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Muros que se derrumban

Blackie relinchó apenas cuando Roland la desmontó. La condujo hasta un manzano seco situado en el sur de la propiedad del padre de Rosaline y le ató las bridas alrededor del tronco.

¿Cuántas veces había rodeado los árboles de ese huerto cargando con el enorme cesto de su amada, siguiéndola, adorando la templanza de sus movimientos al arrancar la fruta roja de las ramas?

El padre de ella era un conde, un duque, un barón o algún otro potentado avaro. Roland había dejado de preocuparse por aquellos títulos mortales tras miles de años de tener que ver a los de su calaña jugar a la guerra. La única pasión de estos mortales parecía ser esa: la de hacer la guerra y robar las riquezas de los feudos próximos, y hacerles la vida imposible a sus vecinos. La partida de caballeros en la que Daniel y Roland servían se hallaba bajo su yugo, por lo que Roland y sus compañeros habían pasado muchas horas a un lado y al otro de los muros de aquel castillo.

Hurgó en las alforjas de Blackie y halló una manzana seca, que dio al caballo mientras valoraba la situación.

Recordaba esa feria de San Valentín. Sabía que había tenido lugar cuando ya había terminado su romance con Rosaline. Por aquel entonces, haría cinco años que su amor había acabado.

No debería haberse detenido allí. Debería haber sabido que eso sucedería, que los recuerdos lo desbordarían y lo paralizarían.

No había pasado un día, en esos mil años, en que Roland no lamentara el modo en que había roto con Rosaline. Había construido su vida alrededor de ese remordimiento: muros y muros y muros, cada uno con su propia fachada impenetrable. Ese pesar había levantado en su interior un castillo inmensamente mayor que el que tenía delante en ese momento. Quizá por eso la envergadura de aquella fortaleza inglesa lo impresionaba tantísimo, porque le recordaba al fortín de su interior.

Ya era demasiado tarde para arreglar las cosas con ella.

Y sin embargo…

Acarició a Blackie y se dirigió al castillo. Había un caminito de piedra, bordeado de prímulas en hibernación, que finalizaba en una pesada verja metálica. Roland lo evitó y tomó un sendero lateral. Caminó bajo la arboleda del bosque contiguo hasta que pudo escabullirse a la sombra del muro occidental del castillo, que se alzaba quince metros por encima de él hasta la primera ventana desde donde se veía el exterior.

O el interior.

Rosaline solía esperarlo allí, con su melena rubia colgando del borde del alféizar. Era la señal de que estaba sola, y de que esperaba los labios de Roland. Entonces no había nadie asomado, y mirar aquella ventana desde abajo le producía una amarga nostalgia, como si estuviera muy lejos de su hogar.

No había guardias que vigilaran desde las almenas, eso lo sabía. El muro era demasiado alto. Salió de entre las sombras y se situó justo debajo de la ventana.

Acarició la piedra y recordó las grietas que sus pies habían tocado tantas veces. Nunca se había atrevido a desplegar sus alas delante de Rosaline. Ya era bastante pedirle a una mortal que lo amara a pesar del color que ella percibía en su piel. Su padre jamás había visto a Roland con el rostro descubierto, y no habría permitido que un moro luchara por él.

Podía haber cambiado su aspecto exterior; los ángeles lo hacían a todas horas. ¿Cuántas veces había cambiado Daniel su apariencia por Luce? Ya habían perdido la cuenta.

Pero él no era de los que seguían las modas. Era un clásico. Su alma se sentía cómoda —tan cómoda como era posible en su condición— con aquella piel en particular. En ocasiones, como ese día, su aspecto producía cierto revuelo, pero nunca era algo insoportable. Rosaline decía que lo amaba por quien era por dentro. Y él la amaba por su franqueza… Pero, en realidad, Rosaline no sabía lo que decía. Aún había cosas de sí mismo que Roland jamás podría revelar.

Tampoco se expondría en ese momento, despojándose de la armadura o abriendo las alas. La costumbre lo ayudaría a escalar el muro a la antigua usanza.

El camino trazado en los muros vino a él como iluminando por el brillo dorado que sus alas abiertas arrojaban sobre el mundo.

Al principio, escaló con cautela, pero, aun ceñido en aquella armadura chirriante, no tardó en sentir de nuevo la ligereza que le proporcionaba el recuerdo de su amor.

