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Extraño bazar

Adiós a la paz del campo. Ya en la entrada de la ciudad se oía un gran alboroto, y, a ambos lados del camino que conducía a los altos muros negros, sobre la hierba —en esos momentos del invierno, más bien unas briznas marrón grisáceas—, se había improvisado una especie de campamento con tiendas de campaña. Las tiendas eran sin duda parte de un decorado provisional, como si se tratase de un festival de fin de semana o algo parecido. Aquel caos alborozado de gente apelotonada a Shelby le recordaba el festival de Bonnaroo, del que había visto fotos en internet. Se fijó en lo que llevaba la gente: por lo visto, el griñón estaba de moda. No le pareció que Miles y ella llamaran demasiado la atención.

Los chicos se unieron a la multitud que cruzaba las puertas y siguieron la riada de personas, que parecía fluir en una sola dirección: hacia el mercado de la plaza central. Ante ellos se alzaban los torreones, parte de un gran castillo asentado en las lindes de la muralla. La piedra angular de la plaza era una iglesia gótica, modesta pero atractiva (Shelby la identificó por las elevadas torres picudas). De la plaza del mercado —atestada, caótica, apestosa y llena de vida, el típico lugar al que uno acudía en busca de cualquier cosa o persona— partía un laberinto de calles y callejones grises.

—¡Lino! ¡Dos rollos por diez peniques!

—¡Velas! ¡De la mejor calidad!

—¡Cerveza de cebada! ¡Cerveza fresca de cebada!

Shelby y Miles tuvieron que apartarse de pronto para esquivar a un fraile fornido que empujaba una carreta con jarras de loza llenas de cerveza de cebada. Observaron su ancha espalda cubierta por una túnica gris mientras se abría paso por el abarrotado mercado. Shelby empezó a seguirlo, por tener un poco de espacio, pero al poco la masa maloliente de ciudadanos parlanchines llenó el hueco.

Era casi imposible dar un paso sin tropezarse con alguien.

Había tanta gente en la plaza —regateando, chismorreando, dando manotazos a los pillos que robaban manzanas— que nadie prestó ninguna atención a Miles y Shelby.

—¿Cómo narices vamos a encontrarnos con algún conocido en este pozo negro? —Shelby se agarró con fuerza a la mano de Miles cuando la pisaron por enésima vez. Aquello era peor que el concierto de Green Day en Oakland, donde se había magullado dos costillas en el mogollón.

Miles estiró el cuello.

—No sé. Igual aquí todos se conocen. —Miles era más alto que la mayoría de los presentes, por lo que no lo estaba pasando tan mal.

Él respiraba aire puro y tenía despejado su campo de visión, pero ella notaba que le iba a dar un ataque de claustrofobia: ya sentía el típico sofoco en las mejillas. Histérica, se tiró con fuerza del cuello alto del vestido y oyó que estallaban unos puntos.

—¿Cómo respira la gente con estas cosas?

—Inspirando por la nariz y espirando por la boca —la instruyó Miles, haciéndole una breve demostración, hasta que el hedor lo obligó a arrugar la nariz—. Esto… Mira, allí hay un pozo. ¿Bebemos?

—Seguro que cogemos el cólera —masculló Shelby, pero Miles ya se alejaba, y tiraba de ella.

Para llegar al pozo tuvieron que pasar por debajo de una cuerda de tender combada por el peso de la ropa casera mojada, por encima de un pequeño desfile de gallos negros, sucios y ruidosos, y junto a un par de hermanos pelirrojos que vendían peras por las calles. El pozo era algo arcaico: un hoyo marcado por un anillo de piedras y un trípode de madera sobre la boca. Un cubo mohoso colgaba de una polea primitiva.

A los pocos segundos, Shelby ya podía respirar otra vez.

—¿La gente bebe de esa cosa?

Entonces pudo ver que, aunque el mercado ocupaba casi todo el espacio abierto de la plaza, no era el único espectáculo de la ciudad. A un lado del pozo se habían dispuesto unos maniquíes medievales vestidos de arpillera, y unos chavales, armados con espadas de madera, jugaban a ser caballeros y ensayaban sus lances con aquellos predecesores de los muñecos de simulación de accidentes. Los juglares se paseaban por las orillas del mercado, cantando canciones curiosamente hermosas. Incluso el pozo tenía su pequeño cometido.

