Un alma en pugna
Horas más tarde, Luce apoyaba los codos en el alféizar de la pequeña ventana de piedra.
El pueblo se veía distinto desde aquel mirador a dos pisos de altura: un laberinto de edificios de piedra interconectados, y tejados de paja a dos aguas en una especie de complejo de apartamentos medievales.
A última hora de la tarde, muchas de las ventanas, incluida la ventana a la que Luce estaba asomada, se ornamentaron con enredaderas de hiedra o con densas ramas de acebo tejidas en coronas. Eran señales de la feria que tendría lugar a las afueras de la ciudad esa noche.
«El día de San Valentín», pensó Luce. Notaba que Lucinda lo temía.
Después de que Bill desapareciera delante del castillo para tener su misteriosa «noche de descanso», las cosas habían sucedido muy deprisa: Luce había vagado sola por la ciudad hasta que había aparecido de la nada una joven unos años mayor que ella, y la había arrastrado por unas escaleras frías y húmedas al interior de una casita de dos habitaciones.
—Sal de la ventana, hermana —le gritó una voz desde el otro lado del cuarto—. ¡Se está colando el aire de San Valentín!
La chica era Helen, la hermana mayor de Lucinda, y el apretado espacio de apenas dos cuartos llenos de humo era donde vivían ella y su familia. Las paredes grises de la pieza estaban desnudas, y los únicos muebles eran un banco de madera, una mesa de caballete y la pila de literas de paja en las que dormía la familia. El suelo estaba sembrado de paja recia y rociado de lavanda, un vano intento por disfrazar el hedor de las velas de sebo que usaban para iluminar.
—Enseguida —respondió Luce. La diminuta ventana era el único lugar en el que no sentía claustrofobia.
Calle abajo, a la derecha, estaba el mercado que había visto antes, y, si se asomaba lo bastante, podía ver un pedacito del castillo de piedra blanca.
Esa visión atormentaba a Lucinda —lo sentía en el alma que compartían—, porque, al volver a casa la noche del día en que había conocido a Daniel en la rosaleda, casualmente lo había visto asomado a la ventana de la torre más alta, como meditando. Desde entonces, lo buscaba siempre que tenía ocasión, pero no lo había vuelto a ver.
Otra voz susurró en la casa:
—¿Qué es lo que mira tanto? ¿Qué puede ser tan interesante?
—Solo Dios lo sabe —respondió Helen, suspirando—. Mi hermana está cargada de sueños.
Luce se volvió despacio. Nunca se había notado el cuerpo tan raro: la parte que pertenecía a la Lucinda medieval estaba marchita y aletargada, aplanada por el amor que estaba segura de haber perdido; la de Lucinda Price se aferraba con ganas a la idea de que aún podía haber una oportunidad.
Le costaba mucho hacer las tareas más sencillas, como charlar con las tres chicas que tenía delante, cuyos hermosos rostros mostraban signos de extrañeza.
La del centro, la más alta, era Helen, la única hermana de Lucinda y la mayor de cinco hermanos. Acababa de casarse y, para que quedara claro, llevaba su melena rubia dividida en dos trenzas y sujeta en un moño de señora.
Al lado de Helen estaba Laura, su joven vecina, que Luce enseguida identificó como la chica de la que había oído chismorrear a las dos mujeres que tendían la ropa. Aunque Laura apenas tenía doce años, era guapísima: rubia, de grandes ojos azules, y una risa fresca y sonora que podía oírse por toda la ciudad.
Luce reprimió una risita e intentó reconciliar la actitud protectora de la madre de Laura con lo que Lucinda sabía de la niña, que, al parecer, hacía manitas con los pajes en rincones secretos de los bosques del señor. Por lo que Luce pudo extraer de los recuerdos de Lucinda, Laura le recordaba a Arriane. Igual que al ángel, Laura era muy fácil de amar.
Luego estaba Eleanor, la mejor y más antigua amiga de Lucinda. Habían crecido poniéndose la ropa de la otra, como hermanas. También discutían como hermanas. Eleanor era franca, y a menudo aplastaba sus sueños con alguna observación cortante. Sin embargo, tenía un don para devolver a Lucinda a la realidad, y la quería muchísimo. No era, pensó Luce, muy distinta de la relación que tenía ella con Shelby en el presente.
—¿Y bien? —preguntó Eleanor.
—¿Y bien, qué? —contestó Lucinda, asustada—. ¡No me miréis todas a la vez!
