Rumbos separados
Gabbe dio un paso hacia delante.
—Cam tiene razón. He oído hablar de estos temblores a la Balanza. —Se tiró de las mangas de su rebeca amarilla de cachemira como si no fuera a entrar nunca en calor—. Son saltos en el tiempo. Distorsiones de nuestra realidad.
—Y cuanto más cerca esté Lucifer —añadió Roland, con su modesta sabiduría habitual—, más cerca estaremos del final de la Caída y más frecuentes y fuertes se volverán los saltos en el tiempo. El tiempo vacila mientras se prepara para reescribirse.
—¿Igual que un ordenador se cuelga cada vez más antes de que el disco duro se fastidie y borre tu trabajo trimestral de veinte páginas? —preguntó Miles. Todos lo miraron desconcertados—. ¿Qué? —dijo—. ¿Los ángeles y los demonios no hacéis deberes?
Luce se dejó caer en una de las sillas de una mesa vacía. Se sentía vacía por dentro, como si el salto en el tiempo le hubiera soltado algún apéndice importante y lo hubiera perdido para siempre. Las voces irritadas de los ángeles le taladraban la cabeza, aunque ninguna decía nada útil. Tenían que detener a Lucifer, pero ninguno sabía cómo hacerlo.
—Venecia. Viena. Y Aviñón. —La voz cristalina de Daniel se impuso a la algarabía. Se sentó al lado de Luce y apoyó el brazo en el respaldo de su silla. Le rozó el hombro con las yemas de los dedos. Cuando alzó El libro de los Vigilantes para que todos lo vieran, el grupo se calló. Todos le prestaron atención.
Daniel señaló un apretado párrafo. Hasta ese momento, Luce no se había dado cuenta de que el libro estaba escrito en latín. Reconoció unas cuantas palabras gracias a sus años de latín en Dover. Daniel había subrayado y rodeado con un círculo varias palabras, y había hecho algunas acotaciones, pero, debido al uso y al paso del tiempo, las páginas resultaban casi ilegibles.
Arriane se acercó.
—Vaya galimatías.
Daniel no se desanimó. Cuando se puso a escribir nuevas notas, lo hizo con una letra firme y elegante, y Luce se sintió reconfortada al darse cuenta de que no era la primera vez que la veía. Se deleitaba con todo lo que le recordaba cuán larga y profunda era su historia de amor con Daniel, aunque fuera un detalle de poca importancia, como la letra ligada que fluía a lo largo de los siglos para dejar constancia escrita de que Daniel le pertenecía.
—La hueste celestial, los ángeles que no tomaron partido y fueron expulsados del Cielo, dejaron testimonio de los primeros días después de la Caída —dijo, despacio—. Pero se trata de una historia completamente deslavazada.
—¿Una historia? —repitió Miles—. Entonces, ¿solo tenemos que encontrar una serie de libros y leerlos para saber dónde hay que ir?
—No es tan sencillo —respondió Daniel—. Entonces no había libros tal como los concebimos ahora; aquellos eran los primeros días. Así que nuestra historia y nuestras historias se hicieron constar de otro modo.
Arriane sonrió.
—Ahora es cuando la cosa se pone difícil, ¿no?
—La historia se contó mediante reliquias, muchas reliquias, a lo largo de milenios. Pero hay tres en especial que parecen pertinentes para nuestra búsqueda, tres que quizá nos digan dónde cayeron los ángeles.
»No sabemos qué son estas reliquias, pero sabemos dónde se mencionaron por última vez: Venecia, Viena y Aviñón. Estaban en esos tres lugares en la época en la que realicé mi investigación y escribí el libro. Pero de eso hace mucho tiempo, y ni tan siquiera entonces se sabía con certeza si los objetos, sean lo que sean, seguían allí.
—Así que esto puede acabar siendo como buscar una aguja en un pajar —dijo Cam, con un suspiro—. Genial. Perderemos el tiempo buscando tres objetos misteriosos que quizá no nos digan lo que necesitamos saber en sitios en los que quizá no estén.
Daniel se encogió de hombros.
—En resumen, sí.
—Tres reliquias. Nueve días. —Annabelle pestañeó—. No es mucho tiempo.
—Daniel tenía razón. —Gabbe los miró de uno en uno—. Tenemos que separarnos.
