Contratiempos
En Viena lloviznaba.
Las cortinas de niebla que envolvían la ciudad permitieron que Daniel y los Proscritos se posaran sin ser vistos en el alero de un edificio enorme antes de que hubiera anochecido del todo.
Lo primero que Luce vio fue la espléndida cúpula verde de cobre que brillaba entre la niebla. Daniel se posó delante de ella, en una parte inclinada del tejado de cobre repleta de charcos y circundada por una corta balaustrada de mármol.
—¿Dónde estamos? —preguntó mientras miraba los adornos dorados en forma de borla de la cúpula y sus ventanales ovalados, cuyos gravados florales estaban demasiado altos para que un mortal los viera, a menos que se hallara en brazos de un ángel.
—En el palacio imperial de Hofburg. —Daniel avanzó hasta el canalón que rodeaba el tejado. Sus alas rozaron la balaustrada de mármol, desluciéndola por el contraste—. La residencia de los emperadores, luego los reyes y ahora los presidentes de Viena.
—¿Es aquí donde están Arriane y los demás?
—Lo dudo —respondió Daniel—. Pero es un sitio agradable para orientarnos antes de ponernos a buscarlos.
Una laberíntica retícula de edificios anexos se extendía por debajo de la cúpula para completar el palacio. Algunos de ellos se distribuían alrededor de patios en sombra situados diez pisos por debajo; otros eran tremendamente rectos y se perdían en la densa niebla. Diversas partes de los tejados de cobre tenían distintas tonalidades de verde; algunos eran verde ácido, otros casi azulados, como si al edificio le hubieran ido añadiendo partes nuevas a largo de los años y la lluvia hubiera oxidado sus tejados en épocas distintas.
Los Proscritos se desplegaron alrededor de la cúpula. Unos se apoyaron en las achaparradas chimeneas recubiertas de hollín que salpicaban el tejado del palacio y otros se colocaron delante del asta que se erigía en el centro y lucía la bandera rojiblanca austríaca. Luce se quedó al lado de Daniel, entre él y una estatua de mármol. La escultura representaba a un caballero que llevaba yelmo y blandía una larga lanza dorada. Siguieron su mirada dirigida a la ciudad. Todo olía a humo de leña y lluvia.
Bajo la niebla, Viena centelleaba con el brillo de un millar de lucecitas de Navidad. Las calles estaban atestadas de extraños coches y transeúntes que caminaban a buen paso, habituados a una vida urbana que Luce desconocía casi por completo. Había montañas a lo lejos y el Danubio ceñía la ciudad con su fuerte brazo. Mientras contemplaba Viena junto a Daniel, Luce tuvo la impresión de que ya había estado allí. No estaba segura de cuándo, pero su sensación de que ya lo había visto todo era cada vez más fuerte.
Se concentró en el débil bullicio de una hilera de puestos navideños instalados en la rotonda que antecedía al palacio, en cómo titilaban las velas de los faroles de vidrio rojo, en cómo los niños se perseguían entre ellos, tirando de perros de madera con ruedas. Entonces sucedió: recordó con satisfacción que, una vez, Daniel le había comprado cintas de terciopelo rojo para el pelo allí mismo. El recuerdo era sencillo, alegre, ¡y suyo!
Lucifer no podía apropiarse de él. No podía robar aquel recuerdo, ni ningún otro. No a Luce, ni al mundo rutilante, asombroso e imperfecto que se extendía a sus pies.
La invadió la determinación de vencerlo, y también la indignación de saber que, por culpa de lo que él estaba haciendo porque ella se había negado a cumplir su deseo, todo aquello podía desaparecer.
—¿Qué pasa? —Daniel le puso una mano en el hombro.
Luce no quiso decírselo. No quería que supiera que, cada vez que pensaba el Lucifer, se enfurecía consigo misma.
El viento que comenzó a soplar disipó la niebla que se cernía sobre la ciudad y les permitió atisbar una noria que se erigía en la otra orilla del río. Las personas giraban en aquel círculo como si el mundo no fuera a acabarse nunca, como si la noria fuera a seguir rodando eternamente.
—¿Tienes frío? —Daniel la rodeó con su ala blanca. De algún modo, su peso sobrenatural le pareció opresivo al recordarle que sus limitaciones mortales, y la preocupación de Daniel por ellas, los estaban retrasando.
