4

Palos de ciego

Sola en la oscuridad, Luce se quedó petrificada.

¿Dónde estaba Daniel?

Se acercó a la parte del suelo de madera que había cedido bajo el peso del ángel, donde, hacía solo unos segundos, el brillo de Daniel estaba con ella, alumbrándole el camino.

Tenía que subir. Era su única opción.

La presión de sus pulmones aumentó rápidamente y se le extendió al resto del cuerpo hasta martillearle la cabeza. La superficie se encontraba lejos y ya no le quedaba ni una pizca del aire que Daniel le había insuflado. No podía ni distinguir la mano delante de la cara. No era capaz de pensar. No podía dejarse llevar por el pánico.

Se alejó del cráter del suelo y dio una voltereta en el agua para ponerse de cara al lugar donde creía que estaba la ventana por la que había entrado. Con las manos temblándole, palpó la pared cuajada de percebes en busca de la estrecha abertura.

Allí estaba.

Sacó las manos y notó que el agua estaba menos fría al otro lado. A oscuras, la ventana parecía incluso más estrecha e infranqueable que cuando Daniel estaba con ella, brillando, alumbrándole el camino. Pero era la única salida.

Con la pesada aureola debajo de la barbilla, se embutió en la abertura e hizo fuerza con los codos contra la pared exterior para pasar el resto del cuerpo. Primero los hombros, después la cintura, a continuación…

Notó una punzada de dolor que le irradió hasta la cadera.

Tenía el pie izquierdo trabado en algo que no alcanzaba ni veía. Notó lágrimas en los ojos y gritó de frustración. Observó las burbujas que habían salido de su boca mientras ascendían hacia el lugar donde ella necesitaba estar, llevándose consigo más energía y oxígeno de los que le quedaban.

Con la mitad del cuerpo fuera de la ventana y la otra mitad trabada dentro, forcejeó, muerta de miedo. Si Daniel estuviera allí…

Pero Daniel no estaba.

Sujetó la aureola con una mano e introdujo la otra en la ventana, pegada al cuerpo, para tratar de alcanzarse el pie. Palpó algo frío, gomoso e irreconocible. Arrancó un trozo que se le desmenuzó entre los dedos. Se retorció de asco y tiró para sacar el pie de donde quiera que lo tuviera trabado. La vista comenzó a nublársele. Las uñas se le engancharon y se le rompieron. El tobillo le dolía cada vez más de tanto tirar. Entonces, de golpe, se soltó.

La pierna le salió disparada y Luce se dio un golpe tan fuerte en la rodilla contra la ruinosa pared que supo que se había hecho un corte. Pero no le importó. Forcejeó frenéticamente para terminar de sacar el cuerpo de la ventana.

Tenía la aureola. Estaba libre.

Pero no le quedaba suficiente aire en los pulmones para nadar hasta la superficie. Temblaba como una hoja, sus piernas apenas reaccionaban a la orden de «nadar» y veía puntitos negros y rojos ante sus ojos. Se sentía torpe y lenta, como si nadara por cemento húmedo.

Entonces ocurrió algo asombroso: un brillo trémulo iluminó el agua que la rodeaba, y el calor y la luz la envolvieron como un amanecer estival.

Apareció una mano; se alargó hacia ella.

«¡Daniel!» Luce se agarró a su palma ancha y fuerte con una mano al tiempo que sujetaba la aureola contra el pecho con la otra.

Cerró los ojos mientras volaba hacia arriba con Daniel, por un cielo submarino.

Después de lo que pareció un segundo, rompieron la superficie y salieron a la cegadora luz del sol. De forma instintiva, Luce boqueó para aspirar el máximo de aire posible y le asustó el gruñido gutural que se le escapó mientras se llevaba una mano al cuello para guiar el aire y se quitaba las gafas de buceo con la otra.

Pero resultaba extraño. Su cuerpo no parecía necesitar tanto aire como le dictaba su mente. Se sentía mareada, aturdida por la inesperada luz del sol, sin embargo, curiosamente, no estaba a punto de perder el conocimiento. ¿Había pasado menos tiempo sumergida del que creía? ¿De pronto aguantaba mucho más bajo el agua? Luce permitió que el orgullo por sus dotes deportivas se sumara a su alivio por haber sobrevivido.

Las manos de Daniel hallaron las suyas bajo el agua.

—¿Estás bien?

