9

El desiderátum

La niebla envolvió a los ángeles. Volvieron a cruzar el río, cuatro pares de alas que azotaban ruidosamente el aire en cada batida. Volaban tan cerca del suelo que las débiles luces anaranjadas de las farolas de sodio parecían las balizas de una pista de aterrizaje. Pero aquel vuelo no tomaba tierra.

Daniel estaba tenso. Luce percibía la tensión en todo su cuerpo: en los brazos, con los que la rodeaba por la cintura, en sus hombros, alineados con los suyos, incluso en su modo de batir las alas. Sabía cómo se sentía; ella estaba tan impaciente por llegar a la biblioteca de la Fundación como su forma de agarrarla le indicaba que lo estaba él.

Solo unos cuantos puntos de referencia sobresalían por encima de la niebla. Vieron el imponente chapitel de la grandiosa iglesia gótica, y la noria, con las luces apagadas y las cabinas rojas vacías balanceándose en la oscuridad. Vieron la cúpula de cobre verde del palacio en la que se habían posado a su llegada a Viena.

Pero, un momento: ya habían pasado por delante del palacio. Hacía media hora, quizá. Luce había buscado a Olianna, a quien el ángel de la Balanza había dejado inconsciente. Entonces no la había visto en el tejado, ni ahora tampoco.

¿Volaban en círculos? ¿Se habían extraviado?

—¿Daniel?

Él no respondió.

Oyeron campanadas a lo lejos. Era la cuarta vez que sonaban desde que Daniel, Luce y el resto del grupo habían salido del museo por una de las claraboyas rotas. Llevaban mucho tiempo volando. ¿Era posible que ya fueran las cuatro de madrugada?

—¿Dónde está? —masculló Daniel mientras viraba a la izquierda y seguía un tramo de río antes de desviarse para sobrevolar una larga avenida bordeada de grandes almacenes a oscuras. Luce también había visto aquella calle. Volaban en círculos.

—¡Pensaba que habías dicho que sabías dónde estaba! —Arriane rompió la formación en la que volaban (Daniel y Luce delante, seguidos a poca distancia de Roland, Arriane y Annabelle) y se colocó a unos tres metros por debajo de Daniel y Luce, lo suficientemente cerca para hablar. Tenía el pelo revuelto y crespo, y sus alas iridiscentes aparecían y desaparecían en la niebla.

—Sé dónde está —dijo Daniel—. Al menos, sé dónde estaba.

—Veo que te gusta dar rodeos, Daniel.

—Arriane —Roland utilizó el tono de advertencia que reservaba para las situaciones demasiado frecuentes en las que Arriane se pasaba de la raya—, deja que se concentre.

—Sí, sí, sí. —Arriane puso los ojos en blanco—. Mejor vuelvo a mi sitio. —Aleteó como algunas chicas pestañean, hizo la señal de la paz con los dedos y se rezagó.

—Bien. Entonces, ¿dónde estaba la biblioteca? —preguntó Luce.

Daniel suspiró, echó las alas ligeramente hacia atrás y descendió unos quince metros en vertical. El frío viento azotó a Luce en la cara. El estómago le dio un vuelco mientras caían en picado y se le asentó cuando Daniel se detuvo de golpe, como si se hubiera posado en una cuerda floja invisible, sobre una calle residencial.

Estaba desierta, oscura y en silencio. La bordeaban dos largas hileras de casas adosadas que tenían los postigos cerrados. Había diminutos coches aparcados en los chaflanes, muy pegados entre sí. Jóvenes robles salpicaban las aceras adoquinadas que discurrían por delante de los patios pequeños y bien cuidados.

Los otros ángeles se quedaron suspendidos a ambos lados de Daniel y Luce, a unos seis metros del suelo.

—Estaba aquí —dijo Daniel—. Seguro. A seis manzanas del río, justo al oeste de Türkenschanzpark. Lo juro. Nada de esto —señaló con la mano las indistinguibles casas de piedra— estaba aquí.

Annabelle frunció el entrecejo y se llevó las rodillas al pecho mientras aleteaba para mantenerse suspendida en el aire. Al cruzar los tobillos, se le vieron los calcetines fucsias que llevaba debajo de los vaqueros.

—¿Crees que la destruyeron?

