Los ángeles de los nudos
La capa era paralizante.
Cuanto más forcejeaba Luce, más le apretaba. La áspera tela estaba atada con una extraña cuerda que se le hincaba en la carne y le impedía moverse. Cuando se retorció, la cuerda reaccionó ciñéndosele más a los hombros, apretándole las costillas hasta que apenas pudo respirar.
El ángel de la Balanza la llevaba bajo su huesudo brazo mientras surcaba ruidosamente el cielo nocturno. Luce tenía la cara enterrada en la fétida cintura de su capa regenerada y no veía nada. Solo sentía el azote del viento en su mohosa mortaja. Solo oía su aullido, interrumpido por los torpes aleteos del ángel.
¿Adónde la llevaba? ¿Cómo iba a avisar a Daniel? ¡No había tiempo para aquello!
Al cabo de un rato, el viento cesó, pero el ángel de la Balanza no se posó.
Él y Luce se quedaron cernidos en el aire.
Entonces, el ángel rugió.
—¡Un intruso! —bramó.
Luce notó que descendían en picado, pero solo vio la oscuridad de los pliegues de la capa de su captor, que amortiguaron sus gritos de horror hasta que un ruido de cristales rotos la dejó muda.
Finos y afilados añicos de cristal atravesaron la capa que la aprisionaba y la tela de sus vaqueros. Las piernas le escocieron como si se las hubiera cortado en mil sitios distintos.
Cuando el ángel se posó, Luce tembló con el impacto. El hombre la soltó sin miramientos y ella cayó al suelo sobre el hueso de la cadera y el hombro. Rodó más de medio metro y se paró. Vio que estaba cerca de una larga mesa de madera atestada de fragmentos de tela descolorida y porcelana. Se arrastró para cobijarse debajo y casi logró evitar que la capa se le ciñera todavía más. Había comenzado a comprimirle la tráquea.
Pero, al menos, podía ver.
Se encontraba en una sala fría y espaciosa, tendida sobre un suelo de mosaicos triangulares grises y rojos. Las paredes eran de lustroso mármol verde, al igual que las recias columnas cuadradas que se erigían en el centro. Luce estudió brevemente la larga hilera de claraboyas cubiertas de escarcha que se extendían en el techo a doce metros por encima de ella. Casi todas tenían el cristal roto y permitían vislumbrar la noche gris y cubierta de nubes. El ángel y ella debían de haber entrado por ahí.
Y aquella debía de ser la sección del museo que la Balanza había ocupado, el ala de la que Vincent había hablado a Daniel en el tejado de cobre. Eso significaba que Daniel debía de andar cerca, ¡y Arriane, Annabelle y Roland tenían que estar allí, en alguna parte! Se animó, pero enseguida se deprimió.
Los Proscritos habían dicho que sus amigos tenían las alas atadas. ¿Se encontraban en el mismo estado que ella? No soportaba estar allí sin poder ayudarlos, no soportaba que para salvarlos tuviera que actuar, pero que cualquier movimiento le supusiera poner su vida en peligro. No había nada peor que no poder hacer nada.
Las embarradas botas negras del ángel de la Balanza aparecieron delante de ella. Luce alzó la vista y vio su imponente figura. Cuando el ángel se agachó, con su olor a bolas de naftalina podridas, la devoró con sus ojos apagados y alargó una mano enguantada hacia ella…
Entonces, la mano se le quedó muerta, como si hubiera perdido el conocimiento. Se desplomó hacia delante, se dio contra la mesa, la empujó y dejó a Luce expuesta. La cabeza de estatua con la que parecía que lo habían golpeado rodó por el suelo de una forma sobrecogedora, se detuvo cerca de la cara de Luce y se la quedó mirando fijamente a los ojos.
Cuando Luce volvió a cobijarse bajo la mesa, vio más alas azules con el rabillo del ojo. Más ángeles de la Balanza. Cuatro de ellos volaron desordenadamente hacia una hornacina que estaba casi tan cerca del techo como del suelo… Allí Luce vio a Emmet blandiendo una larga sierra plateada.
