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Como un guante

Una cosa sí tenía la Edad Media: las estrellas eran impresionantes.

El cielo, no perturbado por la iluminación urbana, era un paisaje resplandeciente de galaxias, de los que hacían que Shelby quisiera quedarse un rato despierta, mirando. Justo antes del anochecer, el sol por fin había incendiado los nubarrones invernales y ahora el lienzo oscuro del firmamento estaba regado de estrellas.

—Esa es la Osa Mayor, ¿verdad? —preguntó Miles, señalando al arco brillante del cielo.

—Ni idea —espetó Shelby encogiéndose de hombros, pero se acercó para seguir su dedo con la mirada. Podía olerle la piel, un olor familiar y algo cítrico—. No sabía que se te diera bien la astronomía.

—Ni yo. Nunca ha sido mi fuerte, pero las estrellas tienen algo esta noche… o quizá sea esta noche en general. Todo me parece destacable, ¿sabes?

—Sí —susurró ella, absorta en los cielos en los que nunca había pensado mucho. Se sentía cerca de ellos de una forma extraña. Cerca de Miles, también—, lo sé.

En cuanto decidieron que se quedaban una noche más, la mañosa Shelby se había hecho con una manta y un poco de cuerda y, sirviéndose de las habilidades adquiridas en los barrios bajos, los había transformado en una tienda de campaña casi elegante. Como muchos de los asistentes al jolgorio, Miles y ella habían acampado en una loma al otro lado de los muros de la ciudad. Miles incluso había encontrado leños, aunque ninguno de los dos sabía encender fuego sin cerillas.

Se estaba bien allí, sí. Se oían aullidos de los coyotes procedentes del bosque, pero Shelby se acordó que también en la Escuela de la Costa se oían esos alaridos por las noches. Miles y ella no se separarían, y se esconderían detrás de algún corpulento ser medieval si alguna criatura salvaje asomaba por el bosque.

Cerca del camino se preparaba una noche especial de mercado, así que, después de levantar la tienda, se habían separado con la idea de que Miles fuera en busca de comida y Shelby de algún obsequio de San Valentín para regalarles a Luce y a Daniel al día siguiente. Luego se reunirían en el campamento para cenar bajo las estrellas.

Antes del anochecer, los comerciantes de la ciudad habían llevado la fiesta al exterior. El mercado nocturno era distinto del que se organizaba de día en los límites de la ciudad y en el que se vendían artículos de primera necesidad, como ropa o grano. El de noche, observó Shelby, era un mercado especialmente pensado para San Valentín, fecha en que la ciudad rebosaba de comerciantes y otros visitantes venidos de lugares lejanos.

La hierba estaba poblada de tiendas recién plantadas, muchas de las cuales hacían también las veces de centros de trueque. Shelby no tenía mucho que ofrecer, pero consiguió cambiar su coletero fucsia por un tapete de encaje en forma de corazón para dárselo a Luce «de parte de Daniel».

También había cambiado sin remilgos una tobillera de cáñamo, regalo de Phil en alguna cita en la Escuela de la Costa, por una funda de cuero para daga que imaginaba que a Daniel le gustaría. Para los tíos es más difícil comprar.

El coletero y la tobillera no valían nada para Shelby, pero a los comerciantes les habían resultado exóticos.

—¿Qué sustancia alquímica es esta que se estira y recobra su forma? —le habían preguntando, examinando el coletero como si fuese una joya valiosísima. Shelby había contenido la risa, pensando de nuevo en aquellos instrumentos medievales de tortura.

Como siempre después de ir de compras, Shelby tenía un hambre canina. Esperaba que Miles hubiera encontrado algo rico. Se abría paso aprisa entre la multitud que poblaba el campamento para reunirse con él cuando de pronto cayó en la cuenta de algo: ¿qué se le olvidaba?

—¡Oh, qué hermoso gorrito! —Una mujer de pelo rubio con una amplia sonrisa se plantó delante de ella. Acarició el velo de encaje del griñón que Shelby había cogido del carro esa mañana—. ¿Es del maestro Tailor?