—Si fue así —respondió Daniel—, no tengo la menor idea de cómo recuperarla.

—¡Mierda! —espetó Arriane al tiempo que daba una patada a una nube para desahogar su frustración. Lanzó una mirada de odio a sus algodonosos jirones, que se desplazaron hacia el este, como si nada—. Nunca es tan satisfactorio como creo que será.

—¿Y si vamos a Aviñón? —sugirió Roland—. A lo mejor el grupo de Cam ha tenido más suerte.

—Necesitamos las tres reliquias —dijo Daniel.

Luce se volvió ligeramente en sus brazos para mirarlo.

—Solo es un contratiempo. Piensa en lo que tuvimos que pasar en Venecia. Pero tenemos la aureola. También encontraremos el desiderátum. Eso es lo único que en realidad importa. ¿Cuándo fue la última vez que uno de nosotros estuvo en esa biblioteca? ¿Hace doscientos años? Claro que todo ha cambiado. Eso no significa que nos demos por vencidos. Solo tendremos que… solo tendremos que…

Todos la miraban. Pero Luce no sabía qué hacer. Solo sabía que no podían darse por vencidos.

—Luce tiene razón —intervino Arriane—. No podemos darnos por vencidos…

Se interrumpió cuando las alas comenzaron a vibrarle.

Después, Annabelle gritó. Su cuerpo osciló en el aire y también le vibraron las alas. Las manos de Daniel temblaron en las de Luce cuando la neblinosa noche adquirió la peculiar tonalidad gris, el color de un aguacero en el horizonte, que Luce ya reconocía como el color de un salto en el tiempo.

¡Lucifer!

Casi oyó su voz desdeñosa, casi notó su aliento en la nuca.

Los dientes le castañetearon, pero también percibió la vibración más adentro, en el tuétano, fuerte y turbulenta, como si las entrañas se le estuvieran enrollando como una cadena.

En la calle, las casas temblaron. Las farolas se doblaron. Hasta los átomos del aire parecieron fragmentarse. Luce se preguntó cómo afectaría el temblor a los vieneses que soñaban en sus camas. ¿Lo percibían? Si no lo hacían, los envidiaba.

Trató de llamar a Daniel, pero, cuando habló, se oyó la voz distorsionada, como si estuviera bajo el agua. Cerró los ojos, pero le entraron ganas de vomitar. Los abrió y trató de enfocarlos en las sólidas casas blancas, que temblaron en los cimientos hasta convertirse en informes manchones blancos.

Entonces vio que una casa seguía inmóvil, como si fuera invulnerable a las fluctuaciones del cosmos. Era una casita de color marrón que ocupaba el centro de la oscilante calle blanca.

Hacía un momento no estaba allí. Había aparecido como si hubiera atravesado una cortina de agua, y solo fue visible un instante antes de que se deformara, fluctuara y la larga hilera unicolor de modernas casas adosadas volviera a engullirla.

Sin embargo, por un momento, la casa había estado allí, un elemento fijo en aquel caos generalizado, separado de la calle vienesa y, a la vez, parte de ella.

El salto en el tiempo cesó y el mundo se calmó alrededor de Luce y los ángeles. Jamás estaba tan calmado como en los momentos que seguían a uno de aquellos temblores.

—¿La habéis visto? —gritó alegremente Roland.

Annabelle sacudió las alas y se alisó las puntas con los dedos.

—Todavía no me había recuperado de la última vez. Los odio.

—Y yo. —Luce se estremeció—. Yo he visto algo, Roland. Una casa marrón. ¿Qué era? ¿La biblioteca de la Fundación?

—Sí. —Daniel sobrevoló el lugar en el que Luce había visto la casa y centró su atención en él.

—Puede que estos dichosos temblores sirvan para algo —dijo Arriane.

—¿Adónde ha ido la casa? —preguntó Luce.

—Sigue aquí. Solo que no está aquí —respondió Daniel.

—He oído leyendas sobre estas cosas. —Roland se pasó los dedos por sus recias rastas negras y doradas—. Pero siempre he pensado que no eran posibles.

—¿Qué cosas? —Luce entrecerró los ojos y trató de volver a ver la casa marrón. Pero las modernas casas adosadas permanecieron inmóviles. En la calle, lo único que se movió fueron las ramas peladas de los árboles mecidas por el viento.

