El libro de los Vigilantes
—Buenos días.
Una mano cálida rozó la cara de Luce y le puso el pelo por detrás de la oreja.
Ella se volvió sobre un costado, bostezó y abrió los ojos. Estaba profundamente dormida, soñando con Daniel.
—Oh —exclamó mientras se tocaba la mejilla. Lo tenía allí.
Daniel estaba sentado a su lado. Llevaba un jersey negro y la misma bufanda roja que le envolvía el cuello la primera vez que Luce lo había visto en Espada & Cruz. Estaba tan guapo que parecía un sueño.
Su peso hundía un poco el borde del camastro, y Luce subió las piernas para arrimarse más a él.
—No eres un sueño —dijo.
Daniel tenía los ojos más soñolientos que de costumbre, pero, aun así, su brillo violeta fue igual de vivo que siempre cuando la miró a la cara y estudió sus facciones como si fuera la primera vez que la veía. Se inclinó y la besó en los labios.
Luce se acurrucó contra él y le pasó los brazos por el cuello, encantada de devolverle el beso. Le daba igual no haberse cepillado los dientes o estar despeinada. Le daba igual todo lo que no fuera aquel beso. Estaban juntos, y ninguno de los dos era capaz de dejar de sonreír.
Entonces, Luce lo recordó todo de golpe.
Unas garras afiladas y unos ojos enrojecidos. Un asfixiante hedor a muerte y podredumbre. Oscuridad por doquier, tan densa que, en comparación, la luz, el amor, toda la belleza del mundo, parecían gastados, rotos y marchitos.
No podía creerse que Lucifer hubiera podido ser algo más para ella (Bill, la gruñona gárgola de piedra a la que Luce había tomado por un amigo, era, en realidad, el mismísimo Lucifer). Le había permitido acercarse demasiado y entonces, como ella no había satisfecho su deseo (matar a su propia alma en el antiguo Egipto), él había decidido hacer tabla rasa.
Alterar el tiempo y borrar todo lo que había sucedido desde la Caída.
Preso de su arrebato, Lucifer iba a echar a la papelera todas las vidas, todos los amores, todos los momentos que todas las almas mortales y angelicales habían vivido, como si el universo fuera un juego de mesa y él fuera un niño llorón que se daba por vencido cuando comenzaba a perder. Aunque Luce no tenía la menor idea de qué quería ganar.
Notó calor en la piel al recordar la cólera de Lucifer. Él quería que ella la viera, que temblara en sus manos cuando la llevaba al momento de la Caída. Quería demostrarle que se trataba de un asunto personal.
Luego la había soltado y había modelado una Anunciadora en forma de red para atrapar en ella a todos los ángeles que habían caído del Cielo.
Justo cuando Daniel la cogió al vuelo en aquel vacío estrellado, Lucifer había desaparecido y provocado el reinicio de la Caída. Ahora estaba allí, con los ángeles que caían, incluido su antiguo yo. Como el resto, Lucifer caería sin poder remediarlo, al lado de sus hermanos pero aislado de ellos, juntos pero solos. Hacía milenios, los ángeles habían tardado nueve días mortales en caer del Cielo a la Tierra. Dado que la segunda Caída provocada por Lucifer seguiría la misma trayectoria, Luce, Daniel y su grupo solo tenían nueve días para detenerlo.
Si fracasaban, una vez que Lucifer y su Anunciadora llena de ángeles cayeran en la Tierra, el tiempo sufriría una convulsión que se propagaría hasta la Caída original y todo volvería a empezar. Como si los siete mil años que habían transcurrido desde entonces no hubieran existido.
Como si Luce no hubiera comenzado a entender la maldición al fin, a comprender dónde encajaba en todo aquello, a descubrir quién era y qué podía ser.
La historia y el futuro del mundo estaban en peligro, a menos que Luce, siete ángeles y dos nefilim pudieran detener a Lucifer. Disponían de nueve días y no tenían la menor idea de por dónde debían empezar.
Luce estaba tan cansada la noche anterior que no recordaba haberse tendido en aquel camastro ni haberse echado aquella fina manta azul sobre los hombros. Había telarañas en las vigas del techo, una mesa plegable llena de tazas a medio beber del chocolate que Gabbe había preparado para todos la noche anterior. Pero a Luce todo le parecía un sueño. Su descenso desde la Anunciadora hasta aquel minúsculo islote de Tybee, aquella zona segura para los ángeles, había quedado velado por su profundo agotamiento.
Luce se había dejado arrullar por la voz de Daniel y se había quedado dormida mientras los demás todavía hablaban. En ese momento, la cabaña estaba en silencio y, detrás de la silueta de Daniel, la tonalidad gris del cielo que se veía por la ventana anunciaba que pronto saldría el sol.
Luce alargó la mano para tocarle la mejilla. Él volvió la cabeza y le besó la palma. Luce cerró los ojos con fuerza para no llorar. ¿Por qué, después de todo lo que habían pasado, tenían que vencer al diablo antes de poder ser libres para amarse?