¡Emmet debía de haber arrojado la cabeza que la había librado del ángel de la Balanza! Él era el intruso cuya entrada por el techo había enfurecido a su secuestrador. Luce jamás habría pensado que se alegraría tanto de ver a un Proscrito.
Emmet estaba rodeado de esculturas colocadas en tarimas y pedestales, algunas tapadas, otras provistas de andamios, una recién decapitada, y de cuatro ángeles de la Balanza tremendamente viejos que volaban hacia él con las capas extendidas como vampiros andrajosos. Aquellas tiesas capas negras parecían ser su única arma, su única herramienta, y Luce sabía bien cuánto daño podían hacer. Su respiración entrecortada daba fe de ello.
Contuvo un grito cuando Emmet sacó una flecha estelar de un carcaj que llevaba oculto bajo la gabardina y la sostuvo delante de él. ¡Daniel había hecho prometer a los Proscritos que no matarían a ningún ángel de la Balanza!
Los ángeles se apartaron de Emmet, exclamando «¡Veneno! ¡Veneno!» tan alto que despertaron al captor de Luce desplomado sobre la mesa. Entonces, el Proscrito actuó de un modo que asombró a todos los presentes. Se apuntó con la flecha. Luce había presenciado el suicidio de Daniel en el Tíbet y estaba familiarizada con la desesperación y el abatimiento que acompañaban a un acto tan extremo. Pero Emmet parecía tan seguro y desafiante como de costumbre cuando miró a los cuatro apergaminados ángeles a la cara.
El extraño comportamiento del Proscrito los había envalentonado. Con la flemática ferocidad de unos buitres al aproximarse al cadáver de un animal en una carretera desierta, se acercaron todavía más al delgado Proscrito hasta que Luce dejó de verlo. ¿Dónde estaban los otros Proscritos? ¿Dónde estaba Phil? ¿Los había eliminado ya la Balanza?
Por toda la sala se oyó el eco de lo que pareció una tela recia y pesada al rasgarse. Los ángeles seguían suspendidos en el aire y sus anchas capas unidas parecían las fauces de una Anunciadora que conducían a un lugar espantoso y triste. Luego, un silbido cortó el aire, seguido de otro desgarrón, y los cuatro ángeles de la Balanza se pusieron a girar como muñecos de trapo hacia Luce, con las mandíbulas desencajadas y los ojos abiertos. Bajo sus capas mutiladas y desgarradas, sus negros corazones y sus negros pulmones se contraían de forma espasmódica mientras chorreaban pálida sangre de color azul.
Daniel había pedido a los Proscritos que no utilizaran sus flechas estelares para matar a los ángeles de la Balanza, pero no les había dicho que no pudieran herirlos con ellas.
Los cuatro ángeles cayeron al suelo como marionetas a las que habían cortado los hilos. Luce los vio respirar con dificultad antes de mirar hacia la hornacina, donde Emmet estaba limpiando la sangre azul de las plumas de su flecha estelar. Luce no sabía de nadie que utilizara las flechas estelares al revés, y parecía que la Balanza tampoco.
—¿Está Lucinda aquí? —oyó gritar a Phil. Al mirar arriba, vio su cara asomada a una claraboya rota.
—¡Aquí! —chilló, incapaz de permanecer quieta, y la capa se le ciñó todavía más a la garganta. Cuando se retorció de dolor, la comprimió un poco más.
Una pierna inmensa apareció por el borde de la mesa y le asestó una patada que la alcanzó de lleno en la nariz y la hizo llorar. ¡Su captor había vuelto en sí! Eso, combinado con el fuerte dolor que casi le nublaba la vista, la impulsó a guarecerse más bajo el abrigo de la mesa. Cuando lo hizo, la capa se le ciñó tanto alrededor del cuello que le cerró la tráquea por completo. Se asustó, trató de respirar en vano, se retorció, puesto que ya daba igual que la capa siguiera comprimiéndole…
Entonces recordó que en Venecia había descubierto que podía aguantar sin respirar más tiempo del que creía posible. Y Daniel acababa de decirle que tenía la capacidad de superar sus limitaciones mortales siempre que quisiera. Así que lo hizo; se dio fuerzas para seguir con vida.