—¿Qué te ha pasado? —gritó ella—. Casi…

—Luce —le advirtió Daniel—. Chissst.

Daniel le palpó los dedos y, sin decir nada, le cogió la aureola. Luce no se dio cuenta de cuánto pesaba hasta que ya no la tuvo en las manos. Pero ¿por qué actuaba Daniel de aquel modo tan extraño? ¿Por qué le había cogido la aureola con tanto sigilo, como si tuviera algo que ocultar?

Le bastó con seguir su sombría mirada violeta.

Daniel y ella habían salido a la superficie en un lugar distinto al que se habían sumergido. Antes, advirtió, habían visto la iglesia por delante, solo los dos chapiteles verdosos de las torres hundidas, pero en ese momento se encontraban casi sobre el mismo centro de la iglesia, donde antes estaba la nave.

Los flanqueaban dos largas hileras de arbotantes que, en su día, debieron de sustentar las paredes ya semiderruidas de la larga nave de la iglesia. Estaban cubiertos de musgo y alcanzaban una altura muy inferior a los chapiteles de la fachada. Sus extremos arqueados asomaban por encima del agua, lo que los convertía en bancos ideales para el grupo de más de veinte Proscritos que en ese momento rodeaba a Luce y a Daniel.

Cuando Luce los reconoció, un mar de gabardinas marrones, teces pálidas, ojos vacuos, contuvo un grito.

—Hola —dijo uno.

No era Phil, el zalamero Proscrito que había salido con Shelby y luego había encabezado una batalla contra los ángeles en el patio de los padres de Luce. No vio su cara entre los Proscritos, sino únicamente a una cuadrilla de seres inexpresivos y apáticos a los que no reconocía ni tenía ganas de conocer.

Ángeles caídos que no acababan de decidirse, los Proscritos eran, en algunos aspectos, lo contrario de Daniel, que se negaba a tomar partido por nadie que no fuera Luce. Expulsados del Cielo por su indecisión, condenados por el Infierno a no ver nada aparte de la tenue llama de las almas, los Proscritos formaban un grupo repugnante. Miraban a Luce igual que la última vez, con unos escalofriantes ojos vacuos que no veían su cuerpo, pero percibían un brillo en su alma que la señalaba como «el Precio».

Luce se sintió expuesta, atrapada. Las desdeñosas expresiones de los Proscritos enfriaron el agua. Daniel se acercó y ella notó algo suave rozándole la espalda. Había desplegado las alas dentro del agua.

—Tratar de escapar sería una imprudencia —dijo fríamente un Proscrito detrás de Luce, como si hubiera percibido la vibración de las alas de Daniel bajo el agua—. Si os volvéis, os convenceréis de que os superamos en número, y solo necesitamos una de estas. —Se abrió la gabardina para enseñarles un carcaj de flechas estelares.

Encaramados a las ruinas de la isla veneciana hundida, los Proscritos les tenían rodeados. Altivos y demacrados, las gabardinas que llevaban anudadas a la cintura ocultaban sus alas sucias y finas como el papel higiénico. Tras la batalla del patio de sus padres, Luce recordaba que las Proscritas eran tan crueles y despiadadas como sus compañeros varones. Solo hacía unos días de aquello, pero a Luce le parecía que habían transcurrido años.

—Pero si preferís ponernos a prueba… —Despacio, el Proscrito colocó una flecha en su arco y Daniel no pudo evitar estremecerse.

—Silencio. —Un Proscrito se puso de pie en un arbotante. No llevaba gabardina como los demás, sino un largo hábito gris, y a Luce se le escapó un grito cuando se retiró la capucha y dejó su pálida cara al descubierto. Era el hombre que cantaba en la iglesia. La había estado vigilando desde el principio y seguramente había oído su conversación con el sacerdote. Debía de haberla seguido hasta allí. Sus pálidos labios esbozaron una sonrisa—. En fin —gruñó—. Ha encontrado la aureola.

—¡Esto no os concierne! —gritó Daniel, aunque Luce percibió desesperación en su voz.

Aún no sabía por qué, pero los Proscritos estaban empeñados en que Luce les concerniera. Creían que era una pieza clave para su redención, su retorno al Cielo, pero su lógica seguía resultándole tan incomprensible como en el patio de sus padres.

—No nos insultes con tus mentiras —bramó el Proscrito del hábito—. Sabemos qué pretendéis, y sabes que nuestra misión es deteneros.

