Reunión con la Oscuridad
Roland despertó sintiéndose mareado y perdido.
El dulce recuerdo de su amor por Rosaline se desvanecía. Se tocó la cabeza dolorida y se dio cuenta de que estaba tumbado en el suelo.
Despacio, se puso de pie. Le dolía todo el cuerpo, pero no era nada que no se arreglara por sí solo con un poco de tiempo.
Volvió a mirar al balcón. En los viejos tiempos, nunca se habría caído de allí. Probablemente no debería llevar la armadura completa. Se estaba anquilosando. ¿Cuántas veces habría trepado por ese mismo muro con la esperanza de verse con ella? ¿Cuántas veces lo habría atraído la larga melena de Rosaline como lo hiciera la Rapunzel prisionera del cuento?
Cuando Roland llegaba al balcón, ella lo estaba esperando, emocionada de verlo. Lo llamaba con susurros, luego se arrojaba en sus brazos. La sentía tan ligera, tan delicada contra su cuerpo, con la piel perfumada tras su baño de agua de rosas y el cuerpo casi bullendo con el poder de su amor secreto.
Roland sacudió la cabeza. No, su cortejo no había sido todo puro gozo y alegría. Un recuerdo oscuro teñía el resto.
Era el último recuerdo que tenía de ella.
Sucedió en la tercera estación de su cortejo secreto, cuando el mundo que los rodeaba recibía el otoño y los verdes del verano se extinguían en medio de un estallido de intensos naranjas y rojos.
Habían planeado huir juntos, escapar del dominio de su padre y de los prejuicios de una sociedad que no toleraba que la hija de un hombre noble se casara con un moro. Roland se había alejado de su amada durante una semana, con el pretexto de hacer preparativos para su nueva vida.
Pero había mentido. Había ido a pedir consejo sobre los problemas a los que iba a enfrentarse:
¿Seguiría ella queriéndolo si se enteraba?
Y:
¿Podría ocultarle su naturaleza y hacerla feliz a la vez?
Solo podía acudir a una persona.
Encontró a Cam en el extremo sur de las islas que un día se llamarían Nueva Zelanda. Por aquel entonces, ambas islas eran totalmente vírgenes. Los maoríes aún tardarían otro medio siglo en llegar a esas tierras, así que Cam tenía todo el territorio para él solo.
Roland volaba con la amenaza de los acantilados, que parecían dagas afiladas, distintas de todo lo que conocía. Los vientos ejercían una peligrosa presión en sus alas, y lo zarandeaban entre las nubes. Cuando llegó al inmenso e inmaculado estrecho donde Cam se ocultaba del universo, estaba empapado y temblaba.
El agua era el espejo de las montañas, pobladas de verdes bosques de hayas. Hundió la punta de un ala en la superficie al pasar y la notó helada. Se estremeció y siguió adelante.
En el extremo más escondido del estrecho, Roland aterrizó sobre una piedra gris pizarra que se encaraba a una insondable catarata cuya altura quedaba oculta por la bruma. En su base yacía el ángel caído hermano de Roland, dejando que el agua le aporreara las alas.
¿Qué hacía Cam? ¿Y cuánto tiempo llevaba ahí tumbado, en aquella sala de tortura fabricada por él mismo?
—¡Cam!
Roland lo llamó por su nombre tres veces antes de meterse en la cascada y sacar a su hermano a rastras. Al notar que alguien lo agarraba, Cam se agitó violentamente y se agarró con fuerza a las rocas en las que estaba tumbado. Entonces lo reconoció y se dejó arrastrar, con una intensa expresión de recelo en el rostro.
Roland lo llevó con él hasta un saliente rocoso detrás de la cascada. La tarea era complicada, y el esfuerzo lo dejó jadeando, empapado y helado de frío. El saliente era estrecho, pero había espacio de sobra para que pudieran subirse los dos a la piedra húmeda. La quietud que se sentía allí, tras el rugido del agua, resultaba inquietante.
Agotado, Roland se dejó caer hacia atrás hasta que sus alas toparon con la roca, luego se deslizó para sentarse.
—Vete a casa, Roland.
Cam se alzó sobre un codo y sus ojos verdes mostraron una mirada aturdida y desorientada. Su cuerpo desnudo era todo él un terrible moratón, debido al constante aporrear de la cascada. Pero lo peor de todo eran sus alas.