Lo cierto era que Luce estaba congelada, hambrienta y cansada, pero no quería que Daniel la consintiera. Tenían cosas importantes que hacer.
—Estoy bien.
—Luce, si estás cansada o asustada…
—He dicho que estoy bien, Daniel —espetó ella. No pretendía ser brusca y lo lamentó de inmediato.
A través de la espesa niebla, vio carruajes de caballos que transportaban a turistas y las siluetas borrosas de personas que trazaban sus vidas. Justo lo que ella trataba de hacer.
—¿Me he quejado mucho desde que salimos de Espada & Cruz? —preguntó.
—No. Has estado increíble…
—No voy a morirme ni a desmayarme solo porque haga frío o llueva.
—Lo sé. —La franqueza de Daniel la sorprendió—. Debería haber sabido que también tú lo sabías. En general, los mortales estáis limitados por vuestras necesidades y funciones fisiológicas: alimento, descanso, calor, cobijo, oxígeno, un persistente miedo a morir, etcétera. Por esa razón, la mayoría de las personas no estarían dispuestas a emprender este viaje.
—He llegado muy lejos, Daniel. Quiero estar aquí. No habría dejado que te fueras sin mí. Esto lo hemos decidido los dos.
—Bien. Entonces, escúchame: tienes la capacidad de romper tus ataduras mortales. De librarte de ellas.
—¿Qué? ¿No tengo que preocuparme del frío?
—No.
—De acuerdo. —Luce se frotó las manos congeladas—. ¿Ni del strudel de manzana?
—La mente domina a la materia.
Una sonrisa reticente asomó a los labios de Luce.
—Bueno, ya hemos dejado claro que tú puedes respirar por mí.
—No te infravalores. —Daniel le sonrió de forma fugaz—. Esto tiene que ver contigo más que conmigo. Pruébalo: dite que no tienes frío, que no tienes hambre, que no estás cansada.
—De acuerdo. —Luce suspiró—. No…
Había comenzado a mascullar, incrédula, pero entonces vio la mirada de Daniel. Daniel, que la creía capaz de hacer cosas de las que ella siempre se había considerado incapaz, que creía que su fuerza de voluntad había supuesto la diferencia entre conseguir la aureola y dejarla escapar. En ese momento tenía la aureola en las manos. Ahí estaba la prueba.
Y Daniel acababa de asegurarle que solo tenía necesidades mortales porque creía tenerlas. Decidió dar una oportunidad a aquella idea descabellada. Puso la espalda recta. Dirigió las palabras a la oscuridad neblinosa.
—Yo, Lucinda Price, no tengo frío, no tengo hambre, no estoy cansada.
Sopló una ráfaga de aire y el reloj del lejano campanario dio las cinco. Y Luce se sintió aligerada, libre del peso de su agotamiento. Estaba descansada, preparada para lo que fuera que le deparara la noche, decidida a tener éxito.
—Muy original, Lucinda Price —dijo Daniel—. Has trascendido tus cinco sentidos a las cinco en punto.
Luce le cogió el ala, se envolvió en ella y se dejó arropar por su calor. Esa vez, el peso del ala la conectó con una nueva fortaleza interior.
—Puedo hacer esto.
Daniel le rozó la coronilla con los labios.
—Lo sé.
Cuando Luce se separó de él, le sorprendió descubrir que los Proscritos ya no estaban en el tejado, mirándolos con sus ojos vacuos.
Se habían marchado.
—Han ido en busca de la Balanza —explicó Daniel—. Dédalo nos ha dado pistas de su paradero, pero necesito formarme una idea más precisa de dónde retienen a los ángeles para poder distraerles mientras los Proscritos los rescatan.
Se sentó en la cornisa, a horcajadas sobre la estatua dorada de un águila que oteaba la ciudad. Luce tomó asiento a su lado.
—No deberían tardar mucho, dependiendo de lo lejos que estén. Luego, necesitaré una media hora para someterme al protocolo de la Balanza —Daniel ladeó la cabeza mientras calculaba—, a menos que decidan convocar un tribunal, como hicieron la última vez que me hostigaron. Encontraré una forma de escurrir el bulto esta noche, de posponerlo para alguna otra fecha en la que no compareceré. —Le cogió la mano, concentrado—. Tendría que estar de vuelta hacia las siete, a más tardar. Eso son dos horas.
