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Su espada, su palabra

—¡Ha sido genial! —chilló Shelby cuando Lucinda se fue y Miles y ella se quedaron solos en el pozo.

Los rayos de sol palidecían por el oeste. La mayoría de los ciudadanos se dirigía a casa, con las carretas y los bolsones bien llenos de provisiones para la cena. Shelby llevaba mucho tiempo sin comer, pero apenas percibió el aroma a pollo asado y patata hervida que flotaba en el aire. La movían los vapores de su propia exaltación.

—¡Cómo hemos sintonizado hace un rato tú y yo! Era como si yo pensara algo y tú lo dijeras, ¡qué pasada de sincronización!

—Lo sé. —Miles sumergió el cacillo en el cubo y bebió un trago largo de agua. El sol le había marcado las pecas. Shelby aún no se había acostumbrado a lo distinto que estaba sin su gorra—. Tenías razón, me ha gustado animar un poco a Luce. Aunque no sea la nuestra. —Miles se volvió de pronto a la izquierda, como si hubiera oído algo. Su cuerpo se tensó.

—¿Qué pasa? —preguntó Shelby.

Pero entonces los hombros le cayeron un poco más de lo normal.

—Nada. Me había parecido ver una Anunciadora, pero no.

Shelby no quería pensar en Anunciadoras; estaba demasiado emocionada.

—¿Sabes lo que sería flipante? —le preguntó, sentándose en el borde del pozo—. Que pudiéramos ir a comprarles algo, alguna bobada de encajes para Luce y decirle que es de Daniel. Yo podría escribir un poema bonito: «las rosas son rojas» o lo que sea. Oye, igual eso es una novedad para estos palurdos medievales. Y podríamos…

—¡Shelby! —la interrumpió Miles—. ¿Qué tal si volvemos a casa? No pintamos nada aquí, ¿recuerdas? Ya hemos ayudado a Lucinda animándola a que vaya a la feria de San Valentín, pero no podemos hacer nada para cambiar el curso de su maldición. Debemos encontrar una Anunciadora.

—Bueno, ya sabes que esté donde esté Luce los demás siempre andan muy cerca —dijo Shelby enseguida—. Si encontráramos a Daniel, podríamos matar dos pájaros de un tiro: él iría a la feria y nosotros volveríamos a la Escuela de la Costa.

—No estoy seguro de que sea tan fácil llevar a Daniel a la feria.

—¡Entonces no podemos volver a casa! ¡No hasta que cumplamos la promesa que le hemos hecho a Luce! No quiero decepcionarla yo también. —De pronto, Shelby se sintió alicaída—. Se merece algo mejor.

Miles espiró lentamente. Paseó nervioso alrededor del pozo, el ceño fruncido: su cara de pensar.

—Tienes razón —dijo al fin—. ¿Qué más da un día más?

—¿En serio? —chilló Shelby.

—Pero ¿dónde vamos a encontrar a Daniel? ¿No ha hablado Luce de un castillo? —inquirió Miles—. Podríamos localizarlo y…

—Conociendo a Daniel, seguro que andará mustio por cualquier parte. Y eso quiere decir cualquier parte.

Shelby oyó ruido de cascos y se volvió hacia la ancha calle central del mercado. Más allá de los puestos de los comerciantes, que cerraban ya, divisó un caballo regio, blanco como la nieve.

Cuando pasó el último toldo y pudo verlo bien, Shelby hizo un aspaviento.

La figura anclada a la silla de cuero negro forrada de piel de armiño —y a la que Miles y la mayoría de los ciudadanos observaban con descarado sobrecogimiento— era un verdadero caballero de resplandeciente armadura.

El caballero, de anchas espaldas y rostro oculto por la visera, atravesó la plaza con imperioso aire noble. Las planchas de acero remachadas le empezaban en los pies, sujetos en dos recios estribos. Llevaba las piernas enfundadas en bruñidas espinilleras y la cota de malla tan ajustada que se le pegaba a los costados musculosos. El yelmo era plano por arriba, con dos planchas curvadas que se cerraban sobre su nariz. La visera disponía de diminutos orificios para la respiración y unas ranuras estrechas a la altura de los ojos. Era alarmante que él pudiera verlos del todo y ellos solo su cegador exterior.

