Como un millón de besos
Se posaron en un elevado desierto de montaña justo antes de que despuntara el alba. Por el este, el horizonte salpicado de nubes ocres había comenzado a teñirse de hermosas tonalidades rosas y doradas que curaban la morada magulladura de la noche.
Daniel depositó a Luce en una llana meseta rocosa, tan seca e implacable que ni siquiera la vegetación desértica más resistente crecía en ella. El árido paisaje montañoso se extendía hasta el infinito alrededor de ellos, salpicado de valles profundos sumidos en la oscuridad y picos con colosales rocas anaranjadas que parecían desafiar a la fuerza de la gravedad. Hacía frío y viento, y el aire era tan seco que dolía al tragarlo. Apenas había espacio para que Daniel, Luce y los cinco Proscritos que les habían acompañado cupieran de pie en la meseta rocosa.
Cuando Daniel echó las alas hacia atrás, a Luce se le llenó el pelo de una arena muy fina.
—Aquí estamos. —Daniel casi parecía reverente.
—¿Dónde? —Luce se subió el cuello del jersey blanco para protegerse las orejas del viento.
—En el monte Sinaí.
Luce aspiró una bocanada de aire seco y arenoso, y se dio la vuelta para contemplar el paisaje mientras, al este, una hermosa luz dorada se extendía sobre las montañas.
—¿Es aquí donde Dios entregó los Diez Mandamientos a Moisés?
—No. —Daniel señaló por encima del hombro de Luce hacia un lugar situado a unos cien metros al sur. Allí, un grupo de mochileros que parecían muñequitos ascendía en fila por un terreno más clemente. El frío y ralo aire desértico propagó sus voces. Sus débiles risas resonaron misteriosamente en las silenciosas cumbres montañosas. Uno de ellos bebió de una botella de agua de plástico azul—. Ahí es donde Moisés recibió los Diez Mandamientos. —Daniel extendió los brazos y miró el pequeño círculo de roca en el que se encontraban—. Este es el sitio desde el que lo vimos algunos ángeles. Gabbe, Arriane, Roland, Cam… —Fue señalando las partes de la meseta en las que había estado cada ángel—, y unos cuantos más.
—¿Y tú?
Daniel se puso enfrente de ella y avanzó tres pasitos hasta que sus torsos se tocaron y las puntas de sus pies se solaparon.
—Justo —la besó— aquí.
—¿Cómo fue?
Daniel apartó la vista.
—Fue el primer pacto oficial con el hombre. Hasta entonces, Dios solo había pactado con los ángeles. A algunos ángeles les pareció una traición, que alteraba el orden natural de las cosas. Otros pensaban que lo habíamos provocado nosotros, que era una evolución natural.
Por un momento, el violeta de sus ojos brilló con más intensidad.
—Los demás ya deben de estar de camino. —Se volvió hacia los Proscritos, cuyas oscuras siluetas quedaban recortadas contra el cielo cada vez más claro—. ¿Os quedaréis vigilando hasta que lleguen?
Phil asintió. Los otros cuatro Proscritos se colocaron detrás de él y el viento azotó los deslucidos bordes de sus sucias alas.
Daniel se tapó el cuerpo con el ala izquierda e introdujo la mano derecha dentro como un mago que rebusca bajo su capa.
—¿Daniel? —preguntó Luce mientras se acercaba a él—. ¿Qué pasa?
Con los dientes apretados, Daniel negó con la cabeza. Después torció el gesto y gritó de dolor, dos cosas que Luce no había presenciado jamás. Se puso tensa.
—¿Daniel?
Cuando él se relajó y bajó el ala, llevaba algo blanco y brillante en la mano.
—Tendría que haberlo hecho antes —dijo.
Parecía una tira de tela, suave como la seda, pero más tiesa. Tenía treinta centímetros de longitud y varios de anchura, y tembló cuando el frío viento la azotó. ¿Se había arrancado Daniel un trozo de ala? Luce gritó horrorizada y la cogió sin pensar. ¡Era una pluma!
Mirar las alas de Daniel, sentirse envuelta en ellas, era olvidar que estaban hechas de meras plumas. Luce siempre había supuesto que su composición era misteriosa y ultramundana, divina. Aunque, por otra parte, aquella pluma no se parecía a ninguna que hubiera visto: ancha, tupida, rebosante de la misma fuerza que corría por las venas de Daniel.
Entre sus dedos, la pluma era la cosa más suave y, no obstante, más fuerte que había tocado jamás, y la más hermosa, hasta que se fijó en la sangre que brotaba del lugar del ala del que Daniel se la había arrancado.
