El santuario hundido
Luce tenía la sensación de que Daniel ya llevaba media hora llamando a la desgastada puerta de madera en mitad de la noche. La casa veneciana de tres plantas pertenecía a un colega, un profesor universitario, y Daniel estaba seguro de que aquel hombre les dejaría dormir allí porque habían sido grandes amigos «hacía años», lo que, con Daniel, podía significar un período de tiempo bastante largo.
—Debe de tener el sueño pesado. —Luce bostezó, arrullada por el constante golpeteo de los puños de Daniel en la puerta. O eso, pensó adormecida, o el profesor estaba en algún café bohemio que no cerraba por la noche, bebiendo vino mientras leía un libro plagado de términos incomprensibles.
Eran las tres de la madrugada (cuando se habían posado en medio de la plateada telaraña de los canales de Venecia, el reloj de una torre perdida en la noche había dado la hora) y Luce estaba agotada. Abatida, se apoyó en el frío buzón de hojalata y casi lo arrancó del tornillo que lo sujetaba. Cuando el buzón se inclinó, ella se tambaleó hacia atrás y estuvo a punto de caerse al turbio canal cuyas aguas verdosas lamían el porche como una lengua negra.
Todo el exterior de la casa parecía estar pudriéndose capa por capa, desde los alféizares de madera con la pintura azul desconchada hasta los ladrillos rojos cuajados de moho verde, o el húmedo cemento del porche, que se desmenuzaba al pisarlo. Por un momento, Luce tuvo la sensación de que podía percibir cómo se hundía la ciudad.
—Tiene que estar en casa —masculló Daniel, sin dejar de aporrear la puerta.
Cuando se habían posado en el embarcadero al que normalmente solo se accedía en góndola, Daniel le había prometido a Luce una cama, una bebida caliente, un respiro del fuerte viento marino contra el que se habían pasado horas volando.
Por fin, Luce se reanimó al oír un ruido de pasos bajando lentamente por una escalera. Daniel respiró y cerró los ojos, aliviado, cuando el picaporte de latón giró. Los goznes chirriaron al abrirse la puerta.
—¿Quién demonios…? —El hombre, italiano, tenía el tieso pelo blanco despeinado y de punta, y las cejas y el bigote pobladísimos. Por el cuello de pico de su bata gris asomaba una espesa mata de vello blanco.
Luce vio que Daniel parpadeada sorprendido, como si, por un momento, pensara que se había equivocado de casa. Entonces, al hombre mayor se le iluminaron los ojos celestes. Se lanzó sobre Daniel y le dio un fuerte abrazo.
—Ya empezaba a dudar de que vinieras a visitarme antes de que estirase la pata —susurró con la voz ronca. Miró a Luce y sonrió como si no lo hubieran despertado, como si llevara meses esperándolos—. Después de todos estos años, por fin has traído a Lucinda. Qué lujo.
El profesor se apellidaba Mazotta. Daniel y él habían estudiado Historia en la universidad de Boloña en los años treinta. No le horrorizó ni le sorprendió que Daniel no hubiera envejecido: sabía lo que era. Solo pareció sentir alegría por haberse reencontrado con un viejo amigo, una alegría que se vio aumentaba por el hecho de conocer al amor de su amigo en aquella vida.
Los llevó a su despacho, cuyo estado tampoco podía ser más ruinoso. Las estanterías se combaban por el centro; el escritorio rebosaba papeles amarillentos; la alfombra estaba raída y salpicada de café. Mazotta se puso a prepararles un espeso chocolate a la taza de inmediato, una vieja mala costumbre de un viejo, le dijo a Luce al tiempo que le daba un codazo. Pero Daniel apenas tomó un sorbo antes de entregarle su libro y abrirlo por la descripción de la primera reliquia.
Mazotta se puso unas gafas de montura metálica y escrutó la página con los ojos entrecerrados mientras murmuraba en italiano. Se levantó, fue a la librería, se rascó la cabeza, regresó al escritorio, se paseó por el despacho, tomó un sorbo de chocolate y regresó a la librería para sacar un grueso tomo encuadernado en piel. Luce contuvo un bostezo. Le parecía que los párpados le pesaban un quintal. Trató de no quedarse dormida y se pellizcó la palma de la mano para mantenerse despierta. Pero tuvo la impresión de que las voces de Daniel y el profesor Mazotta se perdían en una bruma lejana mientras discutían por la imposibilidad de todo lo que decía el otro.
—Desde luego, no es una ventana de la iglesia de San Ignacio. —Mazotta se retorció las manos—. Esas son hexagonales, y esta ilustración es claramente ovalada.
—¿Qué hacemos aquí? —gritó Daniel de golpe, lo que hizo vibrar un sencillo cuadro de un velero azul colgado de la pared—. Está claro que tenemos que ir a la biblioteca de Bolonia. ¿Aún tienes llave para entrar? En tu despacho debes tener…
—Me jubilé hace trece años, Daniel. Y no vamos a conducir doscientos kilómetros de noche para mirar… —Se quedó callado—. Fíjate en Lucinda, se está quedando dormida de pie, ¡como un caballo!