—¿De quién? —El rubor culpable de Shelby se extendió hasta el borde mismo del sombrero robado.

—Tiene el puesto allí. —Señaló un tenderete de recia lona blanca a tres metros de distancia—. Henry tiene tres hermanas, magníficas costureras. Aunque se dedican casi todo el año a coser las vestiduras de los autos religiosos, siempre se las arreglan para hacer alguna cosita especial para la feria. Su trabajo me fascina.

El faldón de la tienda estaba abierto y allí, bajo un toldillo, se encontraba el hombre fornido cuyo carro habían querido abordar Miles y ella esa mañana como un tren de mercancías. El hombre que había recogido la gorra de Miles. Una pequeña multitud se apiñaba admirada a su alrededor, contemplando algo por lo visto muy valioso. Shelby tuvo que apretarse contra los otros feriantes para averiguar qué les llamaba tanto la atención.

Una gorra azul fuerte de los Dodgers.

—¡Admiren el exquisito tinte de esta visera de arpillera! —proclamaba Henry Tailor con entusiasmo comercial, como si aquella gorra siempre hubiera formado parte de su colección, como si la hubiera cosido él—. ¿Habían visto alguna vez puntadas así? Absolutamente iguales, hasta el punto de… ¡la invisibilidad!

—¿Y qué pasa cuando una espada atraviesa ese fieltro, Henry? —se mofó uno. La multitud empezó a cuchichear que quizá la visera no fuese el artículo más interesante de la colección de Henry.

—Necios —espetó él—. Esta visera no es de armadura, sino prenda decorativa. ¿Acaso no puede haber objetos destinados solo a agradar a la vista y al corazón?

Al oír los abucheos de los presentes, a Shelby se le agitó el corazón en el pecho, porque sabía lo que tenía que hacer.

—¡Se la compro! —gritó de pronto.

—¡No está en venta! —repuso Henry.

—Claro que está en venta —replicó Shelby, olvidándose de la inquietud que le producía su horrible acento inglés, apartando a un puñado de personas asustadas, apartándolo todo salvo su necesidad de recuperar la gorra. Era importante para Miles, y Miles era importante para ella—. Tome —gritó—, se la cambio por mi griñón. Mi… mi padre me lo ha regalado esta mañana y no… no me queda bien.

Henry alzó la vista y Shelby sintió una punzada de pánico: el tipo sabría que ella había robado el griñón. Sin embargo, ladeó la cabeza sin parecer admitir que el gorrito era suyo.

—Sí, ese gorro le dispara las orejas. Pero con eso no basta.

¿Qué? ¡Ella no tenía las orejas grandes! A punto estuvo de decirle tres cositas, pero recordó lo que importaba de verdad.

—¡Venga ya! ¡Esa gorra es muy vieja; el tejido está totalmente descolorido! —protestó Shelby con un dedo acusador—. Además, ¿no os dais cuenta de la clase de perversión que representan esas letras que decoran la parte delantera?

—¿Son eso letras? —preguntó uno de los presentes.

—Yo no sé leer —dijo otro.

Y era obvio que Henry tampoco.

—¿Qué dicen? —preguntó—. Pensé que eran un mero ornamento. —Entonces, recordando que había afirmado ser el autor de la gorra, añadió—. Un caballero me dio el diseño.

—¡Son el sello del diablo! —improvisó Shelby, subiendo la voz a medida que ganaba confianza—. Esos trazos picudos son su marca y su sello.

La multitud hizo un aspaviento y se acercó un poco más. El olor que desprendían le dificultaba la respiración a Shelby.

Henry apartó la gorra.

—Ah, ¿sí? Entonces, ¿para qué la quiere?

—¿Usted qué cree? Me propongo destruirla en nombre de todo lo que se cree sagrado y correcto en este mundo.

Se oyó el murmullo de aprobación de la muchedumbre.

—¡La quemaré y libraré al mundo de su terrible sello! Se estaba metiendo mucho en su papel. —Algunos de los presentes profirieron vítores discretos—. ¡Os protegeré del azote de esa gorra!