Shelby se fijó en que había una manivela de madera para subir el cubo. Un chico vestido con unas mallas de ante apretados, se acercó e introdujo un cacillo de agua en el cubo; se lo tendió a una chica de ojos enormes y muy abiertos que llevaba una ramita de acebo detrás de la oreja. Ella apuró el cucharón en un par de tragos grandes, mirando embobada al chico, y sin reparar en el agua que le escurría por la barbilla y le mojaba el bonito vestido crema.

Cuando hubo terminado, el chico le pasó el cacillo a Miles guiñándole un ojo. Shelby no tenía claro si le gustaba lo que ese guiño insinuaba, pero tenía demasiada sed para montar un numerito.

—Habéis venido a la feria de San Valentín, ¿verdad? —le preguntó la muchacha con una voz plácida como un lago.

—Eh… pues nosotros…

—Desde luego —intervino Miles con un horrible acento británico fingido—. ¿Cuándo empiezan las celebraciones?

Sonaba ridículo, pero contuvo la risa por no delatarlo. No sabía bien qué pasaría si los descubrían, pero había leído cosas sobre empalamientos y aparatos de tortura como la rueda y el potro… «Bálsamo labial, Shelby. Sé positiva. Chocolate a la taza, ejercicios de yoga al aire libre y realities en la tele. Céntrate en eso». Iban a salir de allí. Debían salir de allí.

El chico cogió a la chica por la cintura, cariñoso.

—Muy pronto. Mañana es la fiesta.

—Pero, como veis —dijo la chica, abarcando con el gesto todo el mercado—, casi todos los enamorados han llegado ya. ¡No olvides echar tu nombre a la urna de Cupido antes de que se ponga el sol! —le dijo a Shelby con un golpecito en el brazo.

—Ah, claro. Tú tampoco —masculló Shelby, violenta, como cuando el personal de facturación le deseaba buen viaje. Se mordió el carrillo mientras los tortolitos decían adiós con la mano y enfilaban la calle con paso sereno, cogidos del brazo.

Miles agarró a Shelby del suyo.

—¿No es genial? ¡Una feria de San Valentín!

Y eso lo decía un chico tímido que jugaba al béisbol y al que Shelby había visto una vez comerse nueve perritos calientes de una tacada. ¿Desde cuándo se entusiasmaba Miles por una bobada de fiesta de San Valentín?

Estaba a punto de hacer un comentario sarcástico cuando se percató de que Miles parecía… esperanzado. Como si de verdad le hiciera ilusión ir. ¡Con ella! No sabía por qué, pero no quería aguarle la fiesta.

—Sí, sí. Genial. —Se encogió de hombros como si nada—. Será divertido.

—No. —Miles negó con la cabeza—. Me refería a que… si hay ángeles caídos por aquí, estarán en esa fiesta. Allí encontraremos a alguien que nos ayude a volver.

—¡Ah! —Shelby se aclaró la garganta. Claro, se refería a eso—. Sí, buena idea.

—¿Qué sucede? —Miles hundió el cacillo en el cubo y se dispuso a acercarle el agua fría a los labios, pero se detuvo, limpió el borde con la manga y luego volvió a tendérselo.

Shelby notó que volvía a sonrojarse sin motivo, así que cerró los ojos y bebió, con la esperanza de no pillar alguna terrible enfermedad que terminara matándola. Cuando hubo acabado, contestó:

—Nada.

Miles sumergió de nuevo el cucharón y bebió un buen trago, explorando entretanto la multitud.

—¡Mira! —espetó, soltando el recipiente dentro del cubo y señalando detrás de Shelby, a una plataforma elevada en la orilla de los puestos del mercado, donde tres chicas se partían de risa. Entre ellas había un puchero alto de estaño con el borde estriado. Era más viejo que la tos y bastante feo, una de esas «obras de arte» carísimas que Francesca tendría en su despacho de la Escuela de la Costa—. Eso debe de ser la urna de Cupido.

—Ah, sí, sí, está claro. La urna de Cupido —asintió Shelby con sarcasmo—. ¿Qué demonios significa eso? ¿No crees tú que Cupido habría tenido mejor gusto?

—Es una tradición de la Roma clásica —dijo Miles, poniéndose en plan profe, como siempre. Viajar con él era como llevar encima una enciclopedia—. San Valentín antes era Lupercalia —añadió con entusiasmo.

—¿Luper… qué? —dijo Shelby en tono socarrón. Luego se fijó en la expresión de Miles, tan grave y tan sincera.

Al notar que lo miraba fijamente, él se llevó la mano instintivamente a la gorra de béisbol para calársela un poco más. Un acto reflejo. Sus manos solo encontraron aire.