Atontada, Luce hizo una mueca. Le daba miedo dormirse y empezar a soñar porque temía encontrarse con Bill. Últimamente tendía a aparecer en cuanto cerraba los ojos. Quería mantenerse despierta, mantenerse alejada de él, y también tomar parte en la conversación acerca de la reliquia que Daniel y ella tendrían que encontrar al día siguiente. Pero el sueño era insistente y no admitía un no por respuesta.
Segundos u horas después, Daniel la cogió en brazos y la subió por una escalera estrecha y oscura.
—Lo siento, Luce —le pareció que decía. Estaba demasiado adormilada para responder—. Debería haberte dejado descansar antes. Pero tengo miedo —susurró—. Tengo miedo de no llegar a tiempo.
Luce parpadeó y se echó hacia atrás, sorprendida de encontrarse en una cama, y todavía más de ver una peonía blanca en un jarroncito de cristal inclinada sobre la almohada junto a su cabeza.
Sacó la flor del jarrón y, al girarla en la palma, salpicó de agua el edredón brocado de color rosa. La cama chirrió cuando apoyó la almohada en el cabecero de latón para mirar alrededor.
Por un momento, mientras los recuerdos soñados de sus viajes por las Anunciadoras se desvanecían poco a poco y terminaba de despertarse, se sintió desorientada al ver que estaba en un lugar desconocido. Ya no tenía a Bill para que le diera pistas sobre dónde había ido a parar. Él solo se hallaba presente en sus sueños y la noche anterior había sido Lucifer, un monstruo, quien se había reído de la idea de que Daniel y ella pudieran cambiar o impedir nada.
Había un sobre blanco apoyado en el jarrón de la mesilla.
«Daniel».
Luce solo recordaba su dulce beso y sus brazos retirándose cuando la había metido en la cama la noche anterior y había cerrado la puerta.
¿Dónde había ido Daniel después de aquello?
Abrió el sobre y sacó la tarjeta blanca que contenía. Había escritas cuatro palabras:
Mira en el balcón.
Sonriendo, Luce se destapó y bajó las piernas al suelo. Caminó por la gigantesca alfombra con la peonía blanca sujeta entre dos dedos. Los estrechos ventanales de la habitación tenían casi seis metros de altura y se alzaban hasta el techo abovedado. Detrás de una de las suntuosas cortinas marrones había una puerta acristalada por la que se accedía a un balcón. Luce giró el cerrojo metálico y salió, esperando encontrar a Daniel y arrojarse a sus brazos.
Pero el balcón semicircular estaba vacío. Luce solo vio una estrecha barandilla de piedra, las aguas verdes del canal un piso por debajo y una mesita acristalada con una silla plegable de lona roja junto a ella. Hacía un día bonito. Olía a humedad, pero el aire era fresco. En el río, lustrosas y esbeltas góndolas negras se adelantaban unas a otras con la elegancia de un cisne. Un par de zorzales dorados gorjeaban en un tendedero en el piso de arriba y, en la otra orilla del canal, había varias casas estrechas pintadas en tonos pastel. Era encantadora, por supuesto, la Venecia con la que casi todo el mundo soñaba, pero Luce no estaba allí de turista. Daniel y ella habían ido a salvar su historia, y la del mundo. Y el tiempo corría. Y Daniel no estaba.
Entonces vio otro sobre blanco en la mesa del balcón, apoyado en un diminuto vaso de plástico blanco y una bolsa de papel. Una vez más, abrió el sobre y, una vez más, leyó cuatro palabras:
Por favor, espera aquí.
—Irritante, pero romántico —dijo en voz alta.
Se sentó en la silla plegable y miró en la bolsa. El puñado de minúsculos bollos rellenos de mermelada y espolvoreados con canela y azúcar que había dentro despidió un aroma embriagador. La bolsa aún estaba caliente y tenía manchitas de aceite. Luce se metió un bollo en la boca y dio un sorbo al vasito, que contenía el café más aromático y delicioso que había probado en su vida.
—¿Disfrutando de los bombolini? —le gritó Daniel desde abajo, con una sonrisa.
Luce se levantó de un salto y, al apoyarse en la barandilla, lo vio de pie en la popa de una góndola decorada con imágenes de ángeles. Llevaba un sombrero de paja de ala ancha con una recia cinta roja atada alrededor de la copa, y utilizaba un ancho remo de madera para guiar lentamente la góndola hacia ella.
El corazón le dio un vuelco, como siempre hacía la primera vez que veía a Daniel en otra vida. Pero él estaba allí. Era suyo. Aquello era el presente.
—Úntalos en el café y luego dime qué se siente estando en el Cielo —dijo Daniel, con una sonrisa.
—¿Cómo bajo hasta ahí? —preguntó Luce.
Él señaló hacia una escalera de caracol, la más estrecha que Luce había visto en su vida, justo a la derecha de la barandilla. Luce cogió el vasito de café y la bolsa de bollos, se puso la peonía detrás de la oreja y se dirigió a la escalera.
Notó los ojos de Daniel clavados en ella cuando saltó la barandilla y comenzó a bajar la escalera. Cada vez que completaba un giro, veía un destello violeta de su tentadora mirada. Cuando llegó abajo, Daniel le tendió una mano para ayudarla a subir a la góndola.
Allí estaba la electricidad que Luce anhelaba sentir desde que había despertado. La chispa que saltaba entre ellos cada vez que se tocaban. Daniel la cogió por la cintura, la atrajo hacía sí y pegó su cuerpo al suyo. La besó, larga y apasionadamente, hasta que se sintió mareada.