Pero eso no impidió que su captor volcara la mesa y mandara por los aires las piezas de cerámica y las extremidades cortadas de esculturas antiguas que había encima.
—Pareces… incómoda. —El ángel le enseñó los dientes ensangrentados mientras se reía y alargaba una mano enfundada en un guante negro hacia el bajo de su capa.
Pero se quedó petrificado cuando las plumas de una flecha estelar sobresalieron por el lugar donde, solo un momento antes, tenía el ojo derecho. Un chorro de sangre azul brotó de la cuenca vacía y manchó la capa de Luce. El ángel gritó y se puso a dar vueltas por la sala como un poseso, braceando, con el astil de la flecha asomando por su apergaminada cara.
Unas manos pálidas aparecieron delante de Luce, seguidas de las mangas de una gabardina marrón desgastada y una cabeza rubia rapada. Phil no dejó traslucir ninguna emoción cuando se arrodilló junto a ella.
—Aquí estás, Lucinda Price. —La levantó agarrándola por el cuello de la ceñida capa negra—. Había vuelto al palacio para ver cómo estabas.
La dejó encima de una mesa cercana. Ella se desplomó de inmediato, incapaz de sostenerse en pie. Emmet la puso derecha con tan poca emoción como su compañero.
Por fin Luce pudo echar un vistazo alrededor. Delante de ella, tres peldaños bajos conducían a una amplia sala principal. En el centro, un cordón rojo de terciopelo rodeaba la imponente estatua de un león. El animal estaba alzado sobre las patas traseras y rugía al cielo con los belfos levantados. Tenía la melena mellada y de tonos amarillentos.
El suelo de la sección del museo en obras estaba tapizado de alas de color azul grisáceo, lo que recordó a Luce un aparcamiento cubierto de langostas que había visto un verano en Georgia después de una tormenta. Los ángeles de la Balanza no estaban muertos, no se habían pulverizado, pero había tantos inconscientes que los Proscritos apenas podían caminar sin pisarles las alas. Phil y Emmet habían estado ocupados incapacitando al menos a cincuenta miembros de la Balanza. Algunos batían sus cortas alas azules de vez en cuando, pero ninguno movía el cuerpo.
Los seis Proscritos, Phil, Vincent, Emmet, Sanders, la otra Proscrita, cuyo nombre Luce desconocía, incluso Dédalo, con la cara vendada, estaban ilesos, sacudiéndose trozos de piel y huesos de sus gabardinas manchadas de azul.
La chica rubia, la que había ayudado a Dédalo a reponerse, agarró por el pelo a una componente de la Balanza que apenas respiraba. A la vieja le temblaron las mohosas alas azules cuando la Proscrita se puso a golpearle la cabeza contra una columna de mármol. La mujer chilló las cuatro o cinco primeras veces. Después, sus gritos se fueron apagando y los ojos saltones se le quedaron en blanco.
Phil trató de aflojar la camisa negra de fuerza que aprisionaba a Luce. Sus ágiles dedos compensaban su ceguera. Un ángel de la Balanza inconsciente cayó del techo y su mejilla magullada acabó entre el cuello y el hombro de Luce, que notó gotas de sangre caliente en el cuello. Cerró los ojos y se estremeció.
Phil apartó al ángel de una patada y lo mandó contra el captor de Luce, que seguía dando torpes vueltas por la sala, gimoteando.
—¿Por qué yo? —protestaba—. Yo obro con justicia.
—Tiene la aureola… —comenzó a decir Luce.
Pero Phil volvió a centrar su atención en el nauseabundo montón de alas azules, donde un ángel corpulento con la cabeza rapada se había levantado y se acercaba a Dédalo por detrás. Ya tenía una áspera capa negra suspendida sobre la cabeza del Proscrito y estaba a punto de apresarlo con ella.