Sobre eso discutían Cam y Daniel antes de que la biblioteca hubiera empezado a temblar. Sobre si tenían más probabilidades de encontrar todas las reliquias a tiempo si se separaban.
Gabbe esperó a que Cam asintiera, reticente, antes de añadir:
—Entonces, decidido. Daniel y Luce, vosotros quedaos con la primera ciudad. —Consultó las notas de Daniel y se esforzó por sonreír a Luce—. Venecia. Id a Venecia y encontrad la primera reliquia.
—Pero ¿cuál es la primera reliquia? ¿Tenemos alguna idea? —Luce se inclinó sobre el libro y vio un dibujo a pluma en el margen. Casi parecía una bandeja, de la clase que su madre siempre buscaba en las tiendas de antigüedades.
Daniel negó ligeramente con la cabeza mientras estudiaba la imagen que había dibujado hacía siglos.
—Esto fue todo lo que pude sacar en claro de mi estudio de los textos apócrifos, los textos sagrados que la Iglesia no consideró canónicos.
El objeto era ovalado, con un fondo de cristal que Daniel había representado hábilmente dibujando el suelo debajo de la base transparente. La bandeja, o lo que quiera que fuera la reliquia, tenía a ambos lados lo que parecían dos pequeñas asas melladas. Daniel había dibujado incluso una escala debajo y, según su esbozo, el objeto era grande, de unos ochenta centímetros por cien.
—Apenas me acuerdo de haber dibujado esto. —Daniel parecía decepcionado consigo mismo—. Tengo tan poca idea de lo que es como tú.
—Estoy segura de que, una vez allí, podréis resolverlo —intervino Gabbe, en un intento de animarlos.
—Sí —afirmó Luce—. Estoy segura.
Gabbe parpadeó, sonrió y continuó:
—Roland, Annabelle y Arriane, vosotros tres iréis a Viena. Con eso quedamos… —La boca se le crispó al darse cuenta de lo que estaba a punto de decir, pero logró poner buena cara—. Molly, Cam y yo iremos a Aviñón.
Cam echó los hombros hacia atrás y desplegó a toda prisa sus asombrosas alas áureas. Golpeó a Molly en la cara con el ala derecha y la arrojó al suelo a varios palmos de él.
—Vuelve a hacer eso y te hago picadillo —espetó Molly mientras se miraba la rozadura que la fricción con la alfombra le había hecho en el codo—. Mejor dicho… —Echó a correr hacia Cam con el puño levantado, pero Gabbe se interpuso.
Separó a Cam y a Molly con un suspiro de resignación.
—A propósito de hacer picadillo, preferiría no tener que hacer picadillo al próximo de los dos que provoque al otro —Sonrió con dulzura a sus dos compañeros demonios—, pero lo haré. Van a ser nueve días muy largos.
—Ojalá —masculló Daniel.
Luce lo miró. La Venecia que ella tenía en mente estaba sacada de una guía de viajes: bonitas fotografías de canales atestados de embarcaciones, puestas de sol sobre altos chapiteles de catedrales y chicas de pelo oscuro dando lametones a un cucurucho de helado. Aquel no era el viaje que estaban a punto de hacer. No cuando el fin del mundo los amenazaba con sus afiladas garras.
—¿Y una vez que encontremos las tres reliquias? —preguntó Luce.
—Nos reuniremos en el monte Sinaí —respondió Daniel—, juntaremos las reliquias…
—Y rezaremos para que arrojen alguna luz sobre dónde caímos —murmuró Cam con aire sombrío mientras se frotaba la frente—. Y después solo nos quedará convencer al psicópata del que depende la totalidad de nuestra existencia para que abandone su absurdo plan de dominar el universo. ¿Hay algo más fácil? Creo que tenemos motivos de sobra para ser optimistas.
Daniel echó un vistazo por la ventana rota. En aquel momento, el sol estaba justo encima del edificio de los dormitorios; Luce tuvo que entrecerrar los ojos para mirar fuera.
—Tenemos que irnos lo antes posible.
