El amor echa a volar
El granero estaba vacío.
El sol se había puesto.
Aparte del brillo frío de una parca luna toscana que entraba por la puerta abierta, la única luz procedía de las alas de Arriane, que proyectaban un suave resplandor opalescente en los animales. Estaban despiertos: los caballos relinchaban y las gallinas cacareaban inquietas en sus corrales; las vacas yacían en el heno almizclado, con las ubres repletas de leche.
También ellos presentían algo.
Se puso histérica. ¿Dónde estaba Tess? Anduvo nerviosa por todo el granero, en busca de pistas, pero solo encontró pruebas de su riña: los baldes de leche volcados, el heno pisoteado y embarrado sobre el que habían peleado. Si cerraba los ojos, aún podía ver a Tess como quería verla: sonriente, con las mejillas sonrosadas.
Su aliento formaba ante su rostro nubecillas que se disipaban en el aire gélido. Quiso gritar, impedir que las cosas desaparecieran.
La corazonada era tan fuerte que, estrujándose las manos, volvió a repetir los pasos que había dado alrededor de las cuadras antes de que hubiera salido disparada al cielo, recordando las palabras enfurecidas que se habían espetado, lamentando todo lo que pudiera haber dicho o hecho a Tess que no hubiera nacido de un amor absoluto.
Allí.
Tras arrastrar la punta del ala por un montón de heno mojado, se detuvo en seco.
¿Qué era aquello?
Se hincó de rodillas. Sus alas blancas se encendieron e iluminaron a los animales aterrados, que eran todo ojos, acurrucados en un rincón de sus compartimentos.
Había sangre en el heno, un charco rojo y brillante.
—¡Tessriel!
Arriane se elevó en el aire y exploró, nerviosa, el suelo en busca de otro rastro de la sangre de su amor. Aterrada, voló en círculos y peinó cada centímetro del granero, lanzándose como una alondra por aquí y por allá, sin encontrar nada.
Hasta que dejó que sus alas la llevaran fuera, a la otra punta del granero.
Allí, a cierta distancia de la entrada, divisó un pequeño charco de sangre que empapaba la hierba. Se acercó, sobrevolándolo. Quiso tocarlo, pero…
No. Se detuvo.
Del charco salía un reguero de gotas de un rojo oscuro que alcanzaba varios centímetros de longitud y conducía hacia la Estrella Polar.
Tess estaba en marcha, pero ¿qué le había pasado?
Arriane voló hasta el suelo en busca de pequeños indicios. En diversos puntos detectaba gotas de sangre, por ejemplo en briznas de hierba alta, pero luego volvía a perder el rastro. Después de cruzar el lecho de un arroyo, hubo un momento en que el rastro desapareció por completo, y Arriane aulló, sintiendo que todo estaba perdido.
Pero entonces, cerca de un sauce llorón, retomó el rastro de su amada.
El reguero de sangre se prolongaba unos veinte metros; el rastro se extendía y salpicaba más allá, como si Tess hubiera sufrido un nuevo ataque. ¿La perseguía quizá algún enemigo que iba hiriéndola según huía? Aceleró, impaciente por interponerse entre Tess y quienquiera que osara hacerle daño.
Solo un ser habría acosado a un demonio en plena forma. En sus pensamientos más oscuros, Arriane veía a Lucifer, con sus ojos opacos y sus tremendas alas negras forradas de repugnantes pelos negros.
Pero ¿habría ido Lucifer hasta allí para llevarse a Tess de vuelta al Infierno? Nunca había visto a su amada cara a cara con su dueño, aunque la idea la atormentaba. Si sorprendía a Lucifer haciéndole daño a Tess, Arriane no sabía cómo reaccionaría. La rabia que crecía en su interior ya casi no le permitía volar.
Un amor así era fatal, hasta para un ángel.
—¡Tessriel! —bramó de nuevo en medio de los extensos prados verdes. No oyó nada.
Al oeste, los nubarrones de tormenta corrían una sucia cortina sobre el cielo. Arriane confiaba en que Tess no hubiera viajado en esa dirección. La lluvia —su aroma, su efecto en el terreno, su cualidad purificadora— le haría perder el rastro.
Aunque quizá Tess contaba con eso precisamente.
Así que el corazón de la tormenta sería su destino.