—Una forma ideal de empezar el día. —Daniel pasó los dedos por los pétalos de la peonía que llevaba en la oreja.
De golpe, Luce notó un ligero peso en el cuello y, al llevarse la mano a él, palpó una cadenita, que siguió con los dedos hasta tocar un guardapelo de plata. Lo levantó y descubrió la rosa roja gravada en una de las caras.
¡Su guardapelo! Era el que Daniel le había dado en su última noche en Espada & Cruz. Luce lo había escondido en la tapa de El libro de los Vigilantes durante el breve período que había pasado sola en la cabaña, pero solo guardaba un vago recuerdo de aquellos días. Lo siguiente que recordaba era que el señor Cole la había llevado rápidamente al aeropuerto para que cogiera su avión a California. No se había acordado del guardapelo ni del libro hasta su llegada a la Escuela de la Costa y, para entonces, estaba segura de que los había perdido.
Daniel debía de habérselo puesto mientras ella dormía. Volvieron a empañársele los ojos, esa vez de felicidad.
—¿Dónde lo has…?
—Ábrelo. —Daniel sonrió.
La última vez que había abierto el guardapelo, la fotografía de Daniel y una Luce anterior la había desconcertado. Daniel había prometido que le diría cuándo se había sacado la fotografía la siguiente vez que la viera. No lo había hecho. Casi todos los ratos que habían conseguido pasar juntos en California habían sido estresantes y demasiado breves, y habían estado repletos de discusiones absurdas que ya no podía imaginar volver a tener con Daniel.
Se alegró de haber esperado, porque, cuando esa vez abrió el guardapelo y vio la diminuta fotografía detrás del cristal (Daniel con pajarita y Luce con el pelo corto), la identificó de inmediato.
—Lucia —susurró. Era la joven enfermera con la que Luce se había encontrado cuando había aparecido en el Milán de la Primera Guerra Mundial. La chica era mucho más joven cuando Luce la conoció, dulce y un poco descarada, pero tan noble que la había admirado al instante.
Sonrió al recordar la forma en la que Lucia siempre miraba su moderno corte de pelo más corto, y sus bromas sobre lo encandilados que tenía a todos los soldados. Recordó, sobre todo, que, si se hubiera quedado en aquel hospital italiano durante más tiempo y las circunstancias hubieran sido… bueno, completamente distintas, podrían haber sido grandes amigas.
Miró a Daniel con una sonrisa radiante, pero el rostro enseguida se le ensombreció. Él la miraba como si le hubieran dado un puñetazo.
—¿Qué pasa? —Luce soltó el guardapelo, se arrimó a él y le pasó los brazos por el cuello.
Daniel negó con la cabeza, aturdido.
—Es solo que no estoy acostumbrado a compartir esto contigo. Tu expresión cuando has reconocido la foto… Es lo más hermoso que he visto nunca.
Luce se ruborizó, sonrió, se quedó muda y quiso llorar, todo al mismo tiempo. Comprendía a Daniel perfectamente.
—Perdona por haberte dejado sola —dijo él—. He tenido que ir a Bolonia para consultar una cosa en uno de los libros de Mazotta. He supuesto que necesitarías descansar lo máximo posible, y estabas tan guapa dormida que no he sido capaz de despertarte.
—¿Has encontrado lo que buscabas? —preguntó Luce.
—Es posible. Mazotta me ha dado una pista sobre una piazza aquí, en Venecia. Él es, sobre todo, historiador del arte, pero sabe más de teología que ningún otro mortal que yo conozca.
Luce se sentó en el banco de terciopelo rojo de la góndola, que era como un confidente, con un acolchado cojín negro de piel y el alto respaldo labrado.
Daniel metió el remo en el agua y la góndola avanzó. El agua tenía un vivo color verde pastel y, conforme se deslizaban por ella, Luce vio toda la ciudad reflejada en su vítrea superficie ondulada.
—La buena noticia —dijo Daniel mientras la miraba por debajo del ala de su sombrero— es que Mazotta cree que sabe dónde está la reliquia. Me he pasado la noche discutiendo con él, pero, al final, hemos encontrado una vieja fotografía muy interesante que concuerda con mi dibujo.
—¿Y?
—Resulta —Daniel dio un golpe de muñeca y la góndola giró con elegancia por un estrecho recodo para pasar por debajo de un puente peatonal— que la bandeja es una aureola.
—¿Una aureola? Creía que solo los ángeles de las felicitaciones tenían aureola. —Luce miró a Daniel con la cabeza ladeada—. ¿La tienes tú?
Daniel sonrió como si su pregunta le pareciera encantadora.
—No el típico disco luminoso, creo. Que yo sepa, las aureolas son representaciones de nuestra luz, de una forma que los mortales puedan comprender. La luz violeta que tú veías alrededor de mí en Espada & Cruz, por ejemplo. Supongo que Gabbe nunca te ha contado que posó para Da Vinci.
—¿Que hizo qué? —Luce casi se atragantó con sus bombolini.
—Por supuesto, él no sabía que era un ángel, pero, según dice Gabbe, Leonardo habló de la luz que parecía irradiar de ella. Por eso la pintó con una aureola.
—Caramba. —Luce movió la cabeza, estupefacta, cuando pasaron por delante de dos enamorados con sombreros de fieltro iguales que se besaban en la esquina de un balcón.