—Daniel —dijo Roland desde la entrada de la cabaña. Tenía las manos en los bolsillos de su chaquetón marinero y llevaba un gorro gris de esquí encima de las rastas. Sonrió a Luce con cansancio—. Es la hora.
—¿La hora de qué? —Luce se apoyó en los codos—. ¿Nos vamos? ¿Ya? Quería despedirme de mis padres. Probablemente están muertos de miedo.
—Pensaba llevarte a su casa ahora —dijo Daniel—, para que te despidas.
—Pero ¿cómo voy a explicar mi desaparición después de la cena de Acción de Gracias?
Luce recordó lo que Daniel le había dicho la noche anterior: aunque el tiempo que habían pasado dentro de las Anunciadoras les había parecido una eternidad, en realidad, solo habían transcurrido unas pocas horas.
De todas formas, unas horas sin su hija eran una eternidad para Harry y Doreen Price.
Daniel y Roland se miraron.
—Nos hemos ocupado de eso —dijo Roland mientras entregaba a Daniel las llaves de un coche.
—¿Cómo? —preguntó Luce—. Una vez, mi padre llamó a la policía cuando llegué media hora tarde después de clase…
—No te preocupes —respondió Roland—. Te hemos encubierto. Solo necesitas un cambio rápido de vestuario. —Señaló la mochila que estaba en la mecedora próxima a la puerta—. Gabbe ha traído tus cosas.
—Hummm, gracias —dijo Luce, desconcertada. ¿Dónde estaba Gabbe? ¿Y los demás? La noche anterior, la cabaña había estado muy concurrida, increíblemente acogedora con el brillo de las alas de los ángeles y el olor a chocolate deshecho y canela. El recuerdo de aquella sensación, combinado con la perspectiva de tener que despedirse de sus padres sin saber adónde iba, hizo que aquella mañana le pareciera vacía.
Notó la rugosidad del suelo de madera cuando lo pisó descalza. Al bajar la vista, advirtió que aún llevaba el ceñido vestido blanco de su vida en el antiguo Egipto, la última que había visitado en su viaje por las Anunciadoras. Bill le había obligado a llevarlo.
No, Bill no. ¡Lucifer! La cara se le había iluminado cuando ella, después de meterse la flecha estelar en la cinturilla, se había planteado seguir su consejo de que matara a su alma.
«Nunca, nunca, nunca». Aún le quedaba demasiado por vivir.
Dentro de la vieja mochila verde que solía llevar al campamento de verano, encontró su pijama favorito, el de franela con rayas rojas y blancas, muy bien doblado, con las correspondientes zapatillas blancas debajo.
—Pero es de día —dijo—. ¿Para qué necesito un pijama?
Una vez más, Daniel y Roland se miraron y, en esa ocasión, trataron de no reírse.
—Tú confía en nosotros —dijo Roland.
Cuando Luce se hubo puesto el pijama, salió de la cabaña detrás de Daniel y permitió que sus anchas espaldas la protegieran del viento mientras bajaban a la orilla del agua por la playa pedregosa.
El diminuto islote de Tybee estaba a menos de dos kilómetros de la costa de Savannah. Al otro lado, Roland les había prometido que habría un coche esperando.
Daniel tenía las alas retraídas, pero debió de percibir que ella le miraba el lugar de la espalda del que surgían.
—Cuando todo esté en orden, iremos volando a donde haga falta para detener a Lucifer. Hasta entonces, es mejor que nos quedemos a ras de suelo.
—Vale —dijo Luce.
—Te echo una carrera hasta la otra orilla.
El aliento de Luce formó una nube en el aire.
—Sabes que te ganaría.
—Cierto. —Daniel le pasó un brazo por la cintura y aquello la hizo entrar en calor—. Entonces, mejor vamos en barca. Así protejo mi célebre orgullo.
Luce lo observó mientras desamarraba una pequeña barca metálica de una rampa. La suave luz que reflejaba el agua le recordó la época en la que hacían carreras a nado por el lago de Espada & Cruz. A Daniel le brillaba la piel cuando se encaramaban a la roca plana del centro para recobrar el aliento. Luego, se tumbaban en la piedra caldeada por el sol y dejaban que el calor del día los secara. Por aquel entonces, ella apenas conocía a Daniel. No sabía que era un ángel y ya estaba peligrosamente enamorada de él.
—Solíamos nadar juntos en mi vida de Tahití, ¿verdad? —le preguntó, sorprendida de recordar otra época en la que había visto cómo le brillaba el pelo cuando lo tenía mojado.
Daniel la miró y Luce supo cuánto significaba para él poder compartir con ella por fin algunos recuerdos de su pasado. Parecía tan conmovido que Luce creyó que iba a echarse a llorar.
En cambio, la besó en la frente con ternura y dijo:
—Entonces también me ganabas siempre, Lulu.
No hablaron mucho mientras Daniel remaba. Luce tuvo suficiente con ver cómo se le tensaban y flexionaban los músculos con cada remada, con oír el chapoteo de los remos al entrar y salir del agua, con respirar el olor a mar. El sol que se alzaba por detrás de ella le calentó la nuca, pero, cuando estuvieron cerca de la costa, lo que vio le produjo escalofríos.