Arriane niveló las alas. Se concentró en cobrar velocidad. Sufrió las turbulencias. Su cuerpo se meció de izquierda a derecha, de arriba abajo, hasta que estuvo empapada, temblando y escupiendo lluvia.
Fue entonces cuando vio a Tess, tendida boca arriba al borde de un promontorio de piedra en las estribaciones de los Dolomitas, no lejos de donde Arriane había sentido por primera vez que algo iba tremendamente mal.
Tess parecía estar agonizando, pero los ángeles no morían. Agitaba las alas de forma poco natural a ambos lados de su cuerpo. De ellas brotaba sangre, que formaba un charco en la piedra plana que estaba debajo. Estaba sola.
¡Estaba sola!
Arriane estaba suspendida en el aire, a unos treinta metros de ella, pero el pálido brillo plateado de la mano de Tess era inconfundible.
Pero ¿por qué había de tener Tess un meteorito?
Descendió tan rápido que el viento le rugió en los oídos. Aterrizó en una piedra de color gris claro a solo unos metros de Tess. Sus alas proyectaron un círculo de luz delante de ella, que envolvió el cuerpo de Tess en un frío halo iluminado. Entonces pudo ver con más claridad: el meteorito había lacerado el ala izquierda del demonio. No la había sesgado completamente, pero el ala de cobre antes firme y sólida colgaba de repente de una finísima fibra empírea.
Arriane fue presa de un ataque de rabia: mataría a quien lo hubiera hecho. Luego miró el rostro pálido de Tess, sus ojos apenas abiertos, que la miraban.
Y lo entendió.
No había nadie más a quien culpar. La peor de las heridas era autoinfligida.
Solo unas horas antes, Arriane había estado pensando en la pureza de la piel de un ángel: nada le dejaba marca jamás, pero no era del todo cierto, algunas cosas dejaban cicatrices permanentes.
Lucifer podía hacerlo con la tinta de sus tatuajes.
Una herida de meteorito podía conseguirlo, si no mataba al ángel.
La mezcla de…
—¡Tessriel, no!
El demonio cogió el meteorito con la mano derecha y volvió a acercárselo a la herida, como si quisiera amputarse el ala dorada. Pero los dedos le temblaban tanto que el meteorito le seccionó otras partes del ala, e hizo que saliera un chorro de sangre de su centro musculoso. Solo entonces Tess pareció detectar la presencia de Arriane.
—Has vuelto. —Su voz era tan liviana como el aire de la montaña.
—Ay, Tessriel. —Arriane se llevó las manos al corazón—. Nunca se recobrarán de esto.
—Eso pretendo. Necesitaba algo con lo que recordarte.
—No digas eso. —Arriane se hincó de rodillas y se arrastró hasta Tess—. ¿Qué demonios haces tú con un meteorito? ¿Has hecho tratos con Azabel? ¡Eso no se hace!
—Se hace si se necesita lo suficiente. Si no puedo tenerte, no quiero nada. —Tess hizo una mueca de dolor mientras cortaba su ala mutilada con un movimiento descendente del meteorito. Se oyó un ruido como de carne desgarrada, pero no cortó el ala del todo—. Es más complicado de lo que piensas.
—¡Déjalo ya! —le chilló Arriane, alargando la mano para arrebatarle el meteorito a Tess.
Rápidamente, Tess atrajo el meteorito hacia sí.
—Apártate —dijo con un hilo de voz—. Ya sabes lo que te ocurrirá si me tocas.
Arriane estudió al ángel caído que amaba, su cuerpo estaba cubierto de sangre que, si la tocaba, sería como veneno para ella.
Pero ni siquiera eso la detuvo. Necesitaba que Tess supiera que no estaba sola, que la quería.
El recuerdo de la risa de Tessriel resonó en sus oídos y enterneció sus entrañas; la imagen de Tess, su amada, dulce y hermosa Tess, danzaba en los ojos de Arriane mientras hacía lo impensable.
Se abalanzó sobre Tessriel para atrapar el meteorito, y gritó de angustia cuando la sangre del demonio empezó a abrasarla. Era el dolor excepcional que provocaba la sangre de demonio al tocar la carne de ángel, como si un millar de espadas romas le atravesaran el alma.
Y sangre sobre sangre era aún peor.
Arriane apretó los dientes, casi volviéndose loca de dolor mientras intentaba arrebatarle el meteorito a Tess.