En la vaina sujeta al costado izquierdo, llevaba una espada, y sobre la armadura, una larga túnica blanca con una cruz roja en el pecho, igual que una que Shelby creía haber visto en una peli de los Monty Python.

—¿Por qué no le preguntamos a él? —propuso Shelby.

—¿En serio?

Shelby vaciló. Claro que le inquietaba acercarse a un caballero de carne y hueso, pero ¿cómo si no iban a encontrar a Daniel?

—¿Se te ocurre algo mejor? —Señaló a la imponente figura—. Es un caballero. Daniel también. Es muy probable que se muevan en los mismos círculos, ¿no?

—Vale, vale, pero una cosa, Shel… —Miles se interrumpió para inspirar, algo que hacía cuando estaba nervioso. O cuando pensaba que iba a herir los sentimientos de Shelby—: intenta dejar de lado ese acento sureño, ¿eh? Aunque haya colado con la embobada Lucinda, debemos procurar integrarnos. Recuerda lo que nos dijo Roland de fastidiar el pasado.

—Me integro, me integro. —Bajó de un salto del borde del pozo, se irguió como imaginaba que lo hacían las damas elegantes de la época, le hizo un guiño a Miles que le quedó algo raro y se encaminó al caballero.

Pero no había dado ni dos pasos cuando el caballero se volvió hacia ella, se alzó la visera y le dedicó una mirada furiosa, una mirada que Shelby ya había sufrido antes.

Hablando del rey de Roma. ¿No acababa de mencionar Miles a Roland Sparks?

Los ojos de Roland oscilaban entre Shelby y Miles, incrédulos. Era evidente que los reconocía, o sea, que aquel era el Roland de su presente, al que habían visto por última vez en el campo de batalla del patio de Lucinda Price. Lo que significaba que tendrían problemas.

—¿Qué hacéis aquí vosotros dos?

Miles se plantó junto a Shelby, apoyándole las manos en los hombros, protector. Un detalle por su parte, como si no fuese a permitir que se las cargara ella sola.

—Buscamos a Daniel —contestó—. ¿Podrías ayudarnos? ¿Sabes dónde está?

—¿Ayudaros? ¿A encontrar a Daniel? —Roland arqueó las cejas, perplejo—. ¿No querrás decir a Luce, la chica mortal perdida en sus propias Anunciadoras? En buen lío os habéis metido, chicos.

—Lo sabemos, y sabemos que no deberíamos estar aquí —dijo Shelby lo más arrepentida que pudo—. Hemos llegado por accidente —añadió, alzando la vista hacia Roland, subido a su imponente caballo blanco. No sabía que los caballos fueran tan enormes—. Intentamos volver a casa, pero nos está costando encontrar una Anunciadora.

—Desde luego —resopló Roland—. Por si no tenía bastantes obligaciones, ahora me toca hacer de niñera. —Levantó una mano enguantada con despreocupación—. Enviaré a alguien a por vosotros.

—Espera. —Miles se adelantó, interrumpiendo a Roland—. Habíamos pensado que, ya que estamos aquí, podíamos hacerle un favor a Luce. Ya sabes, la de esta época. Nada especial, solo alegrarle un poco la vida. Daniel la ha dejado.

—Ya sabes cómo se pone a veces —intervino Shelby.

—Alto ahí. ¿Habéis visto a Lucinda? —preguntó Roland.

—Estaba destrozada —contestó Miles.

—Y mañana es San Valentín —añadió Shelby.

El corcel relinchó encabritado, y Roland tuvo que contenerlo con las riendas.

—¿Estaba dividida?

Shelby arrugó la nariz.

—¿Que si estaba qué?

—¿Que si era una unión de su yo pasado y su yo presente?

—Te refieres a… —Shelby pensaba en cómo estaba Daniel en Jerusalén, perdido y descentrado, como una peli en 3D sin gafas.

