8

Y el Cielo lloró

Un objeto cayó al suelo.

—¡La aureola! —gritó Luce.

Daniel se agachó y recogió la reliquia dorada. Maravillado de verla, negó con la cabeza. De algún modo, había permanecido aquí cuando el ángel de la Balanza y su extraña ropa regenerativa habían desaparecido.

—Siento haberle quitado la vida, Daniel Grigori —dijo Phil—. Pero ya no soportaba sus mentiras.

—También había empezado a sacarme de quicio a mí —respondió Daniel—. Pero ten cuidado con el resto.

—Toma —dijo Phil mientras le ofrecía la bolsa de cuero que llevaba colgada del hombro—. Escóndelo. La Balanza se muere por tenerlo. —Cuando Daniel abrió la bolsa, Luce vio su libro, El libro de los Vigilantes.

Phil cerró la cremallera de la bolsa y se la dio a Daniel.

—Me voy a vigilar. Los Balanzas heridos podrían volver en sí de un momento a otro.

—Habéis luchado bien contra la Balanza —dijo Daniel, impresionado—. Pero…

—Lo sé —le interrumpió Phil—. Habrá más. ¿Te has topado con muchos fuera del museo?

—Son muchísimos —respondió Daniel.

—Si nos dieras carta blanca para utilizar las flechas estelares, vuestra huida estaría asegurada…

—No. No quiero alterar el equilibrio hasta ese punto. No matéis a nadie más a menos que sea en defensa propia. Tendremos que darnos prisa y salir de aquí antes de que lleguen los refuerzos. Ahora vete, vigila las ventanas y las puertas. Yo iré enseguida.

Phil asintió, se dio la vuelta y echó a andar entre la alfombra de alas azules.

En cuanto estuvieron solos, Daniel le palpó el cuerpo a Luce.

—¿Estás herida?

Ella se miró y se restregó el cuello. Estaba sangrando. Los cristales de la claraboya le habían atravesado los vaqueros en varios sitios, pero ninguna de las heridas parecía grave. Siguió el consejo que le había dado Daniel y se dijo: «No te duele». Las heridas le escocieron menos.

—Estoy bien —se apresuró a decir—. ¿Qué te ha pasado a ti?

—Justo lo que queríamos que pasara. He tenido los ángeles de la Balanza ocupados mientras los Proscritos entraban aquí. —Cerró los ojos—. Pero no quería que te hicieran daño. Lo siento, Luce. No tendría que haberte dejado…

—Estoy bien, Daniel, y la aureola está a salvo. ¿Qué hay de nuestros amigos? ¿Cuántos Balanzas quedan?

—¡Daniel Grigori! —El grito de Phil resonó en la vasta sala.

Daniel y Luce se dirigieron rápidamente a la entrada abovedada, pisando alas azules a su paso. Cuando llegaron, Luce se quedó petrificada.

Había un hombre con un uniforme azul marino tendido boca abajo en el suelo. Tenía un charco de sangre roja alrededor de la cabeza, sangre roja mortal.

—Lo… lo he matado —tartamudeó Dédalo. Tenía un pesado yelmo de hierro en la mano y parecía asustado. La visera del yelmo estaba manchada de sangre fresca—. Ha entrado corriendo y lo he confundido con un ángel de la Balanza. Solo quería dejarlo sin sentido. Pero era un mortal.

Detrás del cadáver había una fregona y un cubo con ruedas volcado en el suelo. Habían matado a un conserje. Hasta ese momento, en ciertos aspectos, la batalla contra la Balanza no había parecido real. Era brutal y absurda y, sí, dos miembros de la Balanza habían muerto, pero estaba separada del mundo mortal. Luce sintió náuseas al ver correr la sangre por los surcos del suelo de mosaico, pero no pudo despegar los ojos de ella.

Daniel se restregó la mandíbula.

—Has cometido un error, Dédalo. Pero has hecho bien vigilando la puerta. El próximo en venir será un Balanza. —Miró alrededor—. ¿Dónde están los ángeles caídos?