—Estáis ofuscados —dijo Daniel—. No veis con claridad. Ni siquiera vosotros podéis querer…

—¿Que Lucifer reescriba la historia? —El Proscrito clavó sus ojos blancos en Luce—. Oh, sí. De hecho, nos encantaría.

—¿Cómo puedes decir eso? Todo el mundo, nosotros tal como somos ahora, sería aniquilado. La totalidad del universo, de la conciencia, desaparecería.

—¿De verdad piensas que la vida que hemos tenido en estos últimos siete mil años merece conservarse? —El cabecilla del grupo entrecerró los ojos—. Mejor hacer tabla rasa. Mejor borrar esta existencia privada de visión antes de que comencemos a decaer. La próxima vez… —De nuevo, dirigió sus vacíos ojos hacia Luce. Ella los vio girar en las cuencas hasta dar con su alma. Y le quemó—. La próxima vez no provocaremos la cólera del Cielo de una forma tan absurda. El Trono volverá a acogernos en su seno. Jugaremos mejor nuestras cartas. —Sus ojos ciegos siguieron clavados en el alma de Luce—. La próxima vez tendremos… ayuda.

—No tendréis nada, igual que ahora. Apártate, Proscrito. Esta guerra es más grande que tú.

El Proscrito del hábito acarició la flecha estelar y sonrió.

—Sería tan fácil matarte ahora…

—Ya hay una hueste de ángeles luchando por Lucinda. Detendremos a Lucifer y, cuando lo hagamos y tengamos tiempo para ocuparnos de insignificancias como vosotros, los Proscritos lamentaréis este momento, junto con todo lo que habéis hecho desde la Caída.

—La próxima vez, los Proscritos nos concentraremos en la chica desde el principio. La hechizaremos, como has hecho tú. Conseguiremos que se crea todo lo que decimos, como has hecho tú. Te hemos observado. Sabemos qué hacer.

—¡Necios! —gritó Daniel—. ¿Creéis que la próxima vez seréis más listos o más valientes? ¿Creéis que recordaréis este momento, esta conversación, este plan brillante? Lo único que haréis será cometer los mismos fallos que ahora. Todos lo haremos. Solo Lucifer recordará sus errores. Y él solo está interesado en colmar sus deseos más viles. Seguro que recordáis cómo es su alma —dijo con mordacidad—, aunque no veáis nada más.

Los Proscritos se pusieron de pie en las ruinas de la iglesia hundida.

—Yo me acuerdo —oyó Luce que susurraba un Proscrito detrás de ella.

—Lucifer era el ángel más luminoso de todos —añadió otro, con un tono cargado de nostalgia—. Era tan hermoso que nos dejó ciegos.

Luce comprendió que su deformidad les preocupaba.

—¡No os equivoquéis! —Una voz se impuso a las demás. El Proscrito del hábito, el cabecilla—. Los Proscritos recobraremos la visión la próxima vez. Eso nos hará sabios y la sabiduría nos abrirá las puertas del Cielo. Seremos atractivos para el Precio. Ella nos guiará.

Luce se estremeció en los brazos de Daniel.

—Todos nosotros podemos tener otra oportunidad para redimirnos. —Daniel apeló a ellos—. Si somos capaces de detener a Lucifer… no hay razón para que vosotros no podáis…

—¡No! —El Proscrito del hábito se abalanzó sobre Daniel desde el arbotante. Cuando desplegó sus deslucidas alas marrones, se oyó un chasquido, como si se hubiera quebrado una rama.

Daniel dejó de rodear a Luce por la cintura, le devolvió la aureola y salió del agua para defenderse. El cabecilla no era rival para él: Daniel se alzó rápidamente en el aire y le asestó un derechazo cruzado.

El Proscrito salió disparado hacia atrás y rebotó en la superficie del agua como una piedra. Cuando se detuvo a unos seis metros de distancia, se enderezó y regresó al arbotante. Movió su pálida mano para indicar al resto del grupo que formara un círculo en el aire.

—¡Sabéis quién es ella! —gritó Daniel—. Sabéis lo que esto significa para todos nosotros. Por una vez en vuestra vida, sed valientes, no cobardes.

—¿Cómo? —le retó el Proscrito. El bajo de su hábito chorreaba agua.