—Leonardo no es el único. Los artistas representan a los ángeles de esa forma desde que caímos a la Tierra.
—¿Y la aureola que tenemos que encontrar hoy?
—Es la representación de otro artista. —A Daniel se le ensombreció el rostro. La música de un disco de jazz rayado que se oía por una ventana abierta pareció envolver la góndola e instrumentar su narración—. Esta es la escultura de un ángel, y mucho más antigua, del período preclásico. Tan antigua que se desconoce la identidad del artista. Es de Anatolia y, como el resto de las reliquias, fue robada durante la Segunda Cruzada.
—Entonces, ¿solo tenemos que encontrar la escultura en una iglesia, museo o lo que sea, quitarle la aureola al ángel e ir volando al monte Sinaí? —preguntó Luce.
A Daniel se le oscureció fugazmente la mirada.
—Por ahora sí, ese es el plan.
—Parece demasiado fácil —dijo Luce mientras se fijaba en la intrincada arquitectura de los edificios que les rodeaban: las cúpulas bulbiformes de uno, el lozano jardín colgante de hierbas finas de otro. Todo parecía estar hundiéndose en aquellas aguas verdes con una suerte de sereno abandono.
Daniel miró a lo lejos y el agua soleada y destellante se le reflejó en los ojos.
—Ya veremos lo fácil que es.
Entrecerró los ojos para leer un letrero de madera que había más adelante y se acercó a la orilla. La góndola se balanceó cuando Daniel la detuvo junto a una pared de ladrillo cubierta de enredaderas. Se agarró a uno de los amarres y ató la góndola a él. La embarcación crujió y tiró de sus ataduras.
—Esta es la dirección que me ha dado Mazotta. —Daniel señaló un viejo puente arqueado de piedra con un aspecto entre romántico y ruinoso—. Subiremos por estas escaleras para ir al palazzo. No debe de estar lejos.
Saltó al embarcadero y le tendió la mano. Luce lo imitó y, juntos, cruzaron el puente cogidos de la mano. Mientras pasaban por delante de innumerables puestos de pan y vendedores ambulantes de camisetas venecianas, Luce no pudo evitar fijarse en las otras parejas felices: parecía que allí todos se besaban y se reían. Se quitó la peonía de la oreja y la metió en el bolso. Daniel y ella estaban de misión, no de luna de miel, y no habría más encuentros románticos si fracasaban.
Apretaron el paso cuando torcieron a la izquierda por una callejuela y después a la derecha para entrar en una amplia piazza.
Daniel se detuvo de golpe.
—Se supone que está aquí. En la plaza. —Leyó la dirección y movió la cabeza con incredulidad.
—¿Qué pasa?
—La dirección que Mazotta me ha dado es la de esa iglesia. Eso no me lo ha dicho. —Señaló el alto templo franciscano con sus tres chapiteles y sus cuatro rosetones. Era un edificio imponente, con el exterior anaranjado y una orla blanca en las ventanas y la gran cúpula—. La escultura, la aureola, deben de estar dentro.
—Bien. —Luce dio un paso hacia la iglesia y se encogió de hombros, desconcertada—. Pues entremos a comprobarlo.
Daniel volcó el peso en la otra pierna. De golpe, estaba lívido.
—No puedo, Luce.
—¿Por qué?
Daniel se había puesto rígido y su nerviosismo resultaba palpable. Parecía que tuviera los brazos pegados a los costados y apretaba tanto la mandíbula que podría haberla tenido electrificada. Luce no estaba habituada a verlo titubear. Su inseguridad le extrañó.
—Entonces, ¿no lo sabes?
Ella negó con la cabeza y Daniel suspiró.
—Pensaba que quizá te lo habían enseñado en la Escuela de la Costa… El caso es que si un ángel caído entra en un santuario de Dios, el edificio y todas las personas que hay dentro se queman al instante.
Terminó la frase con rapidez, justo cuando se cruzaron con una fila de estudiantes alemanas con faldas plisadas que se dirigían a la iglesia para visitarla. Luce vio que algunas de ellas se volvían para mirar a Daniel, que intercambiaban susurros y risitas, y se arreglaban las trenzas por si él miraba en su dirección.
Él no despegó los ojos de Luce. Aún parecía nervioso.
—Es uno de los muchos detalles menos conocidos de nuestro castigo. Si un ángel caído quiere volver al redil, debe apelar directamente al Trono. No hay ningún atajo.
—¿Estás diciendo que nunca has pisado una iglesia? ¿Ni una sola vez en los miles de años que llevas en la Tierra?
Daniel negó con la cabeza.
—Ni un templo, una sinagoga o una mezquita. Jamás. Lo más parecido ha sido la piscina cubierta de Espada & Cruz. Cuando la desacralizaron y la transformaron en gimnasio, dejó de ser tabú. —Cerró los ojos—. Arriane lo hizo una vez, muy al principio, antes de volver con el Cielo. No lo sabía. Por cómo lo describe…
—¿Es ahí donde se hizo las heridas del cuello? —Luce se tocó el cuello de forma instintiva mientras recordaba su primera hora en Espada & Cruz: Arriane dándole una navaja suiza robada, exigiéndole que le cortara el pelo. Luce no había podido despegar los ojos de sus extrañas cicatrices jaspeadas.