—¿Qué pasa con él? —Luce miró al hombre muerto tendido en el suelo. Tenía los zapatos recién lustrados. Llevaba una fina alianza de oro—. Solo era un conserje que ha venido al oír el ruido. Ahora está muerto.

Daniel la cogió por los hombros y pegó su frente a la suya. Su aliento era caliente y entrecortado.

—Su alma ya ha hallado la paz y la felicidad. Y muchos más morirán si no encontramos a los ángeles y la reliquia y salimos de aquí. —Le dio un apretón en los hombros y la soltó demasiado pronto. Luce se contuvo de llorar por el hombre fallecido, tragó saliva y miró a Phil.

—¿Dónde están?

Phil señaló hacia arriba con un dedo pálido.

Colgadas de una recia viga transversal, cerca de las claraboyas rotas, había tres sacas de arpillera. Una de ellas se hinchó y se balanceó, como si dentro hubiera un ser tratando de venir al mundo.

—¡Arriane! —gritó Luce.

La misma saca volvió a hincharse, con más violencia esa vez.

—Nunca los liberaréis a tiempo —dijo una voz temblorosa desde el suelo. Un ángel de la Balanza con cara de pez se enderezó apoyándose en los codos—. Vienen más miembros de la Balanza. Os apresaremos a todos con las capas de los Justos y os entregaremos personalmente a Lucifer…

Un escudo de bronce arrojado por Phil como un disco volador le rebanó un trozo de cuero cabelludo y volvió a dejarlo postrado entre el montón de alas azules.

Phil miró a Daniel.

—Si necesitamos la ayuda de la Balanza para desatar a tus amigos, tendremos más suerte mientras sean pocos.

Daniel tenía los ojos violetas encendidos cuando echó a volar por la sala. Fue de un andamio a otro hasta detenerse junto a una ancha mesa blanca de mármol donde los restauradores tenían el material de trabajo. Estaba repleta de papeles y herramientas, la mayoría inservibles después de aquella noche, entre los que Daniel rebuscó con minuciosidad. Apartó una botella de agua vacía, un montón de carpetas de plástico, una vieja fotografía enmarcada. Por fin, dio con un cincel largo y recio.

—Toma —dijo a Luce mientras le ponía la pesada bolsa de Phil en el hombro. Ella se la pegó al costado y contuvo el aliento cuando Daniel echó las alas hacia atrás y remontó el vuelo.

Lo observó mientras se alzaba sin esfuerzo, como por arte de magia, y se preguntó cómo era posible que sus alas hicieran brillar todo lo que había en aquella oscura sala. Cuando Daniel llegó por fin al techo, pasó el cincel por la viga y cortó la cuerda de la que colgaban las tres sacas negras, que resbalaron a sus brazos sin hacer ruido. Daniel batió las alas una vez y las bajó al suelo sin apenas esfuerzo.

Las dejó una junto a otra en una parte despejada del suelo. Luce corrió junto a él y vio las caras de los tres ángeles asomando por la parte de arriba. Tenían el cuerpo aprisionado en la misma clase de tiesa capa negra que casi la había asfixiado a ella. Pero también los habían amordazado. Mientras los miraba, tuvo la impresión de que las mordazas de arpillera negra les apretaban cada vez más. Arriane se retorció, forcejeó, se congestionó más y pareció tan furiosa que Luce creyó que iba a estallar.

Phil miró la masa de cuerpos que se retorcían en el suelo. Cogió uno por las axilas. El ángel de la Balanza parpadeó, aturdido.

—¿Quieres que los Proscritos elijamos a un ángel de la Balanza para que te ayude a desatar a tus amigos, Daniel Grigori?

—¡Jamás revelaremos los secretos de nuestros nudos! —El ángel aún tenía fuerzas para susurrar—. Preferimos morir.

—Nosotros también preferimos que muráis —replicó Vincent mientras se acercaba al círculo con una flecha estelar en cada mano y apuntaba con una la garganta del ángel que había hablado.

—Vincent, contente —le ordenó Phil.

Daniel ya estaba arrodillado junto a la primera capa negra, la de Roland, pasando los dedos por los nudos invisibles.