Se estremeció, como avergonzado, e intentó meterse la mano en el bolsillo de los vaqueros, pero la recia túnica azul le tapaba los pantalones, así que no pudo más que cruzarse de brazos.

—La echas de menos, ¿verdad?

—¿El qué?

—La gorra.

—¿Esa reliquia? —Miles se encogió de hombros demasiado rápido—. Qué va. Si ni siquiera me acordaba. —Volvió la cara y miró a la plaza sin ver realmente.

Shelby lo cogió del brazo un instante.

—¿Qué decías de Luper… como se llame.

Él volvió a mirarla, esta vez con recelo.

—¿De verdad quieres saberlo?

—¿El Papa viste de Prada?

Miles sonrió al fin.

—En realidad, Lupercalia no era más que una celebración pagana de la fertilidad y la llegada de la primavera. Todas las mujeres casaderas de la ciudad ponían su nombre en una tira de pergamino y la echaban a una urna, como esa de ahí. Cuando los solteros sacaban un nombre de la urna, la elegida se convertiría en su enamorada durante ese año.

—¡Menuda barbaridad! —chilló Shelby. Ni de coña iba a dejar que una urna decidiera con quién iba a salir. Ya se equivocaba ella solita, gracias.

—A mí me parece tierno. —Miles se encogió de hombros y miró a otro lado.

—Ah, ¿sí? —Shelby giró la cabeza para mirarlo—. A ver, igual mola… Pero todo esto de la urna es de antes de que el festival tuviera nada que ver con San Valentín, ¿no?

—Cierto —contestó Miles—. Al final, se involucró la Iglesia. Querían controlar la celebración, así que le asignaron un santo. Lo hicieron con muchas otras fiestas y tradiciones paganas. Como si, siendo suyas, dejaran de constituir una amenaza.

—Machismo puro y duro.

—El auténtico Valentín, en vida, era conocido como defensor del romanticismo. Los que no podían casarse legalmente, como los soldados, acudían a él desde todas partes del mundo, para que los casara en secreto.

Shelby negó con la cabeza.

—¿Y tú cómo sabes todo eso? O más bien, ¿por qué?

—Luce —contestó Miles sin mirarla a los ojos.

—Ah. —Shelby se sintió como si le hubieran dado un derechazo en el estómago—. ¿Te aprendiste la historia del día de San Valentín para impresionar a Luce? —preguntó, pateando la tierra—. Supongo que a algunas les molan los empollones.

—No, Shelby. Digo que esa es Luce. —La cogió por los hombros y la volvió hacia la plataforma donde estaba la urna—. Allí.

Luce llevaba un vestido marrón claro de falda ancha y el pelo recogido en tres gruesas trenzas sujetas con delgadas cintas blancas. Se la veía más pálida de lo habitual y un rubor de frío le teñía las mejillas. Daba vueltas alrededor de la urna, despacio, meditabunda, separada de las otras chicas. En medio del caos de la plaza, Luce parecía la única persona que estaba sola. Sus ojos tenían esa mirada tierna y descentrada que solía mostrar cuando estaba absorta en sus pensamientos.

—¡Shelby, espera!

Shelby ya había cruzado media plaza, casi corriendo en dirección a Luce, cuando Miles la agarró con fuerza de la muñeca. La detuvo en seco y ella se volvió, dispuesta a arremeter contra él.

Solo que, en su expresión… brillaba algo que Shelby no lograba descifrar.

—Esa es la Lucinda del pasado. No es nuestra amiga. No te va a conocer.

A Shelby no se le había ocurrido, aunque fingió que sí. Se volvió y la miró bien. Llevaba el pelo sucio —grasiento no, peor que eso: asqueroso—, algo que Luce Price jamás soportaría. Desde su punto de vista moderno, la ropa no le quedaba del todo bien, pero Lucinda parecía cómoda con ella. De hecho, parecía a gusto con todo, algo que tampoco era muy propio de Luce Price. Para Shelby, Luce era una inadaptada crónica, aunque adorable. Era una de las cosas que le encantaban de Luce. Esa chica, en cambio, parecía a gusto hasta con la triste desesperación que impregnaba todos sus movimientos. Como si estuviera tan habituada a su melancolía como a que el sol saliera cada mañana. ¿No tenía amigos que la animaran? ¿No eran para eso los amigos?