—¿Por qué lo has hecho? —preguntó.
Daniel le dio la pluma a Phil y él se la puso en el ojal de la solapa de la gabardina sin vacilar.
—Es una insignia —explicó Daniel mientras se miraba la parte ensangrentada del ala sin ninguna preocupación—. Si, por casualidad, los demás llegan solos, sabrán que los Proscritos son amigos. —Vio que Luce tenía los ojos como platos, clavados en la sangre de su ala—. No te preocupes por mí. Me curaré. Vamos…
—¿Adónde vamos? —preguntó Luce.
—El sol está a punto de salir —respondió Daniel mientras cogía la pequeña bolsa de cuero que llevaba Phil—. E imagino que estarás muerta de hambre.
Luce no se había dado cuenta, pero lo estaba.
—He pensado que podíamos pasar un rato a solas antes de que aparezca alguien más.
Había un sendero empinado y estrecho que conducía a un pequeño saliente rocoso. Comenzaron a bajar con cuidado, cogidos de la mano, y, cuando la pendiente fue excesiva, Daniel la salvó volando, sin apenas separarse del suelo, con las alas muy pegadas a los costados.
—No quiero alarmar a los excursionistas —explicó—. En casi todos los lugares de la Tierra, la gente no está dispuesta a permitirse ver milagros, ángeles. Si nos ve pasar volando, se convence de que los ojos le han jugado una mala pasada. Pero en un lugar así…
—La gente ve milagros. —Luce terminó la frase por él—. Quiere hacerlo.
—Exacto. Y, si ve alguna cosa, comienza a hacerse preguntas.
—Y las preguntas traen…
—Problemas. —Daniel se rió un poco.
Luce no pudo evitar sonreír, encantada de que, al menos durante un ratito, el milagro de Daniel fuera suyo y de nadie más.
Se sentaron juntos en el pequeño saliente plano. En aquel lugar remoto, protegidos del viento por una roca de granito, nadie los veía aparte de una perdiz parda que brincaba entre las piedras. La vista, cuando Luce miró a lo lejos, era impresionante: un círculo de montañas con picos en sombra y otros bañados de luz, más brillantes segundo a segundo conforme el sol ascendía sobre el horizonte rosa.
Daniel abrió la bolsa de cuero y miró en su interior. Negó con la cabeza y se rió.
—¿Qué te hace tanta gracia? ¿Qué hay en la bolsa? —preguntó Luce.
—Antes de salir de Venecia, he pedido a Phil que cogiera algo de comer. Nadie como un Proscrito ciego para preparar una comida nutritiva. —Sacó un bote de Pringles al pimentón, una bolsa roja de bolas de chocolate Maltesers, bombones Baci envueltos en papel de aluminio azul, un paquete de chicles, varios botellines de Coca-Cola light y unas cuantas cajitas con sobres de café en polvo.
Luce se echó a reír.
—¿Te matará esto el gusanillo? —preguntó Daniel.
Luce se acurrucó contra él y se tomó unas cuantas bolas de chocolate mientras miraba el cielo rosa, que se volvió dorado y después azul conforme el sol coronaba los picos y valles. La luz proyectaba extrañas sombras en las grietas de la montaña. Al principio Luce supuso que al menos algunas de ellas serían Anunciadoras, pero luego advirtió que no era así: eran meras sombras creadas por la luz cambiante. Cayó en la cuenta de que hacía días que no veía una Anunciadora.
Era muy raro. A lo largo de semanas, meses, habían ido apareciendo ante ella cada vez con más frecuencia, hasta que apenas podía mirar sin ver una vibrando en un rincón, llamándola. Pero parecían haberse esfumado.
—Daniel, ¿qué les ha pasado a las Anunciadoras?
Él se recostó en la roca y respiró hondo antes de decir:
—Están con Lucifer y la hueste del Cielo. Ellas también forman parte de la Caída.
—¿Qué?
—Esto no ha pasado nunca. Las Anunciadoras pertenecen a la historia. Son las sombras de acontecimientos importantes. Fueron generadas por la Caída. Por eso, cuando Lucifer la reinició, todas volvieron a ella.
Luce trató de imaginarlo: un millón de sombras temblorosas rodeando una gran esfera oscura, lamiendo la superficie del olvido como manchas solares.
—Por eso hemos tenido que venir volando en vez de utilizar una Anunciadora —dijo Luce.
Daniel asintió y se comió una patata frita, más por el hábito de convivir con mortales que por la necesidad de alimentarse.