Daniel estaba respirando de forma entrecortada, mirando a Luce y la aureola dorada que brillaba bajo el agua. Por un momento, sus ojos violetas parecieron reflejar miedo. Luego, hizo lo último que Luce habría imaginado.

Miró al cabecilla a sus vacuos ojos blancos, alargó la mano con la palma vuelta hacia arriba y dijo:

—Uníos a nosotros.

El Proscrito se rió de manera amenazante durante mucho rato.

Daniel no se arredró.

—Los Proscritos no nos ponemos al servicio de nadie.

—Eso lo habéis dejado claro. Nadie os pide que lo hagáis. Pero no obréis en contra de la única buena causa. Aprovechad esta oportunidad para salvarnos a todos, incluidos vosotros. Uníos a nosotros en la lucha contra Lucifer.

—¡Es un engaño! —gritó una de las Proscritas.

—Intenta engañarte para conseguir su libertad.

—¡Coged a la chica!

Luce miró con horror al cabecilla, que se cernía sobre ella. El Proscrito se acercó más, con los ojos agrandados por la avidez y las blancas manos alargadas hacia ella. Cada vez estaba más cerca. Luce chilló…

Pero nadie la oyó, porque, en ese momento, el mundo se «onduló». El aire, la luz y todas las partículas de la atmósfera parecieron duplicarse y dividirse antes de replegarse sobre sí mismos con un tronido.

Había vuelto a suceder.

Tras la pared de gabardinas marrones y sucias alas, el cielo había adquirido la misma oscura tonalidad gris que tenía en la biblioteca de Espada & Cruz cuando todo había comenzado a temblar. Otro salto en el tiempo. Lucifer se acercaba.

Una ola tremenda rompió por encima de Luce. Ella agarró la aureola con fuerza mientras braceaba y pataleaba para mantenerse a flote.

Vio la cara de Daniel justo cuando se oyó un fuerte crujido a su izquierda. Sus alas blancas volaban hacia ella, pero no a suficiente velocidad.

Lo último que Luce vio antes de hundirse bajo el agua pareció transcurrir a cámara lenta: el chapitel verdoso de la iglesia se inclinó sobre la superficie del mar y comenzó a caer muy despacio hacia ella. Su sombra fue aumentando de tamaño hasta que la golpeó en la cabeza y la hundió en la oscuridad.

Luce se despertó meciéndose en una ola: se encontraba en una cama de agua.

Las cortinas rojas de encaje estaban echadas sobre las ventanas. La luz gris que se colaba por los huecos de su intrincado bordado parecía indicar que empezaba a anochecer. A Luce le dolía la cabeza y le latía el tobillo. Se dio la vuelta en las sábanas negras de seda y se encontró frente a una chica con los ojos soñolientos y una espesa mata de pelo rubio.

La chica se quejó y, cuando pestañeó, Luce vio que llevaba los párpados embadurnados de sombra de ojos plateada. La joven estiró un brazo por encima de la cabeza, con el puño apenas cerrado.

—Oh —dijo, al parecer mucho menos sorprendida de despertarse junto a Luce de lo que ella estaba de despertarse a su lado—. ¿Cuánto duramos anoche? —preguntó en italiano, arrastrando las palabras—. Vaya locura de fiesta.

Luce se apartó con brusquedad y se cayó de la cama. La habitación era como una cueva, fría y mal ventilada. Tenía las paredes empapeladas de gris y una cama de matrimonio en el centro, colocada sobre una alfombra blanca afelpada. Luce no sabía dónde estaba, cómo había llegado allí, a quién pertenecía el albornoz que llevaba, quién era aquella chica ni a qué fiesta creía que había ido ella la noche anterior. ¿Era posible que se hubiera caído dentro de una Anunciadora? Había un taburete de rayas blancas y negras junto a la cama. Sobre él estaba la ropa que ella había dejado en la góndola, muy bien doblada: el jersey blanco que se había puesto hacía dos días en casa de sus padres, sus desgastados vaqueros, sus botas de montar, apoyadas una en la otra. El guardapelo de plata con la rosa grabada en una cara (lo había metido en una bota justo antes de que Daniel y ella se tiraran al agua) estaba en la bandeja de vidrio hilado de la mesilla.

Volvió a colocárselo alrededor del cuello y se puso los vaqueros. La chica de la cama había vuelto a quedarse dormida con la cara tapada por una almohada negra de seda. Su enmarañado cabello rubio asomaba por debajo. Luce miró por encima del alto cabecero y vio dos butacas reclinables de piel vacías delante de una chimenea encendida. Sobre ella, había un televisor de plasma fijado a la pared.