Luce tenía el cabello mojado por la niebla, pero, siguiendo el consejo de Daniel, se dijo que no le afectaba y, de golpe, dejó de notarlo.
—¿Estás preocupado por ellos?
—La Balanza no les hará daño.
—Entonces, ¿por qué se lo han hecho a Dédalo?
Luce imaginó a Arriane con los ojos hinchados y amoratados, a Roland con los dientes rotos y ensangrentados. No quería verlos como Dédalo de ninguna manera.
—Oh —dijo Daniel—. La Balanza puede ser feroz. Disfrutan infligiendo dolor, y es posible que causen un cierto malestar transitorio a nuestros amigos. Pero no les causarán ningún daño permanente. No matan. No es su estilo.
—¿Y cuál es su estilo? —Luce cruzó las piernas en el duro tejado mojado—. Aún no me has dicho quiénes son ni a qué nos enfrentamos.
—La Balanza se creó después de la Caída. Son un reducido grupo de… ángeles menores. Fueron los primeros en votar y tomaron partido por el Trono.
—¿Hubo una votación? —preguntó Luce, sin estar segura de haber oído bien. Aquello parecía más propio de unas elecciones que del Cielo.
—Después del cisma que dividió el Cielo, todos tuvimos que elegir un bando. Así pues, empezando por los ángeles con menores dominios, el Trono nos hizo llamar uno a uno para que le juráramos lealtad. —Daniel miró la niebla y dio la impresión de que volvía a verlo todo—. Se tardó una eternidad en llamar a los ángeles, de los más humildes a los más poderosos. Probablemente, el mismo tiempo que Roma tardó en nacer y caer. Pero la votación no había terminado cuando… —Daniel respiró de forma entrecortada.
—¿Cuando qué?
—Cuando sucedió una cosa que hizo que el Trono perdiera la fe en la hueste de ángeles…
Para entonces, Luce ya sabía que, cuando Daniel no terminaba las frases, no era porque no confiara en ella ni porque ella no fuera a entenderlo, sino porque, pese a todas las cosas que Luce había visto y aprendido, todavía era demasiado pronto para que supiera la verdad. Así pues, pese a sus ganas de hacerlo, no le preguntó qué había inducido al Trono a interrumpir la votación cuando sus ángeles más poderosos todavía no se habían definido. Dejó que Daniel volviera a hablar cuando estuviera listo.
—El Cielo expulsó a todos los ángeles que no se habían aliado con él. ¿Recuerdas que te dije que hubo unos cuantos ángeles que no llegaron a elegir? Eran los últimos en votar, los más poderosos. Después de la Caída, el Cielo se quedó sin la mayoría de sus arcángeles. —Daniel cerró los ojos—. La Balanza, que había tenido la suerte de poder votar, llenó ese vacío.
—Entonces, como la Balanza fue la primera en jurar lealtad al Cielo… —dijo Luce.
—Creyeron que les correspondía mayor honor que a los demás. —Daniel terminó la frase por ella—. Desde entonces, afirman que sirven al Cielo velando por el orden en la Tierra. Pero es un cargo inventado por ellos, no dispuesto por el Cielo. Con la ausencia de arcángeles después de la Caída, la Balanza se aprovechó del vacío de poder. Se arrogaron un papel, y convencieron al Trono de su importancia.
—¿Presionaron a Dios?
—Más o menos. Prometieron conseguir que los caídos volvieran al Cielo, reunir a los ángeles que se habían extraviado, devolverlos al redil. Se pasaron varios milenios animándonos a aliarnos con el bando «correcto», pero, en algún momento, dejaron de intentar convencernos. Ahora, mayormente, solo intentan controlarnos.
Su cólera se reflejó en la dureza de su mirada y Luce se preguntó qué podía ser tan malo en el Cielo para que él perseverara en su exilio voluntario. ¿No era la paz del Cielo preferible a su situación actual, con todos a la espera de que se decidiera?
Daniel se rió con amargura.
—Pero los ángeles que han regresado al Cielo no han necesitado la ayuda de la Balanza para hacerlo. Pregunta a Gabbe o a Arriane. La Balanza es una payasada. Aun así, han tenido éxito solamente una o dos veces.
—Pero ¿no contigo? —preguntó Luce—. Tú no has tomado partido. Por eso te persiguen, ¿no?
Un tranvía atestado de pasajeros entró en la rotonda y dobló por una callejuela.