—Vale —dijo Luce—. Tengo que ir a casa, hacer la maleta, coger el pasaporte… —La cabeza comenzó a darle vueltas mientras repasaba mentalmente todo lo que tenía que hacer. Sus padres pasarían como mínimo otras dos horas en el centro comercial, tiempo suficiente para que ella recogiera sus cosas.
—Qué mona. —Annabelle se rió y se acercó a ellos volando, con los pies a pocos centímetros del suelo. Las alas, musculosas y grises como un nubarrón, le sobresalían por las rasgaduras invisibles de su camiseta fucsia—. Siento entrometerme, pero… no has viajado nunca con un ángel, ¿verdad?
Claro que lo había hecho. La sensación de surcar el aire sustentada por las alas de Daniel era muy natural para ella. Puede que sus vuelos hubieran sido breves, pero habían sido inolvidables. Eran los momentos en los que se sentía más unida a él: sus brazos rodeándola por la cintura, su corazón latiendo tan cerca del suyo, sus alas blancas protegiéndola, demostrándole que su amor era enorme e incondicional.
Había volado con Daniel un sinfín de veces en sueños, pero solo tres mientras estaba despierta: una sobre el lago que había detrás de Espada & Cruz, otra por los alrededores de la Escuela la Costa y otra de las nubes a la cabaña justo la noche anterior.
—Supongo que nunca hemos llegado tan lejos —dijo por fin.
—Pues a ver si espabiláis —espetó Cam casi para su sorpresa, incapaz de contenerse.
Daniel no le hizo caso.
—En circunstancias normales, creo que disfrutarías del viaje. —El rostro de Daniel se ensombreció—. Pero, en los próximos nueve días, no habrá nada normal.
Luce notó su mano en la espalda, recogiéndole el pelo y levantándoselo. Daniel la besó en el cuello por encima del jersey y la rodeó por la cintura. Ella cerró los ojos. Sabía qué venía a continuación. El sonido más hermoso que existía, el elegante rumor del amor de su vida desplegando sus níveas alas.
Detrás de sus párpados cerrados, el mundo se oscureció un poco bajo la sombra de las alas y el corazón se le inundó de afecto. Cuando abrió los ojos, las vio, tan esplendorosas como de costumbre. Se echó un poco hacia atrás y se acomodó en el firme pecho de Daniel cuando él se volvió hacia la ventana.
—Esto solo es una separación temporal —anunció Daniel al resto—. Buena suerte y buen viaje.
Con cada largo aletazo de Daniel, ganaban trescientos metros de altura. El aire, antes fresco e impregnado de la humedad de Georgia, se tornaba frío y ralo en los pulmones de Luce conforme ascendían. El viento le azotó las orejas. Los ojos comenzaron a llorarle. El suelo se alejó y el mundo que contenía se difuminó y se encogió hasta convertirse en un vibrante lienzo verde. Espada & Cruz adquirió el tamaño de una huella dactilar. Luego desapareció.
Luce sintió vértigo al vislumbrar el mar, encantada de ver que se alejaban del sol y se dirigían hacia la oscuridad que teñía el horizonte.
Volar con Daniel siempre resultaba más emocionante, más intenso de lo que ella era capaz de recordar. Y, no obstante, algo había cambiado: le había cogido el tranquillo. Se sentía a gusto, en sintonía con Daniel, relajada en sus brazos. Tenía las piernas cruzadas a la altura de los tobillos y los tacones de sus botas rozaban las punteras de las de Daniel. Sus cuerpos se movían en total armonía, respondiendo al movimiento de sus alas, que tapaban el sol al enarcarse por encima de ellos antes de bajar para completar otro potente aletazo.
Alcanzaron la altura de las nubes y se internaron en la bruma. A su alrededor no hubo nada aparte de esponjosa blancura y la nebulosa caricia de la humedad. Daniel dio otro aletazo para seguir ganando altura. Luce no se paró a preguntarse cómo iba a respirar en los límites de la atmósfera. Estaba con Daniel. Estaba bien. Iban a salvar el mundo.
Pronto Daniel tomó una trayectoria horizontal y dejó de volar como un cohete para hacerlo como un ave con una fuerza extraordinaria. No redujeron la velocidad. Si acaso, la aumentaron, pero, al tener los cuerpos paralelos al suelo, el rugido del viento disminuyó y el mundo pareció blanco y asombrosamente silencioso, tan tranquilo como si acabara de crearse y nadie hubiera experimentado aún con el sonido.