Al poco, llegó a lo más alto del muro exterior e impulsó las piernas hasta el fino saliente del antepecho. Se irguió y se escabulló hasta el torreón más alejado. Levantó la vista por su aguja cónica. Desde allí, tenía un peligroso ascenso al anillo de ventanas ojivales que circundaba la torre, pero sabía que había una estrecha terraza por fuera de una ventana y un fino reborde de piedra que rodeaba la torre. Podía subirse a él para asomarse dentro.

No tardó en llegar al saliente y se colgó con fuerza de la piedra de la ventana. Fue entonces cuando observó que la puerta del balcón estaba abierta. Una cortina de seda roja ondeaba al viento. Y tras ella, un rumor de movimiento mortal. Roland contuvo la respiración.

Una melena rubia ondulada caía, larga y suelta, por la espalda de un espléndido vestido verde. ¿Era ella? Tenía que serlo.

Quiso alargar la mano y atraerla a la ventana, que el mundo fuera como solía ser. Los dedos se le estaban entumeciendo de agarrarse a la repisa y, cuando la diosa de pelo dorado giró al fin, Roland se heló tan de inmediato, tan absolutamente, que creyó que caería al vacío como un carámbano.

Se apartó y volvió a la repisa, con el pecho pegado al muro, pero no pudo apartar los ojos de la joven.

«No era ella».

Aquella era Celia, la hija menor del señor. Debía de tener ya unos dieciséis años, igual que Rosaline cuando Roland le partió el corazón. Se parecía mucho a su hermana: piel clara, ojos azules, labios como pétalos de rosa y aquella asombrosa melena rubia. Sin embargo, su llama interior —aquel fuego poderoso que Roland siempre había adorado en Rosaline— no era más que una brasa moribunda en Celia.

Aun así, Roland se quedó paralizado, incapaz de realizar el menor movimiento. Si Celia salía al balcón, como parecía que se disponía a hacer, lo pillaría.

—¿Hermana?

Esa voz… como el sonido de un instrumento de cuerda, solo que más potente. ¡Rosaline!

Durante una milésima de segundo vio una sombra en el umbral de la puerta, y después el perfil puro y elegante de la única muchacha a la que había amado. Se le paró el corazón. No podía respirar. Quería llamarla a gritos, tocarla.

Pero le sudaban las manos y las fuerzas le fallaron. Por unos segundos eternos, Roland se sintió como si flotara en el aire, después cayó en picado seis largos pisos hasta el suelo embarrado.

Un recuerdo: las puertas abiertas de un granero en ruinas.

Roland lo identificó como el edificio desvencijado del extremo nororiental de las tierras del castillo. El sol pasaba por la puerta hacia las seis en las tardes estivales, así que Roland dedujo, por la luz dorada que iluminaba el heno, que debían de ser casi las siete. Casi la hora de la cena, o el lapso de tiempo siempre demasiado breve en que Roland podía persuadir a Rosaline de que pasara unos instantes a solas con él.

A través de las anchas puertas de madera, vio dos siluetas encapuchadas en un rincón oscuro. Allí, entre el pienso para pollos y un montón de hoces oxidadas, distinguió su yo anterior.

Apenas reconocía al muchacho que había sido. Eran la misma persona, pero algo hacía que aquel chico pareciera joven de verdad. Esperanzado. Sin estropear. Su túnica de algodón le envolvía el cuerpo y sus ojos eran tan luminosos como los de un potrillo. Ella conseguía eso: despojarlo de milenios de duro trabajo en la Tierra, de toda su vida en el Cielo y del oneroso Ocaso de después.

Tal vez tuviera experiencia en la guerra o en la insurrección contra el divino, pero, en lo tocante al amor, el corazón de Roland había sido el de un niño.

Sentado en un taburete de madera de tres patas, contemplaba —con tanto afán que lo avergonzaba recordarlo— a la hermosa joven de pelo rubio que tenía delante.

Rosaline se tumbó de lado en el heno, sin importarle que el vestido de satén se le llenara de paja. Su pelo tenía un lustre aún más hermoso de lo que recordaba, y su piel era tan suave y luminosa como la leche recién desnatada. Como agachaba la cabeza, Roland solo podía ver la suave cortina de pestañas que cubría sus bonitos ojos azules. En esa época, sus gruesos labios tenían dos expresiones: el puchero que exhibían ahora y la sonrisa con la que a veces lo obsequiaba. Ambas eran deseables. Ambas le producían extrañas reacciones.

Se removió en el heno, fingiéndose aburrida, y fingiéndolo mal. La hechizaba hasta el menor de los movimientos de él, ahora lo veía.

—Tengo otro pequeño obsequio. ¿Querría oírlo mi señora? —dijo su yo pasado.

