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Deleite en el desorden

—¡Eleanor! —gritó Luce para hacerse oír en medio de una densa multitud de bailarines cuando su amiga pasó por delante de ella en la briosa fila de una giga. Pero no la oyó.

Era complicado saber si su voz quedaba ahogada por los alaridos de gozo de la multitud que presenciaba el espectáculo de marionetas en uno de los escenarios móviles levantados en la margen occidental de la zona de baile, y que entretenía al gentío bullicioso y hambriento que se alineaba en las largas mesas con comida en la parte derecha del descampado. O se trataba del mar de bailarines del centro, que saltaban y giraban con temerario abandono romántico.

Por lo visto, los bailarines de la feria de San Valentín no solo bailaban, sino que también aullaban, reían, bramaban los versos al ritmo de la música de los trovadores, y gritaban a los amigos que se hallaban en la otra punta de la embarrada pista de baile. Todo ello a la vez. Y todo a pleno pulmón.

Luce estaba fuera del alcance del oído de Eleanor, que daba vueltas siguiendo los pasos del baile por aquel terreno cercado de robles. No le quedó más remedio que volverse hacia su torpe pareja y hacerle una reverencia.

Era un viejo larguirucho de mejillas cetrinas y labios inarmónicos, tan desgarbado que parecía querer ocultarse tras su máscara de lince.

Aun así, a Lucinda le daba igual. No recordaba haberse divertido tanto bailando en su vida. Llevaban danzando desde que el sol había besado el horizonte y las estrellas brillaban ya como armaduras en el cielo. Había tantas estrellas en los cielos del pasado… La noche era fría, pero Luce estaba acalorada y tenía la frente empapada de sudor. Cuando terminó la canción, dio las gracias a su pareja y se esfumó entre los bailarines, deseando escapar.

Porque, aunque era una delicia bailar bajo las estrellas, Luce no había olvidado la verdadera razón de su presencia allí.

Miró al otro lado de la zona de baile y le preocupó que, aunque Daniel estuviera por ahí, no pudiera encontrarlo. Cuatro trovadores vestidos con botarga se hallaban en lo alto de una tarima coja en la zona norte; punteaban en liras y laúdes una canción tan dulce como una balada de los Beatles. En un baile de instituto, esas canciones eran las que ponían un poco nerviosas a las chicas que estaban solas, incluida Luce, pero, allí, los pasos eran parte de las canciones y nadie se quedaba sin pareja. Uno se agarraba a lo primero que pillara, para bien o para mal, y bailaba. Una giga a saltos para esta, un baile circular en grupos de ocho para otra… Luce notó que Lucinda conocía ya algunos de los pasos; el resto era fácil de aprender.

Si Daniel estuviera allí…

Luce descansó un rato al borde del área de baile. Estudió los vestidos de las mujeres. Para el estándar moderno, no eran lujosos, pero ellas los llevaban con tal orgullo que parecían tan elegantes como cualquiera de los finos trajes que había visto en Versalles. Muchos eran de lana; algunos tenían realces de lino o algodón en el cuello o en los bajos. Casi todo el mundo en la ciudad poseía solo un par de zapatos, por lo que abundaban las botas de piel, pero Luce enseguida se dio cuenta de que era muchísimo más fácil bailar con ellas que con unos zapatos de tacón de los que apretaban el pie.

Los hombres conseguían parecer apuestos con sus mejores calzones. La mayoría llevaba una túnica larga de lana para abrigarse. Lucían las capuchas sobre los hombros. Esa noche la temperatura no bajaba de cero y el frío era soportable. Sus máscaras de piel estaban casi siempre pintadas con rostros de los animales del bosque, complemento de los diseños florales de las de las damas. Algunos llevaban guantes, que parecían caros, pero casi todas las manos que Luce tocó esa noche estaban frías, agrietadas y rojas.

Desde las calles de tierra que rodeaban la zona de baile los gatos observaban. Los perros, sin embargo, buscaban a sus dueños entre el barullo de cuerpos. El aire olía a pino, a sudor, a velas de cera de abeja y al almizcle del pan de jengibre recién hecho.

Cuando la siguiente canción llegaba a su fin, Luce divisó a Eleanor y fue hacia ella. La amiga pareció agradecer que la arrancara del brazo de un chico que llevaba una cara de zorro pintada en su máscara roja.

—¿Dónde está Laura?