Reconoció la ranchera Taurus blanca al instante.
—¿Qué te pasa? —Daniel reparó en su postura rígida cuando llegaron a la orilla—. Ah. Eso.
No parecía preocupado cuando saltó de la barca y le tendió la mano. La tierra estaba blanda y olía a humus. Luce se acordó de su infancia, de la época en la que corría por los bosques de Georgia en otoño y disfrutaba planeando travesuras y aventuras.
—No es lo que crees —dijo Daniel—. Cuando Sophia huyó de Espada & Cruz, después… —Luce se estremeció y esperó que Daniel no dijera «después de que asesinara a Penn»— después de que descubriéramos quién era en realidad, los ángeles le confiscamos la ranchera. —Daniel endureció las facciones—. Nos debe eso, y más.
Luce pensó en la pálida cara de Penn mientras su vida se apagaba.
—¿Dónde está Sophia ahora?
Daniel negó con la cabeza.
—No lo sé. Por desgracia, es probable que pronto lo averigüemos. Tengo la sensación de que va a interferir en nuestros planes. —Se sacó las llaves del bolsillo y abrió la puerta del acompañante—. Pero ahora mismo eso no debería preocuparte.
Luce lo miró y se hundió en el asiento de tela gris.
—¿Y qué debería preocuparme ahora mismo?
Daniel giró la llave de contacto y la ranchera se puso en marcha con un temblor. La última vez que Luce había ocupado aquel asiento le preocupaba estar a solas con él. Fue la primera noche que se besaron, al menos que ella supiera por aquel entonces. Luce trataba en vano de abrocharse el cinturón cuando notó los dedos de Daniel sobre los suyos. «Recuerda —dijo él con dulzura mientras se inclinaba para ayudarla sin retirar la mano—. Tiene truco».
Daniel la besó en la mejilla, puso la marcha atrás y salió como una bala del húmedo bosque para incorporarse a una estrecha carretera asfaltada de dos carriles. Eran los únicos que circulaban por ella.
—¿Daniel? —insistió Luce—. ¿Qué otra cosa debería preocuparme?
Daniel le miró el pijama.
—¿Cómo se te da hacerte la enferma?
Daniel se quedó esperando en la ranchera en el callejón de la parte trasera de la casa de los padres de Luce mientras ella pasaba sigilosamente por delante de las tres azaleas que crecían junto a la ventana de su habitación. En verano, habría tomateras brotando de aquella tierra negra, pero en invierno el patio lateral le pareció yermo, inhóspito y casi desconocido. No recordaba la última vez que había estado allí. Ya había salido a escondidas de tres internados, pero jamás lo había hecho de la casa de sus padres. Ahora iba a «entrar» a escondidas y no sabía abrir su ventana. Miró su aletargado vecindario, el periódico depositado en el borde del césped de sus padres en su bolsa de plástico mojada de rocío, la vieja canasta de baloncesto sin red del patio de los Johnson al otro lado de la calle. Nada había cambiado en su ausencia. Nada había cambiado aparte de ella. Si Bill lo conseguía, ¿desaparecería también aquel vecindario?
Dijo adiós con la mano a Daniel, que la observaba desde la ranchera, respiró hondo y metió los pulgares entre la hoja de la ventana y la desconchada pintura azul del alféizar.
La hoja se levantó a la primera. Dentro, alguien había retirado la mosquitera. Luce se quedó estupefacta cuando las cortinas blancas de gasa se separaron y apareció la cabeza, mitad rubia, mitad morena, de su ex enemiga Molly Zane.
—¿Qué tal, Pastel de Carne?
Luce se estremeció al oír el mote que le habían puesto en su primer día en Espada & Cruz. ¿Era aquello a lo que Daniel y Roland se habían referido con ocuparse de todo?
—¿Qué haces aquí, Molly?
—Vamos. No muerdo. —Molly le tendió la mano. El esmalte verde esmeralda se le había saltado en varias uñas.
Luce se agarró a su mano, se agachó y entró por la ventana, primero una pierna y luego la otra.
Su habitación le pareció pequeña y anticuada, como una cápsula del tiempo de una Luce muy anterior. Vio el póster enmarcado de la Torre Eiffel colgado de la puerta. Vio las medallas que había ganado con su equipo de natación en el colegio de Thunderbolt. Y, debajo de su edredón hawaiano verde y amarillo, vio a su mejor amiga, Callie.
Callie se levantó de la cama y corrió a echarse en sus brazos.
—No se han cansado de repetirme que no te pasaría nada, pero he pasado tanto miedo tumbada ahí que mejor ni te lo cuento. ¿Te das cuenta siquiera del susto que me di? Fue como si la tierra se te hubiera tragado literalmente…
Luce también la abrazó con fuerza. Que Callie supiera, solo llevaba ausente desde la noche anterior.
—Vale, chicas —gruñó Molly—. Ya montaréis el numerito después. No me he pasado la noche acostada en tu cama con esa peluca de poliéster barata, haciéndome pasar por ti con gastroenteritis, para que ahora os carguéis la tapadera. —Puso los ojos en blanco—. Aficionadas.