Henry se rascó la cabeza.

—Pero no es más que una gorra, ¿no?

Los que rodeaban a Shelby se volvieron a mirarla.

—Bueno, sí…, lo que digo es que le libraré de ella.

Tailor miró el griñón que Shelby sostenía en la mano y arqueó la ceja izquierda.

—Esa manufactura me suena —masculló. Volvió a mirar la gorra de Miles—. ¿Trato hecho, entonces?

Shelby le tendió el griñón de encaje.

—Trato hecho.

El tipo asintió y se cerró el trueque. Shelby sintió la preciada gorra de los Dodgers de Miles como oro puro en las manos, y volvió disparada a la tienda. ¡Qué contento se iba a poner! Ascendió la loma y dejó atrás a los juglares que cantaban canciones de tristeza y soledad, a los niños que jugaban al eterno pilla-pilla y pronto vio el contorno de los hombros de Miles en la oscuridad.

Solo que no estaba oscuro.

¡Miles había encontrado un modo de hacer fuego! Y estaba asando un puñado de salchichas sobre la llama. Cuando levantó la mirada y le sonrió, Shelby descubrió en su mejilla izquierda un hoyuelo que no le había visto antes. Sintió que se mareaba. Debía de ser de subir corriendo la cuesta. O del repentino calor del fuego.

—¿Tienes hambre? —preguntó Miles.

Shelby asintió, demasiado nerviosa con la recuperación de la gorra como para encontrar palabras. La ocultó a su espalda, cortada por todo: por la postura, por el obsequio, por su holgada ropa medieval. Pero aquel era Miles; no la juzgaría. Entonces, ¿por qué se sentía de pronto tan intranquila?

—Me lo he imaginado. Oye, ¿y tu gorrito?

¿Era aquello un reproche? ¿Llevaba un pelo espantoso? Ahora ni siquiera tenía el coletero para recogérselo.

Se ruborizó.

—Lo he cambiado.

—Ah. ¿Por algo para Luce y Daniel?

Con el reflejo de la luz en su rostro, Miles le parecía su mejor amigo y, a la vez, una persona completamente nueva. Alguien a quien, de pronto, le apetecía conocer.

—Sí. —Shelby se sentía rara, de pie delante de él con su melena alborotada. ¿Por qué no tenía el pelo como Luce, un pelo suave, brillante, sexy y eso? Un pelo que les gustara a los chicos. A Miles le gustaba el pelo de Luce. Entonces se fijó que aún la miraba fijamente—. ¿Qué?

—Nada importante. Siéntate. Tenemos sidra, y pan.

Shelby se dejó caer en la hierba al lado de Miles, ocultando con cuidado la gorra entre los pliegues de su vestido. Quería dársela en el momento oportuno; por ejemplo, cuando dejara de rugirle el estómago. Miles depositó una salchicha chisporroteante sobre una gruesa rebanada de pan rústico y le pasó un jarrito de hojalata abollado lleno de sidra. Brindaron, mirándose a los ojos.

—¿De dónde has sacado todo esto?

—¿Crees que eres la única que sabe hacer un trueque? He tenido que despedirme de dos buenos cordones de zapatos para conseguir ese pan con salchicha que te estás comiendo, señorita, así que no dejes ni las migas.

Shelby lo observó mientras comía y bebía, y agradeció que no le mirara mucho el pelo. Miles contemplaba la gran extensión de tiendas de campaña que llegaba hasta la ciudad, el humo de un centenar de fogatas que se mezclaba en el aire. Se sintió más a gusto y más contenta de lo que se había sentido en mucho tiempo.

Miles, que terminó antes de que Shelby diese su segundo bocado, tragó saliva.

—¿Sabes?, todo esto de Luce y Daniel, de su amor imposible, la maldición inquebrantable, los hados, el destino y eso… Cuando empezamos a estudiarlo en clase, e incluso cuando conocí a Luce, me parecía todo…

—¿Un montón de chorradas? —lo interrumpió Shelby—. A mí también.