—¿Estás bien? —La voz de Daniel la arrulló y le hizo sentirse como si el amor pudiera resolver todos los males del mundo.
Volvió la cabeza hacia la izquierda para mirarlo. Él tenía el rostro sereno y una leve sonrisa en los labios. La luz violeta que emanaba de sus ojos era tan intensa que podría haberla mantenido en el aire por sí sola.
—Estás helada —le susurró Daniel al oído. Le acarició los dedos para calentárselos y ella sintió lenguas de fuego en todo el cuerpo.
—Ahora mejor —dijo.
Se elevaron por encima del manto de nubes: fue como el momento en el que el paisaje gris uniforme que se ve por la ventanilla de un avión pasa a adquirir una gama infinita de colores. La diferencia era que la ventanilla y el avión no estaban, y no había nada entre la piel de Luce y las suaves tonalidades de color rosa de las nubes que se extendían al este, salvo el intenso azul añil del cielo a aquella altitud.
El mar de nubes se desplegó por debajo de ellos, extraño y fascinante. Como de costumbre, cogió a Luce por sorpresa. Aquel era otro mundo que solo Daniel y ella habitaban, el mundo de las alturas, las puntas de los más altos minaretes del amor.
¿Qué mortal no había soñado con aquello? ¿Cuántas veces había anhelado Luce hallarse al otro lado de la ventanilla de un avión; pasearse por una nube de lluvia acariciada por los rayos dorados del sol? En aquel momento estaba allí, conmovida por la belleza de un mundo lejano que podía sentir en la piel.
Pero Daniel y Luce no podían detenerse. No podían detenerse ni una sola vez en los siguientes nueve días, o todo se detendría.
—¿Cuánto tardaremos en llegar a Venecia? —preguntó.
—Ya debe de faltar poco —le susurró Daniel casi al oído.
—Pareces un piloto que lleva una hora sin poder aterrizar, diciendo por quinta vez a sus pasajeros que solo serán otros diez minutos —bromeó Luce.
Como Daniel no respondió, ella lo observó. Tenía el entrecejo fruncido: no había entendido la metáfora.
—Nunca has montado en avión —dijo—. ¿Qué necesidad tienes cuando puedes hacer esto? —Luce señaló sus espléndidas alas batientes—. Seguramente, te desquiciarías de tanto esperar y rodar por la pista.
—Me gustaría viajar contigo en avión. Tal vez hagamos un viaje a las Bahamas. La gente va allí en avión, ¿no?
—Sí. —Luce tragó saliva—. Ya veremos. —No pudo evitar pensar en cuántos imposibles tenían que hacerse realidad para que pudieran viajar como una pareja normal. Era demasiado difícil pensar en el futuro en ese momento, cuando había tanto en juego. El futuro estaba tan borroso y distante como el suelo, y Luce confiaba en que sería igual de hermoso.
—En serio, ¿cuánto tardaremos?
—Cuatro, quizá cinco horas a esta velocidad.
—Pero ¿no necesitas descansar? ¿Reponer fuerzas? —Luce se encogió de hombros con cierto azoramiento. Todavía no estaba segura de cómo funcionaba el organismo de Daniel—. ¿No se te cansarán los brazos?
Él soltó una risita.
—¿Qué?
—Acabo de bajar del Cielo y mira lo cansados que los tengo. —Daniel le estrujó la cintura, en broma—. La idea de que se puedan llegar a cansar de sujetarte es absurda.
Como si quisiera demostrárselo, arqueó la espalda, echó las alas hacia atrás y las batió con suavidad. Cuando sus cuerpos se alzaron elegantemente en el aire y rodearon una nube, Daniel retiró un brazo de su cintura y le mostró cómo podía sujetarla con una sola mano. Alargó el brazo libre y le rozó los labios con los dedos en espera de que se los besara. Cuando ella lo hizo, volvió a rodearla por la cintura y retiró el otro brazo mientras se ladeaba hacia la izquierda de una forma espectacular. Luce también le besó esa mano. Después, Daniel flexionó los hombros sobre los suyos y se los ciñó en un abrazo tan fuerte que pudo retirar ambos brazos de su cintura y ella siguió en el aire. La sensación fue tan placentera y desbordante, que Luce se echó a reír. Daniel trazó un amplio bucle en el aire. El pelo de Luce le cubrió la cara. No tenía miedo. Volaba.