—Espera. ¿Que has hecho qué? —preguntó Luce.
—Cuando ayer… desapareciste —respondió Callie, sin aliento—, supimos que no se lo podíamos contar a tus padres. O sea, yo casi no me lo creía después de verlo con mis propios ojos. Después de que Gabbe limpiara el patio, les dijimos que te encontrabas mal y te habías acostado, y Molly se hizo pasar por ti y…
—Fue una suerte encontrar esto en tu vestidor. —Molly hizo girar una peluca de cabello negro ondulado en un dedo—. ¿Restos de un disfraz de Halloween?
—De Mujer Maravilla. —Luce se estremeció mientras lamentaba haber escogido aquel disfraz, y no por primera vez.
—Pues ha funcionado.
Era extraño ver que Molly la ayudaba cuando pertenecía al bando de Lucifer. Pero ni tan siquiera ella, al igual que Cam y Roland, quería volver a caer. De modo que allí estaban, colaborando, formando un extraño equipo.
—¿Me has cubierto? No sé qué decir. Gracias.
—Da igual. —Molly miró rápidamente a Callie: lo que fuera para desviar la gratitud de Luce—. El piquito de oro es tu amiga. Dale las gracias a ella. —Sacó una pierna por la ventana abierta y se volvió para decirles—: ¿Creéis que os las arreglaréis sin mí? Tengo mesa reservada en mi restaurante favorito.
Luce le enseñó el pulgar levantado y se acostó en la cama.
—Oh, Luce —susurró Callie—. Cuando te fuiste, todo el patio estaba cubierto de polvo gris. Y la chica rubia, Gabbe, hizo un gesto con las manos y el polvo desapareció. Después dijimos que estabas enferma, que todo el mundo se había ido a casa, y nos pusimos a fregar los platos con tus padres. Al principio, creía que esa Molly era un poco impresentable, pero, de hecho, es bastante maja. —Entrecerró los ojos—. Pero ¿adónde has ido? ¿Qué te ha pasado? Me has dado un buen susto, Luce.
—No sé ni por dónde empezar… —respondió Luce.
En ese momento alguien llamó a la puerta, que, como siempre, rechinó al abrirse.
La madre de Luce estaba en el pasillo, con su melena despeinada sujeta por un pasador amarillo y el bello rostro sin maquillar. Llevaba una bandeja de mimbre con dos vasos de zumo de naranja, dos platos de tostadas con mantequilla y una caja de antiácidos.
—Parece que estamos mejor.
Luce esperó a que su madre dejara la bandeja en la mesilla; luego, le rodeó la cintura con los brazos y enterró la cabeza en su albornoz rosa de felpa. Notó lágrimas en los ojos. Sorbió por la nariz.
—Mi niña… —dijo su madre mientras le tocaba la frente y las mejillas por si tenía fiebre. Aunque hacía siglos que no utilizaba aquella voz tan dulce con Luce, le encantó oírla.
—Te quiero, mamá.
—No me digas que está demasiado enferma para ir de compras. —El padre de Luce apareció en la puerta con una regadera verde de plástico. Sonreía, pese a que, detrás de sus gafas de montura al aire, Luce percibió preocupación en sus ojos.
—Me encuentro mejor —dijo—. Pero…
—Oh, Harry —la interrumpió la madre de Luce—. Sabes que solo iba a quedarse un día. Tiene que volver al internado. —Miró a su hija—. Daniel ha llamado hace un rato, cariño. Dice que puede pasar a recogerte para llevarte a Espada & Cruz. Le he dicho que, por supuesto, tu padre y yo estábamos encantados de llevarte, pero…
—No —se apresuró a decir Luce al recordar el plan que Daniel le había detallado en la ranchera—. Aunque yo no pueda, vosotros tendríais que ir de compras de todas formas. Es una tradición de la familia Price.
Decidieron que Luce se iría en coche con Daniel y sus padres llevarían a Callie al aeropuerto. Mientras ellas desayunaban, los padres de Luce se sentaron al borde de su cama y hablaron de la cena de Acción de Gracias («Gabbe sacó brillo a toda la porcelana. ¡Es un ángel!»). Cuando pasaron a comentarle las gangas que pensaban comprar («Lo único que siempre quiere tu padre son herramientas»), Luce se dio cuenta de que no había dicho nada aparte de muletillas huecas como «ajá» o «ah, ¿sí?».
Cuando sus padres por fin se levantaron para llevarse los platos a la cocina y Callie se puso a hacer la maleta, Luce entró en el baño y cerró la puerta.
Estaba sola por primera vez en lo que le parecían millones de años. Se sentó en la banqueta y se miró en el espejo.
Era ella, pero distinta. Sin duda, su reflejo era Lucinda Price. Pero también…
Vio a Layla en sus labios carnosos, a Lulu en su abundante cabello ondulado, a Lu Xin en sus vehementes ojos avellana, a Lucia en la chispa de su mirada. No estaba sola. Quizá ya nunca lo estaría. Allí, en el espejo, estaban todas sus encarnaciones, mirándola y preguntándose: «¿Qué va a ser de nosotras? ¿Qué pasará con nuestra historia, con nuestro amor?».