—No encuentro los cabos.

—A lo mejor podemos cortar la cuerda con una flecha estelar —sugirió Phil mientras le enseñaba una flecha de plata—. Como un nudo gordiano.

—No dará resultado. Los nudos están bendecidos con un sortilegio secreto. Es posible que necesitemos a los Balanzas.

—¡Esperad! —Luce se arrodilló al lado de Roland. El ángel estaba inmóvil, pero sus ojos le transmitieron lo impotente que se sentía. Nada debería coartar a un alma como la de Roland. Debajo de aquella capa, Luce no veía ni un atisbo de la clase y la elegancia que caracterizaban al ángel caído, estuviera librando un combate de esgrima con los nefilim en la Escuela de la Costa, pinchando discos en una fiesta de Espada & Cruz o viajando por las Anunciadoras con más habilidad que nadie que ella conociera. Que la Balanza le hubiera hecho aquello a su amigo la enfurecía tanto que las lágrimas asomaron a sus ojos.

Llorar.

Eso era.

Recordó las palabras en hebreo. Gracias a sus viajes por las Anunciadoras, tenía facilidad con los idiomas. Cerró los ojos y recordó cómo se había desatado en su pasado el cordón dorado del libro. Recordó los labios cuarteados de Barach mientras susurraba las palabras con condescendencia…

Y se las dijo a Roland, deseando que pudieran ayudarle.

—Y el Cielo lloró al ver los pecados de sus hijos.

Roland abrió mucho los ojos. Los nudos se desataron. La capa resbaló al suelo, y también la mordaza.

Roland boqueó, se puso de rodillas, se levantó y desplegó las alas con una fuerza tremenda. Lo primero que hizo fue dar una palmada a Luce en el hombro.

—Gracias, Lucinda. Te debo un favor que no se paga con nada.

Roland había vuelto, pero tenía una costra de sangre en la parte del ala de la que Barach le había arrancado la falsa insignia.

Daniel cogió a Luce de la mano y la condujo hacia los otros dos ángeles atados. La había observado y había aprendido de ella. Se puso manos a la obra con Annabelle mientras Luce se arrodillaba junto a Arriane. Su amiga no podía estarse quieta. La capa le apretaba tanto que Luce apenas era capaz de mirarla.

Se miraron a los ojos. Arriane emitió un ruido que Luce interpretó como una señal de que se alegraba de verla. Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar su primer día en Espada & Cruz, cuando había visto a Arriane soportar las descargas eléctricas de su pulsera. Qué frágil le había parecido entonces aquella chica de apariencia tan dura. Y, aunque apenas la conocía, le habían entrado ganas de protegerla, como sucedía con un buen amigo. Aquellas ganas solo habían aumentado con el paso del tiempo.

Una lágrima caliente le resbaló por la mejilla y cayó en el mismo centro del pecho de Arriane. Luce susurró las palabras en hebreo mientras oía a Daniel recitándoselas a Annabelle. Lo miró: tenía las mejillas mojadas.

De golpe, los nudos se aflojaron hasta deshacerse por completo. Las manos de Luce y Daniel, y sus corazones, habían liberado a sus amigas.

Las increíbles alas iridiscentes de Arriane levantaron una ráfaga de aire al desplegarse, que fue seguida de otra más suave cuando Annabelle sacó sus alas plateadas. La sala estaba casi en silencio momentos antes de que sus mordazas resbalaran al suelo. Arriane también tenía la boca tapada con cinta adhesiva; probablemente ella era la razón de que sus compañeros también estuvieran amordazados. Daniel cogió la cinta por un extremo y se la arrancó de un tirón.

—¡Puñetas! ¡Qué bien sienta estar libre! —gritó Arriane mientras se restregaba el cuadrado de piel hinchada y enrojecida alrededor de la boca—. ¡Tres hurras para la maestra de los nudos, Lucinda! —Su voz reflejaba la chispa de siempre, pero tenía lágrimas en los ojos. Se dio cuenta de que Luce las había visto y se apresuró a enjugárselas.