—Se llama Pátina —respondió Daniel—. Es una forma de aislar una realidad del tiempo y el espacio…

—Es una restructuración de la realidad para esconder alguna cosa —añadió Roland mientras volaba junto a Daniel y miraba abajo como si aún viera la casa.

—Mientras esta calle existe en una realidad —Annabelle señaló las casas con la mano—, debajo hay otra realidad independiente, en la que esta calle conduce a nuestra biblioteca de la Fundación.

—Las Pátinas son el límite entre dos realidades —dijo Arriane, con los dedos pulgares metidos en los tirantes de su mono—. Un espectáculo de luces que solo ve la gente especial.

—Parece que sabéis mucho de estas cosas —observó Luce.

—Sí —se mofó Arriane, con aspecto de querer dar una patada a otra nube—. Excepto cómo atravesar una Pátina.

Daniel asintió.

—Muy pocas entidades tienen suficiente poder para generar Pátinas. Y, además, suelen vigilarlas muy bien. La biblioteca está aquí. Pero Arriane tiene razón. Tendremos que encontrar una forma de entrar.

—He oído decir que hace falta una Anunciadora —dijo Arriane.

—Una leyenda cósmica. —Annabelle negó con la cabeza—. Cada Pátina es distinta. El acceso depende por completo de su creador. Es quien programa el código.

—Una vez, en una fiesta, oí explicar a Cam cómo había entrado en una Pátina —dijo Roland—. ¿O explicó cómo había montado una fiesta en una Pátina?

—¡Luce! —dijo Daniel de golpe, sobresaltándolos a todos—. Eres tú. Siempre eras tú.

Luce se encogió de hombros.

—¿Siempre era qué?

—Tú eres la que siempre llamaba a la puerta. Tú eres la que tenía acceso a la biblioteca. Solo tienes que tocar la campanilla.

Luce miró la calle vacía, donde la niebla lo teñía todo de marrón alrededor de ellos.

—¿De qué hablas? ¿Qué campanilla?

—Cierra los ojos —dijo Daniel—. Recuérdalo. Sumérgete en el pasado y encuentra el tirador…

Luce ya se hallaba en la biblioteca, atrás en el tiempo, la última vez que había ido a Viena con Daniel. Tenía los pies en el suelo. Estaba lloviendo y el pelo se le pegaba en la cara. Sus cintas carmesís estaban empapadas, pero le daba igual. Buscaba algo. Había recorrido el corto sendero que atravesaba el patio y se encontraba en el porche a oscuras. Fuera hacía frío y dentro la lumbre estaba encendida. En la húmeda esquina próxima a la puerta, vio un cordón con peonías blancas bordadas que colgaba de una maciza campanilla de plata.

Alargó la mano en el aire y tiró del cordón.

Los ángeles sofocaron un grito. Luce abrió los ojos.

Allí, en el lado norte de la calle, la hilera de casas adosadas contemporáneas se veía interrumpida en el centro por una casita marrón. Una voluta de humo salió de su chimenea. La única luz, aparte de la emitida por las alas de los ángeles, era el débil brillo amarillo de una lámpara en el alféizar de la ventana de la fachada.

Los ángeles se posaron con suavidad en la calle vacía y Daniel dejó a Luce en el suelo. Le besó la mano.

—Te has acordado. Bien hecho.

La casita marrón solo tenía una planta, a diferencia de las casas adosadas de tres pisos que la rodeaban, de manera que permitía ver las calles paralelas que tenía detrás, bordeadas de más casas adosadas blancas modernas. La casita era una anomalía: Luce escrutó su techo de paja, la puerta con un tejado a dos aguas del jardín, plagado de malas hierbas, la puerta de la casa, arqueada y asimétrica, todo lo cual confería a la biblioteca un aspecto medieval.

Luce dio un paso hacia la casa y se encontró en una acera. Se fijó en la placa de bronce de la pared de adobe. Era una inscripción donde ponía, en grandes letras, Biblioteca de la Fundación, fundada en 1233.

Miró la calle, por lo demás normal y corriente. Había contenedores de reciclaje llenos de botellas de agua de plástico, pequeños coches europeos aparcados tan cerca unos de otros que los parachoques se tocaban, baches poco profundos en la calzada.