Se dio una ducha y se puso unos vaqueros limpios, sus botas negras de montar y un largo jersey blanco. Se sentó en la maleta de Callie para que su amiga pudiera cerrar la cremallera. El silencio que había entre ellas era descarnado.
—Eres mi mejor amiga, Callie —dijo por fin—. Me está pasando una cosa que no entiendo. Pero no tiene nada que ver contigo. Siento no poder ser más concreta, pero te he echado de menos. Muchísimo.
Callie tensó los hombros.
—Antes me lo contabas todo.
Sin embargo, se miraron de un modo que pareció dejar claro que ambas sabían que eso ya no era posible.
Fuera oyeron el portazo de un coche.
Por la ventana, Luce observó a Daniel mientras se acercaba a la casa. Y, aunque no había pasado ni una hora desde que la había dejado allí, Luce sintió que el corazón se le aceleraba y las mejillas se le sonrojaban al verlo. Daniel caminaba despacio, como si flotara, y el viento le levantaba la bufanda roja. Hasta Callie lo miró fijamente.
Los padres de Luce se reunieron con ellos en el recibidor. Luce les dio un largo abrazo a todos, primero a su padre, después a su madre y por último a Callie, que la estrechó con fuerza y se apresuró a susurrarle:
—Lo que vi anoche, a ti entrando en esa… esa «sombra», fue bonito. Solo quería que lo supieras.
A Luce volvieron a escocerle los ojos. Abrazó a Callie con más fuerza y murmuró:
—Gracias.
Después salió para echarse en brazos de Daniel y ponerse en manos del destino.
—Aquí estáis, tortolitos, haciendo lo propio de los tortolitos —trinó Arriane mientras asomaba la cabeza por el lado de una larga librería. Estaba sentada en una silla con las piernas cruzadas, haciendo malabarismos con una cuantas pelotitas. Llevaba un mono, botas militares y el pelo oscuro recogido en trencitas.
Luce no estaba especialmente contenta de haber vuelto a la biblioteca de Espada & Cruz. La habían restaurado después del incendio que la había destruido, pero aún olía como si allí se hubiera quemado algo grande y desagradable. Los profesores habían atribuido el incendio a un desafortunado accidente, pero había muerto una persona, Todd, un alumno callado al que Luce apenas conocía hasta la noche en que murió, y ella sabía que aquella explicación encubría un incidente más siniestro. Se culpaba de ello. La situación le recordaba demasiado a Trevor, un chico del que había estado enamorada en una ocasión, el cual también había muerto en otro inexplicable incendio.
Cuando Daniel y ella rodearon la librería para entrar en la zona de estudio, Luce vio que Arriane tenía compañía. Estaban todos: Gabbe, Roland, Cam, Molly, Annabelle, la chica zanquilarga con el pelo fucsia, incluso Miles y Shelby, que les saludaron con entusiasmo. Tenían un aspecto claramente distinto del resto de los ángeles, pero también se distinguían de los adolescentes mortales.
Miles y Shelby estaban… ¿cogidos de la mano? Pero, cuando Luce volvió a mirar, sus manos habían desaparecido bajo la mesa a la que todos estaban sentados. Miles se caló la gorra de béisbol hasta las cejas. Shelby se aclaró la garganta y se encorvó sobre un libro.
—Tu libro —dijo Luce a Daniel en cuanto vio el grueso lomo con el exceso de cola marrón en la parte inferior. En la tapa desgastada ponía Los Vigilantes: el mito en la Europa Medieval, «Daniel Grigori».
Luce alargó la mano de forma automática para tocar la tapa gris. Cerró los ojos, porque le recordaba a Penn, que había encontrado el libro la última noche que Luce había pasado como alumna en Espada & Cruz, y porque la fotografía pegada en el dorso de la tapa era lo primero que le había convencido de que lo que Daniel le había contado sobre ellos era posible.
Era una fotografía de otra vida, de una transcurrida en Helston, Inglaterra. Y, aunque tendría que haber sido imposible, no cabía ninguna duda: la joven de la fotografía era ella.
—¿Dónde lo habéis encontrado? —preguntó.
Su voz debió de delatarla, porque Shelby preguntó:
—¿Qué tiene de importante este libro viejo y lleno de polvo?
—Tiene un gran valor. Es nuestra única pista —respondió Gabbe—. Sophia intentó quemarlo.
—¿Sophia? —Luce se llevó una mano al corazón—. La señorita Sophia intentó… ¿El incendio de la biblioteca? ¿Fue ella? —Los ángeles asintieron—. Mató a Todd —dijo Luce, aturdida.
De manera que no había sido culpa suya. Otra muerte que echar en cara a Sophia. Luce no se sentía mejor sabiéndolo.
—Y ella casi se muere del susto la noche que se lo enseñaste —dijo Roland—. Todos nos sorprendimos, sobre todo cuando viviste para contarlo.
—Hablamos de que Daniel me había besado —recordó Luce mientras se ruborizaba—. Y de que yo había sobrevivido. ¿Fue eso lo que le sorprendió a la señorita Sophia?