—Las sombras desaparecieron poco después de que volviéramos del pasado. El momento en el que estamos ahora, los nueve días a partir de la intervención de Lucifer, es como estar en el limbo. Se ha desgajado del resto de la historia y, si fracasamos, dejará de existir por completo.
—¿Dónde está exactamente? Me refiero a la Caída.
—En otra dimensión, en ningún sitio que sepa describir. Estábamos más cerca cuando te cogí al vuelo, después de que Lucifer te soltara, pero seguíamos estando muy lejos.
—Nunca pensé que diría esto, pero… —Luce contempló la quietud de las sombras normales y corrientes— las echo de menos. Las Anunciadoras eran mi vínculo con mi pasado.
Daniel le cogió la mano y la miró de hito en hito.
—El pasado es importante por toda la información y sabiduría que encierra. Pero puedes perderte en él. Tienes que aprender a conservar el conocimiento del pasado mientras vives el presente.
—Pero ahora que ya no están…
—Ahora que ya no están, puedes hacerlo sola.
Luce negó con la cabeza.
—¿Cómo?
—Veamos —dijo Daniel—. ¿Ves ese río cerca del horizonte? —Señaló un hilillo azul que serpenteaba por la desértica llanura. Estaba tan lejos que Luce apenas alcanzaba a verlo.
—Sí, creo que lo veo.
—He vivido cerca de aquí en varios períodos distintos, pero, una de las veces, hace ya siglos, tuve un camello que se llamaba Oded. Era el animal más perezoso del mundo. Se dormía mientras le daba de comer, y llegar al campamento beduino más próximo a la hora del té resultaba casi imposible. Pero la primera vez que te vi en esa vida…
—Oded echó a correr —dijo Luce, sin pensar—. Yo di un grito porque creía que iba a aplastarme. Tú dijiste que nunca lo habías visto moverse así.
—Sí, bueno —observó Daniel—. Le caías bien.
Se quedaron callados, mirándose, y Daniel se echó a reír cuando a Luce se le desencajó la mandíbula.
—¡Lo he hecho! —gritó ella—. Estaba ahí, en mi memoria, una parte de mí. Como si hubiera pasado ayer. ¡Me ha venido a la cabeza sin pensar!
Era un milagro. De algún modo, todos los recuerdos de todas las vidas que se habían perdido cada vez que Lucinda moría en los brazos de Daniel estaban hallando el camino hasta ella, igual que Luce siempre hallaba el camino hasta Daniel.
No. Era ella la que estaba hallando el camino hasta sus recuerdos.
Era como si una puerta se hubiera abierto después de sus viajes por las Anunciadoras. Aquellos recuerdos se habían quedado con ella, de Moscú a Helston o Egipto. Ahora, cada vez podía acceder a más.
De golpe, supo quién era, y no solo era la Luce Price de Thunderbolt, Georgia. Era cada una de las chicas que había sido, una amalgama de experiencias, errores, logros y, sobre todo, amor.
Era Lucinda.
—Deprisa —dijo a Daniel—. ¿Podemos probar otra vez?
—Vale. ¿Qué te parece otra vida en el desierto? Vivías en el Sahara cuando te encontré. Eras alta y desgarbada, y la corredora más veloz de tu poblado. Pasé por allí un día, cuando iba a visitar a Roland, y me paré a pasar la noche en el manantial más cercano. Todos los otros hombres desconfiaron mucho de mí, pero…
—¡Pero mi padre te pagó tres pieles de cebra por la navaja que llevabas en la mochila!
Daniel sonrió.
—Sabía regatear.
—Esto es increíble —dijo Luce, casi sin aliento. ¿Cuánto más tenía en la cabeza que no sabía? ¿Hasta qué época podía remontarse? Miró a Daniel, se llevó las rodillas al pecho y se inclinó hacia él hasta que sus frentes casi se tocaron—. ¿Te acuerdas de todo lo que ha sucedido en nuestros pasados?
Daniel le sonrió con la mirada.
—A veces, el orden de las cosas se me mezcla. Admito que no recuerdo largos períodos que he pasado solo, pero me acuerdo de todas las primeras veces que he visto tu cara, de todos tus besos, de todos los recuerdos que he construido contigo.
Luce no esperó a que Daniel la besara. Pegó los labios a los suyos y se deleitó con su gemido de grata sorpresa. Quería liberarlo de todo el dolor que había sentido cada vez que la perdía.
Besar a Daniel era tan nuevo como familiar, tan fascinante e inconfundible como un recuerdo de infancia que parecía un sueño hasta que se encontraban pruebas fotográficas en una vieja caja del desván. Luce se sentía como si acabara de descubrir un hangar repleto de colosales fotografías y todos aquellos momentos olvidados hubieran sido librados de su cautiverio en lo más oculto de su alma.