Cuando Daniel volvió a rodearla por la cintura, ella le cogió las manos.
—Es como si estuviéramos hechos para esto —dijo.
—Sí. Más o menos.
Daniel siguió volando, sin desfallecer en ningún momento. Atravesaron bancos de nubes y tramos de cielo abierto, breves y hermosos chaparrones de los que el viento los secaba casi al instante. Adelantaron aviones transatlánticos a velocidades tan formidables que Luce imaginaba que sus pasajeros no advertían nada aparte de un inesperado destello plateado y quizá una suave turbulencia que agitaba ligeramente sus bebidas.
Las nubes se disiparon cuando comenzaron a sobrevolar el mar. Luce pudo percibir su olor a sal incluso desde aquella altura, y le pareció que era un mar de otro planeta, ni terroso como en la Escuela de la Costa ni salobre como en su hogar. De algún modo, ver la espléndida sombra de las alas de Daniel en su superficie agitada la reconfortó, aunque le costaba creer que ella misma formara parte de la imagen proyectada en el mar embravecido.
—¿Luce? —preguntó Daniel.
—¿Sí?
—¿Qué tal te ha ido con tus padres esta mañana?
Luce divisó el contorno de dos islas solitarias en la oscura planicie de agua. Se preguntó distraídamente dónde estarían, cuán lejos de casa.
—Ha sido duro —admitió—. Supongo que me he sentido como tú debes de sentirte miles de veces. Distanciada de mis seres queridos por no poder ser franca con ellos.
—Me lo temía.
—En ciertos aspectos, me resulta más fácil estar contigo y los otros ángeles que con mis padres y mi mejor amiga.
Daniel se quedó pensativo.
—No deseo eso para ti. No tendría que ser así. Lo único que siempre he querido es amarte.
—Y yo. Es lo único que quiero. —Pero, en el preciso momento en que lo dijo, mientras contemplaba el desvaído cielo oriental, Luce no pudo dejar de recordar los últimos minutos que había pasado en su casa y desear haberlo hecho de otro modo. Debería haber dado un abrazo un poco más fuerte a su padre. Debería haber escuchado, de verdad, los consejos de su madre al salir por la puerta. Debería haber pasado más tiempo preguntando a su mejor amiga por su vida en Dover. No debería haber sido tan egoísta ni haber tenido tanta prisa. Ahora, cada segundo la alejaba más de Thunderbolt, de sus padres y de Callie, y cada segundo aumentaba su sensación de que tal vez no volvería a ver a ninguno de ellos.
Luce creía con toda su alma en lo que Daniel, ella y los otros ángeles estaban haciendo. Pero aquella no era la primera vez que abandonaba a las personas a las que quería por Daniel. Pensó en el funeral que había presenciado en Prusia, en los abrigos negros de lana y los ojos llorosos y enrojecidos de sus seres queridos, apesadumbrados por su muerte prematura y repentina. Pensó en su bella madre de la Inglaterra medieval, donde había pasado el día de San Valentín; en su hermana, Helen; y en sus buenas amigas Laura y Eleanor. Aquella era la única vida que había visitado en la que no había asistido a su propia muerte, pero había visto suficiente para saber que había personas bondadosas que se quedarían destrozadas con la inevitable muerte de Lucinda. Imaginarlo le producía dolor de estómago. Y entonces pensó en Lucia, la chica que había sido en Italia, quien había perdido a su familia en la guerra, quien no tenía a nadie aparte de Daniel, cuya vida, por breve que fuera, había merecido la pena gracias a su amor.
Cuando Luce se apretó más contra su pecho, Daniel metió las manos por debajo de las mangas de su jersey y le pasó los dedos por los brazos en círculos, como si dibujara pequeñas aureolas en su piel.
—Cuéntame la mejor parte de todas tus vidas.