—En parte —respondió Roland—. Pero en este libro hay muchas cosas que Sophia no habría querido que supieras.
—Como educadora no era gran cosa, ¿no? —intervino Cam mientras miraba a Luce con una sonrisa que decía: «¡Dichosos los ojos!».
—¿Qué no habría querido que supiera?
Todos los ángeles miraron a Daniel.
—Anoche te dijimos que ninguno de los ángeles recordaba dónde habíamos caído —explicó él.
—Sí, en cuanto eso… ¿cómo es posible? —preguntó Shelby—. Lo lógico es que una cosa así deje huella en personas con tanta memoria como vosotros.
Cam se ruborizó.
—Prueba a caer durante nueve días a través de múltiples dimensiones y billones de kilómetros, a estamparte de cara contra el suelo, a romperte las alas, a rodar por tierra durante quién sabe cuánto rato, a vagar por el desierto durante décadas buscando pistas sobre quién o qué eres o dónde estás… y luego háblame de tener buena memoria.
—De acuerdo. Tenéis problemas de aceptación —dijo Shelby con su voz de psiquiatra—. Si tuviera que diagnosticaros…
—Bueno, al menos, se acuerdan de que había un desierto —observó Miles con diplomacia, lo cual hizo reír a Shelby.
Daniel se dirigió a Luce.
—Escribí este libro después de perderte en el Tíbet… pero antes de verte en Prusia. Sé que visitaste la vida del Tíbet porque te seguí hasta allí, así que quizá entiendas cómo perderte de aquella forma me empujó a pasarme años investigando para encontrar una salida a esta maldición.
Luce apartó la mirada. Después de verla morir en el Tíbet, Daniel había saltado por un precipicio. Temía que aquello pudiera repetirse.
—Cam tiene razón —dijo Daniel—. Ninguno de nosotros recuerda dónde caímos. Vagamos por el desierto hasta que dejó de ser un desierto; vagamos por las llanuras, los valles y los mares hasta que volvieron a convertirse en un desierto. Ni tan siquiera recordábamos que éramos ángeles hasta que, poco a poco, nos encontramos unos a otros y comenzamos a reconstruir lo ocurrido.
»Pero después de nuestra Caída aparecieron reliquias, testimonios materiales de nuestra historia que los mortales encontraron y conservaron como tesoros, regalos, creen ellos, de un dios que no comprenden. Tres de las reliquias permanecieron enterradas en un templo de Jerusalén mucho tiempo, pero, durante las Cruzadas, fueron robadas y llevadas a lugares diversos. Ninguno de nosotros sabía adónde.
»Cuando realicé mi investigación hace varios siglos, me centré en la Edad Media y consulté todas las fuentes teológicas posibles para dar con las reliquias —continuó Daniel—. Lo fundamental es que, si encontramos esos tres objetos y los llevamos al monte Sinaí…
—¿Por qué el monte Sinaí? —preguntó Shelby.
—Es donde el Trono y la Tierra tienen mejores canales de comunicación —explicó Gabbe mientras se retiraba el cabello de la cara—. Allí es donde Moisés recibió los Diez Mandamientos; y por allí entran los ángeles cuando portan mensajes del Trono.
—Imagínatelo como el bar preferido de Dios —añadió Arriane, mientras mandaba una pelota demasiado alto y daba a una lámpara del techo.
—Pero, antes de que alguien lo pregunte —dijo Cam mientras miraba a Shelby para dejar claro que se refería a ella—, la Caída no fue en el monte Sinaí.
—Sería demasiado fácil —observó Annabelle.
—Si reunimos las tres reliquias en el monte Sinaí —continuó Daniel—, en teoría, podremos averiguar dónde fue la Caída.
—En teoría —dijo Cam con tono despectivo—. ¿Tengo que ser yo el que diga que existen ciertas dudas sobre la validez de la investigación de Daniel…?
Daniel tensó la mandíbula.
—¿Tienes una idea mejor?
—¿No crees —Cam alzó la voz— que tu teoría se apoya demasiado en la idea de que esas reliquias son algo más que un mero rumor? ¿Quién sabe si pueden hacer lo que se supone que hacen?
Luce escrutó al grupo de ángeles y demonios, sus únicos aliados en aquella misión para salvarlos a Daniel y a ella… y al mundo.
—Entonces, ese lugar desconocido es donde tenemos que estar dentro de nueve días.
—¡En menos de nueve días! —exclamó Daniel—. Nueve días a partir de ahora será demasiado tarde. Lucifer y la hueste de ángeles expulsados del Cielo ya habrán llegado.
—Pero, si conseguimos llegar al sitio de la Caída antes que Lucifer —dijo Luce—, entonces, ¿qué?
Daniel negó con la cabeza.
—En realidad, no lo sabemos. Nunca le hablé del libro a nadie porque, Cam tiene razón, no sabía a qué conduciría. Ni tan siquiera me enteré de que Gabbe lo había publicado hasta varios años después. Y, para entonces, la investigación ya había dejado de interesarme. Tú habías muerto otra vez, y sin ti para desempeñar tu papel…
—¿Mi papel? —preguntó Luce.