—Enseguida vuelvo, Lucinda Price. —Phil dejó a Luce en la mesa y colocó una flecha en su arco. En un instante, se había interpuesto entre Dédalo y el ángel de la Balanza—. Suelta la capa, Zaban. —Phil parecía tan furibundo como la vez que apareció en el patio de los padres de Luce.
Ella se sorprendió al ver que se conocían por el nombre, pero, naturalmente, todos debían de haber convivido en el Cielo hacía tiempo. En aquel momento, costaba imaginarlo.
Zaban tenía los ojos azules llorosos y los labios azulados. Casi pareció contento cuando vio que Phil le apuntaba con una flecha estelar. Se echó la capa al hombro y se volvió hacia él, con lo que Dédalo quedó libre para coger a un ángel flaco por los pies. Le dio tres vueltas y lo arrojó por una ventana contra un alto andamio exterior.
—Me amenazas con dispararme, ¿verdad, Philip? —Zaban no despegaba los ojos de la flecha estelar—. ¿Quieres inclinar la balanza a favor de Lucifer? ¿Por qué no me sorprende?
Phil se enfureció.
—Tú no importas lo suficiente para que tu muerte incline la balanza.
—Al menos, nosotros contamos. Juntas, nuestras vidas importan para el equilibrio. La justicia siempre importa. Los Proscritos —Zaban sonrió con fingida lástima— no pintáis nada. Por eso sois seres despreciables.
Phil se hartó. No soportaba a aquel ángel de la Balanza. Con un gruñido, le lanzó la flecha al corazón.
—Al menos, pintaré más que tú —masculló, y esperó a que el viejo de alas azules se pulverizara.
Luce también esperó a que se convirtiera en polvo. Ya lo había visto en otras ocasiones. Pero la flecha rebotó en la capa de Zaban y cayó al suelo.
—¿Cómo has…? —preguntó Phil.
Zaban se rió y sacó un objeto de un bolsillo secreto de su capa. Luce se inclinó hacia delante, deseando ver cómo se había protegido, pero se pasó de la raya y cayó al suelo de bruces.
Nadie se dio cuenta. Todos tenían la vista clavada en el librito que Zaban había sacado de la capa. Luce se enderezó un poco y vio que estaba encuadernado en piel del mismo tono azul que las alas de los ángeles de la Balanza. Llevaba atado un cordón de oro. Parecía una Biblia, como las que los soldados de la guerra de Secesión solían meterse en el bolsillo de la camisa con la esperanza de que les protegiera el corazón.
El libro acababa de hacer justo eso.
Luce entrecerró los ojos para leer el título y se arrastró unos centímetros por el suelo. Seguía estando demasiado lejos.
Con un solo movimiento, Phil recuperó su flecha estelar y quitó el libro a Zaban de un manotazo. Por suerte, el libro cayó a unos palmos de Luce. Ella volvió a arrastrarse por el suelo, consciente de que no podría cogerlo, aprisionada como estaba por la capa. Aun así, tenía que saber qué contenían sus páginas. Le resultaba familiar, como si lo hubiera visto hacía muchísimo tiempo. Leyó las letras doradas del lomo:
Un registro de los caídos
Zaban corrió a cogerlo y se detuvo a unos centímetros de Luce, que yacía desprotegida en el centro de la sala. El ángel la fulminó con la mirada y se guardó el libro en el bolsillo.
—No, no —dijo—. No permitiré que tú lo veas. No permitiré que tú veas todo lo que ha logrado la Balanza. Ni lo que aún queda por hacer para alcanzar el equilibrio definitivo. No cuando has pasado todo este tiempo demasiado ocupada para prestarnos atención, para prestar atención a la justicia, enamorándote y desenamorándote sin pensar en nadie más.
Aunque Luce odiaba la Balanza, si existía un registro de los caídos, ardía en deseos de saber qué nombres aparecían en aquellas páginas, de ver si estaba el de Daniel. Eso era de lo que siempre hablaban los caídos. Del ángel que inclinaría la balanza.
Pero antes de que Zaban pudiera seguir criticándola, un par de alas níveas captó toda su atención: un ángel había entrado por el agujero más grande de las claraboyas.