Luce quiso responder: «Cuando te encuentro, cada vez». Pero no era tan sencillo. Le costaba incluso pensar en ellas por separado. Sus vidas anteriores comenzaron a girar y entremezclarse como los cristalitos de un caleidoscopio. Recordó el hermoso momento de Tahití en el que Lulu le había tatuado el pecho a Daniel. Y cómo habían abandonado el campo de batalla en la antigua China porque su amor era más importante que luchar en cualquier guerra. Podría enumerar un montón de momentos robados de pasión, un montón de besos deliciosos y agridulces. Luce sabía que no eran la mejor parte.
La mejor parte era el momento presente. Eso era lo que se llevaba de sus viajes a través de los siglos; Daniel lo era todo para ella y Luce lo era todo para él. La única forma de experimentar la profundidad de su amor residía en vivir juntos cada nuevo momento, como si el tiempo estuviera hecho de nubes. Y, si era necesario durante aquellos nueve días, Luce sabía que Daniel y ella lo arriesgarían todo por su amor.
—Ha sido muy instructivo —dijo, por fin—. La primera vez que viajé sola por una Anunciadora ya estaba decidida a romper la maldición. Pero estaba desorientada y confusa, hasta que empecé a darme cuenta de que, en todas las vidas que visitaba, aprendía algo importante de mí misma.
—¿Como qué? —Volaban tan alto que la curva de la Tierra se adivinaba al filo del cielo vespertino.
—Aprendí que el mero hecho de besarte no me mataba, que eso tenía más que ver con lo que yo sentía en ese momento, con cuánto de mí misma y de mi historia era capaz de asimilar.
Notó que Daniel asentía detrás de ella.
—Ese siempre ha sido el mayor enigma para mí.
—Aprendí que mis encarnaciones anteriores no siempre eran personas agradables, pero que, de todos modos, tú amabas el alma que llevaban dentro. Y, a partir de tu ejemplo, aprendí a reconocer tu alma. Tienes… un brillo inconfundible, una luminosidad, e incluso cuando no te parecías a tu yo físico, podía entrar en una nueva vida y reconocerte. Casi veía tu alma en la cara que tenías en cada vida, fuera cual fuese. Eras a la vez tu yo egipcio desconocido y el Daniel al que yo deseaba y quería.
Daniel volvió la cabeza para besarla en la sien.
—Probablemente no te das cuenta, pero siempre has tenido la facultad de reconocer mi alma.
—No, antes no podía… no era capaz de…
—Lo eras, solo que no lo sabías. Creías que estabas loca. Veías las Anunciadoras y decías que eran sombras. Creías que llevaban toda la vida acosándote. Y cuando me conociste en Espada & Cruz, o quizá cuando te diste cuenta de que sentías algo por mí, probablemente viste otra cosa que no podías explicar, que intentaste negar.
Luce cerró los ojos e hizo memoria.
—Dejabas una estela violeta cuando pasabas por mi lado. Pero pestañeaba y desaparecía.
Daniel sonrió.
—No lo sabía.
—¿A qué te refieres? Acabas de decir…
—Imaginaba que veías algo, pero no sabía qué era. La atracción que sentías por mí, por mi alma, podía manifestarse de formas distintas, según cómo necesitaras verla. —Le sonrió—. Así es como tu alma colabora con la mía. Un resplandor violeta es bonito. Me alegro de que fuera eso.
—¿Cómo ves tú mi alma?
—No podría expresarlo con palabras, pero no hay nada más bello.
Ese era un buen modo de describir aquel vuelo por el mundo con Daniel. Las estrellas titilaban en las vastas galaxias que las rodeaban. La luna, inmensa y acribillada de cráteres, estaba parcialmente envuelta en pálidas nubes grises. Luce se sentía arropada y segura en los brazos del ángel al que amaba, un lujo que había añorado muchísimo en sus viajes por las Anunciadoras. Suspiró y cerró los ojos…
¡Y vio a Bill!
La imagen la agredió e invadió su pensamiento, aunque no era la abominable bestia furiosa en la que Bill se había convertido la última vez que lo vio. Solo era Bill, su gárgola de piedra, tendiéndole la mano para ayudarla a bajar del mástil del barco naufragado donde habían aparecido en Tahití. No sabía por qué la había asaltado aquel recuerdo mientras estaba en los brazos de Daniel. Pero aún notaba su manita de piedra en la suya. Recordó cómo la habían sorprendido su fuerza y su agilidad. Recordó que con él se había sentido segura.