Lo besaba en ese momento, pero también lo besaba en uno anterior. Casi podía palpar la historia de su amor, notar el sabor de su esencia en la lengua. Sus labios no solo reseguían los de Daniel en ese momento, sino también en otro beso que se habían dado, un beso más antiguo, un beso como aquel, con su boca justo ahí y los brazos de Daniel rodeándola por la cintura justo así. Deslizó la lengua entre los dientes de Daniel y eso también le recordó otra serie de besos, todos ellos embriagadores. Cuando Daniel le pasó la mano por la espalda, ella sintió un centenar de estremecimientos como aquel. Y cuando abrió y cerró los ojos, verlo a través de la maraña de sus pestañas le caló tan hondo como mil besos.
—Daniel. —La voz apagada de un Proscrito puso fin a la fantasía de Luce. El pálido muchacho se erguía sobre ellos en la roca donde estaban apoyados. Detrás de sus alas grises casi translúcidas, Luce vio una nube surcando el cielo.
—¿Qué pasa, Vincent? —preguntó Daniel mientras se ponía de pie. Debía de saber cómo se llamaban los Proscritos del tiempo que habían convivido en el Cielo antes de la Caída.
—Siento la interrupción —dijo el Proscrito, sin tener la habilidad social de desviar la mirada de las sonrojadas mejillas de Luce. Al menos, no podía vérselas.
Luce se levantó con rapidez, se arregló el jersey y se puso una mano fría en el rostro, sofocado.
—¿Han llegado los demás? —gritó Daniel.
El Proscrito se quedó inmóvil.
—No exactamente.
Daniel rodeó a Luce por la cintura con el brazo derecho. Batió una vez las alas y salvó la pared rocosa de quince metros como un mortal subiría el peldaño de una escalera. A Luce le dio un vuelco el estómago cuando dejaron de tocar el suelo.
Daniel la depositó en la meseta, se dio la vuelta y vio a los cinco Proscritos que les habían acompañado apiñados alrededor de un compañero. Cuando vio al sexto Proscrito, echó bruscamente las alas hacia atrás de la impresión.
El chico era menudo, de constitución delgada y pies grandes. Llevaba la cabeza rapada. Tendría unos catorce años si los Proscritos envejecieran en años mortales. Le habían dado una paliza. Tremenda.
Tenía la cara rasguñada como si lo hubieran lanzado contra una pared de ladrillo de forma reiterada. El labio le sangraba tanto que tenía los dientes cubiertos de sangre. Al principio, Luce no la identificó como sangre, porque los Proscritos no la tenían roja, sino gris claro. La del chico era gris ceniza.
El Proscrito gimoteaba y susurraba algo que Luce no entendía mientras yacía boca arriba en la roca y dejaba que sus compañeros lo atendieran.
Los Proscritos trataron de levantarlo para quitarle la sucia gabardina, que tenía varios desgarrones y una manga arrancada. Pero el chico gritó con tanta violencia que hasta Phil se ablandó y volvió a tenderlo en el suelo.
—Tiene las alas rotas —dijo Phil, y Luce advirtió que, en efecto, las sucias alas estaban extendidas en el suelo en una posición que no era natural—. No sé cómo ha conseguido llegar.
Daniel se arrodilló junto al Proscrito y le tapó el sol que le daba en la cara.
—¿Qué ha pasado, Dédalo? —Le puso una mano en el hombro y eso pareció calmarlo.
—Es una trampa —balbució Dédalo mientras escupía sangre cenicienta en la solapa de su gabardina.
—¿El qué? —preguntó Vincent.
—¿De quién? —añadió Daniel.
—De la Balanza. Quieren la reliquia. Están esperando en Viena… a tus amigos. Un gran ejército.
—¿Ejército? ¿Ahora luchan abiertamente contra los ángeles? —Daniel movió la cabeza con incredulidad—. Pero no pueden tener flechas estelares.
Dédalo abrió mucho los ojos blancos a causa del dolor.
—No pueden matarnos. Solo nos han torturado…
—¿Habéis luchado contra la Balanza? —Daniel parecía alarmado e impresionado. Luce seguía sin comprender qué era la Balanza. Se los imaginaba vagamente como siniestras prolongaciones del Cielo que se alargaban hacia el mundo—. ¿Qué ha pasado?
—Lo hemos intentado. Son más.
—¿Qué hay del resto, Dédalo? —El tono de Phil aún era impasible, pero, por primera vez, Luce percibió un velado atisbo de compasión en su voz.