Se paseó por el suelo sembrado de alas, poniendo una cara de burla distinta a cada uno de los ángeles inconscientes, haciendo amagos de pegarles. Tenía el mono vaquero casi destrozado, el pelo revuelto y grasiento, y un cardenal con la forma de Australia en el pómulo izquierdo. Los extremos inferiores de sus alas iridiscentes estaban doblados y se arrastraban por el sucio suelo.

—Arriane —susurró Luce—, estás herida.

—¡Bah! No te preocupes tanto. —Arriane le sonrió con la boca torcida—. ¡Aún me quedan energías para dar una paliza a unos cuantos de estos carcamales! —Miró alrededor—. Pero parece que los Proscritos se me han adelantado.

Annabelle se levantó más despacio que Arriane. Extendió sus musculosas alas plateadas, las plegó y estiró sus largas extremidades como una bailarina. Pero, cuando miró a Luce y a Arriane, sonrió y ladeó la cabeza.

—Seguro que hay alguna forma de desquitarnos.

Arriane aleteó, se elevó a unos metros del suelo y se puso a volar por la sala en amplios círculos, inspeccionando los destrozos.

—Ya se me ocurrirá algo…

—Arriane —le advirtió Roland, que estaba conversando en voz baja con Daniel.

—¿Qué pasa? —Arriane hizo un mohín—. Ya no dejas que me divierta nunca, Ro.

—No tenemos tiempo para divertirnos —le dijo Daniel.

—¡Estos fósiles se han pasado horas torturándonos! —gritó Annabelle, encaramada a la cabeza del león—. Podríamos devolverles el favor, ¿no?

—No —dijo Roland—. Los daños irreparables ya son demasiados. Deberíamos invertir todas nuestras energías en buscar la segunda reliquia.

—Al menos, dejad que nos aseguremos de que no se mueven de aquí mientras lo hacemos —insistió Annabelle.

Roland miró a Daniel, que asintió.

Con una sonrisa, Annabelle revoloteó hasta una mesa apoyada contra la pared más alejada. Abrió un grifo mientras tarareaba entre dientes. Llenó un cubo de lo que Luce supuso que era yeso o algún otro producto para hacer moldes y comenzó a añadir agua.

—Arriane —dijo, con tono fanfarrón—, ¿me echas una mano?

—Sí, señorita.

Arriane cogió el primer cubo y voló por encima de los ángeles semiinconscientes de la Balanza, con una dulce sonrisa en los labios. Despacio, comenzó a verter el yeso mojado sobre sus cabezas. El mejunje les resbaló por los costados y se encharcó en el suelo entre sus cuerpos. Unos cuantos forcejearon en la mezcla cada vez más espesa, que ya había adquirido la consistencia de unas arenas movedizas artificiales. Luce reconoció la genialidad del plan. Dentro de poco, cuando estuviera seco, el yeso se endurecería y dejaría a los ángeles inmovilizados en sus desgarbadas posturas.

—¡Esto es una insensatez! —barboteó un ángel entre el yeso mojado.

—¡Os estamos convirtiendo en monumentos a la justicia! —gritó Annabelle.

—Me encanta pringar a estos pringados. —Arriane se rió sin disimular su sed de venganza.

Las chicas siguieron vaciando cubos, uno sobre la cabeza de cada ángel que las amenazaba, hasta que el yeso apagó sus voces por completo, hasta que los Proscritos ya no necesitaron apuntarles con sus flechas estelares.

Daniel y Roland estaban apartados del grupo, discutiendo sin levantar la voz. Luce miró el cardenal de Arriane, la sangre del ala de Roland, el tajo que Annabelle tenía en el hombro.

Entonces tuvo una idea.

Metió la mano en la bolsa de cuero y sacó tres botellines de Coca-Cola light y un carcaj de flechas estelares. Abrió los botellines.

Deprisa, metió una flecha estelar en cada uno y esperó a que el líquido marrón hirviera y humeara hasta volverse plateado. Por último, se levantó del rincón donde se hallaba agazapada y se alegró de encontrar una bandeja de porcelana china que había sobrevivido milagrosamente a la batalla.

