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Cuentas pendientes con las estrellas

Buenas noches, señora. Cuán ágilmente bailáis. Como un ángel.

Luce abrió la boca para replicar, pero la voz se le quedó atrapada en la garganta.

¿Por qué tenía que colarse Cam en aquella fiesta?

—Buenas noches, señor —respondió Luce con voz temblorosa. De tanto bailar, estaba acalorada, las trenzas se le habían deshecho y una de las mangas del vestido se le había descolgado del hombro. Sintió la mirada de Cam en su piel desnuda. Se dispuso a recolocarse la manga, pero la mano enguantada de él se le adelantó y la detuvo en el aire.

—Semejante desorden en vuestro vestido —le pasó un dedo por la clavícula y ella se estremeció— excita la imaginación de cualquier hombre.

La música cambió de tono, señal de que los bailarines debían cambiar de pareja. Cam retiró los dedos de su piel, pero a Luce aún le palpitaba el corazón cuando el baile los fue apartando.

Lo observó por el rabillo del ojo y vio que la miraba. De algún modo supo que no se trataba del Cam del presente que había retrocedido en el tiempo persiguiéndola, sino del Cam que vivía y respiraba aquel aire medieval.

Sin duda era el bailarín más elegante de toda la fiesta. Sus pasos tenían un algo etéreo que no pasaba inadvertido a las señoras. Por la atención que recibía, Luce dedujo que no era de esa ciudad. Había ido expresamente para asistir a la feria de San Valentín, pero ¿por qué?

Luego volvieron a emparejarse. ¿Bailaba aún? Luce tenía el cuerpo rígido, agarrotado. Hasta la música parecía repetirse en un eterno medio tiempo que la hacía preocuparse de que Cam y ella tuvieran que quedarse clavados en ese sitio, mirándose, para siempre.

—¿Os encontráis bien, señor? —Luce no tenía previsto decirle eso, pero había algo raro en su expresión.

Una oscuridad que ni siquiera la máscara conseguía ocultar. No la oscuridad de las malas acciones, ni el modo aterrador en que había aparecido en el cementerio de Espada & Cruz. No, el alma de aquel Cam estaba mutilada por la pena.

¿Qué le haría estar así?

Cam entrecerró los ojos, como si presintiera los pensamientos de ella, y algo cambió en su semblante.

—Nunca he estado mejor —ladeó la cabeza—. Sois vos quien me preocupa, Lucinda.

—¿Yo? —Procuró no dejar ver lo mucho que la impresionaba. Deseó haber llevado una máscara completamente distinta, invisible, que le impidiera volver a creer que él sabía cómo se sentía.

Cam se subió la máscara a la frente.

—Os proponéis una misión imposible. Terminaréis sola y con el corazón roto. Salvo que…

—¿Salvo que qué?

Cam negó con la cabeza.

—Hay tanta oscuridad en vos, Lucinda… —Volvió a bajarse la máscara de leopardo—. Volved en vos, volved en vos…

Su voz se perdió cuando empezaron a alejarse bailando. Por una vez, Luce no había terminado con él.

—¡Esperad!

Pero Cam había desaparecido entre los bailarines.

Lo vio dando vueltas despacio alrededor de su nueva pareja: Laura. Cam murmuró algo al oído de la chica inocente, y ella echó la cabeza hacia atrás y rió. Luce se puso furiosa. Quería apartar de golpe a la boba y alegre Laura de la oscuridad de Cam. Quería agarrar a Cam y obligarle a que se explicara. Mantener una conversación en condiciones con él, no una charlita lacrimógena entre saltos y pasos de giga durante una celebración pública en plena Edad Media.

Ahí estaba otra vez, acercándose a ella con un perfecto control de los pasos, como si con ello pudiera influir en el tempo de la música. Luce no podía estar más fuera de sí. Y en el preciso instante en que iba a plantarse delante de ella otra vez, un hombre alto y rubio, vestido completamente de negro, lo apartó con destreza. Se puso delante de ella sin intención alguna de bailar.

—Hola.

Luce inspiró sobresaltada.