¿Dónde estaba Daniel?

Mientras se subía la cremallera de la segunda bota, oyó una voz detrás de las viejas puertas acristaladas que había enfrente de la cama.

—No lo lamentarás, Daniel.

Antes de que él pudiera responder, Luce ya tenía la mano en el picaporte. Lo encontró al otro lado, sentado en un confidente de rayas blancas y negras, enfrente del Proscrito Phil.

Daniel se levantó al verla. Phil también lo hizo y se quedó tieso junto a su silla. Daniel acarició la cara a Luce y le frotó la frente, que ella advirtió que tenía dolorida y magullada.

—¿Cómo te encuentras?

—La aureola…

—Tenemos la aureola. —Daniel señaló el enorme disco de cristal orlado de oro que había en la gran mesa de madera de la habitación contigua. Había un Proscrito sentado a la mesa tomándose un yogur y otro apoyado en la puerta, cruzado de brazos. Los dos estaban de cara a Luce, pero era imposible saber si lo sabían. Luce se sentía crispada en su fría presencia, pero se fió de la actitud calmada de Daniel.

—¿Qué le ha pasado al Proscrito con el que te estabas peleando? —preguntó mientras buscaba al pálido hombre del hábito.

—No te preocupes por él. Quien me preocupas eres tú. —Daniel le habló con la misma ternura que si hubieran estado solos.

Luce recordó el chapitel inclinándose hacia ella cuando la iglesia se había derrumbado bajo el agua. Recordó las alas de Daniel proyectando una extensa sombra al abatirse hacia ella.

—Te diste un golpe feo en la cabeza. Los Proscritos me ayudaron a sacarte del agua y nos trajeron aquí para que descansaras.

—¿Cuánto tiempo he dormido? —preguntó Luce. Estaba anocheciendo—. ¿Cuánto tiempo nos queda…?

—Siete días, Luce —respondió Daniel en voz queda.

Luce se dio cuenta de que él también era agudamente consciente de que el tiempo se les escapaba de las manos.

—Pues no deberíamos perder más tiempo aquí. —Luce miró a Phil, que estaba vertiendo un líquido rojo llamado Campari en dos copas, para Daniel y para él.

—¿No te gusta mi apartamento, Lucinda Price? —preguntó Phil, fingiendo que miraba el salón posmodernista por primera vez.

Las paredes estaban decoradas con cuadros que recordaban a Jackson Pollock, pero era a Phil a quien Luce no podía dejar de mirar. Tenía la tez más pálida que nunca y profundas ojeras. A Luce se le helaba la sangre cada vez que lo recordaba cernido sobre el patio de sus padres con su imagen reflejada sujeta entre sus fuertes brazos, dispuesto a llevársela a algún lugar siniestro y lejano.

—Por supuesto, yo no lo veo muy bien, pero me dijeron que lo decorarían de una forma que las jovencitas encontrarían atractiva. ¿Quién podía saber que iba a tomarle tanto gusto a la carne humana después de salir con tu amiga nefilim Shelby? ¿Has conocido a mi amiga, en el dormitorio? Es un encanto; todas lo son.

—Deberíamos irnos. —Luce tiró de Daniel, agarrándolo por la camisa con decisión.

Los otros dos Proscritos se pusieron firmes.

—¿Estás segura de que no puedes quedarte a tomar una copa? —preguntó Phil. Cogió la botella de líquido cereza para llenar un tercer vaso y no pudo evitar derramar unas gotas.

Daniel tapó el borde del vaso con la mano y, en cambio, lo llenó del zumo de pomelo con gas que contenía otra botella.

—Siéntate, Luce —dijo mientras se lo tendía—. Aún no estamos listos para marcharnos.

Cuando ellos se sentaron, los otros dos Proscritos siguieron su ejemplo.

—Tu novio es muy razonable —dijo Phil mientras apoyaba sus botas militares embarradas en la mesita de mármol—. Hemos acordado que los Proscritos vamos a ayudaros a detener al Lucero del Alba.

Luce se inclinó hacia Daniel.

—¿Podemos hablar a solas?

—Sí, por supuesto —respondió Phil en nombre de Daniel mientras volvía a levantarse y hacía una señal con la cabeza a los otros dos Proscritos—. Tomémonos un descanso.