—Llevan años persiguiéndome —explicó Daniel—, sembrando mentiras, inventando escándalos.
—Pero tú sigues sin jurar lealtad al Trono. ¿Por qué?
—Ya te lo he dicho. No es tan sencillo —respondió Daniel.
—Pero es evidente que no vas a aliarte con Lucifer.
—Sí, pero… No puedo explicar milenios de discusiones en unos pocos minutos. Hay factores fuera de mi control que complican la situación. —Daniel volvió a apartar los ojos. Contempló la ciudad y después se miró las manos—. Y es un insulto que te pidan que elijas, es un insulto que tu creador te exija que reduzcas la inmensidad de tu amor a un mero gesto durante una votación. —Suspiró—. No sé. Quizá soy demasiado sincero.
—No… —comenzó a decir Luce.
—En fin, la Balanza son los burócratas celestiales. Yo los imagino como directores de instituto. Rellenando impresos y castigando infracciones de poca importancia a normas en las que nadie cree o tiene interés, todo en nombre de la «moralidad».
Una vez más, Luce contempló la ciudad, que se estaba arrebujando en un mantón de oscuridad. Pensó en el director con halitosis de Dover, cuyo nombre no recordaba, quien nunca había tenido interés en su versión de la historia, quien había firmado su expulsión después del incendio que mató a Trevor.
—Ya me he encontrado con gente así.
—Tú y todos. La Balanza se obstina en hacer cumplir normas frívolas que se ha inventado y considera justas. No nos caen bien a ninguno, pero, por desgracia, el Trono les ha dado autoridad para que nos vigilen, para que nos detengan sin motivo, para que nos juzguen y nos condenen.
Luce volvió a estremecerse, y esa vez no fue de frío.
—¿Y crees que tienen a Arriane, a Roland y a Annabelle? ¿Por qué? ¿Por qué retenerlos?
Daniel suspiró.
—Sé que tienen a Arriane, a Roland y a Annabelle. Su odio no les deja ver que retrasarnos beneficia a Lucifer. —Tragó saliva—. Lo que más miedo me da es que también tengan la reliquia.
A lo lejos, cuatro pares de alas deslucidas aparecieron en la niebla. Proscritos. Cuando se acercaron al tejado del palacio, Luce y Daniel se levantaron para ir a su encuentro.
Los Proscritos se posaron al lado de Luce y sus alas crujieron como sombrillas de papel al plegarse. Tenían los rostros impasibles; nada en su actitud daba a entender que su viaje hubiera tenido éxito.
—¿Y bien? —preguntó Daniel.
—La Balanza se ha instalado junto al río —anunció Vincent al tiempo que señalaba en la dirección de la noria—. En una sección vacía de un museo. Está en obras, llena de andamios, por lo que nadie ha advertido su presencia. No hay alarmas.
—¿Estáis seguros de que es la Balanza? —se apresuró a preguntar Daniel.
Uno de los Proscritos asintió.
—Hemos percibido sus marcas, sus insignias doradas: la estrella de siete puntas por las siete santas virtudes que llevan pintada en el cuello.
—¿Qué hay de Roland, Arriane y Annabelle? —intervino Luce.
—Los tiene la Balanza. Les han atado las alas —respondió Vincent.
Luce apartó la vista y se mordió el labio. Para un ángel, debía de ser espantoso que le ataran las alas. No soportaba pensar en Arriane privada de la libertad para batir sus alas iridiscentes. No imaginaba ninguna sustancia capaz de contener la potencia de las alas jaspeadas de Roland.
—Si sabemos dónde están, vayamos a rescatarlos ya —dijo.
—¿Y la reliquia? —preguntó Daniel a Vincent en voz baja.
Luce lo miró con la boca abierta.
—Daniel, nuestros amigos están en peligro.
—¿La tienen? —insistió Daniel. Miró a Luce con el rabillo del ojo y la rodeó por la cintura—. Todo está en peligro. Los salvaremos, pero también tenemos que encontrar la reliquia.
—No sabemos nada de la reliquia. —Vincent negó con la cabeza—. El almacén está muy vigilado, Daniel Grigori. Esperan tu llegada.
Daniel les dio la espalda y escrutó el río con sus ojos violetas, como si buscara el almacén. Las alas le vibraron.
—No van a esperar mucho.
—¡No! —le suplicó Luce—. Es una trampa. ¿Y si te toman como rehén, igual que han hecho con ellos?
