha muerto por ella.
—No sabemos qué ha pasado, Luce —replicó Daniel—. Y no lo sabremos hasta que nos enfrentemos a los Ancianos. Tenemos que encontrarlos.
—¿Cómo? —preguntó Roland.
—Puede que hayan ido al Sinaí para vigilarnos —dijo Annabelle.
Daniel negó con la cabeza y se puso a andar de un lado al otro.
—No saben que hay que ir al Sinaí, a menos que uno de nuestros ángeles se lo haya dicho bajo tortura. —Se detuvo y miró al infinito.
—No —dijo Desi mientras los miraba a todos—. Los Ancianos tienen sus prioridades. Son ambiciosos. Quieren tener más peso en todo esto. Quieren ser recordados, como sus antepasados. Si mueren, quieren hacerlo como mártires. —Se quedó callada—. ¿Y cuál es el mejor lugar para disfrutar organizando tu propio martirio?
Los ángeles cambiaron de postura. Daniel oteó el pálido cielo rosa de poniente. Annabelle se pasó los largos dedos por el pelo. A falta de un comentario sarcástico, Arriane se abrazó el cuerpo y se puso a mirar el suelo. Luce parecía ser la única que no sabía de qué hablaba Desi. Por fin, la voz de Roland resonó aciagamente en el puente semiderruido:
—El Calvario. El monte de las calaveras.