Los dos chicos se colocaron detrás de Phil y salieron por la puerta batiente de madera que conducía a la cocina del apartamento.

En cuanto se quedaron solos, Daniel apoyó las manos en sus rodillas.

—Oye, sé que no son santo de tu…

—Daniel, intentaron secuestrarme.

—Sí, lo sé, pero eso fue cuando creían… —Daniel se quedó callado, le acarició el pelo y le deshizo un enredo con los dedos—, cuando creían que si te ofrecían al Trono, él les perdonaría su traición. Pero ahora el juego ha cambiado, en parte por lo que ha hecho Lucifer, y en parte porque tú estás más cerca de romper la maldición de lo que los Proscritos esperaban.

—¿Qué? —empezó a decir Luce—. ¿Crees que estoy cerca de romper la maldición?

—Solo digamos que nunca habías estado tan cerca —respondió Daniel, y Luce sintió una alegría que no terminó de entender—. Si los Proscritos nos ayudan a defendernos de nuestros enemigos, tú podrás concentrarte en lo que necesitas hacer.

—¿«Si los Proscritos nos ayudan»? Pero acaban de tendernos una emboscada.

—Phil y yo lo hemos hablado. Tenemos un acuerdo. Escucha, Luce. —Daniel le cogió el brazo y bajó la voz, aunque estaban solos en el salón—. Los Proscritos suponen una amenaza menor si están de nuestro lado que si los tenemos en contra. Son desagradables, pero también son incapaces de mentir. Con ellos, siempre sabremos a qué atenernos.

—¿Qué necesidad tenemos de atenernos a nada con ellos? —preguntó Luce, y se recostó en el cojín de rayas blancas y negras que tenía detrás.

—Tienen armas, Luce. Están mejor equipados y tienen más combatientes que cualquier otra facción a la que nos enfrentaremos. Puede que en algún momento necesitemos sus flechas estelares y a sus soldados. No hace falta que seáis grandes amigos, pero son unos guardaespaldas increíbles y no tienen piedad con sus enemigos. —Daniel se apoyó en el respaldo y miró por la ventana, como si algo desagradable acabara de pasar por delante—. Y, dado que van a participar en esto nos guste o no, más vale que estén de nuestra parte.

—¿Y si aún piensan que soy el Precio o yo qué sé qué?

Daniel la sorprendió sonriéndole con ternura.

—Estoy seguro de que aún lo piensan. Muchos otros lo hacen. Pero solo tú decides cómo vas a desempeñar tu papel en esta larga historia. ¿Lo que empezamos cuando nos besamos por primera vez en Espada & Cruz? Tu despertar solo fue el primer paso. Todas las lecciones que has aprendido en tus viajes por las Anunciadoras te han fortalecido. Los Proscritos no pueden arrebatarte eso. Nadie puede. Y, además —Sonrió con picardía—, nadie puede tocarte cuando yo estoy a tu lado.

—¿Daniel? —Luce tomó un sorbo de zumo de pomelo y notó las burbujas en la garganta—. ¿Cómo voy a desempeñar mi papel en esta larga historia?

—No tengo ni idea —respondió él—, pero me muero por saberlo.

—Y yo.

La puerta de la cocina se abrió y la cara pálida y casi hermosa de una Proscrita, con el largo cabello rubio recogido en una apretada coleta, asomó por ella.

—Los Proscritos se están cansando de esperar —dijo la chica como una autómata.

Daniel miró la Luce, que se obligó a asentir.

—Puedes decirles que entren. —Daniel hizo un gesto a la chica.

Los Proscritos entraron deprisa, de forma mecánica, y ocuparon sus anteriores posiciones, excepto Phil, que se acercó más a Luce. El Proscrito del yogur golpeó torpemente con la cuchara el borde de su recipiente de plástico vacío.

—Así que ¿también te ha convencido a ti? —le preguntó Phil mientras se sentaba en el brazo del confidente.

—Si Daniel se fía de vosotros, yo…

—Lo imaginaba —dijo Phil—. En estos tiempos, cuando los Proscritos nos aliamos con alguien, nuestra lealtad es incondicional. Sabemos lo que hay en juego cuando tomamos esta clase de… decisiones. —Recalcó la última palabra e hizo a Luce un desconcertante ademán con la cabeza—. La decisión de aliarte con un bando es muy importante, ¿no crees, Lucinda Price?