—Que todavía no sabemos…
Gabbe dio un codazo a Daniel para hacerle callar.
—Lo que quiere decir es que todo nos será revelado a su debido tiempo.
Molly se dio una palmada en la frente.
—¿En serio? ¿«Todo nos será revelado»? ¿Es lo único que sabéis? ¿En eso os basáis?
—En eso y en tu importancia —dijo Cam, dirigiéndose a Luce—. Tú eres la pieza de ajedrez por la que se pelean los buenos, los malos y todos los demás.
—¿Qué? —susurró Luce.
—Cállate. —Daniel centró su atención en Luce—. No le hagas caso.
Cam resopló, pero nadie lo respaldó. Su comentario permaneció en la biblioteca como un convidado de piedra. Ni ángeles ni demonios dijeron nada. Nadie iba a revelar nada más sobre el papel de Luce en detener la Caída.
—Entonces, toda esa información, esa búsqueda —dijo Luce—, ¿está en el libro?
—Más o menos —respondió Daniel—. Solo tengo que hojear el texto para refrescarme la memoria. Con un poco de suerte, dentro de un rato sabré por dónde empezar.
Los demás se retiraron para hacerle sitio en la mesa. Luce notó que Miles le ponía la mano en el brazo. Apenas se habían dicho nada desde que ella había regresado de su viaje por las Anunciadoras.
—¿Puedo hablar contigo? —preguntó él en voz muy baja—. ¿Luce?
Su expresión, tensa por algún motivo, recordó a Luce el momento en el patio de sus padres, cuando Miles había arrojado su reflejo.
Jamás habían hablado del beso que se habían dado en el tejado de la habitación de Luce en la Escuela de la Costa. Seguro que Miles sabía que había sido un error, pero ¿por qué tenía Luce la sensación de que le daba esperanzas cada vez que se mostraba amable con él?
—Luce… —Era Gabbe, que se había colocado al lado de Miles—. Quería comentarte… —Miró a Miles de soslayo— que si quieres ir a visitar a Penn, ahora es el momento.
—Buena idea. —Luce asintió—. Gracias.
Miró a Miles con cierto aire de disculpa, pero él se limitó a calarse la gorra de béisbol hasta las cejas y se volvió para susurrar algo a Shelby.
—Ejem… —Shelby tosió con indignación. Estaba detrás de Daniel, tratando de leer el libro por encima de su hombro—. ¿Qué pasa con Miles y conmigo?
—Vosotros volveréis a la Escuela de la Costa —respondió Gabbe, con una expresión que a Luce le recordó más que nunca a sus profesores de la Escuela de la Costa—. Necesitamos que aviséis a Steven y a Francesca. Puede que necesitemos su ayuda, y también la vuestra. Decidles —respiró hondo—, decidles que está ocurriendo. Que la partida final ya ha empezado, aunque no como esperábamos. Contádselo todo. Ellos sabrán qué hacer.
—De acuerdo —dijo Shelby, con el entrecejo fruncido—. Tú mandas.
—Eeeooo. —Arriane formó bocina con las manos—. Si… eh… Luce quiere salir, alguien va a tener que ayudarle a hacerlo por la ventana. —Tamborileó con los dedos en la mesa y pareció avergonzada—. He levantado una barricada con libros de la biblioteca cerca de la entrada por si aparecía algún fisgón.
—Un servidor. —Cam ya había entrelazado su brazo con el de Luce. Ella hizo un amago de protestar, pero ninguno de los otros ángeles pareció pensar que fuese mala idea. Daniel ni tan siquiera se había dado cuenta.
Cerca de la salida trasera, Shelby y Miles, cada uno con una vehemencia distinta, le dijeron «Ten cuidado» moviendo mudamente los labios.
Cam se acercó a la ventana, irradiando calor con su sonrisa. Levantó la hoja y juntos contemplaron el campus donde se habían conocido, donde habían intimado, donde él la había engatusado para que le besara. No todo eran malos recuerdos…
Cam saltó con suavidad a la cornisa, desde donde le tendió la mano.
—Milady…
Cam le cogió las manos con fuerza y Luce se sintió minúscula e ingrávida cuando él saltó al suelo, dos plantas en dos segundos. Tenía las alas retraídas, pero, aun así, se movía con la misma agilidad que si volara. La hierba estaba cubierta de rocío cuando la pisaron.
—Supongo que no deseas mi compañía —dijo Cam—. Me refiero, ya sabes, al cementerio, no en general.
—Exacto. No, gracias.
Cam apartó la mirada, se metió la mano en el bolsillo y sacó una campanita de plata. Parecía muy antigua, con caracteres hebreos grabados. Se la dio.
—Tócala cuando tengas que subir.
—Cam —dijo Luce—, ¿qué pinto yo en todo esto?
El demonio fue a tocarle la mejilla, pero pareció pensárselo mejor. Su mano se quedó a medio camino.
—Daniel tiene razón. No nos corresponde a nosotros decírtelo.
No esperó a que ella respondiera: flexionó las rodillas y saltó hacia arriba. Ni siquiera la miró.