Daniel se posó delante de ella y miró la capa que la inmovilizaba. Le examinó el cuello constreñido. Los músculos se le tensaron bajo la camiseta cuando trató de arrancarle la capa.
Con el rabillo del ojo, Luce vio que Phil cogía una piqueta de una mesa cercana y atacaba a Zaban con ella. El ángel se volvió con brusquedad para que no le diera en el pecho y Phil lo alcanzó en el brazo. El golpe fue tan fuerte que le segó la mano por la muñeca. Asqueada, Luce vio cómo caía al suelo el pálido puño ya flojo. De no ser por el chorro de sangre azul que manaba de él, podría haber pertenecido a una de las deterioradas estatuas.
—Átate la mano con uno de tus nudos —se mofó Phil cuando Zaban se puso a buscar su apéndice cortado entre los cuerpos magullados e inconscientes de su secta.
—¿Te duele? —Daniel tiró de los nudos que apresaban a Luce.
—No. —Luce trató de convencerse de que era verdad. Casi lo consiguió.
Cuando la fuerza bruta no dio resultado, Daniel cambió de estrategia.
—Tenía el cabo suelto hace un momento —murmuró—. Ahora está enredado dentro de la capa. —Cuando sus dedos le palparon el cuerpo, Luce los percibió próximos y, a la vez, distantes.
Más que cualquier otra parte del cuerpo, deseó tener las manos libres para poder tocar a Daniel y calmar sus nervios. Confiaba en que él podría liberarla. Confiaba en que él podría hacerlo todo.
¿Qué podía hacer ella para ayudarlo? Cerró los ojos y se transportó a su vida de Tahití. Daniel había sido marinero. Le había enseñado montones de nudos en las tranquilas tardes que habían pasado en la playa. Hizo memoria: el nudo mariposa alpino, que formaba un lazo fijo en mitad de una cuerda, útil para cargar más peso. O el nudo de los amantes, que parecía fácil y tenía forma de corazón, pero solo se podía deshacer utilizando las dos manos a la vez: cada una tenía que pasar una hebra por una parte distinta del centro acorazonado.
La capa le apretaba tanto que no podía mover ni un solo músculo. Daniel trató de ensanchar el cuello, pero consiguió justo lo contrario. Maldijo al ver que casi la estrangulaba.
—¡No puedo! —gritó por fin—. La camisa de fuerza de la Balanza está compuesta por infinitos nudos. Solo uno la desata. ¿Quién te ha hecho esto?
Luce señaló con la cabeza al ángel de alas azules que aullaba y se tambaleaba en un rincón junto a un fauno de mármol. Aún tenía la flecha estelar clavada en el ojo. Luce quiso explicar a Daniel que su captor había dejado a Olianna sin sentido con un asta de bandera, que la había apresado con la capa y la había llevado allí.
Pero ni siquiera podía hablar. La capa le apretaba demasiado.
Para entonces, Phil ya tenía al quejumbroso ángel agarrado por el cuello de su capa empapada de sangre. Le dio tres bofetadas antes de que él dejara de gimotear y echara las alas azules hacia atrás, alarmado. Luce vio que se le había formado una gruesa costra de sangre azul seca alrededor de la cuenca atravesada por la flecha estelar.
—Desátala, Barach —ordenó Daniel, reconociéndolo de inmediato, y Luce se preguntó hasta qué punto se conocían.
—Ni hablar. —Barach se inclinó y escupió un chorro de sangre azul y un par de dientecillos afilados.
En un instante, Phil le apuntaba entre los ojos con una flecha estelar.
—Daniel Grigori te ha ordenado que la desates. Tú obedecerás.
Barach se estremeció mientras miraba la flecha estelar con desdén.
—¡Veneno! ¡Veneno!
Una sombra oscura se cernió sobre el cuerpo de Phil.
Aturdida, Luce procesó la imagen de otro ángel de la Balanza, la vieja arrugada de mohosas alas azules. Debía de haber vuelto en sí. Atacó a Phil con la misma piqueta que él había utilizado con Zaban…
Pero, acto seguido, la vieja quedó pulverizada.