—Hola.

Alto, musculoso, misterioso a más no poder. Lo reconocería en cualquier parte. Alargó la mano, desesperada por sentir algún tipo de conexión, notar el más dulce rubor al contacto con la piel de su verdadero amor.

Daniel.

Justo cuando la música estaba a punto de señalar el cambio de pareja, desaceleró —como por arte de magia— y se transformó en una pieza lenta y hermosa.

Las velas esparcidas por todo el perímetro de la feria titilaron en el cielo oscuro, y el mundo entero pareció contener la respiración. Luce miró a Daniel a los ojos, fijamente, y todo el movimiento y los colores que lo rodeaban se desvanecieron.

Lo había encontrado.

Él alargó los brazos, le rodeó la cintura y su cuerpo se fundió con el de Daniel, vibrando de la emoción de aquel contacto. Al poco estaba completamente en sus brazos y no había en el mundo entero nada tan maravilloso como bailar con su ángel. Los pies de ambos besaban el suelo con la ligereza de sus pasos y ese vuelo era evidente e innato en el cuerpo de Daniel. También ella notaba en su propio corazón esa sensación etérea que solo sentía cuando él estaba cerca.

No había nada tan maravilloso, salvo quizá sus besos.

Separó los labios ilusionada, pero él se limitó a mirarla, a bebérsela con los ojos.

—Creí que no vendrías —dijo ella.

Luce pensó en su huida a través de las Anunciadoras desde el patio de su casa; en cómo había pasado por sus vidas pasadas y las había visto arder; en las peleas que Daniel y ella habían tenido por el modo de mantenerla viva y a salvo. A veces era fácil olvidar lo bien que estaban juntos. Era tan encantador, tan bondadoso, que al estar con él se sentía como si volara.

Solo con mirarlo se le erizaba el vello de los brazos, y una especie de cosquilleo le alborotaba el estómago. Y eso no era nada comparado con lo que le hacían sus besos.

Daniel se levantó la máscara y la estrechó con tanta fuerza entre sus brazos que Luce no podía moverse. Ni quería. Exploró todos los hermosos rasgos de su rostro, deteniéndose en la suave curva de sus labios. Después de tanta espera, casi no se lo creía. ¡De verdad era él!

—Siempre volveré a ti. —Sus ojos la tenían presa—. Nada puede impedírmelo.

Luce se puso de puntillas, desesperada por besarlo, pero Daniel le puso un dedo en los labios y sonrió.

—Ven conmigo —le susurró, cogiéndola de la mano.

La llevó más allá, del anillo de robles que cercaba la zona de jarana. La hierba alta le hacía cosquillas en los tobillos y la luna iluminaba su camino hasta que entraron en la fría oscuridad del bosque. Allí, Daniel cogió una pequeña antorcha encendida, como si lo tuviera todo previsto.

—¿Adónde vamos? —preguntó ella, aunque le daba igual si estaban juntos.

Daniel meneó la cabeza y sonrió, tendiéndole la mano libre para ayudarla a saltar por encima de una rama caída que les bloqueaba el paso.

A medida que avanzaban, la música se iba extinguiendo, hasta que resultó difícil distinguirla al fundirse con el grave ulular de las lechuzas, el crujido de las ardillas en las ramas y el suave canto del ruiseñor. La antorcha se mecía en el brazo de Daniel, y la luz temblaba, alcanzando la red de ramas desnudas que los envolvía. Hubo un tiempo en el que a Luce le asustaban las sombras del bosque, pero eso parecía algo de hacía milenios.

De la mano, Luce y Daniel seguían un estrecho sendero empedrado de guijarros. La noche era cada vez más fría y Luce se apoyó en Daniel en busca de calor, refugiándose en los brazos con los que él la envolvía.

Cuando llegaron a la bifurcación del camino, Daniel se detuvo un momento, como si se hubiera perdido de pronto. Luego se volvió a mirarla.

—Debería explicarme —le dijo—. Te debo un regalo de San Valentín.

Luce rió.

—No me debes nada. Solo quiero estar contigo.

—Ah, pero yo he recibido tu regalo.