Se le puso la carne de gallina y se retorció contra Daniel.
—¿Qué te pasa?
—Bill. —La palabra le supo amarga.
—Lucifer.
—Sé que es Lucifer. Lo sé. Pero durante un tiempo para mí fue otra cosa. Llegué a considerarlo un amigo. Me tortura cuánto me abrí con él. Estoy avergonzada.
—No lo estés. —Daniel la estrechó contra sí—. Hay una razón para que lo llamaran Lucero del Alba. Lucifer era hermosísimo. Algunos dicen que era el más hermoso. —A Luce le pareció percibir un atisbo de celos en el tono de Daniel—. También era el más querido, no solo por el Trono, sino por muchos de los ángeles. Piensa en la influencia que ejerce sobre los mortales. Ese poder emana de la misma fuente. —La voz le tembló antes de ponérsele tensa—. No deberías avergonzarte de haberte encariñado de él, Luce… —Se interrumpió de golpe, aunque parecía que tenía más que decir.
—Habíamos empezado a tener roces —admitió Luce—, pero nunca imaginé que pudiera convertirse en un monstruo así.
—No hay oscuridad más oscura que una luz gloriosa corrupta. Mira. —Daniel modificó la inclinación de las alas y trazó un amplio arco para rodear la imponente nube que acababan de dejar atrás. El lado bañado por los últimos rayos de sol parecía oro rosa. El otro, advirtió Luce conforme la rodeaban, era oscuro y estaba cargado de lluvia—. Luz y oscuridad juntas, ambas necesarias para que esto sea lo que es. Así es para Lucifer.
—¿Y también para Cam? —preguntó Luce cuando Daniel completó el círculo y siguió sobrevolando el mar.
—Sé que no te fías de él, pero puedes hacerlo. La oscuridad de Cam es legendaria, pero solo es una parte minúscula de su personalidad.
—Pero, entonces, ¿por qué tomó partido por Lucifer? ¿Por qué lo tomó cualquiera de los otros ángeles?
—Cam no lo hizo —respondió Daniel—. Al menos, al principio. Eran unos tiempos muy inestables. Inauditos. Inimaginables. Justo antes de la Caída, algunos ángeles tomaron partido por Lucifer de inmediato, pero hubo otros, como Cam, a los que el Trono expulsó porque vacilaron. Desde entonces, los ángeles se han ido decidiendo poco a poco y han vuelto al redil del Cielo o se han unido a las filas del Infierno. Ahora solo quedamos unos pocos ángeles caídos que no hemos tomado partido.
—¿Es ahí donde estamos ahora? —preguntó Luce, aunque sabía que a Daniel no le gustaba hablar del hecho de que aún no hubiera tomado partido.
—Antes apreciabas mucho a Cam —dijo Daniel para desviar el tema de conversación—. Durante varias vidas en la Tierra, los tres estuvimos muy unidos. Cam no tomó partido por Lucifer hasta mucho después, cuando le rompieron el corazón.
—¿Qué? ¿Quién era ella?
—A ninguno nos gusta mencionarla. No debes contarle a nadie que lo sabes —respondió Daniel—. Su decisión me molestó, pero no puedo decir que no lo entendiera. Si alguna vez te perdiera de verdad, no sé qué haría. Todo mi mundo se desmoronaría.
—Eso no va a pasar —dijo Luce, demasiado deprisa. Sabía que aquella vida era su última oportunidad. Si moría, ya no regresaría.
Tenía un millón de preguntas, sobre la mujer a la que Cam había perdido, sobre el extraño temblor en la voz de Daniel al hablar del atractivo de Lucifer, sobre dónde estaba ella cuando él cayó. Pero le pesaban los párpados y estaba cansada, sin fuerzas.
—Descansa —le susurró Daniel al oído—. Te despertaré cuando nos posemos en Venecia.
Luce no necesitó más permiso para quedarse dormida. Cerró los ojos para no ver las olas fosforescentes que rompían a miles de metros por debajo de ellos y se internó en un mundo de sueños donde «nueve días» no significaba nada, donde podía encumbrarse, cernirse y permanecer en la gloria de las nubes, donde podía volar con libertad, hacia el infinito, sin la menor posibilidad de caer.