—Pues sí —reconoció Miles—. Pero, tras viajar por las Anunciadoras contigo y ver de verdad todo lo que significa este mundo, conocer a Daniel en Jerusalén, comprobar lo distinto que era Cam cuando estaba prometido… A lo mejor sí que existe el amor verdadero.

—Sí —meditó Shelby, masticando—. Sí.

De pronto sintió la necesidad de preguntarle una cosa a Miles. Pero tenía miedo. Y no a dormir al raso en un bosque lleno de animales, ni a encontrarse tan lejos de casa sin la certeza de poder volver. Aquel era un miedo crudo y frágil cuya intensidad la hacía temblar.

Claro que, si no se lo preguntaba, nunca lo sabría. Y eso sería peor.

—Miles…

—¿Sí?

—¿Has estado enamorado alguna vez?

Miles arrancó una brizna de hierba medio seca y la hizo rodar entre las palmas de sus manos. Sonrió, luego rió cortado.

—No sé, quiero decir… seguramente no. —Tosió—. ¿Y tú?

—No —dijo ella—. Ni por asomo.

Ninguno de los dos supo qué decir después. Se hizo un largo silencio incómodo. Pero Shelby a veces sentía que más que un silencio incómodo era un silencio confortable con su amigo Miles. Sin embargo, luego lo observaba de soslayo, lo sorprendía mirándola con aquellos ojos que se convertían en magia azul, y todo lo veía muy distinto, y volvía a inquietarse.

—¿Alguna vez has deseado vivir en otra época? —Miles al fin cambió de tema, y fue como si alguien reventara un inmenso globo de tensión—. A mí no me importaría ponerme una armadura, ser un caballero y todo eso.

—¡Tú serías un caballero estupendo! Pero yo no, yo aquí pinto poco. Me gusta mi bullicio californiano.

—Y a mí. Oye, Shel… —Miles la envolvió con su mirada. Se sintió acalorada incluso cuando una ráfaga de viento de febrero le caló el vestido de recio algodón—, ¿crees que será distinto cuando volvamos a la Escuela de la Costa?

—Pues claro que será distinto. —Bajó la mirada y se puso a arrancar hierba—. A ver… estaremos en la cantina, leyendo el Tribune e inventando bromas para gastarles a los no nefilim, y no bebiendo agua de pozos medievales ni cosas así.

—No me refiero a eso. —Se volvió hacia ella. Le alzó la barbilla con un dedo—. Me refiero a ti y a mí. Aquí somos distintos. Me gusta como somos aquí. —Una pausa. Una intensa mirada de sus ojos azules—. ¿Y a ti?

Shelby sabía que no se refería a eso, pero no se atrevía a insinuar otra cosa, porque ¿y si se equivocaba? Lo que fuera que tenían los dos allí, a ella le gustaba, y mucho. Había sentido todo el día una extraña emoción a su lado, pero no sabía expresarla. No encontraba las palabras.

Ojalá él le pudiera leer el pensamiento. (Claro que también tenía lío ahí dentro). Pero no: Miles estaba pendiente de su respuesta, que llegaba con retraso, y era simple, aunque a la vez complicadísima.

—Claro. —Se ruborizó. Necesitaba distraerlo con algo.

Echó mano de la gorra. Así Miles miraría la gorra en lugar de fijarse en sus mejillas coloradas.

—Antes te he preguntado por el gorrito —dijo Miles antes de que ella pudiera darle la gorra— porque esta noche he encontrado esto en el mercado. —Sostuvo en alto unos guantes de piel de color beis con doble puño blanco. Eran preciosos.

—¿Los has comprado? ¿Para mí?

—Bueno, los he cambiado. Tendrías que haber visto cómo flipaba el artesano con un paquetito de chicles. —Sonrió—. El caso es que has tenido las manos tan frías todo el día que he pensado que estos te iban bien con el gorrito.

Shelby no pudo evitarlo: se echó a reír a carcajadas. Se dobló, aporreó el suelo y aulló de risa. Le vino de maravilla liberarse de toda esa energía nerviosa retenida, soltarla al aire de la noche de San Valentín y reír sin más.