—¿De qué habla, Daniel? —preguntó Luce, aunque sospechaba que ya lo sabía.

—De lo que últimamente los tiene a todos fascinados —respondió Daniel con hastío—. El casi equilibrio entre Cielo e Infierno.

—¡Después de todos estos milenios, ya es casi completo! —Phil volvió a sentarse en el confidente enfrente de Daniel y Luce. Estaba más animado de lo que Luce lo había visto nunca—. Con casi todos los ángeles aliados con un bando, la luz o la oscuridad, solo hay uno que no ha elegido…

Un ángel que no había elegido.

Un recuerdo: viajar a Las Vegas con Shelby y Miles a través de una Anunciadora. Habían ido a conocer a Vera, la hermana de Luce en una vida anterior, y habían terminado en una cafetería de la cadena IHOP con Arriane, quien les había explicado que habría una votación. Pronto. Y que al final, todo dependería de que un ángel fundamental tomara partido.

Luce estaba segura de que el ángel indeciso era Daniel.

Él parecía molesto, impaciente por que Phil terminara de hablar.

—Y, por supuesto, quedamos los Proscritos.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Luce—. ¿Los Proscritos no habéis tomado partido? Pensaba que estabais con Lucifer.

—Eso es solo porque no te caemos bien —dijo Phil, impasible—. No, los Proscritos no podemos elegir. —Volvió la cabeza como si mirara por la ventana y suspiró—. ¿Te imaginas qué se siente…?

—Ahórrate el sermón, Phil —lo interrumpió Daniel.

—¡Deberíamos contar! —exclamó Phil, como si hiciera un alegato—. Lo único que pedimos es contar para el equilibrio cósmico.

—No tenéis la opción de elegir —repitió Luce, al comprenderlo—. ¿Ese es el castigo por vuestra indecisión?

El Proscrito asintió con tirantez.

—Y, en consecuencia, nuestra existencia no significa nada para el equilibrio cósmico. Ni tampoco nuestra muerte. —Phil bajó la cabeza.

—Ya sabes que eso no depende de mí —dijo Daniel—. Y, desde luego, no depende de Luce. Estamos perdiendo el tiempo…

—No seas tan desdeñoso, Daniel Grigori —lo interrumpió Phil—. Todos tenemos nuestros objetivos. Lo admitas o no, nos necesitas para conseguir el tuyo. Podríamos habernos aliado con los Ancianos de Zhsmaelin. Esa tal señorita Sophia Bliss os tiene en su punto de mira. Está equivocada, por supuesto, pero ¿quién sabe?, podría triunfar donde vosotros fracasarais.

—Entonces, ¿por qué no os habéis aliado con ellos? —preguntó Luce con aspereza, saliendo en defensa de Daniel—. No tuvisteis problema para colaborar con Sophia la última vez, cuando raptasteis a mi amiga Dawn.

—Eso fue un error. En esa época no sabíamos que los Ancianos habían asesinado a la otra chica.

—Penn. —A Luce se le quebró la voz.

Las pálidas facciones de Phil se crisparon.

—Imperdonable. Los Proscritos jamás haríamos daño a un inocente. Aún menos a una persona tan buena y educada.

Luce miró a Daniel con la intención de transmitirle que tal vez se había precipitado al juzgar a los Proscritos, pero él estaba vuelto hacia Phil, con el entrecejo fruncido.

—Y, aun así, os reunisteis con la señorita Sophia ayer —dijo.

El Proscrito negó con la cabeza.

—Cam me enseñó la invitación impresa en oro —insistió Daniel—. Os reunisteis con ella en un hipódromo llamado Churchill Downs para hablar de Luce.

—Te equivocas. —Phil se levantó. Era tan alto como Daniel, pero frágil y enfermizo—. Ayer nos reunimos con Lucifer. Nadie rechaza una invitación del Lucero del Alba. La señorita Sophia y sus compinches estaban allí, supongo. Los Proscritos pudimos percibir sus turbias almas, pero no colaboramos con ellos.

—Un momento —dijo Luce—. ¿Os reunisteis con Lucifer ayer? —Eso significaba el viernes, el día que Luce y los demás estaban en Espada & Cruz, hablando de cómo encontrar las reliquias para poder impedir que Lucifer borrara el pasado—. Pero ya habíamos vuelto de las Anunciadoras. Lucifer ya tendría que haber estado cayendo.