—Ellos deben de haber provocado su ira. Mientras me ciña al protocolo, mientras alimente su vanidad, la Balanza no me hará prisionero —dijo Daniel—. Iré solo. —Se volvió hacia los Proscritos y añadió—: Sin armas.
—Pero nuestra misión es protegerte —objetó Vincent sin alterar la voz—. Te seguiremos a distancia y…
—No. —Daniel alzó la mano para interrumpirle—. Vosotros tomaréis el tejado del almacén. ¿Habéis percibido a algún ángel de la Balanza allí?
Vincent asintió.
—A algunos. La mayoría están cerca de la entrada.
—Bien. —Daniel asintió—. Utilizaré sus métodos contra ellos. En cuanto llame a su puerta, la Balanza se entretendrá identificándome, cacheándome por si llevo algo de contrabando, cualquier cosa que puedan hacer pasar por ilegal. Mientras los distraigo cerca de la entrada, los Proscritos tomáis el tejado y liberaréis a Roland, a Arriane y a Annabelle. Y si os encontráis a un miembro de la Balanza…
De forma simultánea, los Proscritos abrieron sus gabardinas para enseñarle los carcajes de flechas estelares romas y los arcos compactos que llevaban ocultos en ellas.
—No podéis matarlos —les advirtió Daniel.
—Por favor, Daniel Grigori —le suplicó Vincent—, todos estaremos mejor sin ellos.
—No solo los llaman la Balanza por su obsesión con las normas. También son necesarios como contrapeso al ejército de Lucifer. Tenéis suficientes reflejos para esquivar sus capas. Solo necesitamos retrasarlos y, para eso, bastará con una amenaza.
—¡Pero ellos quieren retrasarte a ti! —replicó Vincent—. Tanto retraso conducirá al olvido.
Luce estaba a punto de preguntar dónde encajaba ella en aquel plan cuando Daniel la abrazó.
—Necesito que te quedes aquí para vigilar la reliquia. —Ambos miraron la aureola apoyada en la base de la estatua del caballero. Estaba perlada de lluvia—. Por favor, no protestes. No podemos dejar que la Balanza se acerque a la aureola. Tú y ella estaréis más seguras aquí. Olianna se quedará para protegerte.
Luce miró a la Proscrita, que clavó en ella sus impenetrables ojos grises.
—Está bien. Me quedaré.
—Esperemos que no tengan la segunda reliquia —dijo Daniel mientras echaba las alas hacia atrás—. En cuanto hayamos liberado a los ángeles, pensaremos en cómo encontrarla.
Luce apretó los puños, cerró los ojos y besó a Daniel mientras lo abrazaba estrechamente.
Él alzó el vuelo un segundo después y sus regias alas fueron empequeñeciéndose conforme se adentraba en la noche acompañado de los tres Proscritos. Pronto, todos parecieron meras motas de polvo entre las nubes.
Olianna no se había movido. Parecía una versión con gabardina de cualquiera de las estatuas del tejado. Estaba vuelta hacia Luce, cruzada de brazos y con el pelo rubio de la frente tan tirante por la coleta que parecía que fuera a quebrársele. Cuando introdujo la mano en la gabardina, el aire se impregnó de un penetrante olor a serrín. Cuando sacó una flecha estelar y la colocó en el arco, Luce retrocedió varios pasos.
—No tengas miedo, Lucinda Price —dijo Olianna—. Solo quiero estar preparada por si aparece un enemigo.
Luce trató de no imaginar a qué enemigos se refería la chica rubia. Volvió a sentarse en el tejado y se cobijó del viento detrás de la estatua del caballero de la lanza dorada, más por hábito que por necesidad. Cambió de postura para seguir viendo el reloj dorado del alto campanario de ladrillo marrón. Las cinco y media. Iba a contar los minutos hasta que Daniel y los Proscritos regresaran.
—¿Quieres sentarte? —preguntó a Olianna, que estaba justo detrás de ella con la flecha lista.
—Prefiero vigilar de pie…
—Sí, mejor vigilar de pie que esperar sentada —masculló Luce—. Ja, ja.
Abajo sonó una sirena, un coche patrulla que circulaba por una rotonda a toda velocidad. Cuando se alejó y el ruido cesó, Luce no supo cómo llenar el silencio.