—Así que estamos en una calle real de Viena…

—Exacto —dijo Daniel—. Si fuera de día, verías a los vecinos, pero ellos no nos verían a nosotros.

—¿Hay muchas Pátinas? —preguntó Luce—. ¿Había una sobre la cabaña donde dormí en el islote de Georgia?

—Hay poquísimas. De hecho, son un tesoro. —Daniel negó con la cabeza—. La cabaña solo era el refugio más seguro que pudimos encontrar en tan poco tiempo.

—Un apaño —dijo Arriane.

—Es la casa de veraneo del señor Cole —añadió Roland.

El señor Cole, que daba clases en Espada & Cruz, era mortal, pero había sido amigo de los ángeles desde su llegada a la escuela y estaba encubriendo a Luce durante su ausencia. Gracias al señor Cole, sus padres no estaban más preocupados por ella de lo habitual.

—¿Cómo se generan? —preguntó.

Daniel negó con la cabeza.

—Nadie lo sabe aparte del artista de Pátina. Y hay muy pocos artistas. ¿Te acuerdas de mi amigo el doctor Otto?

Luce asintió. Había tenido el nombre del médico en la punta de la lengua.

—Vivió aquí durante varios siglos, y ni tan siquiera él sabía cómo llegó aquí esta Pátina. —Daniel examinó la casita—. No sé quién es el bibliotecario ahora.

—Entremos —sugirió Roland—. Si el desiderátum está aquí, tenemos que encontrarlo y salir de Viena antes de que la Balanza se reagrupe y averigüe nuestro paradero.

Abrió la puerta del jardín y la sostuvo para que los demás pasaran. En el camino de guijarros que conducía a la casita marrón, habían crecido fresas silvestres moradas y una maraña de orquídeas blancas que perfumaban el aire con su embriagadora fragancia.

El grupo llegó a la puerta de madera maciza, que era arqueada y tenía una aldaba plana de hierro. Luce cogió a Daniel de la mano cuando Annabelle llamó a la puerta.

No hubo respuesta.

Entonces, Luce levantó la vista y vio un tirador, idéntico al cordón del que había tirado en el aire. Miró a Daniel. Él asintió.

Tiró del cordón y la puerta se abrió lentamente, como si la propia casa los estuviera esperando. Se asomaron a un pasillo alumbrado por velas, tan largo que Luce no alcanzó a ver el final. La casa era mucho más grande por dentro de lo que parecía por fuera. Tenía los techos bajos y abovedados, como un túnel de ferrocarril excavado en una montaña. Todo estaba construido con ladrillos de un bonito color rosa pálido.

El resto del grupo delegó en Daniel y Luce, los únicos que ya habían estado allí. Daniel fue el primero en entrar, sin soltar la mano de Luce.

—¿Hola? —gritó.

La luz de las velas parpadeó en los ladrillos cuando los demás entraron y Roland cerró la puerta. Mientras avanzaban por el pasillo, Luce fue consciente de lo silencioso que estaba, del eco de sus pasos en el liso suelo de piedra.

Se detuvo junto a la primera puerta abierta en el lado izquierdo del pasillo cuando un recuerdo la asaltó.

—Aquí —dijo al tiempo que señalaba dentro de la habitación. Estaba a oscuras salvo por el brillo amarillo de una lámpara dejada en el alféizar, la misma luz que habían visto desde el exterior—. ¿No era este el despacho del doctor Otto?

No había suficiente luz para ver con claridad, pero Luce rememoró una alegre lumbre encendida al fondo del despacho. En su recuerdo, la chimenea estaba flanqueada por numerosas librerías llenas a rebosar de los libros encuadernados en piel del doctor Otto. Su antigua encarnación, ¿no había apoyado los pies enfundados en medias de lana en el reposapiés próximo a la lumbre mientras leía el cuarto libro de Los viajes de Gulliver? Y la abundante sidra del doctor Otto, ¿no había impregnado todo el despacho de un fuerte olor a manzana, clavo y canela?

—Así es. —Daniel cogió un candelabro encendido de una hornacina del pasillo y entró con él para alumbrar mejor el despacho.