Luce contempló el campus un momento y dejó que la conocida humedad de Espada & Cruz se le adhiriera a la piel. No sabía si el lúgubre reformatorio, con sus enormes y severos edificios neogóticos y su paisaje triste y desolado, seguía igual o había cambiado.
Deambuló por el campus, atravesó el mustio campo comunal, pasó por delante del deprimente edificio que albergaba las habitaciones y llegó a la puerta de hierro forjado del cementerio. Allí se detuvo, con el vello de los brazos erizado.
El cementerio aún parecía una ciénaga pestilente en mitad del campus y olía igual del mal. El polvo de la batalla de los ángeles se había disipado. Era tan temprano que la mayoría de los alumnos seguía durmiendo y, además, ninguno de ellos estaría merodeando por el cementerio, a menos que estuviera cumpliendo algún castigo. Luce entró y caminó sin prisas entre las lápidas torcidas y las tumbas embarradas.
En el rincón más apartado estaba la última morada de Penn. Luce se sentó al pie de la tumba de su amiga. No llevaba flores y no conocía ninguna oración, de manera que apoyó las manos en la hierba fría y mojada, cerró los ojos y envió a Penn su propia clase de mensaje, preocupada de que no fuera a recibirlo jamás.
Luce estaba algo irritada cuando regresó a la ventana de la biblioteca. No necesitaba a Cam ni su exótica campanita. Podía encaramarse sola hasta la cornisa.
Le resultó bastante fácil escalar la parte inferior del tejado inclinado y, desde allí, trepó varios niveles hasta que estuvo cerca de la larga y estrecha cornisa que discurría por debajo de las ventanas de la biblioteca. Tenía más de medio metro de anchura. Mientras caminaba por ella, oyó las voces crispadas de Cam y Daniel.
—¿Y si interceptan a uno de los nuestros? —La voz de Cam era aguda y suplicante—. Sabes que juntos somos más fuertes, Daniel.
—Si no llegamos a tiempo, nuestra fuerza dará igual. ¡Nos borrarán del mapa!
Luce los imaginó al otro lado de la pared. Cam con los puños apretados y los ojos verdes encendidos; Daniel impasible y firme, cruzado de brazos.
—No me fío de que no actúes solo en tu nombre. —Cam habló con dureza—. Tu debilidad por ella es más fuerte que tu palabra.
—No hay nada que discutir. —Daniel no alteró la voz—. Separarnos es nuestra única opción.
El resto del grupo permanecía callado, pensando probablemente lo mismo que Luce. Cam y Daniel tenían una relación demasiado fraternal para que alguien se atreviera a inmiscuirse.
Cuando Luce llegó a la ventana, vio que los dos ángeles estaban encarados. Se agarró al alféizar. Sintió una pizca de orgullo, que jamás confesaría, por haber regresado a la biblioteca sin ayuda. Lo más probable era que ninguno de los ángeles se diera cuenta siquiera. Suspiró y pasó una pierna. Fue entonces cuando la ventana comenzó a vibrar.
El cristal tembló y el alféizar osciló en sus manos con tanta fuerza que casi la tiró de la cornisa. Luce se agarró más fuerte y sintió vibraciones dentro de su cuerpo, como si también le temblaran el corazón y el alma.
—Un terremoto —susurró. El pie le resbaló de la cornisa cuando ya no pudo seguir sujetándose al alféizar.
—¡Lucinda!
Daniel corrió a la ventana. Consiguió agarrarla por las manos. Cam también estaba allí, sujetándola por la espalda y la nuca. Las librerías se tambalearon y las luces de la biblioteca parpadearon cuando los dos ángeles entraron a Luce justo antes de que el cristal de la ventana se saliera del marco y se hiciera añicos contra el suelo.
Luce miró a Daniel para saber qué sucedía. Él aún la tenía agarrada por las muñecas, pero no la miraba a ella, sino al cielo, que estaba gris y tormentoso.
Peor que todo aquello era la vibración que Luce seguía sintiendo en todo el cuerpo, como si se hubiera electrocutado. El temblor se le hizo eterno, pero solo duró cinco segundos, quizá diez, tiempo suficiente para que Cam, Daniel y ella perdieran el equilibrio y se dieran un buen golpetazo contra el polvoriento suelo de madera.
Luego, el temblor cesó y se hizo un silencio sepulcral.
—¿Qué ha sido eso? —Arriane se levantó del suelo—. ¿Hemos pasado por California sin que yo me haya enterado? ¡Nadie me había dicho que hubiera una falla en Georgia!
Cam se arrancó un largo fragmento de vidrio del antebrazo. Luce contuvo un grito cuando un reguero de sangre escarlata le bajó por el codo, pero él no dio muestras de sentir ningún dolor.
—Eso no ha sido un terremoto, sino un salto en el tiempo.
—¿Un qué? —preguntó Luce.
—El primero de muchos. —Daniel miró por la ventana rota y vio un cúmulo blanco que surcaba el cielo, ya azul—. Cuanto más cerca esté Lucifer, más fuertes se volverán. —Miró a Cam, que asintió.
—Tic tac, chicos —dijo el demonio—. El tiempo vuela. Tenemos que darnos prisa.