Miró el reloj con los ojos entrecerrados, como si con eso pudiera ver a través de la niebla. ¿Había llegado Daniel ya al almacén? ¿Qué harían Arriane, Roland y Annabelle cuando vieran a los Proscritos? Cayó en la cuenta de que Daniel no les había dado una pluma como había hecho con Phil. ¿Cómo sabrían que los Proscritos eran de fiar? Estaba tan encorvada que los hombros le rozaban las orejas y tenía el cuerpo agarrotado de lo frustrada e inútil que se sentía. ¿Por qué permanecía allí sentada, esperando, haciendo bromas absurdas? Debería tener un papel más activo en aquello. Al fin y al cabo, la Balanza no la quería a ella. Debería estar ayudando a rescatar a sus amigos o a encontrar la reliquia, no allí sentada, como una damisela en apuros a la espera de que su caballero regrese.
—¿Te acuerdas de mí, Lucinda Price? —La Proscrita habló en voz tan baja que Luce apenas la oyó.
—¿Por qué, de repente, los Proscritos os dirigís a nosotros por nuestro nombre completo? —Al volverse, Luce vio que la chica tenía la cabeza inclinada hacia ella y el arco apoyado en el hombro.
—Es una muestra de respeto, Lucinda Price. Ahora sois nuestros aliados. Tú y Daniel Grigori. ¿Te acuerdas de mí?
Luce pensó un momento.
—¿Estabas con los Proscritos que lucharon contra los ángeles en el patio de mis padres?
—No.
—Lo siento. —Luce se encogió de hombros—. No recuerdo nada de mi pasado. ¿Nos conocemos?
La Proscrita alzó la cabeza solo un poco.
—Antes nos conocíamos.
—¿Cuándo?
La chica se encogió de hombros con delicadeza y Luce advirtió que era bonita.
—Solo antes. Es difícil de explicar.
—¿Hay algo que no lo sea? —Luce le dio la espalda, sin verse con ánimos para descifrar otra enigmática conversación. Metió las manos congeladas en las mangas del jersey y miró el tráfico que circulaba por las lustrosas calles, los diminutos coches aparcados muy juntos en callejones tortuosos, los transeúntes con largos abrigos negros que cruzaban puentes iluminados llevando bolsas de comestibles a casa para sus familias.
Se sintió dolorosamente sola. ¿Pensaba su familia en ella? ¿La imaginaban sus padres en su pequeña habitación de Espada & Cruz? ¿Había llegado Callie ya a Dover? ¿Estaría acurrucada en el frío banco de su ventana, esperando a que se le secaran las uñas pintadas de rojo, charlando por el móvil sobre su extraña cena de Acción de Gracias con una amiga que no era Luce?
Un nubarrón pasó por delante del reloj y lo tapó mientras daba las seis. Daniel llevaba ausente una hora que parecía un año. Luce observó las campanas de la iglesia mientras repicaban, miró las manecillas del enorme reloj, y dejó que su recuerdo la transportara a las vidas que había tenido antes de la invención del tiempo lineal, cuando el paso del tiempo se medía por las estaciones del año, por la siembra y la cosecha.
Después de la sexta campanada del reloj, se oyó otro ruido seco, más próximo, y Luce giró sobre sus talones justo a tiempo de ver a Olianna desplomándose. La Proscrita cayó en sus brazos como un peso muerto. Luce le dio la vuelta y le tocó la cara.
Olianna estaba inconsciente. El ruido que Luce había oído era el golpe que le habían asestado en la cabeza.
Ante Luce había una figura gigantesca con una capa negra. El hombre tenía la cara muy arrugada y parecía viejísimo. La piel le colgaba en fláccidas capas por debajo de los apagados ojos azules y el protuberante mentón, y tenía los dientes torcidos y cariados. En su enorme mano derecha, llevaba el asta que debía de haber utilizado como arma. La bandera austríaca pendía del extremo y ondeaba con suavidad sobre la superficie del tejado.
Luce se levantó de un salto y alzó los puños en el mismo momento en que se preguntó de qué iban servirle contra un enemigo tan descomunal.
El hombre tenía las alas de un tono azul tan pálido que casi parecía blanco. Pese a su estatura, sus alas eran pequeñas y compactas, solo un poco más largas que sus brazos.
Llevaba algo pequeño y dorado prendido de la capa: una pluma, una pluma dorada y negra. Luce sabía a quién pertenecía. Pero ¿qué razón podía tener Roland para dar una pluma suya a aquel ser?