La chimenea tenía la pantalla puesta y el secreter antiguo del rincón estaba cerrado y, pese a la cálida luz de las velas, el aire parecía frío y viciado. Los estantes se combaban bajo el peso de los libros, que tenían una buena capa de polvo. La ventana, que antes daba a una calle residencial transitada, tenía las persianas verdes bajadas, lo que confería al despacho un desolado aire de abandono.

—No me extraña que no haya respondido a mis cartas —dijo Daniel—. Parece que el doctor se ha mudado.

Luce se acercó a las librerías y pasó el dedo por el polvoriento lomo de un libro.

—¿Crees que el objeto deseado que buscamos podría estar en uno de estos libros? —preguntó Luce mientras sacaba uno: Canzoniere, de Petrarca, escrito en letra gótica—. Estoy segura de que al doctor Otto no le importaría que echáramos un vistazo si eso pudiera ayudarnos a encontrar el desi…

Se interrumpió. Había oído algo, el suave canturreo de una mujer.

Los ángeles se miraron unos a otros. Poco después, además de la hermosa canción, oyeron el taconeo de unos zapatos y el tintineo de un carrito de ruedas. Daniel se acercó a la puerta. Luce lo siguió y se asomó con cautela al pasillo.

Una sombra se alargó hacia ellos. Las velas vacilaron en las hornacinas de ladrillo rosa del estrecho pasillo abovedado y deformaron la sombra, cuyos brazos parecieron fantasmales e interminables.

La dueña de la sombra, una mujer delgada que vestía una falda de tubo gris, una rebeca mostaza y unos zapatos negros de tacón de aguja, caminaba en su dirección empujando un bonito carrito plateado. Llevaba el cabello pelirrojo recogido en un moño y unos elegantes aros dorados en las orejas. Su modo de andar, su porte, tenían un aire familiar.

Mientras cantaba a media voz, la mujer alzó un poco la cabeza y su perfil se recortó en la pared. La curva de la nariz, la barbilla respingona, el arco superciliar ligeramente protuberante…, todo dio a Luce la impresión de que no era la primera vez que la veía. Hurgó en su pasado en busca de otras vidas en las que podía haber conocido a aquella mujer.

De pronto, se puso blanca como el papel. Ni todo el tinte del mundo podía engañarla.

La mujer que empujaba el carrito del té era la señorita Sophia Bliss.

Antes de darse cuenta, Luce había cogido el frío atizador de latón apoyado junto a la puerta del despacho. Lo empuñó como un arma, con los dientes apretados y el corazón acelerado, e irrumpió en el pasillo.

—¡Luce! —exclamó Daniel.

—¿Desi? —gritó Arriane.

—¿Sí, querida? —dijo la mujer, un segundo antes de ver a Luce cargando contra ella. Dio un respingo justo cuando Daniel rodeaba a Luce con el brazo para detenerla.

—¿Qué haces? —susurró.

—Es… es… —Luce forcejeó y el brazo de Daniel se le hundió en la cintura. Aquella mujer había asesinado a Penn. Había tratado de matarla a ella. ¿Por qué no quería matarla nadie más?

Arriane y Annabelle corrieron junto a la señorita Sophia y la abrazaron a la vez.

Luce pestañeó.

Annabelle besó a la mujer en las pálidas mejillas.

—No te veo desde la revuelta de los campesinos en Nottingham… ¿cuándo fue eso, hacia 1380?

—No puede hacer tanto tiempo, ¿no? —dijo educadamente la mujer, con el mismo tono de bibliotecaria bondadosa que al principio había empleado en Espada & Cruz para engatusar a Luce—. Una buena época.

—Yo también llevo un tiempo sin verla —espetó Luce, indignada. Se soltó de Daniel de un tirón y volvió a levantar el atizador, deseando que se tratara de un arma más mortífera—. Desde que asesinó a mi amiga…

—Vaya por Dios. —La mujer no se inmutó. Vio que Luce cargaba contra ella y se llevó un delgado dedo a los labios—. Debe de haber una confusión.

Roland se adelantó y separó a Luce de la señorita Sophia.

—Es solo que te pareces a otra persona. —Luce se tranquilizó al notar su mano en el hombro.

—¿Qué quieres decir? —preguntó la mujer.