Eleanor señaló unos árboles, en los que su joven amiga se apoyaba al lado de un chico al que no conocían. Ella le susurraba algo. Él le enseñaba un libro y gesticulaba mucho. Se le veía muy preocupado por su pelo. Llevaba una máscara que simulaba el rostro de un conejo.

Las chicas rieron mientras se abrían paso entre la multitud. Allí estaba Helen, sentada con su marido en una manta de lana sobre la hierba. Compartían una copa de madera con sidra caliente, y se reían de algo, lo que hizo que Luce volviera a echar de menos a Daniel.

Había enamorados por todas partes. Hasta los padres de Lucinda habían acudido a la feria. La tiesa barba cana de su padre raspaba el rostro de su madre mientras los dos paseaban por la plaza.

Luce suspiró y acarició el paño de encaje que llevaba en el bolsillo.

«Las rosas son rojas, las violetas son azules». Si Daniel no había escrito eso, entonces ¿quién?

La última vez que había recibido una nota supuestamente de Daniel, había sido una trampa que le habían tendido los Proscritos.

Y Cam la había salvado.

Empezó a notarse acalorada. ¿Sería aquello una trampa? Bill le había dicho que solo era una fiesta de San Valentín. Se había esforzado tanto por ayudarla en su cruzada que no creía que la hubiera dejado así, sola, de haber pensado que corría peligro, ¿no?

Luce meneó la cabeza, como deshaciéndose de la idea. Bill le había dicho que Daniel estaría allí y ella lo creía. Aunque la espera la estaba matando.

Siguió a Eleanor a una mesa larga en la que se habían dispuesto platos y cuencos de comida informales traídos de casa por los asistentes. Había pato fileteado con col, liebres enteras asadas en espetón, calderos de minicoliflores con una brillante salsa de naranja, bandejas con pilas de manzanas, peras y pasas recogidas de los bosques colindantes, y toda una mesa larga de madera con pasteles de carne y de fruta deformes o quemados.

Luce vio a un hombre sacar un cuchillo de una correa que le colgaba de la cintura y cortarse un pedazo considerable de pastel. Cuando salía de casa esa noche, su madre le había dado una cuchara de madera que le había cogido a la cintura con un hilo de lana. Aquella gente estaba preparada para la comida, las reparaciones o la lucha, igual que Luce estaba preparada para el amor.

Eleanor volvió a su lado y le puso un cuenco de gachas delante de las narices.

—Con mermelada de grosella por encima —dijo Eleanor—. Tu favorita.

Cuando Luce hundió la cuchara en aquel espeso mejunje, le llegó un aroma sabroso, y la boca se le hizo agua. Las gachas estaban calientes, fuertes y deliciosas, justo lo que Luce necesitaba para recuperar fuerzas para el baile. Antes de darse cuenta, ya se lo había comido todo.

Eleanor miró el cuenco vacío, sorprendida.

—Tanto baile te ha abierto el apetito, ¿eh?

Luce asintió, calentita y satisfecha. Entonces vio a dos clérigos sentados en un banco de madera bajo un olmo, lejos de la multitud. Ninguno de los dos participaba en las celebraciones; de hecho, más que juerguistas, parecían carabinas, aunque el más joven seguía el ritmo con el pie, mientras el otro, de rostro consumido, observaba furioso a la muchedumbre.

—El Señor oye y ve todo este lascivo desenfreno perpetrado tan cerca de su casa —rezongó el hombre apergaminado.

—Y aún más, incluso. —El otro rió—. ¿Recordáis, maestro Docket, cuánto oro de la Iglesia ha ido a parar al banquete de San Valentín de Su Excelencia? ¿No fueron veinte piezas de oro por un venado? Las celebraciones de esta gente no cuestan más que la energía del baile. Y bailan como ángeles.

Ojalá Luce pudiera ver a su ángel acercarse a ella bailando en ese instante…

—Ángeles que mañana se pasarán el día durmiendo la mona, escuchad bien lo que os digo, maestro Herrick.

—¿No veis el gozo de esos rostros juveniles? —Los ojos del cura más joven barrieron la multitud, se toparon con los de Luce en el borde de la zona de baile y se iluminaron.

Ella se sorprendió devolviéndole la sonrisa, pero su gozo, esa noche, sería mucho mayor si pudiera estar en brazos de Daniel. De lo contrario, ¿de qué serviría tomarse aquella noche romántica de descanso?