—Solo te hemos preguntado tres veces qué máscara piensas llevar esta noche. —Eleanor agitó tres máscaras de color vivo ante su cara—. ¡Señor, sácanos de dudas!
Eran sencillos antifaces de piel, pensados para cubrir solo los ojos y la nariz, y atarse en la nuca con una fina cinta de seda. Los tres, forrados del mismo tejido basto, pero cada uno con un dibujo diferente: uno era rojo con pequeños pensamientos negros, otro verde con delicadas florecillas blancas y otro marfil con rosas de color rosa claro cerca de los ojos.
—¡Los está mirando como si no hubiera visto ya estos mismos antifaces los últimos cinco años de mascaradas! —le susurró Eleanor a Helen.
—Tiene el don de ver nuevas las cosas viejas —declaró Helen.
Luce se estremeció, pese a que la estancia estaba más caldeada de lo que había estado durante todo el inverno. A cambio de los huevos que los ciudadanos habían regalado al señor, este había entregado a cada casa un pequeño haz de leña de cedro, por lo que el fuego era vivo e intenso, y sonrojaba las mejillas de las jóvenes.
Daniel había sido el encargado de recoger los huevos y distribuir la leña. Decidido, había franqueado la puerta de la casa de una zancada y había retrocedido tambaleándose al ver a Lucinda dentro. Esa había sido la última vez que la Lucinda medieval lo había visto y, después de meses de verse a escondidas en el bosque, el yo pasado de Luce estaba convencido de que no volvería a verlo.
«Pero ¿por qué?», se preguntaba Luce.
Luce notaba que a Lucinda le avergonzaba el modesto alojamiento de su familia, pero eso no cuadraba. A Daniel jamás le habría importado que Lucinda fuera la hija de un campesino. Sabía que ella era y sería siempre mucho más que eso. Debía de haber algo más, algo que Lucinda estaba demasiado triste para ver. Pero Luce podía ayudarla: encontrar a Daniel, recuperarlo, al menos por el tiempo que aún le quedara de vida.
—Me gusta el marfil para ti, Lucinda —propuso Laura, intentando ayudar.
Pero a Luce le daban igual los antifaces.
—Ah, cualquiera de ellos valdrá. Quizá el marfil, que hace juego con mi vestido. —Tiró apenas del tejido drapeado de su vestido de lana raído.
Las otras se echaron a reír.
—¿No irás a ponerte esa prenda de mercadillo? —exclamó Laura espantada—. ¡Todas llevaremos nuestras mejores galas! —Se derrumbó con dramatismo en el banco de madera que había junto al hogar—. ¡Ay, no me gustaría enamorarme yendo vestida con mi aburrida túnica de los martes!
De pronto Luce recordó algo: Lucinda se había puesto su único vestido bueno para colarse en la rosaleda del castillo, haciéndose pasar por dama. Así era como había conocido a Daniel por primera vez en su vida. Por eso su romance parecía una traición desde el principio: Daniel había creído que Lucinda era otra cosa, no una campesina.
Por eso, la idea de volver a ponerse aquel bonito vestido rojo y fingirse contenta en un festival abrumaba a Lucinda.
Pero Luce conocía a Daniel mejor que ella. Si tenía una ocasión de pasar el día de San Valentín con Lucinda, la aprovecharía.
Como es lógico, no podía contarles a las chicas lo que la atormentaba. Lo único que podía hacer era volverse y limpiarse disimuladamente las lágrimas con el dorso de la muñeca.
—Cualquiera diría que el amor ya la ha encontrado y se ha portado mal con ella —murmuró Helen entre dientes.
—Pues si el amor se porta mal contigo, ¡pórtate tú mal con el amor! —exclamó Eleanor con aire autoritario—. ¡Pisotea la tristeza con tus zapatillas de baile!
—Ay, Eleanor —se oyó decir Luce—. Tú no lo entenderías.
—¿Y tú sí lo entiendes? —rió Eleanor—. ¿La que ni siquiera ha querido meter su nombre en la urna de Cupido?
—¡Lucinda! —Laura se tapó la boca con las manos—. ¿Por qué no? ¡Yo daría lo que fuera por que mi madre me dejase meter mi nombre en esa urna!
—¡Por eso he tenido que introducirlo yo en su nombre! —chilló Eleanor, agarrando la cola del vestido de Luce y haciéndole dar vueltas por la habitación.
Tras una persecución en la que volcaron el banco y la vela de sebo del alféizar de la ventana, Luce cogió a Eleanor por la mano.
—¡No se te habrá ocurrido!