Estaban reforzadas con nuevas fibras de oro. Roland no pudo dejar de admirar lo mucho que brillaban a la luz de la luna.
—Entonces es cierto. —Roland había oído rumores de que Cam se había pasado al bando de Lucifer.
Ninguno de los dos demonios parecía capaz de ejecutar el ritual reservado para dar la bienvenida a los nuevos miembros del rebaño. Deberían haberse abrazado y fundido las puntas de sus alas como gesto de aceptación mutua, de certeza de estar a salvo y entre amigos.
Cam se levantó, se acercó y escupió a Roland en la cara.
—No eres lo bastante fuerte para devolverme al servicio. Que venga el propio Lucifer en persona si cree que he descuidado mis quehaceres.
Roland se limpió la cara y se levantó también. Luego alargó la mano hacia Cam, pero el demonio se apartó.
—Cam, no he venido aquí para…
—Yo he venido aquí para estar solo. —Cam se desplazó a un rincón oscuro del saliente, donde Roland vio que había un pequeño montón de ropa y bolsas, las pocas posesiones de Cam. A Roland le pareció ver el pergamino que debía de ser su acuerdo matrimonial, pero Cam enseguida se echó por encima una andrajosa capa de piel de oveja y escondió el documento en un profundo bolsillo interior—. Ah, ¿sigues aquí?
—Necesito consejo, Cam.
—¿Sobre qué? ¿Sobre cómo vivir bien? —Cam recuperó su brillo, aunque resultaba algo chillón en aquella figura espectral, pálida y sombría, que Roland tenía delante—. Empieza por buscarte una isla desierta. Esta ya está pillada, pero debe de haber más por ahí fuera. —Señaló con la mano al mundo, a Roland.
—Amo a una mortal —dijo Roland muy despacio—. Quiero dedicarle mi vida.
—Tú no tienes vida. Eres un ángel caído al otro lado. ¡Eres un demonio!
—Ya sabes a qué me refiero.
—Créeme, el amor es imposible. Olvídalo y ahórrate dolores de cabeza.
En ese momento, Roland se dio cuenta de que había sido un idiota al acudir a Cam en busca de consejo. Y aun así debía hacerlo. La historia de amor de Cam no había salido bien, pero, de todos modos, él debía entender por lo que estaba pasando Roland.
—Igual podrías decirme qué es lo que… no debo hacer.
—De acuerdo —contestó Cam, inspirando muy hondo—. Perfecto. No te rebajes a vivir una mentira. No me preguntes si seguirá queriéndote si descubre lo que eres; hasta el imbécil más enamorado conoce la respuesta: no. No podrá. Tampoco sueñes con poder ocultarle algo así. Y, sobre todo, por Lucifer, no olvides que no podrás entrar en ningún templo de la tierra si algún día decides casarte con esa pobre criatura.
—Creo que puedo conseguir que funcione, Cam.
—Entonces, ¿crees que tu amada y tú estáis hechos el uno para el otro?
—Sí. Nos queremos con locura.
—¿Y qué concepto tiene ella de la eternidad?
Roland enmudeció.
—¡No me digas que no lo sabes! Bien, yo te lo diré. Esta, Roland, es la verdad incuestionable sobre nuestra inmortalidad: que los mortales no la entienden. Les aterra. La devorará la idea de que ella envejecerá y morirá, y tú seguirás siendo el mismo diablo joven y atlético que eres ahora.
—Podría cambiar por ella… Podría hacerme el viejo, aparentar que me arrugo y me marchito…
A Cam se le avinagró el rostro.
—Roland, ese no es tu estilo. Quienquiera que sea, será más fácil para ella ahora que seguramente aún es joven y hermosa y puede encontrar otra pareja. No desperdicies sus mejores años.
—Pero debe haber un modo. Que lo tuyo con Lilith no funcionara no significa…
—¡No estamos hablando de mí!
Guardaron silencio y escucharon el eco del agua que caía a su alrededor.
—Muy bien —replicó Roland al fin—, y qué me dices de Daniel y Lu…
—¿Qué pasa con ellos? —bramó Cam a la cascada. Su rostro se enrojeció con una furia súbita—. Si son tu modelo, pregúntales a ellos. —Meneó la cabeza, asqueado—. Todos sabemos cómo terminarán.