Detrás de ella, a unos tres metros de distancia, estaba Vincent, con un arco vacío en la mano. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza a Phil y se dio la vuelta para seguir vigilando la alfombra de alas azules.
Daniel miró a Phil y masculló:
—Debemos tener cuidado con cuántos eliminamos. La Balanza cuenta para el equilibrio. Un poco.
—Es una lástima —dijo Phil, con una extraña envidia en la voz—. Mataremos los menos posibles, Daniel Grigori. Pero preferiríamos eliminarlos a todos. —Alzó la voz para que Barach lo oyera—. Bienvenido al reino de las sombras. Los Proscritos somos más poderosos de lo que crees. Te mataría sin pensármelo dos veces, incluso sin pensármelo ni una sola vez. No obstante, te lo volveré a pedir: desátala.
Barach se quedó inmóvil, como si sopesara sus opciones, mientras parpadeaba con el ojo que le quedaba.
—¡Desátala! ¡No puede respirar! —rugió Daniel.
Barach gruñó y se acercó a Luce. Con sus avejentadas manos, desató una serie de nudos que ni Phil ni Daniel habían sabido encontrar. Sin embargo, Luce no notó ningún alivio en el cuello. No hasta que el ángel comenzó a susurrar para sus adentros.
Pese a estar mareada por la falta de oxígeno, las palabras se abrieron camino en su mente embotada. Eran palabras en un hebreo muy antiguo. Luce no sabía cómo conocía la lengua, pero la entendía.
Y el Cielo lloró al ver los pecados de sus hijos.
Las palabras resultaban casi ininteligibles. Daniel y Phil ni tan siquiera las oyeron. Luce no podía estar segura de haberlas oído bien, aunque, por otra parte, le resultaban muy familiares. ¿Dónde las había oído?
El recuerdo le vino a la cabeza más deprisa de lo que habría querido: un ángel de la Balanza distinto, capturando a otra encarnación de Luce con una capa más vieja que aquella. Había sucedido hacía mucho tiempo. Ella ya había pasado por aquello, ya la habían atado y liberado.
En esa vida, había caído en sus manos un objeto que no debía ver. Un libro, atado con un complicado nudo.
Un registro de los caídos.
¿Qué hacía con él? ¿Qué quería ver?
Lo mismo que quería ver en ese momento. Los nombres de los ángeles que aún no habían tomado partido. Pero, en esa ocasión, tampoco le habían dejado leer el libro.
Hacía mucho tiempo, Luce había tenido aquel libro en sus manos y, sin saber cómo, casi había desatado el nudo. Pero el ángel de la Balanza la había capturado e inmovilizado con su capa. Luce había visto cómo le temblaban las alas azules mientras ataba y reataba el libro, según él, para asegurarse de que sus dedos impuros no lo habían dañado. Luce le oyó susurrar aquellas palabras, las mismas extrañas palabras, justo antes de verlo derramar una lágrima sobre el libro.
El cordón de oro se desató como por arte de magia.
Cuando miró al ángel en ese momento, vio que una lágrima plateada se deslizaba por el laberinto de su apergaminada mejilla. Su aflicción parecía real, pero tenía un aire condescendiente, como si se apiadara de la suerte del alma de Luce. La lágrima cayó sobre la capa y los nudos se desataron misteriosamente.
Luce boqueó. Daniel terminó de arrancarle la capa. Ella levantó los brazos. Libertad.
Seguía abrazada a Daniel cuando Barach se acercó para decirle al oído:
—Jamás lo conseguirás.
—Silencio, enemigo —le ordenó Daniel.
Pero Luce quiso saber a qué se refería el ángel.
—¿Por qué no?
—¡Tú no eres la elegida! —exclamó Barach.
—¡Silencio! —gritó Daniel.
—Nunca, nunca, nunca. Ni en un millón de años —salmodió el ángel mientras restregaba su mejilla áspera como la lija contra la de Luce, justo antes de que Phil le clavara la flecha en el corazón.