—Venid, chicos —dijo.

Daniel y Roland dejaron de hablar.

Arriane dejó de verter yeso mojado sobre los de la Balanza.

Annabelle volvió a posarse en la melena de la estatua del león.

Ninguno dijo nada, pero todos parecieron impresionados cuando cogieron su botellín, brindaron para celebrarlo y bebieron.

A diferencia del Proscrito Dédalo, los ángeles no tuvieron que cerrar los ojos y dormirse después de beberse la Coca-Cola transformada. Quizá porque no estaban heridos de tanta gravedad como él, o quizá porque aquella forma superior de ángeles tenía una tolerancia mayor. Aun así, el refresco los calmó.

Como colofón, Roland dio una palmada y encendió una poderosa llama entre sus manos. Mandó olas de calor hacia los ángeles de la Balanza para que el yeso se compactara y fuera más difícil escapar de él que de sus capas.

Cuando terminó, él, Arriane, Annabelle y Luce se sentaron en una de las altas mesas enfrente de Daniel.

Él cogió la bolsa de cuero, abrió la cremallera y les enseñó la aureola.

Arriane gritó de sorpresa y la tocó.

—La habéis encontrado. —Guiñó el ojo a Luce—. ¡Así se hace!

—¿Qué hay de la segunda reliquia? —preguntó Daniel—. ¿La habéis encontrado? ¿Os la ha quitado la Balanza?

Annabelle negó con la cabeza.

—No la hemos encontrado.

—No veas cómo les hemos engañado —dijo Arriane mientras fulminaba a los ángeles de la Balanza con la mirada—. Pensaban que nos la podrían quitar a golpes.

—Tu libro es demasiado impreciso —adujo Roland—. Vinimos a Viena a buscar una lista.

—La desiderata —dijo Daniel—. Lo sé.

—Pero no sabíamos nada más. En las horas de que dispusimos antes de que la Balanza nos capturara, fuimos a siete archivos municipales distintos y no encontramos nada. Fue una insensatez. Llamamos demasiado la atención.

—Es culpa mía —murmuró Daniel—. Tendría que haber revelado más información cuando escribí el libro hace siglos. En esa época era demasiado impulsivo e impaciente. Ahora no recuerdo qué me condujo hasta la desiderata, ni a qué se refiere.

Roland se encogió de hombros.

—De todas formas, seguramente habría dado igual. La ciudad era un avispero cuando llegamos. Si hubiéramos encontrado la desiderata, nos la habrían quitado. La habrían destruido, como han destruido todas estas obras de arte.

—Al menos casi todas estas obras eran falsificaciones —dijo Daniel, y Luce se sintió un poco menos culpable por lo que le habían hecho al museo—. Y, de momento, los Proscritos pueden contener a la Balanza. El resto debemos darnos prisa en encontrar la desiderata. ¿Dices que fuisteis a la biblioteca del palacio de Hofburg?

Roland asintió.

—¿Qué hay de la biblioteca universitaria?

—Hum, sí —respondió Annabelle—. Yo no me dejaría caer por allí en bastante tiempo. Arriane destruyó varios pergaminos muy valiosos de sus colecciones especiales…

—Eh —espetó Arriane, indignada—, ¡los pegué todos!

Se oyó un estruendo de pisadas en el pasillo y todos miraron hacia la entrada de la sala. Al menos otros veinte ángeles de la Balanza trataban de entrar volando, pero los Proscritos se lo impedían apuntándoles con sus flechas estelares.

Uno de ellos vio la aureola que Daniel tenía en la mano y se quedó boquiabierto.

—Han robado la primera reliquia.

—¡Y están colaborando! Ángeles, demonios y… —Miraron a Luce con los ojos entrecerrados— los que no saben cuál es su sitio, todos colaboran en una causa impura. El Trono no aprueba esto. ¡Jamás encontraréis el desiderátum!

—«Desidératum» —dijo Luce mientras recordaba vagamente una larga clase de latín en Dover—. Es… singular. —Se volvió rápidamente hacia Daniel—. Hace un momento has dicho «desiderata». Es plural.