—¡Te irá bien divertirte un poco! Esta noche quiero verte bailar con tanto brío como el resto de los enmascarados. Ven, ayúdame a elegir visera. ¿Qué color me hace la nariz más pequeña, el rosa o el verde? ¡Quizá consiga que algún hombre me ame!
A Luce le ardían las mejillas. ¡La urna de Cupido! ¿Qué tenía que ver aquello con pasar un día de San Valentín con Daniel?
Antes de que protestara, sacaron el traje de fiesta de Lucinda: un vestido largo de lana roja adornado con un cuello fino de piel de nutria y un escote mayor de lo que Luce podría haberse puesto jamás en su presente, en Georgia; si Bill la viera, probablemente le gruñiría un «Hubba hubba» al oído.
Esperó sentada mientras Helen prendía un tallo de acebo en su negra melena. Pensaba en Daniel, en el brillo de sus ojos en la rosaleda, cuando se había aproximado a Lucinda por primera vez.
Unos golpes en la puerta las sobresaltaron; en el umbral, apareció el rostro de una mujer que Luce identificó de inmediato como la madre de Lucinda.
Sin pensarlo, corrió en busca del cálido cobijo de los brazos de su progenitora.
Estos la envolvieron, con fuerza, con afecto. Era la primera de sus vidas pasadas en la que Luce percibía un intenso vínculo con su madre. La hacía sentirse dichosa y nostálgica a la vez.
En Thunderbolt, Georgia, Luce intentaba actuar con madurez y autosuficiencia siempre que podía. Lucinda era igual, observó. Sin embargo, en momentos como aquel —cuando la tristeza de amor restaba alegría al mundo entero—, no había nada comparable al consuelo del abrazo de una madre.
—¡Mis niñas, tan guapas y adultas que me hacéis sentir más vieja de lo que soy! —Su madre rió mientras acariciaba el pelo de Luce. Tenía unos ojos castaños amables y una frente tierna y expresiva.
—Ay, madre —dijo Luce con la mejilla apoyada en el hombro de su madre. Pensaba en Doreen Price e intentaba no llorar.
—Madre, cuéntenos otra vez cómo conoció a padre en la feria de San Valentín —le pidió Helen.
—¡Otra vez esa vieja historia! —protestó su madre, pero las chicas veían ya cómo iba formándose el relato en sus ojos.
—¡Sí! ¡Sí! —canturrearon todas.
—Pues… Yo era más joven que Lucinda cuando me hice mujer —empezó a relatar su voz esbelta—. Mi propia madre me propuso que llevara el antifaz que ella había lucido años antes. Y, cuando salía por la puerta, me dio este consejo: «Sonríe, mi niña, que a los hombres les gustan las doncellas felices. Haz feliz la noche de un día feliz…».
Según su madre se sumergía en su historia de amor, Luce se descubrió mirando con disimulo a la ventana, imaginando los torreones del castillo y a Daniel asomándose. ¿Buscándola?
Cuando hubo terminado, su madre se sacó algo del bolsillo que llevaba atado a la cintura y se lo entregó a Luce con un guiño pícaro.
—Para ti —le susurró.
Era un paquetito de tela atado con guita. Se acercó a la ventana y lo desenvolvió con cuidado. Los dedos le temblaban mientras aflojaba la cuerda.
Dentro había un pañito de encaje en forma de corazón del tamaño de un puño. Alguien había grabado en él las siguientes palabras con lo que a Luce la pareció tinta de un Bic azul:
Las rosas son rojas
Las violetas son azules
El azúcar es dulce
Igual que tú.
Te buscaré esta noche
Te quiero,
Daniel
Luce casi soltó una carcajada. Aquello era algo que el Daniel al que ella conocía jamás habría escrito. Obviamente, algún otro lo había hecho. ¿Bill?
Sin embargo, para la parte de Luce que era Lucinda, las palabras no eran más que un montón de garabatos. Luce se dio cuenta de que no sabía leer. Pese a eso, en cuanto Luce procesó el significado del poema, notó que Lucinda empezaba a comprender. Para su yo pasado, aquello era el poema más fresco y cautivador que había conocido.
Iría a la feria y encontraría a Daniel. Le mostraría a Lucinda lo poderoso que podía ser su amor.
Esa noche habría baile. Habría magia en el aire. Y, aunque fuera la única vez que ocurriera en la larga historia de Daniel y Lucinda, esa noche disfrutaría del gozo extraordinario de pasar el día de San Valentín con la persona amada.