De vuelta a la zona de baile, los cuatro trovadores concluyeron su última canción y abandonaron el escenario para dejar paso a la presentación de la urna de Cupido. Como los mozos y las mozas se habían pegado, nerviosos, a la tarima, los músicos salieron por un lateral.

Uno a uno, se fueron quitando las máscaras.

Shelby se deshizo de su flauta dulce. Miles, para rematar, rasgueó un acorde más en su lira, y Roland lo acompañó con unas notas de su deslucido laúd. Arriane guardó su oboe en el fino estuche de madera y fue a servirse un gran jarro de ponche, pero, cuando se disponía a apurarlo, hizo una mueca de dolor y se llevó la mano al vendaje ensangrentado con que se había tapado la reciente herida del cuello.

—Has improvisado muy bien ahí arriba, Miles —le dijo Roland—. Has debido de tocar la lira en algún sitio antes.

—Mi primera vez —dijo Miles como si nada, aunque era obvio que le complacía el cumplido. Miró a Shelby y le apretó la mano—. Habrá sido por el acompañamiento de Shel.

Shelby empezó a poner los ojos en blanco, pero se arrepintió; luego se inclinó para darle un beso leve en los labios a Miles.

—Sí, habrá sido eso.

—¿Roland? —preguntó Arriane de pronto, volviéndose a explorar la zona de baile—. ¿Qué ha sido de Daniel y Lucinda? Hace un momento estaban ahí mismo. Ay —se dio una palmada en la frente— ¿es que las cosas del amor nunca pueden salir bien?

—Acabamos de verlos bailar —señaló Miles—. Estoy seguro de que están bien. Están juntos.

—Se lo he dicho expresamente a Daniel: «Lleva a Lucinda al centro de la pista donde podamos veros». ¡Como si no supiera lo que cuesta conseguir todo esto!

—Supongo que él tenía otros planes —ofreció Roland, algo siniestro—. A veces pasa con el amor.

—Tranquilos, chicos. —Shelby templó a los demás, como si su nuevo amor hubiera reforzado su fe en el mundo—. He visto a Daniel llevarla al bosque, por ahí. ¡Espera! —chilló, agarrando a Arriane por la capa negra—. ¡No los sigas! ¿No crees que, después de todo, merecen estar solos?

—¿Solos? —inquirió Arriane, con un hondo suspiro.

—Solos. —Roland se acercó a Arriane y la rodeó con el brazo, procurando no tocarle la herida del cuello.

—Sí —dijo Miles, trenzando sus dedos y los de Shelby—. Merecen estar solos.

Y, en ese instante, bajo las estrellas, los cuatro comprendieron algo sencillo: a veces el amor necesitaba un impulso de sus ángeles de la guarda para alzar los pies del suelo, pero, en cuanto empezaba a batir las alas, había que confiar en que sabría volar solo y levantarse hasta las mayores alturas concebibles, a los cielos, y más allá.