—Te parecen espantosos. —Miles parecía abatido—. Sé que no son de tu estilo, pero, como eran del mismo color que el gorrito, pensé que…

—No, Miles, no es eso. —Shelby se incorporó y se puso seria al ver su rostro. Luego volvió a echarse a reír—. He cambiado el gorrito por esto. —Y le dio la gorra de los Dodgers.

—No fastidies. —La cogió con el aire de un chiquillo que no acaba de creerse que los regalos que hay debajo del árbol de Navidad son suyos de verdad.

En silencio, Shelby sostuvo los guantes en sus manos. Miles agarraba la gorra en las suyas. Después de un largo momento, los dos se probaron sus regalos.

Con la gorra bien calada sobre sus ojos, Miles volvía a ser el de siempre, el chico al que Shelby conocía de un centenar de clases en la Escuela de la Costa, con el que primero había pasado por las Anunciadoras, el que era, y ella lo sabía, su mejor amigo.

Y los guantes… los guantes eran preciosos. De piel suavísima y delicado diseño. Le quedaban perfectos, como si Miles conociera la forma exacta de sus manos. Levantó la mirada para darle las gracias, pero su expresión la detuvo.

—¿Qué pasa?

Miles se rascó la frente.

—No sé… ¿Te importaría que me quitara la gorra? Hoy me he dado cuenta de que te veo mejor sin ella, y me gusta verte.

—¿Verme? —Shelby no entendía por qué tenía que quebrársele la voz precisamente en ese momento.

—Sí. Verte. —Miles le cogió las manos. A Shelby se le aceleró el pulso. Todo lo que estaba pasando en aquel instante le parecía importantísimo.

Solo había algo que no iba bien.

—Miles…

—¿Sí?

—¿Te importa que me quite los guantes? Me encantan, y me los voy a poner, te lo prometo, pero ahora mismo no… no noto el tacto de tus manos.

Con extremada delicadeza, Miles le quitó los guantes de piel, dedo por dedo. Cuando hubo terminado, los dejó en el suelo y volvió a cogerle ambas manos. El tacto de las suyas, fuertes, tranquilizadoras y absolutamente sorprendentes, la hicieron sonreír de dentro afuera. En una rama del laurel que tenían a su espalda, gorjeaba un ruiseñor. Shelby tragó saliva. Miles inspiró despacio.

—¿Sabes lo que he pensando cuando Roland ha dicho que nos mandaba a casa?

Shelby negó con la cabeza.

—He pensado: «Precisamente ahora que podría pasar San Valentín en este lugar tan increíblemente romántico con esta chica que tanto me gusta».

Shelby no sabía qué decir.

—No hablas de Luce, ¿verdad?

—No. —Miles la miró a los ojos, esperando algo. Ella volvió a sentir vértigo—. Hablo de ti.

En sus diecisiete años, a Shelby la habían besado muchos sapos y alguna rana, y siempre que llegaba aquel momento, el chico ponía el típico gesto de pringado para decir: «¿Puedo besarte?». Sabía que a algunas chicas les parecía muy cortés, pero, para ella, era una supercagada. Siempre acababa soltando alguna réplica sarcástica que les cortaba el rollo por completo a los dos. Le aterrorizaba que Miles le preguntara si podía besarla. Le aterrorizaba que no se lo preguntara.

Por suerte, Miles no dejó mucho tiempo para el terror.

Se acercó muy despacio y le envolvió la mejilla con la mano. Los ojos de Miles eran del color de cielo estrellado que se hallaba sobre ellos. Cuando la atrajo hacia sí, ladeando apenas su rostro, Shelby cerró los ojos.

Sus labios se unieron en un beso tiernísimo.

Sencillo, un par de besos breves. Nada demasiado complicado; después de todo, estaban empezando. Cuando Shelby abrió los ojos y vio el rostro de Miles —esa sonrisa que conocía tan bien como la suya—, supo que le habían hecho el mejor regalo de San Valentín. No lo habría cambiado por nada del mundo.