—¿A qué te refieres?
Cam clavó en Roland sus ojos verdes. Y este se sofocó al verse compadecido.
—Terminará abandonándola. No le queda otra. No es rival para esa maldición —dijo Cam—. Esa condena lo sobrevivirá y lo destrozará.
Las alas de Roland se erizaron.
—Te equivocas. Has intimado demasiado con Lucifer…
—Eso no podría ser menos cierto —se mofó Cam, pero, cuando se volvió, Roland le vio la marca en la nuca. El tatuaje asomaba por detrás del alto cuello de su capa. Inconfundible.
—¿Ya llevas su marca? —inquirió Roland con voz trémula. Él aún no la llevaba. No esperaba que jamás se la ofrecieran. Lucifer solo marcaba a determinados demonios, a aquellos con los que deseaba tener una relación especial—. Cam, no puedes…
Cam le cogió la cara entre sus manos y apretó fuerte. Estaban muy cerca el uno del otro, trabados de forma íntima. Roland no sabía si eran enemigos o amigos.
—¿Quién es el que ha venido a pedirle consejo a quién, Roland? No hablamos de mí, ni de mi conducta, sino de ti y de esa penosa historia de amor a la que vas a tener que poner fin.
—Tiene que haber un modo.
—Reconócelo: no habrías acudido a mí si no supieras la respuesta.
De todo lo que Cam le había dicho ese día en la catarata, las palabras de despedida fueron las peores: sí, Roland ya conocía la respuesta que buscaba. Solo esperaba que alguien le dijera otra cosa, y le ahorrara el tener que hacer lo que debía hacer.
Cuando regresó para decírselo, Rosaline parecía saberlo ya. Trepó a su balcón, pero ella no corrió a besarlo. Su rostro se tensó por la sospecha en cuanto él entró en su alcoba.
—Percibo un cambio en ti —le dijo con voz helada de miedo—. ¿Qué es?
Roland sintió un fuerte dolor físico al ver aquel rostro tan triste. No quería mentirle, pero no encontraba las palabras.
—Ay, Rosaline, hay tantas cosas que debería decirte…
Y ella, como si de pronto hubiera recordado sus locuaces poemas, le exigió:
—Respóndeme con una sola palabra: ¿cuál es el futuro que tenemos juntos?
Eso había ocurrido hacía más de mil años. Y todavía se estremecía al pensar en lo que le había contestado. Ojalá pudiera aplastar aquel recuerdo, y de paso aquel instante. Pero había ocurrido. Y el pasado no podía cambiarse.
Roland le había dicho a Rosaline su única palabra:
—Adiós.
Aunque habría querido decir «Siempre».
Pero Cam tenía razón: no había un «siempre» entre una mujer y un ángel caído.
Había huido antes de que ella le suplicara que no se fuese. Pensó que estaba siendo valiente, pero la vida le había enseñado que no. Estaba destrozado y asustado.
Después de aquello, Roland solo la había visto una vez más: a las dos semanas, cuando, suspendido en el aire en el exterior de su ventana, la había visto llorar durante una hora.
Se prometió que jamás volvería a hacer sufrir a nadie por amor. Desapareció.
Y esa fue su máxima.
Roland se quitó algo de la mejilla y le asombró descubrir que era una lágrima. Aunque había limpiado un millón de gotas saladas de otras mejillas, no recordaba haber llorado nunca.
Pensó en Lucinda y en Daniel, en su eterna devoción mutua. Ellos no huían de sus errores y, a lo largo de los siglos, habían cometido muchos. Volvían a cometerlos, los repetían, los revivían… hasta que algo había cambiado de pronto en esa última vida, cuando ella se había reencarnado en Lucinda Price. Algo la había hecho volver a su pasado para encontrar la salida a la maldición. Para que ella y Daniel pudieran estar juntos.
Siempre estarían juntos. Siempre se tendrían el uno al otro, pasara lo que pasase.
Roland no tenía a nadie.
En silencio, se levantó e hizo su propio voto de San Valentín. Volvería a trepar el muro de Rosaline, y se redimiría del único modo que conocía.