Sin embargo, antes de que pudiera responder, el pie de Miles aprisionó el suyo. Si a Roland no le gustaba que estuvieran allí, tampoco iba a gustarle que hubieran estado viajando a todas partes sirviéndose de las Anunciadoras.

—Chist —le susurró Miles entre dientes.

—A ver, es muy sencillo: ¿os ha reconocido? —insistió Roland.

—No —dijo Shelby después de suspirar.

—No —respondió Miles.

—Entonces es la Luce de esta época y no debemos interferir. —Roland los miró con auténtico recelo, pero no dijo más. Una de sus largas rastas se le soltó del coletero que las sujetaba y escapó del escondite del yelmo. Se la apartó de la cara y echó un ojo a la plaza de la ciudad, a los perros que atacaban una ristra de intestinos de vaca, a los niños que iban pateando una pelota de cuero asimétrica por las calles embarradas. Habría preferido no toparse con ellos, era obvio.

—Por favor, Roland —dijo Shelby, agarrándole con descaro el guante de cota de malla. Guantelete, pensó. Se llamaba guantelete—. ¿No crees en el amor? ¿No tienes corazón?

Notó que sus palabras se quedaban flotando en el aire gélido y deseó retirarlas. Seguramente se había propasado. No conocía los antecedentes de Roland. Se había puesto de parte de Lucifer cuando los ángeles habían caído, pero a ella nunca le había parecido tan malo. Solo críptico e inescrutable.

Roland abrió la boca para decir algo y Shelby temió tener que oír otro sermón sobre los peligros de viajar con Anunciadoras, o la amenaza de ser entregada a Francesca y a Steven cuando a él se le antojara. Se encogió de miedo y miró a otro lado.

Entonces oyó el suave sonido metálico de la visera al cerrarse.

Cuando volvió a mirar, el rostro de Roland ya estaba oculto de nuevo. La ranura de los ojos, oscura, era insondable.

«Menuda forma de estropear las cosas, Shelby».

—Os buscaré a Daniel —resonó la voz de Roland desde detrás de la visera, sobresaltando a Shelby—. Me encargaré de que llegue a tiempo para la feria de mañana. Tengo un último recado que hacer, luego volveré a proporcionaros una Anunciadora que os devuelva de inmediato a la Escuela de la Costa, donde deberíais estar ahora. No acepto discusión. Lo tomáis o lo dejáis.

Shelby apretó la mandíbula para evitar que se le descolgara. Iba a ayudarlos.

—¡No!, nada que discutir —balbució Miles—. Perfecto, Roland. Gracias.

Luego Shelby detectó una leve inclinación del yelmo de Roland, que interpretó como un signo de asentimiento, pero él no dijo nada más. Se limitó a hacer girar su corcel para enfilar el sendero que conducía fuera de la ciudad. Los comerciantes se apartaron al paso trotón del animal, que después inició el galope, con la cola blanca a remolque como si de una estela de humo se tratara.

Shelby observó algo extraño: en lugar de salir orgulloso a lomos de su caballo, Roland iba cabizbajo y alicaído, como si algo misterioso le hubiera cambiado el ánimo. ¿Habría sido algo de lo que ella había dicho?

—Qué fuerte —dijo Miles, situándose junto a ella.

Shelby se pegó más a él, hasta que sus brazos se rozaron, y eso la reconfortó.

Roland iba a encontrar a Daniel. Iba a ayudarles.

Shelby se sorprendió sonriendo de una forma poco propia de ella. Bajo esa armadura, quizá hubiera un corazón que creía en el poder del verdadero amor.

Pese a su aparente cinismo, Shelby reconocía que también ella creía en el amor. Y, a juzgar por cómo había consolado a Luce esa tarde, entendía que también Miles era un romántico. Juntos, contemplaron el resplandor de la puesta de sol en la armadura de Roland y escucharon cómo se iba perdiendo en el silencio el ruido de los cascos de su caballo sobre el adoquinado.