—¡Oh, claro! —Daniel sonrió a Luce con tristeza—. Creías que era… Tendríamos que haberte dicho que los transeternos a menudo se parecen.

—¿Quieres decir que no es la señorita Sophia?

—¿Sophia Bliss? —Pareció que la mujer acabara de morder algo agrio—. ¿Esa arpía sigue viva? Estaba segura de que, a estas alturas, ya la habrían eliminado. —Arrugó la naricilla y se encogió de hombros—. Es mi hermana, de modo que solo puedo manifestar una pequeña dosis de la rabia que he ido acumulando contra esa bruja repugnante con el paso de los años.

Luce se rió con nerviosismo. El atizador le resbaló de las manos y cayó ruidosamente al suelo. Escrutó a la mujer y encontró similitudes con la señorita Sophia (una cara que parecía a la vez vieja y joven) y diferencias. Comparados con los ojos negros de Sophia, los ojillos de aquella mujer casi parecían dorados, lo cual se acentuaba por el color amarillo de su rebeca.

Luce estaba avergonzada por la escenita del atizador. Se apoyó en la pared curva de ladrillo y se dejó caer al suelo con sensación de vacío, sin estar segura de si le aliviaba no tener que volver a enfrentarse a la señorita Sophia.

—Lo siento.

—No te preocupes, cariño —dijo alegremente la mujer—. El día que vuelva a encontrarme con Sophia, cogeré el primer objeto pesado que encuentre y la aporrearé yo misma.

Arriane tendió una mano a Luce para ayudarla a ponerse de pie y tiró tan fuerte de ella que le levantó los pies del suelo.

—Desi es una vieja amiga. Y una parrandera de cuidado, añadiría. Tiene el metabolismo de un burro. Casi paró las Cruzadas la noche que sedujo a Saladino.

—¡Oh, bobadas! —exclamó Desi mientras quitaba importancia al comentario con un gesto de la mano.

—También es una cuentacuentos increíble —añadió Annabelle—. O lo era antes de que la tierra se la tragara. ¿Dónde te habías metido, señora?

La mujer respiró hondo y los ojos dorados se le humedecieron.

—De hecho, me enamoré.

—¡Oh, Desi! —canturreó Annabelle mientras le estrechaba la mano—. Qué bonito.

—De Otto Z. Otto. —La mujer sorbió por la nariz—. Que en paz descanse.

—El doctor Otto —dijo Daniel mientras se apartaba de la puerta—. ¿Conoció al doctor Otto?

—De cabo a rabo. —La misteriosa dama volvió a sorber por la nariz.

—¡Huy, vaya modales! —exclamó Arriane—. Dejad que haga las presentaciones. Daniel, Roland, creo que nunca os han presentado oficialmente a nuestra amiga Desi…

—Es un placer. Me llamo Paulina Serenity Bisenger. —La mujer sonrió, se enjugó los ojos con un pañuelo de encaje y estrechó la mano a Daniel y después a Roland.

—Señorita Bisenger —dijo el último—, ¿puedo preguntarle por qué las chicas la llaman Desi?

—Solo es un viejo mote, encanto —respondió la mujer, con la clase de enigmática sonrisa que era la especialidad de Roland. Cuando miró a Luce, los ojos dorados se le iluminaron.

—Ah, Lucinda. —En vez de tenderle la mano, Desi abrió los brazos para darle un abrazo, pero a Luce se le hizo raro aceptarlo—. Te pido perdón por el desafortunado parecido que te ha asustado tanto. Debo decir que mi hermana se parece a mí y no al revés. Pero tú y yo nos hemos conocido tan bien en tantas vidas, durante tantos años, que se me olvida que no lo recuerdas. Fue a mí a quien confiaste tus secretos más recónditos, tu amor por Daniel, tus temores por vuestro futuro, tus desconcertantes sentimientos por Cam. —Luce se ruborizó, pero la mujer no se dio cuenta—. Y fue a ti a quien yo confié la razón de mi existencia, así como la clave para hallar todo lo que buscas. Tú eras la única alma pura que conocía en la que siempre podía confiar para que hiciera lo que había que hacer.

—Lo siento… siento no recordarlo —balbució Luce, y así era—. ¿Eres un ángel?

—Una transeterna, cariño.