—¿Mi regalo? —Lo miró, sorprendida.

—Y me ha llegado al alma. —Le cogió la mano—. Si alguna vez te he hecho dudar de mi afecto, me disculpo. Hasta ayer, no pensaba que pudiera reunirme contigo aquí esta noche.

Graznó un cuervo, que, tras un vuelo rasante, aterrizó en una rama temblona encima de sus cabezas.

—Entonces llegó un emisario, y dio a todos los caballeros que tengo a mi cargo órdenes estrictas de asistir a la feria. Temo haber agotado a mi caballo en mi empeño por encontrarte aquí esta noche, pero es que ansiaba compensarte por tu bonito detalle.

—Pero Daniel, yo no te he…

—Gracias, Lucinda. —Sacó una funda de piel que parecía albergar una daga. Luce procuró no parecer demasiado perpleja, pero no la había visto en su vida.

—Ah. —Rió por lo bajo y toqueteó el pañito que llevaba en el bolsillo—. ¿Alguna vez tienes la sensación de que alguien nos vigila?

Él sonrió y dijo:

—Constantemente.

—A lo mejor son nuestros ángeles de la guarda —le susurró Luce en broma.

—A lo mejor —señaló Daniel—. Por suerte, ahora mismo creo que estamos solos tú y yo.

La condujo por el sendero de la izquierda; dieron unos pasos más, luego giraron a la derecha y pasaron por delante de un roble torcido. En la penumbra, Luce percibió un pequeño claro circular donde debían de haber talado un inmenso roble. Su tocón ocupaba el centro del claro, y alguien había puesto algo encima, aunque no podía verlo.

—Cierra los ojos —le dijo él y, cuando lo hizo, notó que se movía la antorcha. Lo oyó moverse por el claro y a punto estuvo de hacer trampa y mirar, pero consiguió reprimirse, porque quería disfrutar de la sorpresa tal y como Daniel la había preparado.

Al poco, Luce acusó un aroma familiar. Cerró los ojos e inhaló profundamente. Algo suave, floral… y del todo inconfundible.

Peonías.

Aún de pie con los ojos cerrados, Luce pudo ver su lúgubre cuarto universitario de Espada & Cruz, embellecido por el jarrón de peonías de la ventana que Daniel le había llevado al hospital. Pudo ver el borde de aquel risco en el Tíbet, al que había accedido solo para ver a Daniel entregándole florecillas a su yo pasado en un juego que terminó demasiado pronto. Casi podía oler el mirador de Helston, repleto de las ligeras flores blancas de las peonías.

—Abre los ojos ya.

Percibió la sonrisa en la voz de Daniel y, cuando abrió los ojos y lo vio de pie, delante del tocón engalanado con un inmenso ramo de peonías en un jarrón alto y ancho de cobre, ahogó un grito y se llevó la mano a la boca. Pero aquello no era todo. Había tejido de peonías las esbeltas ramas. Había hecho jarrones de todos los hoyuelos de los tocones colindantes; había regado el suelo con los delicados pétalos blanquísimos de las peonías; había encendido decenas de velas en farolillos por todas partes, de forma que el claro entero despedía un brillo mágico. Cuando se acercó para ponerle la corona en la cabeza, Luce —y su yo medieval— casi se derriten.

La Lucinda medieval no entendía aquel amplio despliegue de flores; no debía de tener ni idea de cómo era posible aquello en febrero, pero le encantaba la sorpresa igual. Lucinda Price, en cambio, sabía que las peonías de blanco puro eran más que un regalo de San Valentín. Eran el símbolo del amor eterno de Daniel Grigori.

La luz de la vela titiló en el rostro de Daniel. Sonreía, pero parecía nervioso, como si no supiera si a ella le iba a gustar su regalo o no.

—Ay, Daniel… —Corrió a sus brazos—. ¡Son preciosas!

Él la columpió en círculo y le recolocó la corona.

—Se llaman peonías. No son flores tradicionales de San Valentín —dijo, ladeando la cabeza, pensativo—, pero, aun así, son… una especie de tradición.