Roland recordó el entusiasmo con que ladeó la barbilla su yo pasado y se sintió abochornado. En ese momento entendió por qué le había costado tanto convencerla de que se vieran en el granero.

Lo único que hacía era asaltarla con poemas de poca monta.

El chico del taburete no esperó —era obvio que no podía— la señal de Rosaline. Y, desde luego, oyendo a Roland recitar sus espantosos versos, nadie habría dicho jamás que aquel pésimo sonetista había sido en su día el Ángel de la Música.

Las cumbres nevadas son menos sublimes

Comparadas con la imponente Rosaline

Los gatitos de tierna mirada son crueles

En el regazo de Rosaline

Igual que un poema está hecho de versos

Yo lo estoy de Rosaline

Los que legajos encuadernan

En la carreta llevarán a Rosaline

Cuando la nuez de su cáscara sale

Esa nuez es Rosaline

El que misterios quiera encontrar

primero debe mirar a Rosaline.

Al terminar, Roland dirigió su mirada al rostro ceñudo de Rosaline. De pronto lo recordó y se esforzó por soportarlo una segunda vez; sintió la misma pesadez en su estómago, como un yunque cayendo por un acantilado.

Ella dijo:

—¿Por qué me contamináis con tan torpes versos?

Esta vez, en su recuerdo, Roland lo percibió en el tono de voz de Rosaline: ¡claro!, ¡le estaba tomando el pelo!

Debió de haberse dado cuenta cuando lo cogió de la mano y lo arrastró al heno con ella. El corazón le había estado latiendo demasiado escandalosamente para que percibiera aquel matiz, que ahora entendía claramente como: «Cállate y bésame».

¡Y cómo la había besado!

Esa primera vez que sus labios se unieron algo se encendió dentro de Roland, como si su alma se electrizara. Su cuerpo se agarrotó por el empeño en no estropear nada. Sus labios quedaron soldados a los de ella, pero sin fuerza. Sus manos, dos garras pegadas a los hombros de ella. Rosaline se revolvía bajo su yugo, pero, por más que lo intentaba, Roland no podía moverse.

Al fin, ella soltó una tierna risita y se escabulló de sus brazos. Se tumbó boca arriba en el heno, con los labios fruncidos y fuera de su alcance otra vez. Lo miraba como un niño mira un juguete que ya no le gusta.

—Qué poca gracia.

Roland se tiró al suelo de rodillas e hincó las manos en el áspero heno.

—¿Lo puedo volver a intentar? Estoy seguro de que puedo hacerlo mejor…?

—Bueno, eso espero. —Su risa era recatada y elegante. Se volvió el tiempo justo para atormentarlo, luego se tumbó de nuevo en el heno y cerró los ojos—. Intentadlo.

Roland inspiró hondo, y bebió de la dulzura de todo su ser. Pero, cuando estaba a punto de darle otro beso torpe, Rosaline lo detuvo poniéndole una mano en el pecho.

Debió de notar que el corazón le iba a mil, pero lo disimuló.

—Esta vez —lo instruyó— no tan acartonado. Más… fluido. Pensad en el flujo de un poema. Bueno, quizá no en uno de los vuestros, mi señor. Quizá en vuestro poema favorito, pero de otro. Entregaos.

—¿Así? —Roland casi se abalanzó sobre ella, rodó y terminó dando con la cara en el heno. Luego se volvió hacia Rosaline, sofocado.

Tumbados uno junto al otro, mirándose, ella le cogió las manos. Sus caderas se tocaban a través de la ropa. Las puntas de sus pies se besaban sin vergüenza. El rostro de ella estaba a centímetros del de él.

—No me habéis acertado en la boca. —Esbozó una sonrisa tentadora—. Roland, amar significa no tener miedo de dejarse llevar, confiar en que voy a desear todo lo que tengáis que ofrecerme. ¿Lo entendéis?

—¡Sí, sí, lo entiendo! —susurró Roland, y se acercó más para su nuevo intento.

Sus labios, sus manos y su corazón estaban a punto de estallar de la emoción. Despacio, se dispuso a abrazarla.

—Roland…

«¿Y ahora qué?»

—Abrazadme fuerte, no me voy a romper.

Mientras la besaba, a Roland le pareció que ni la llamada de Lucifer le haría soltar a aquella hermosa doncella.

Seguiría su consejo miles de veces con otras damas en el futuro, y alguna vez sentiría algo, pero nunca mucho tiempo, y nunca jamás como aquello.