—No. —Daniel apartó la mirada, incómodo—. Eso fue otra cosa.
Un grupo de turistas posaba con su guía para una fotografía delante de la entrada. En el tiempo que llevaban hablando, diez personas habían entrado y salido de la iglesia sin apreciar, según parecía, ni la belleza del edificio ni su trascendencia, aunque Daniel, Arriane y toda la legión de ángeles no podrían entrar jamás.
Pero Luce sí.
—Iré yo. Sé cómo es la aureola por tu dibujo. Si está dentro, la encontraré y…
—Tú puedes entrar, es cierto. —Daniel asintió con brusquedad—. Es la única forma.
—No hay problema. —Luce fingió despreocupación.
—Te espero aquí. —Daniel parecía tan reticente como aliviado. Le apretó la mano, se sentó en el borde de la fuente que ocupaba el centro de la plaza y le explicó qué aspecto debería tener la aureola y el modo de extraerla.
—¡Pero ve con cuidado! ¡Tiene más de mil años de antigüedad y es delicada! —Detrás de él, un querubín escupía un interminable chorro de agua—. Si hay algún problema, Luce, si tienes la menor sospecha, sal de inmediato.
La iglesia, fresca y poco iluminada, era un alto edificio con planta de cruz latina en el que olía mucho a incienso. Luce cogió un folleto en inglés al entrar, pero cayó en la cuenta de que no sabía cómo se llamaba la escultura. Enojada consigo misma por no preguntarlo (seguro que Daniel lo sabía), caminó entre los bancos vacíos que flanqueaban la estrecha nave mientras miraba el vía crucis representado en las vidrieras de los altos ventanales.
En contraste con el bullicio de la concurrida piazza, en la iglesia reinaba un relativo silencio. Luce oyó el taconeo de sus botas en el suelo de mármol cuando pasó por delante de una estatua de la Virgen que ocupaba una de las capillitas laterales provistas de rejas. Sus inexpresivos ojos de mármol le parecieron demasiado grandes, los dedos de sus manos orantes, tremendamente largos y finos.
No veía la aureola por ninguna parte.
Al final de la nave, se detuvo en el centro de la iglesia, debajo de la inmensa cúpula, por cuyos altos ventanales se colaba la luz atenuada del sol. Había un hombre con un hábito gris arrodillado delante de un altar. Solo se le veían la cara y las manos, que tenía ahuecadas sobre el corazón. Cantaba en latín para sus adentros. Dies irae, dies illa. Luce reconoció las palabras de sus clases de latín en Dover, pero no recordaba qué significaban.
Cuando se acercó, el hombre dejó de cantar y levantó la cabeza, como si su presencia hubiera interrumpido su plegaria. Tenía la tez más blanca que Luce hubiera visto nunca y sus finos labios casi se hicieron transparentes cuando se le crisparon. Luce apartó la mirada y torció a la izquierda por el transepto, el brazo más corto de la planta de cruz latina, en un intento de no invadir su espacio…
Y se encontró ante un ángel imponente.
Era una estatua de liso mármol rosa, radicalmente distinta de los ángeles a los que Luce había llegado a conocer tan bien. Carecía por completo de la apasionada vitalidad que ella veía en Cam, de las infinitas complejidades que adoraba en Daniel. Era una estatua creada por fieles devotos para fieles devotos. A Luce, el ángel le pareció vacío. Tenía la mirada dirigida al Cielo y su cuerpo de mármol esculpido brillaba entre los suaves pliegues de la tela que le cubría el pecho y la cintura. Su rostro, vuelto hacia arriba a tres metros por encima de la cara de Luce, estaba cincelado con mano experta, desde el puente de la nariz hasta los diminutos tirabuzones que le acariciaban la oreja. Tenía las manos alzadas al cielo, como si pidiera perdón por un antiguo pecado.
—Buon giorno. —La voz sobresaltó a Luce. No había visto al sacerdote vestido con un largo y recio hábito negro, ni tampoco la rectoría del final del transepto por cuya puerta labrada de caoba acababa de salir el hombre.
Tenía la nariz brillante y los lóbulos de las orejas grandes. Era mucho más alto que ella y eso la incomodaba. Se obligó a sonreír y dio un paso atrás. ¿Cómo iba a robar una reliquia en un lugar público como aquel? ¿Por qué no lo había pensado antes en la piazza? Ni siquiera hablaba…
Entonces se acordó. Sí hablaba italiano. Lo había aprendido, más o menos, de forma instantánea cuando la Anunciadora la había transportado al frente de la batalla que se libraba cerca del río Piave.
—Es una escultura bonita —dijo al sacerdote.
Su italiano no era perfecto. Lo hablaba, más bien, como si lo hubiera dominado hacía años pero hubiera perdido la confianza. Aun así, su acento era bastante bueno y el sacerdote pareció entenderla.
—Desde luego.
—El trabajo del artista con el… cincel —dijo Luce, mientras extendía los brazos como si estuviera haciendo una crítica de la obra—, es como si hubiera liberado al ángel de la piedra. —Volvió a mirar la escultura con cara de asombro y, tratando de aparentar la mayor inocencia posible, la rodeó. En efecto, el ángel tenía la cabeza coronada por una aureola de oro con el centro de cristal. Solo que no estaba mellada en los lugares que parecía indicar el dibujo de Daniel. A lo mejor la habían restaurado.