—Técnicamente, son mortales —explicó Daniel—, pero pueden vivir cientos, incluso miles de años. Llevan mucho tiempo colaborando estrechamente con los ángeles.

—Todo empezó con mi bisabuelo Matusalén —dijo Desi con orgullo—. Él inventó la oración. ¡Sí!

—¿Cómo lo hizo? —preguntó Luce.

—Bueno, en la antigüedad, cuando los mortales querían alguna cosa, se limitaban a desearla sin ton ni son. Mi bisabuelo fue el primero en dirigirse directamente a Dios y, he aquí la genialidad, le pidió que le mandara un mensaje confirmando que le había escuchado. Dios respondió con un ángel, y así nació el ángel mensajero. Fue Gabbe, creo, la que modeló el espacio aéreo entre el Cielo y la Tierra para que las plegarias de los mortales pudieran fluir mejor. Mi bisabuelo quería a Gabbe, quería a los ángeles, y también enseñó a quererlos a sus descendientes. Oh, pero eso sucedió hace muchos años.

—¿Por qué vivís tanto los transeternos? —preguntó Luce.

—Porque estamos espiritualmente iluminados. Por nuestra historia familiar con los ángeles mensajeros, y por nuestra capacidad para contemplar la gloria de un ángel sin que nos destruya, como les ocurre a muchos mortales, nos han premiado con una vida más larga. Servimos de puente entre los ángeles y el resto de los mortales, para que el mundo siempre sienta que los ángeles velan por él. Pueden matarnos en cualquier momento, por supuesto, pero, a menos que lo asesinen o tenga un desafortunado accidente, un transterno vive eternamente. Los veinticuatro que quedamos somos los últimos descendientes de Matusalén que sobreviven. Antes éramos personas ejemplares, pero me avergüenza decir que estamos decayendo. ¿Has oído hablar de los Ancianos de Zhsmaelin?

Luce tuvo un escalofrío al oír nombrar el malvado clan de Sophia.

—Son todos transeternos —dijo Desi—. Al principio, los propósitos de los Ancianos eran nobles. Hubo un tiempo en el que yo misma colaboré con ellos. Naturalmente, todos los virtuosos han desertado… —Miró a Luce y frunció el entrecejo—, no mucho después de que tu amiga Penn fuera asesinada. Sophia siempre ha poseído una vena cruel. Ahora, también le puede la ambición. —Se quedó callada y sacó un pañuelo blanco para lustrar una esquina del carrito—. Vaya cosas tan lúgubres para hablarlas en nuestro reencuentro. Pero hay una cosa buena: te has acordado de cómo entrar en mi Pátina. —Le sonrió con satisfacción—. Un trabajo ejemplar.

—¿Tú has generado esta Pátina? —preguntó Arriane—. ¡No tenía ni idea de que supieras hacer eso!

Desi enarcó una ceja y una sonrisa asomó a sus labios.

—Una mujer no puede revelar todos sus secretos, no sea que se aprovechen de ella. Verdad, ¿chicas? —Se quedó callada—. Bueno, ahora que ya volvemos a ser todos amigos, ¿qué os trae a la Fundación? Estaba a punto de tomarme mi primer té de jazmín del día. Tenéis que acompañarme. Siempre preparo de más.

Se apartó para dejarles ver el carrito, donde había una alta tetera de plata, platos de porcelana con bocadillitos de pepino hechos con pan de molde sin corteza y esponjosos bollos con pasas sultanas, y un cuenco de cristal lleno a rebosar de nata montada y cerezas. A Luce le rugió el estómago al ver comida.

—Entonces, nos esperabas —dijo Annabelle mientras contaba las tazas con el dedo.

Desi sonrió, se dio la vuelta y volvió a empujar el carrito por el pasillo. Luce y los ángeles se apresuraron para seguir su taconeo cuando ella torció a la derecha y entró en una espaciosa sala cuyas paredes eran del mismo ladrillo rosa que el resto de la casa. Había una alegre lumbre encendida en la esquina, una mesa encerada de roble donde cabían hasta sesenta comensales y una enorme araña de luces hecha con un tronco de árbol petrificado decorado con cientos de candeleros de cristal.