—Franz y Arda… —El chico hablaba como si las meras palabras le causaran dolor— están de camino.
—¿Y Calpurnia? —preguntó Phil.
Dédalo cerró los ojos y negó con la cabeza con la máxima suavidad posible.
—¿Han capturado a los ángeles? —preguntó Daniel—. ¿Arriane, Roland, Annabelle? ¿Están a salvo?
El Proscrito parpadeó y los ojos se le cerraron. Luce jamás se había sentido tan lejos de sus amigos. Si algo le sucedía a Arriane, a Roland, a cualquiera de los ángeles…
Phil se agachó junto a Daniel, cerca de la cabeza herida del Proscrito. Daniel se apartó para hacerle sitio. Despacio, Phil se sacó una flecha estelar deslucida del interior de la gabardina.
—¡No! —gritó Luce antes de taparse rápidamente la boca—. No puedes…
—No te preocupes, Lucinda Price —dijo Phil, sin mirarla. Introdujo la mano en la bolsa de cuero negro, que Daniel ya le había devuelto, y sacó un botellín de Coca-Cola light. Lo abrió con los dientes. El tapón trazó un largo arco antes de rebotar en el suelo. Luego, muy despacio, introdujo la flecha estelar por el estrecho cuello del botellín.
La flecha chisporroteó y silbó al hundirse en el refresco. Phil hizo una mueca cuando el botellín humeó y se calentó en sus manos. Un olor dulzón emanó de él y Luce se quedó boquiabierta cuando el espumoso líquido marrón, la Coca-Cola light, comenzó a dar vueltas hasta adquirir un vivo color plateado iridiscente.
Phil sacó la flecha estelar del botellín. Se la pasó con cuidado por los labios, como si la limpiara, y volvió a guardarla en la gabardina. Los labios se le quedaron plateados hasta que se pasó la lengua por ellos.
Hizo una señal con la cabeza a una Proscrita cuya lisa coleta rubia le llegaba a media espalda. De forma automática, ella cogió a Dédalo por la nuca para levantarle la cabeza del suelo unos centímetros. Con cuidado, Phil le abrió los labios ensangrentados con una mano y le obligó a beberse el líquido plateado.
Al chico se le crispó la cara, escupió y tosió, pero luego pareció relajarse. Comenzó a beber a sorbos y luego a tragos. Cuando el botellín estuvo casi vacío, sorbió para no dejar ni una gota.
—¿Qué es? —preguntó Luce.
—Hay un compuesto químico en el refresco —le explicó Daniel—, un veneno flojo que los mortales llaman aspartamo y creen que han inventado sus científicos. Pero es una antigua sustancia celestial, un veneno que, cuando se mezcla con un antídoto que contiene la aleación de las flechas estelares, reacciona y produce una poción curativa para los ángeles. Para dolencias leves como esta.
—Ahora necesita descansar —añadió la chica rubia—. Pero se despertará como nuevo.
—Disculpad, pero tenemos que irnos —dijo Daniel al tiempo que se levantaba. Sus alas blancas se arrastraron por el suelo rocoso hasta que enderezó la espalda y las extendió. Cogió a Luce de la mano.
—Ve con tus amigos —dijo Phil—. Vincent, Olianna, Sanders y Emmet os acompañarán. Yo me reuniré con vosotros cuando Dédalo se haya recuperado.
Los cuatro Proscritos dieron un paso al frente y bajaron la cabeza ante Daniel y Luce como si aguardaran sus órdenes.
—Tomaremos la ruta oriental —les instruyó Daniel—. Iremos al norte por el mar Negro y luego al oeste cuando pasemos por Moldavia. El viento sopla con menos fuerza allí.
—¿Qué hay de Gabbe, Molly y Cam? —preguntó Luce.
Daniel miró a Phil, que levantó la vista del Proscrito dormido.
—Uno de nosotros se quedará aquí montando guardia. Si llegan vuestros amigos, os avisaremos.
—¿Tienes la insignia? —preguntó Daniel.
Phil se volvió para enseñarle la tupida pluma blanca que llevaba en el ojal de la solapa. El viento la azotó y su resplandor contrastó marcadamente con la palidez cadavérica del Proscrito.
—Espero que tengas motivos para utilizarla. —Las palabras de Daniel asustaron a Luce, porque significaban que él creía que los ángeles de Aviñón corrían tanto peligro como los de Viena.
—Nos necesitan, Daniel —dijo—. Vámonos.
Él la miró con afecto y gratitud. Luego, sin vacilar, la cogió en brazos. Con la aureola sujeta entre sus dedos entrelazados, Daniel flexionó las rodillas y alzó el vuelo.