Por lo visto, Luce y el clérigo de rostro consumido eran las dos únicas personas que no disfrutaban de la mascarada. Y eso que, en general, a ella le gustaban las fiestas. Pero, en ese instante, lo único que quería era arrancar la máscara a todos los chicos que pasaban por allí. ¿Y si le había pasado desapercibido entre la multitud? ¿Cómo sabía siquiera si el Daniel de esa época andaría buscándola?

Observó tan fijamente a un chico alto y rubio, cuya máscara le daba aspecto de águila, que el muchacho pasó de largo del puesto de juguetes y del espectáculo de marionetas para plantarse delante de ella.

—¿Queréis que me presente o preferís seguir mirándome? —su voz seductora no le sonaba familiar, pero tampoco extraña.

Por un momento, Luce contuvo la respiración.

Imaginó el éxtasis de sentir sus manos en la cintura… el modo en que solía echarla hacia atrás antes de besarla… Quería tocar el punto desde el que se desplegaban sus alas en los hombros, la cicatriz secreta que nadie salvo ella conocía…

Cuando alargó la mano para levantarle la máscara, el joven rió por su descaro, pero su sonrisa se desvaneció tan pronto como lo hizo la de Luce al ver su rostro.

Era guapísimo, pero había una pega: no era Daniel, por lo que todos los rasgos de aquel chico —su nariz cuadrada, su mandíbula fuerte, sus ojos de color gris puro— palidecían en comparación con los del que tenía en mente. Soltó un triste suspiro.

El muchacho no pudo ocultar su bochorno. Buscó en vano qué decir y se tapó de nuevo la cara con la máscara, lo que hizo que Luce se sintiera fatal.

—Lo siento —dijo ella, retrocediendo enseguida—. Te he tomado por otro.

Por suerte, tropezó con Laura, cuyo rostro, a diferencia del de Lucinda, iluminaba la magia de la noche.

—¡Ay, espero que empiece pronto el sorteo de la urna de Cupido! —le susurró, botando sobre los talones y rescatando a Luce del chico águila.

—¿Al final has conseguido colar tu nombre? —preguntó Luce, sonriendo ya.

Laura negó con la cabeza.

—¡Madre me mataría!

—Ya no tardará mucho. —Eleanor apareció a su lado. Parecía nerviosa. Ella era muy segura en todo, menos en cuestión de chicos—. Empezarán cuando vuelvan a sonar las campanas de la iglesia para que los nuevos enamorados puedan bailar. Quizá besarse, si hay suerte.

Cuando volvieran a sonar. Para Luce, casi acababan de repicar las de las ocho, pero era consciente de que el tiempo debía de haber pasado más rápido de lo que creía. ¿Iban a dar las nueve? Se le acababa el tiempo para estar con Daniel —en breve—, y quedarse allí quieta, explorando obsesivamente la galería de máscaras, no le iba a servir de mucho. No había ningún fulgor de ojos violeta tras aquellos antifaces.

Debía actuar. Algo le decía que tendría más suerte en medio de la pista de baile.

—¿Bailamos otra vez? —les preguntó, volviendo a arrastrarlas hasta la multitud.

Los juerguistas habían pisoteado la hierba hasta convertir el suelo de aquel descampado en barro. Los arreglos musicales se habían complicado —un vals rápido—, y también los bailes habían cambiado.

Luce siguió los pasos rápidos y ligeros, y aprendió los movimientos de brazos, más complejos, sobre la marcha. Palma con palma con el caballero de delante, saludo y varios saltitos en un círculo amplio alrededor de él hasta situarse en el lado opuesto, luego cambio con la chica de la izquierda. Después, palma con palma con el siguiente, y de nuevo a repetirlo todo.

A media canción, Luce ya jadeaba y se reía como una loca cuando se detuvo delante de su nueva pareja. De pronto, sintió que los pies se le clavaban en el barro.

Era alto y delgado, llevaba una máscara con manchas de leopardo. El diseño le resultó exótico a Lucinda (no había leopardos en los bosques que rodeaban la ciudad). Desde luego, era la máscara más elegante que había visto en la fiesta. El joven le tendió sus manos enguantadas y Luce colocó con cautela las suyas en ellas; la sujetó con fuerza, casi posesivo. Desde los orificios que enmarcaban los ojos del leopardo, Luce percibió un suave destello y unas pupilas verde esmeralda se encontraron con las suyas.