A Luce le encantaba saber exactamente a qué se refería.

—Quizá podríamos convertirlas en nuestra tradición de San Valentín —propuso ella.

Él cogió una flor grande del ramo, y la deslizó entre los dedos de Luce, aproximándosela al corazón. ¿Cuántas veces a lo largo de la historia habría hecho Daniel eso mismo? Luce detectó en sus ojos un brillo que parecía indicar que aquello jamás envejecía.

—Sí, nuestra propia tradición de San Valentín —musitó él—. Peonías y… bueno, debería haber algo más, ¿no?

—Peonías y… —Luce se devanó los sesos. No necesitaba nada más. Le bastaba con Daniel… y, bueno…—. ¿Qué tal peonías y un beso?

—Me parece una idea buenísima.

Entonces la besó. Sus labios se abalanzaron sobre los de ella con un deseo sin igual.

El beso fue apasionado, nuevo, exploratorio, como si nunca se hubieran besado.

Daniel se entregó a aquel beso: introdujo los dedos en el pelo de ella y le acarició el cuello con su cálido aliento mientras sus labios exploraban los lóbulos de sus orejas, su clavícula, el escote… A los dos les faltaba el aire, pero no querían dejar de besarse.

Una fuerte comezón le trepó por el cuello a Luce y el pulso se le aceleró.

¿Volvía a suceder?

Moriría de amor ahí mismo, en medio de aquel resplandeciente bosque blanco. No quería abandonar a Daniel, ni quería que la lanzaran al cosmos, a otro agujero negro con la sola compañía de Bill.

Condenada maldición. ¿Por qué estaba atada a ella? ¿Por qué no podía librarse?

Los ojos se le llenaron de lágrimas de frustración. Se apartó de los labios de él, apoyó la frente en la suya y respiró hondo, esperando a que el fuego le abrasara el alma y dejara sin vida su cuerpo.

Solo que, cuando dejó de besar a Daniel, el calor remitió, como al retirar un cazo del fuego. Se abalanzó de nuevo sobre sus labios.

El calor brotó en su interior como una rosa en verano.

Pero algo había cambiado. Aquella no era la llama destructora que la extinguiría, que la había exiliado de otros cuerpos y hecho arder teatros enteros. Era el éxtasis cálido y cegador de besar a alguien a quien se ama de verdad, con quien se debe estar siempre. Y en aquel instante.

Daniel la observaba nervioso, presintiendo que algo importante había ocurrido en su interior.

—¿Ocurre algo?

Había tanto que decir…

Un millar de preguntas se amontonaron en su boca, pero entonces una voz ronca le chirrió en la cabeza.

«¿Y si te digo que esta noche de San Valentín es la única que conseguís pasar los dos juntos?»

¿Cómo era eso posible? Con todo el amor que había habido entre ellos, aún no habían pasado, ni volverían a pasar, el día más romántico del año en brazos del otro.

Sin embargo, allí estaban, atrapados en un momento entre el pasado y el futuro, amargo y singular, turbador y raro, e increíblemente vivo. Luce no quería estropearlo. Quizá Bill, el clérigo joven y afable y su querida amiga Laura tenían razón a su modo.

Quizá ya fuera lo bastante bueno estar enamorado.

—No pasa nada. Bésame, y luego más, una y otra vez.

Daniel la levantó del suelo y la acunó en sus brazos. Sus labios eran como miel. Se enroscó en su cuello. Daniel le acarició la espalda. Luce apenas podía respirar. Estaba rendida al amor.

A lo lejos, sonaron las campanas de la iglesia. Empezaba el sorteo de Cupido, las manos de ellos elegirían al azar a sus enamoradas, ellas se sonrojarían de emoción, todos esperarían un beso. Luce cerró los ojos y deseó que todas las parejas de la feria, que todas las parejas del mundo, pudieran disfrutar de un beso tan dulce como aquel.

—Feliz San Valentín, Lucinda.

—Feliz San Valentín, Daniel. Y que sean muchos más.

Él la miró con ternura, esperanzado, y asintió.

—Te lo prometo.