—Cosa deseada —susurró Daniel. Los ojos violetas comenzaron a centellearle y pronto todo su ser pareció brillar. Sonrió al caer en la cuenta—. Es una sola cosa. Exacto.

Entonces, oyeron la grave campanada del reloj de una iglesia distante.

Era medianoche.

Lucifer estaba un día más cerca. Les quedaban seis días.

—¡Daniel Grigori! —gritó Phil para que las campanadas no ahogaran su voz—. No podemos retenerlos para siempre. Tú y los ángeles debéis partir.

—¡Nos vamos! —gritó Daniel—. Gracias. —Miró a sus compañeros—. Visitaremos todas las bibliotecas, todos los archivos de esta ciudad hasta…

Roland no parecía convencido.

—Debe de haber centenares de bibliotecas en Viena.

—Y tratemos de no ser tan destructivos en ellas —sugirió Annabelle mientras miraba a Arriane con la cabeza ladeada—. A los mortales también les importa su pasado.

Sí, pensó Luce, a los mortales les importaba mucho su pasado. Los recuerdos de sus vidas anteriores la asaltaban cada vez con más frecuencia. No podía pararlos ni frenarlos. Mientras los ángeles se preparaban para alzar el vuelo, ella se quedó inmóvil, debilitada por el recuerdo más vívido que había tenido hasta ese momento.

Cintas de pelo carmesís. Daniel y el mercado navideño. Caía aguanieve y ella no llevaba abrigo. La última vez que había estado en Viena… había algo más en aquella historia… otra cosa… una campanilla…

—Daniel —Luce lo agarró por el hombro—, ¿qué hay de la biblioteca a la que me llevaste? ¿Te acuerdas? —Cerró los ojos, no para pensar, sino para abrirse camino hasta un recuerdo apenas enterrado en su conciencia—. Vinimos a Viena un fin de semana… no recuerdo cuándo, pero fuimos a ver La flauta mágica dirigida por el propio Mozart… ¿en el Theater an der Wien? Tú querías visitar a un amigo tuyo que trabajaba en una vieja biblioteca. Se llamaba…

Se interrumpió, porque, cuando abrió los ojos, vio que el resto del grupo la miraba con incredulidad. Ninguno, Luce menos que nadie, esperaba que fuera ella la que recordara dónde encontrarían el desiderátum.

Daniel fue el primero en reaccionar. Le dirigió una extraña sonrisa que Luce supo que estaba llena de orgullo. Pero Arriane, Roland y Annabelle siguieron mirándola boquiabiertos, como si, de pronto, se hubieran enterado de que hablaba chino. Lo cual hacía, por cierto.

Arriane se hurgó en el oído con el dedo.

—¿Tengo que tomar menos alucinógenos o Lucinda Price acaba de recordar una de sus vidas anteriores de forma espontánea en el momento más decisivo de nuestra historia?

—¡Eres un genio! —exclamó Daniel antes de darle un apasionado beso.

Luce se ruborizó y se pegó a él para alargarlo un poco más, pero oyó una tos.

—En serio, chicos —interrumpió Annabelle—, ya tendréis tiempo de besuquearos si salimos de esta.

—Yo os diría que os fuerais a un hotel, pero me temo que no volveríamos a veros el pelo —añadió Arriane, lo cual les hizo reír a todos.

Cuando Luce abrió los ojos, Daniel tenía las alas totalmente extendidas. Las puntas habían apartado trozos de yeso del suelo y tapaban a los ángeles de la Balanza. Daniel llevaba al hombro la bolsa negra de cuero con la aureola.

Los Proscritos recogieron las flechas estelares y las guardaron en sus carcajes plateados.

—Buena suerte, Daniel Grigori.

—Igualmente. —Daniel se despidió de Phil con un gesto de la cabeza. Dio la vuelta a Luce para pegar la espalda de esta a su pecho y la rodeó por la cintura. Entrelazaron las manos sobre el corazón de Luce—. La biblioteca de la Fundación —dijo a sus compañeros—. Seguidme. Sé dónde está.