El sacerdote asintió con aire de entendido y dijo:
—Ningún ángel fue ya libre después del pecado de la Caída. El ojo experto también ve eso.
Daniel había descrito a Luce el truco para separar la aureola de la cabeza del ángel: había que cogerla como el volante de un coche y girarla dos veces en el sentido de las agujas del reloj, con firmeza pero también con delicadeza. «Como está hecha de oro y cristal, tuvieron que acoplarla después. Por eso hay una base esculpida en la piedra en la que encaja la aureola. Solo dos vueltas, ¡fuertes pero delicadas!» Eso la aflojaría.
Luce miró la vasta estatua que se erigía por encima del sacerdote y de ella.
De acuerdo.
El sacerdote se colocó a su lado.
—Es Rafael, el sanador.
Luce no conocía a ningún ángel que se llamara Rafael. Se preguntó si era real o una invención de la Iglesia.
—He… hum… he leído en una guía que es del período preclásico. —Miró la fina barra de mármol que sujetaba la aureola a la cabeza del ángel—. ¿No trajeron esta escultura a la iglesia durante las Cruzadas?
El sacerdote se llevó los brazos al pecho y las largas mangas de su hábito se le bajaron hasta los codos.
—Tú estás pensando en la original. Esa estaba justo al sur de Dorsoduro, en la Chiesa dei Piccoli Miracoli de la isla de las Focas, y desapareció junto con la iglesia y la isla cuando ambas se hundieron en el mar hace siglos.
—No… —Luce tragó saliva—. No lo sabía.
El sacerdote clavó en ella sus redondos ojos castaños.
—Debes de llevar poco tiempo en Venecia —dijo—. Aquí todo acaba hundiéndose en el mar. No es tan malo, la verdad. ¿Cómo si no nos habríamos convertido en expertos imitadores? —Miró el ángel y pasó sus largos dedos tostados por el pedestal de mármol—. Esta reproducción se hizo por encargo y solo costó cincuenta mil liras. ¿No es asombroso?
No era asombroso; era horrible. ¿La aureola auténtica se había hundido en el mar? Ya no la encontrarían; ya no averiguarían dónde había sido la Caída; ya no podrían impedir que Lucifer los destruyera. Su viaje no había hecho más que empezar y ya parecía que todo estuviera perdido.
Luce se tambaleó hacia atrás, apenas capaz de dar las gracias al sacerdote. Se sentía pesada e inestable y casi tropezó con el pálido devoto, que frunció el entrecejo mientras ella se dirigía rápidamente a la puerta.
Luce echó a correr en cuanto salió de la iglesia. Daniel la agarró por el codo en la fuente.
—¿Qué ha pasado?
Su cara debía de haberla delatado. Se lo contó todo, más abatida con cada palabra. Cuando llegó a la parte en la que el sacerdote había alardeado de la barata reproducción, una lágrima le surcaba la mejilla.
—¿Estás segura de que ha dicho la Chiesa dei Piccoli Miracoli? —preguntó Daniel mientras se daba la vuelta para observar el final de la piazza—. ¿En la isla de las Focas?
—Estoy segura, Daniel. Ha desaparecido. Está hundida en el mar…
—Y vamos a encontrarla.
—¿Qué? ¿Cómo?
Daniel ya le había cogido la mano y, con una última ojeada de soslayo al interior de la iglesia, echó a correr por la plaza.
—Daniel…
—Sabes nadar.
—Eso no tiene gracia.
—No, no la tiene. —Daniel se paró, la miró y le sostuvo el mentón con la palma de la mano. Luce tenía el corazón acelerado, pero la mirada de Daniel la serenó—. No es la situación ideal, pero, si esa es la única forma de conseguir la reliquia, la conseguiremos así. Nada puede detenernos. Eso lo sabes. No podemos permitir que nada lo haga.
Momentos después, volvían a estar en la góndola y Daniel remaba hacia el mar con tanta fuerza que parecía que tripularan una lancha motora. Adelantaron a todas las otras góndolas del canal, trazaron curvas cerradas para atravesar puentes bajos y rodear angulosas esquinas de edificios, salpicaron de agua a los asombrados ocupantes de las góndolas vecinas.
—Conozco esa isla —dijo Daniel, sin nada de resuello—. Estaba a medio camino entre San Marcos y La Giudecca. Pero no hay ningún amarradero cerca. Tendremos que dejar la góndola. Tendremos que saltar por la borda y nadar.
Luce echó un vistazo a las turbias aguas verdes que pasaban velozmente por debajo de ella. Sin bañador. Hipotermia. Monstruos italianos del lago Ness en las profundidades de aquel cenagal. El banco de la góndola estaba congelado y el agua olía a barro mezclado con aguas residuales. Todo eso se le pasó por la cabeza en un instante, pero miró a Daniel a los ojos y se serenó.
Él la necesitaba. Ella estaba de su parte, sin hacer preguntas.
—De acuerdo.
Cuando llegaron al ancho canal entre islas en el que desembocaban el resto de los canales, reinaba el caos turístico: el agua estaba atestada de vaporetti que llevaban a turistas y sus maletas de ruedas a los hoteles, lanchas motoras alquiladas por viajeros ricos y elegantes, y aerodinámicos kayaks pilotados por mochileros estadounidenses con gafas de sol envolventes. Góndolas, barcazas y lanchas policía surcaban el agua como balas, apenas evitándose unas a otras.