Ninguna. La pluma estaba doblada y cortada, y le faltaban varias barbas en la parte del cañón. Tenía el extremo manchado de sangre y, en lugar de estar tiesa como la brillante pluma que Daniel había dado a Phil, parecía haberse marchitado cuando aquel ángel espantoso se la había prendido de la capa.
Una trampa.
—¿Quién eres? —preguntó Luce mientras caía de rodillas—. ¿Qué quieres?
—Tenme respeto. —Al ángel se le crispó la garganta como si tuviera intención de gritarle, pero la débil voz le tembló.
—Gánate mi respeto —dijo Luce—. Y te lo tendré.
El ángel le sonrió con malevolencia, agachó la cabeza y se bajó la capa para enseñarle la nuca. Luce parpadeó en la oscuridad. En su cuello había una estrella dorada que centelleó bajo la luz de las farolas y la luna. Luce contó siete puntas.
Era un ángel de la Balanza.
—¿Me reconoces ahora?
—¿Es así como actúan los esbirros del Trono? ¿Aporreando a ángeles inocentes?
—Ningún Proscrito es inocente. De hecho, nadie lo es hasta que se demuestre lo contrario.
—Tú has demostrado que no tienes honor al atacar a una chica por la espalda.
—Insolente. —El ángel arrugó la nariz—. La insolencia no te llevará muy lejos conmigo.
—Lejos de ti es justo donde quiero estar. —Luce lanzó una mirada a la pálida mano de Olianna y a la flecha estelar que sujetaba.
—Pero no es donde vas a quedarte —dijo el ángel titubeando, como si tuviera que obligarse a seguir con sus ilógicas pullas.
Luce cogió la flecha estelar cuando el ángel se abalanzó sobre ella. Pero aquel viejo era mucho más rápido y fuerte de lo que parecía. Le arrebató la flecha estelar y le asestó un bofetón. Cuando Luce se desplomó boca arriba en el tejado de piedra, le puso la punta de la flecha cerca del corazón.
«Las flechas estelares no matan a los mortales. Las flechas estelares no matan a los mortales», se repitió mentalmente Luce. Pero entonces recordó su conversación con Bill: ella poseía una parte inmortal que sí podía morir. Su alma. Y no tenía ninguna intención de separarse de ella, no después de todo lo que había pasado, no cuando el final estaba tan cerca.
Alzó la pierna, dispuesta a asestarle una patada como había visto hacer en las películas de kung-fu, cuando, de pronto, el ángel arrojó la flecha por el borde del tejado. Luce volvió la cabeza y, con la mejilla pegada a la fría piedra, la vio precipitarse hacia las parpadeantes luces navideñas de las calles vienesas.
El ángel de la Balanza se limpió las manos en la capa.
—¡Veneno! —Después, agarró a Luce por los hombros y la levantó del suelo.
Apartó a la Proscrita de una patada (Olianna gimió, pero no volvió en sí). Debajo de su delgado cuerpo envuelto en la gabardina, estaba la aureola dorada.
—Ya imaginaba que la encontraría aquí —dijo el ángel de la Balanza mientras la cogía y la guardaba debajo de la capa.
—¡No! —Luce metió las manos en el agujero negro que acababa de engullir la aureola, pero el ángel le asestó otro bofetón. Luce salió disparada hacia atrás y se quedó con el cabello colgando por el borde del tejado.
Se agarró la cara. Le sangraba la nariz.
—Eres más peligrosa de lo que ellos piensan —graznó el ángel—. Nos habían dicho que eras cobarde, no valiente. Será mejor que te ate antes de irnos.
El ángel se quitó la capa con rapidez y se la puso por la cabeza como si fuera una cortina, lo cual le impidió ver durante un angustioso momento. Después, la noche vienesa y el ángel de la Balanza volvieron a ser visibles. Luce vio que, debajo de la capa con la que acababa de envolverla, llevaba puesta otra idéntica. El ángel se agachó, tiró de un cordel y la capa se ciñó alrededor de Luce como una camisa de fuerza. Cuando ella pataleó y se retorció, la capa le apretó todavía más.
Dio un grito.
—¡Daniel!
—No te oirá. —El ángel se rió de forma desagradable mientras la cogía bajo el brazo y se dirigía al borde del tejado—. No te oiría aunque gritaras para siempre.