—¡Suéltame! —Tess le clavó las uñas en la garganta hasta que rasgó la piel y empezó a fluir la sangre de Arriane. Un aullido animal salió de sus labios.
La sangre de Arriane hirvió al contacto con la de Tessriel, se tornó ácida y le quemó la piel. Donde se mezclaba la sangre de ambas, comenzaba a borbotearle la piel, y unas horribles cicatrices empezaron a marcarle la pierna izquierda, el torso y el cuello.
Aun así, Arriane no la soltó.
—Mira lo que has conseguido. —Tess tenía los labios azules a causa de la sangre que había perdido. Una risa sádica resaltaba su angustia—. Hasta mi sangre es una maldición para la tuya, y la tuya para la mía. Exactamente como… —se le quebró la voz y la mirada empezó a perdérsele—, como siempre nos habían dicho.
—¡Estate quieta! —Arriane intentó centrarse a pesar de la ácida quemazón.
Lo único que importaba era detener el flujo de la sangre de Tess. Sostuvo las alas desmazaladas con las manos, sin saber qué hacer.
—¡Lo estás empeorando! —chilló Tess.
—¡Para! Ya has perdido demasiada sangre.
Tess sufría convulsiones, pero apoyó con firmeza una mano en la roca y levantó la cabeza lo justo para mirar a Arriane a los ojos.
—Me has partido el corazón, Arriane. No puedes ser tú quien me cure.
A Arriane le tembló el labio.
—Puedo. Y lo haré.
Rasgó la falda de su vestido de lechera y, con la ayuda de los dientes, hizo tiras el fino tejido. «Nunca funcionará», pensó mientras manipulaba la tela para improvisar un cabestrillo y empezaba a envolver con él, cuidadosamente, el ala izquierda de Tess, que todavía chorreaba sangre.
Enseguida tejió otro cabestrillo, trabajando hasta que los dedos se le adormecieron por el frío y el miedo. El cuerpo de Tess seguía estremeciéndose, pero tenía los ojos cerrados y no respondía a las exhortaciones de Arriane para que despertara.
Aquello no funcionaría. Las heridas de Tess precisaban de intervención celestial. Necesitaría la ayuda de Gabbe, y Gabbe se pondría furiosa, pero, como era Gabbe, ayudaría de todos modos. Las alas de Tess jamás retornarían a ser lo que eran, pero quizá algún día podría volver a volar.
Solo tras vendarle las alas a Tess lo mejor posible, reparó Arriane en su propio cuerpo. Presentaba un cuadro lamentable.
El cuello le ardía de dolor. El vestido estaba hecho jirones. Tenía la piel salpicada de remolinos de sangre, pus plateado y tejido descamado de ángel. No le quedaba nada con que cubrirse las heridas. Había usado todo el tejido con Tess.
Se dejó caer en el regazo del demonio y sollozó. Necesitaba ayuda, pero ella no podía cargar con Tess estando tan quemada y destrozada. ¿De qué serviría, de todas formas?
Quizá Tess tenía razón: cuando a alguien se le había roto el corazón, no importaba con cuánto empeño la otra parte quisiera ayudar, seguramente no era la persona adecuada para curar la herida.
En lo posible, pensaba Arriane, cada alma debía estar satisfecha consigo misma antes de lanzarse al amor, porque uno nunca sabía cuándo desaparecería la otra parte. Era la mayor de las paradojas: las almas se necesitan, pero también necesitaban no necesitarse.
—Debo irme —le susurró a Tess, cuya respiración era débil y trabajosa—. Enviaré a alguien para ayudarte. Vendrán y cuidarán de ti.
»Te amo y jamás amaré a otra. La mejor forma de demostrarlo es irme ahora y luchar por la clase de amor que tenemos, la clase de amor en la que creo. Espero que algún día encuentres lo que buscas. —Una lágrima rodó por la mejilla de Arriane—. Feliz día de San Valentín, mi único amor.
Una estrella fugaz dibujó un radiante arco en el cielo. Hacia el norte, justo la dirección en la que Arriane habría de volar para encontrar a Daniel y Lucinda. El cuello le dolía un horror cuando se levantó de la roca, pero a pesar de sus heridas se sintió las alas intactas y poderosas. Las extendió por completo y salió volando.