Daniel maniobró sin esfuerzo y señaló a lo lejos.
—¿Ves las torres?
Luce miró más allá de las embarcaciones multicolores. El horizonte era una tenue línea donde el cielo gris azulado se encontraba con el agua, más oscura.
—No.
—Concéntrate, Luce.
Al cabo de un momento, Luce vio dos torrecitas verdosas, más lejos de lo que creía que la vista le alcanzaría sin un catalejo.
—Oh. Allí.
—Es lo único que queda de la iglesia. —Daniel remó más aprisa cuando la cantidad de embarcaciones que les rodeaban disminuyó. El agua se picó y adquirió una tonalidad verde más oscura, comenzó a oler más a mar y menos a la mugre extrañamente atractiva de Venecia. El viento azotó los cabellos de Luce y se iba haciendo más frío conforme se alejaban de tierra firme—. Esperemos que ningún equipo de excavaciones submarinas nos haya birlado la aureola.
Antes, cuando Luce había vuelto a montarse en la góndola, Daniel le había pedido que lo esperara un momento. Había desaparecido por una estrecha callejuela y había regresado después de lo que parecían segundos con una pequeña bolsa rosa de plástico. Cuando Daniel se la alargó en ese momento, Luce sacó unas gafas de buceo. Parecían carísimas, y bastante poco prácticas: malvas y negras, con modernas alas de ángel en los bordes del cristal. No recordaba la última vez que había nadado con gafas de buceo, pero, cuando miró el agua plagada de sombras negras, se alegró de tenerlas para protegerse los ojos.
—¿Gafas pero no bañador? —preguntó.
Daniel se ruborizó.
—Supongo que ha sido una estupidez. Pero tenía prisa y solo he pensado en lo que ibas a necesitar para coger la aureola. —Volvió a sumergir los remos en el agua y avanzó con más rapidez que una fueraborda—. Puedes nadar en ropa interior, ¿verdad?
Entonces fue Luce la que se ruborizó. En circunstancias normales, la pregunta podría haber sido emocionante, haberles hecho reír. Pero no en aquellos nueve días. Luce asintió. Ocho días ya. Daniel estaba muy serio.
—Por supuesto —dijo Luce después de tragar saliva.
Los dos chapiteles verdosos aumentaron de tamaño y cobraron nitidez. Poco después, los tuvieron delante. Eran altos y cónicos, y estaban compuestos de oxidadas lamas de cobre. Los coronaban banderines de cobre que parecían ondear al viento, pero uno estaba lleno de agujeros y el otro se había separado por completo de su asta. En mar abierto, aquellos dos chapiteles asomando por encima del agua creaban una impresión extraña y hacían pensar en una inmensa catedral sumergida. Luce se preguntó cuándo se habría hundido la iglesia y a cuánta profundidad estaría.
La idea de bajar buceando hasta allí con unas ridículas gafas de buceo y en ropa interior comprada por su madre le daba escalofríos.
—La iglesia debe de ser enorme —opinó. En realidad, quería decir: «No creo que sea capaz de hacer esto. No puedo respirar debajo del agua. ¿Cómo vamos a encontrar una minúscula aureola hundida en mitad del mar?».
—Yo puedo bajarte hasta la iglesia, pero nada más. Siempre que no me sueltes la mano. —Daniel le tendió su cálida mano para ayudarla a ponerse de pie—. Respirar no será un problema. Pero la iglesia sigue santificada, así que voy a necesitarte para que encuentres la aureola y la saques.
Daniel se quitó la camiseta por la cabeza y la arrojó al banco de la góndola. Se sacó el pantalón con rapidez, sin perder el equilibrio, y después las zapatillas de tenis. Luce se quedó mirando, notando un agradable calorcillo, hasta que cayó en la cuenta de que también debería estar desnudándose. Se quitó las botas y los calcetines, y se sacó el pantalón con el mayor recato posible. Daniel la sujetaba de la mano para ayudarla a mantener el equilibrio; la miraba, pero no como Luce esperaba. Estaba preocupado por ella, por su carne de gallina. Le frotó los brazos cuando se quitó el jersey y se quedó de pie en la góndola en su práctica ropa interior, pelada de frío en mitad de la laguna veneciana.
Luce tuvo otro escalofrío de frío y miedo, ambos mezclados de forma indisoluble. Pero su tono fue animoso cuando se puso las gafas de buceo, que le apretaban, y dijo:
—Al agua patos.
Se cogieron de la mano, igual que habían hecho la última vez que nadaron juntos en Espada & Cruz. Cuando sus pies dejaron de tocar el suelo barnizado de la góndola, Daniel la impulsó hacia arriba, mucho más alto de lo que ella habría podido saltar sola, y se zambulleron juntos.
El cuerpo de Luce rompió la superficie del mar, que no estaba tan frío como esperaba. De hecho, cuanto más cerca de Daniel nadaba, más se calentaba el agua a su alrededor.
Daniel resplandecía.