—No forzosamente —explicó Daniel—. Aunque la reunión se celebró después de que tú volvieras de las Anunciadoras, todavía se celebraba en el pasado de Lucifer. Cuando él te persiguió transformado en gárgola, su punto de partida fue medio día después, y estaba a cientos de kilómetros de tu punto de partida.

El razonamiento la dejó un poco perpleja, pero Luce tenía una cosa clara: no se fiaba de Phil. Lo miró.

—Entonces, ya sabíais que Lucifer tenía intención de borrar el pasado. ¿Ibais a ayudarle, igual que ahora os comprometéis a ayudarnos a nosotros?

—Nos reunimos con él porque estamos obligados a acudir cuando nos llama. Todo el mundo lo está, salvo el Trono y… —Se quedó callado y una sonrisa asomó a sus labios—, bueno, no conozco ninguna fuerza vital que pueda resistirse a una convocatoria de Lucifer. —Observó a Luce con la cabeza ladeada—. ¿Podrías tú?

—Es suficiente —dijo Daniel.

—Además —continuó Phil—, él no quería nuestra ayuda. El Lucero del Alba nos dejó al margen. Dijo… —Cerró los ojos y, por un instante, pareció un adolescente normal y corriente, casi guapo—, dijo que no podía dejar nada en manos del azar, que era hora de que se encargara personalmente de todo. La reunión se suspendió de golpe.

—Ese debió de ser el momento en el que Lucifer comenzó a perseguirte por las Anunciadoras —dijo Daniel a Luce.

Ella sintió náuseas al recordar cómo la había encontrado Bill en el túnel, tan vulnerable, tan sola. En todos esos momentos, se había alegrado de tenerlo a su lado, ayudándola en su búsqueda. Y él también parecía haber disfrutado de su compañía, al menos durante un tiempo.

Phil clavó en ella sus ojos vacuos, como si examinara un cambio en su alma. ¿Percibía lo nerviosa que se ponía siempre que pensaba en todo el tiempo que había pasado a solas con Bill? ¿Lo percibía Daniel?

Phil no terminaba de sonreírle, pero no parecía tan apagado como de costumbre.

—Los Proscritos te protegeremos. Sabemos que tus enemigos son numerosos. —Se volvió hacia Daniel—. La Balanza también se ha movilizado.

Luce miró a Daniel.

—¿La Balanza?

—Trabajan para el Cielo. Son un estorbo, no una amenaza.

Phil volvió a bajar la cabeza.

—Los Proscritos creemos que la Balanza puede haberse… desvinculado del Cielo.

—¡¿Qué?! —De pronto a Daniel pareció faltarle el aliento.

—Han empezado a corromperse, y deprisa. ¿Has dicho que tenías amigos en Viena?

—¡Arriane! —gritó Luce—. Y Annabelle y Roland. ¿Corren peligro?

—Tenemos amigos en Viena —dijo Daniel—. Y también en Aviñón.

—La Balanza se está desplegando por Viena.

Cuando Luce se volvió hacia Daniel, él ya había empezado a sacar las alas. Las desplegó de golpe y su gloria iluminó el salón. Phil permaneció impasible mientras tomaba un sorbo de licor rojo. Los otros Proscritos clavaron sus ojos en ellas con nostálgica envidia.

La puerta acristalada que comunicaba con el dormitorio se abrió y la resacosa joven italiana con la que Luce había compartido cama irrumpió en el salón, descalza y tambaleándose.

—¡Caray! ¡Cómo mola este sueño! —masculló en italiano antes de meterse en el cuarto de baño.

—Basta de cháchara —dijo Daniel—. Si tu ejército es tan grande como dices, manda a un tercio de tus soldados a Viena para que protejan a los tres ángeles caídos que han ido allí. Envía otro tercio a Aviñón, donde encontrarás a Cam y a dos ángeles caídos más.

Cuando Phil asintió, los dos Proscritos del salón desplegaron sus deslucidas alas grises y salieron volando por la ventana como moscas gigantescas.

—El tercio restante se queda a mi cargo. Os acompañaremos al monte Sinaí. Partamos ahora e iré reuniendo al resto de camino.

—Sí —se apresuró a decir Daniel—. ¿Lista, Luce?

—Adelante. —Luce se pegó a Daniel para que él pudiera envolverla con sus brazos, saltar por la ventana y elevarse en el oscuro cielo de Venecia.