La mesa ya estaba servida con una bonita vajilla de porcelana para más invitados de los que ellos tenían en su grupo. Desi empezó a llenar las tazas de humeante té ambarino.

—Esto es muy informal. Sentaos donde os apetezca.

Después de que Daniel le insistiera varias veces con la mirada, Arriane por fin se adelantó y tocó suavemente a Desi en la espalda mientras ella añadía fruta al montón de nata que había servido en una copa.

—De hecho, Desi, no podemos quedarnos. Tenemos un poco de prisa. ¿Sabes…?

Daniel se adelantó.

—¿Sabes ya lo de Lucifer? Intenta borrar el pasado trasladando a la hueste de ángeles del momento de la Caída al presente.

—Eso explicaría los temblores —murmuró Desi mientras servía otra taza.

—¿Tú también notas los saltos en el tiempo? —preguntó Luce.

Desi asintió.

—Pero la mayoría de los mortales no lo hacen, por si te lo estabas preguntando.

—Hemos venido porque necesitamos saber dónde fue la Caída —dijo Daniel—, dónde aparecerán Lucifer y la hueste de ángeles. Tenemos que detenerlo.

Extrañamente, Desi no pareció inmutarse y siguió repartiendo los bocadillitos de pepino. Los ángeles esperaron a que respondiera. En la chimenea, un tronco se partió, crepitó y se cayó de la reja.

—Todo porque un chico amaba a una chica —dijo por fin—. Muy inquietante. Saca lo peor de todos nuestros viejos enemigos, ¿no? La Balanza se desvincula del Cielo, los Ancianos matan a inocentes. Tantos disgustos. Como si los ángeles caídos no tuvierais ya suficientes preocupaciones. Imagino que debes de estar agotada. —Sonrió a Luce con aire tranquilizador y volvió a indicarles que tomaran asiento.

Roland sacó una silla para que Desi se sentara a la cabecera de la mesa y tomó asiento a su izquierda.

—A lo mejor puedes ayudarnos. —Hizo un gesto a los demás para que tomaran asiento.

Annabelle y Arriane se sentaron a su lado, y Luce y Daniel enfrente. Luce puso la mano sobre la de Daniel y entrelazó los dedos con los suyos.

Desi repartió las tazas de té. Después de un estrépito de tazas, platitos y cucharillas, Luce se aclaró la garganta.

—Vamos a detener a Lucifer, Desi.

—Eso espero.

Daniel apretó los dedos a Luce.

—En este momento, estamos buscando tres objetos que cuentan el principio de la historia de los caídos. Al juntarlos, tendrían que revelarnos dónde fue la Caída.

Desi tomó un sorbo de té.

—Muy hábil. ¿Habéis tenido suerte?

Daniel sacó la bolsa de cuero, abrió la cremallera y le enseñó la aureola de oro y cristal. Había transcurrido una eternidad desde que Luce había entrado en la iglesia hundida para desencajarla de la cabeza de la estatua.

Desi arrugó la frente.

—Sí, me acuerdo de ella. Es obra del ángel Semihazah, ¿no? Incluso en la prehistoria, siempre tuvo una estética mordaz. Sin textos escritos para satirizar, creó la aureola como una especie de comentario sobre las formas absurdas en las que los artistas mortales intentan representar el brillo angelical. Gracioso, ¿no? Imaginaos llevar una horrenda… canasta de baloncesto en la cabeza. Dos puntos por tiro, y eso.

—Desi. —Arriane metió la mano en la bolsa y sacó el libro de Daniel. Pasó las páginas hasta encontrar la acotación sobre el desiderátum—. Hemos venido a Viena en busca de esto —Se lo señaló—, el objeto deseado. Pero el tiempo corre y aún no sabemos qué es ni dónde encontrarlo.

—Magnífico. Habéis venido al lugar indicado.

—¡Lo sabía! —graznó Arriane. Se recostó en la silla y dio una palmada en la espalda a Annabelle, que estaba mordisqueando educadamente un bollo—. En cuanto te he visto, he sabido que todo iría bien. Tú tienes el desiderátum, ¿no?

—No, cariño. —Desi negó con la cabeza.

—Entonces…, ¿qué? —preguntó Daniel.

—Yo soy el desiderátum. —Desi sonrió con satisfacción—. Llevo muchísimo tiempo esperando esto.