Por supuesto. Luce no había querido expresar sus temores sobre lo oscura e inaccesible que estaría la iglesia hundida, pero en ese momento comprendió que Daniel, como de costumbre, velaba por ella. Le alumbraría el camino hasta la aureola con la misma trémula incandescencia que ella había visto en muchas de sus vidas anteriores. El brillo de Daniel rielaba en el agua turbia y la envolvía en su seno, tan hermoso y sorprendente como un arcoíris que rompe la negrura de la noche.
Siguieron sumergiéndose, cogidos de la mano y bañados de luz violeta. El agua estaba sedosa, tan silenciosa como una tumba vacía. A cuatro metros de profundidad, el mar se volvió más oscuro, pero la luz de Daniel aún iluminaba el agua en varios metros a la redonda. Cuatro metros más abajo, vieron la fachada de la iglesia.
Era hermosa. El mar la había conservado y el brillo de la gloria de Daniel teñía de violeta sus viejas piedras inertes. Los dos chapiteles que asomaban por encima de la superficie partían de un tejado plano bordeado de esculturas de santos. Había mosaicos deteriorados que representaban a Jesús con algunos de los apóstoles. Todo estaba tapizado de musgo y rebosaba vida: había diminutos peces plateados que entraban y salían de huecos, anémonas de mar fijadas a representaciones de milagros, anguilas que salían de recovecos por los que habían deambulado los venecianos de la antigüedad. Daniel permaneció a su lado, siguiendo su curso caprichoso, alumbrándole el camino.
Luce rodeó el lado derecho de la iglesia y miró por las vidrieras rotas, sin perder en ningún momento de vista la distancia hasta la superficie, para subir a respirar.
Más o menos en el momento que esperaba, comenzó a quedarse sin aire. Pero aún no estaba dispuesta a subir. Acababan de llegar a una ventana por la que veían lo que parecía un altar. Apretó los dientes y aguantó un poco más.
Sin soltar la mano a Daniel, miró por una de las ventanas próximas al transepto de la iglesia. Metió la cabeza y los hombros, y Daniel se pegó a la pared todo lo posible para alumbrar el interior.
Luce no vio nada aparte de bancos podridos y un altar de piedra partido por la mitad. El resto estaba oscuro y Daniel no podía acercarse más para alumbrarlo. Luce notó que los pulmones se le tensaban y se asustó, pero, luego, sin saber cómo, se le relajaron y tuvo la sensación de que disponía de un tiempo precioso antes de que la tensión y el miedo retornaran. Era como si hubiera umbrales de respiración y ella pudiera rebasar varios de ellos antes de que la situación fuera crítica. Daniel la observó y asintió, como si supiera que podía aguantar un poco más.
Luce pasó por delante de otra ventana y atisbó un resplandor dorado en un rincón de la iglesia. Daniel también lo vio. Se colocó junto a ella, con cuidado de no entrar en el templo. Le cogió la mano y lo señaló. Solo se veía la punta de la aureola. Parecía que el suelo hubiera cedido y la estatua se hubiera hundido con él. Luce se acercó más y cuajó el agua de burbujas de aire. No estaba segura de cómo desacoplar la aureola, y ya no aguantaba más. Los pulmones iban a estallarle. Indicó a Daniel que necesitaba subir.
Él negó con la cabeza.
Cuando ella puso cara de sorpresa, él la sacó de la iglesia y la abrazó. La besó con ardor, y la sensación fue increíble…
Pero no, no solo la besaba. También le insuflaba aire en los pulmones. Luce aspiró el aire puro sin dejar de besarlo, sintió cómo fluía por su cuerpo y le llenaba los pulmones justo cuando creía que iban a estallarle. Parecía que Daniel tuviera una reserva inagotable de aire, y Luce estaba ávida de todo el que pudiera darle. Se palparon los cuerpos casi desnudos, tan arrebatados de pasión como si se besaran por puro placer. Luce no quería parar. Pero solo tenían ocho días. Cuando por fin asintió para indicarle que tenía suficiente, Daniel sonrió y se separó de ella.
Regresaron a la angosta ventana rota. Daniel nadó hasta ella y se colocó delante para que su luz alumbrara el camino a Luce. Ella se embutió en la abertura y, en cuanto estuvo dentro, sintió frío y una absurda claustrofobia. Resultaba extraño, porque la iglesia era inmensa: sus techos alcanzaban treinta metros de altura, y Luce la tenía para ella sola.
Puede que el problema fuera ese. Al otro lado de la pared, Daniel le parecía demasiado lejos de ella. Al menos veía el ángel, y el brillo de Daniel justo en la ventana. Nadó hacia la aureola dorada y la cogió. Recordó las instrucciones de Daniel y la giró como si estuviera conduciendo un autocar.
La lisa aureola no cedió.
La agarró más fuerte. La zarandeó, con todas sus fuerzas.
Con mucha lentitud, la aureola chirrió y giró unos centímetros hacia la izquierda. Luce volvió a hacer fuerza para moverla y, en su exasperación, llenó el agua de burbujas. Justo cuando comenzaba a sentirse agotada, la aureola se aflojó y giró. La cara de Daniel irradió orgullo mientras se observaban, sosteniéndose la mirada. Luce ni siquiera pensó en respirar mientras trataba de desenroscar la aureola.
La aureola por fin se desacopló. Luce gritó con satisfacción y su peso le impresionó. Pero, cuando miró a Daniel, él ya no la observaba. Miraba hacia arriba, hacia la superficie.
Un segundo después, desapareció.