—Miles —dijo ella, agarrándole la muñeca con la mano libre y acercándose—, ya sé que accedimos a que fuera Daniel quien encontrara a nuestra Lucinda Price, pero esta chica también es la Lucinda a la que queremos, o una versión anterior de ella, y lo mínimo que podemos hacer es animarla. Mira lo deprimida que está. Mira.

Miles se mordió el labio.

—Pe… pero, por lo que sabemos de las Anunciadoras, no hay que tontear con…

—¡Hooola! —canturreó Shelby, tirando de Miles hasta llegar junto a Lucinda. Ignoraba de dónde había sacado el acento sureño, salvo de oír hablar a la madre de la Luce del presente el día de Acción de Gracias en Georgia. Tampoco tenía ni idea de qué pensarían los británicos medievales de aquel acento suyo, pero ya era demasiado tarde.

Miles, a solo unos metros, meneó la cabeza espantado. «Ha sido un accidente», le dijo Shelby con la mirada.

Lucinda estaba tan sumida en su tristeza que ni se había percatado. Shelby tuvo que plantarse delante de ella y agitar una mano delante de su cara.

—Ah —dijo Luce, mirando extrañada a Shelby sin reconocerla—. Buenos días.

Shelby no debería haberse ofendido, pero lo hizo.

—¿Nos… nos conocemos? —balbució Shelby—. Me parece que mi primo de… Windsor conoce a un tío tuyo por parte de padre… ¿o era al revés?

—Lo siento, pero no lo creo, aunque quizá…

—Eres Lucinda, ¿a que sí?

Lucinda se sobresaltó, y Shelby vio en sus ojos un destello que le era familiar.

—Sí.

Shelby se llevó la mano al corazón.

—Yo soy Shelby. Este es Miles.

—Curiosos nombres. ¿Venís del norte?

—Desde luego. —Shelby se encogió de hombros—. Muy del norte. Tanto que nunca habíamos estado en esta fiesta vuestra de San Valentín. ¿Vais a arrojar vuestro nombre en la urna?

—¿Yo? —Lucinda tragó saliva y se llevó la mano el hueco del cuello—. La idea de que un golpe de suerte pueda decidir el destino de mi corazón no me atrae nada.

—Que ya tienes tu tiarrón, ¿eh? —soltó Shelby con un codazo de complicidad, olvidando que, en realidad, no se conocían y que sus palabras podrían resultar bruscas y su sarcasmo inoportuno a la sensibilidad medieval de Lucinda—. Digo…, ¿os gusta algún caballero, milady?

—Estaba enamorada —contestó Lucinda, sombría.

—¿«Estabais»? —repitió Shelby—. Querréis decir que estáis enamorada.

—Lo estaba. Pero él se ha ido.

—¿Daniel te ha dejado? —Miles estaba colorado como un tomate—. Digo… ¿cómo se llamaba?

Pero Lucinda no parecía haberlo oído.

—Nos conocimos en la rosaleda del castillo de su señor. Reconozco que había entrado allí sin permiso, pero veía a tantas damas ir y venir, y la puerta estaba abierta, y las flores eran tan hermosas…

Cruzó las manos y, llevándoselas al corazón, suspiró con hondo pesar.

—Ese primer día, me tomó por una joven de mayor estatus. De clase social alta. Llevaba puesta mi mejor túnica y el pelo entretejido de flores de espino, como lo llevan muchas damas. Me quedaba precioso, pero me temo que no fui sincera.

—Ay, Lucinda —dijo Shelby—, ¡estoy segura de que, a sus ojos, sois una dama!

—Daniel es un caballero. Debe casarse con una dama digna. Mi familia es gente corriente. Mi padre es hombre libre, pero cultiva grano, como lo hacía su padre. —Luce parpadeó y una lágrima le rodó por la mejilla—. Ni siquiera le dije a mi amor cómo me llamo.

—Si os amaba, y estoy seguro de que así es, sabrá vuestro nombre —dijo Miles.

Lucinda se estremeció mientras inspiraba hondo.

—La semana pasada, como parte de sus deberes de caballero para con su señor, acudió a casa de mi padre en busca de huevos para la fiesta de San Valentín. Era el aniversario de mi bautismo y lo celebrábamos. Cuando vi el rostro de mi amado al hallarme en mi humilde hogar… quise impedir que se fuera, pero se marchó sin decir una palabra. Lo he buscado en todos nuestros escondites, en el roble hueco del bosque, en la franja norte de la rosaleda al anochecer… pero no he vuelto a saber de él.

Shelby y Miles se miraron. Obviamente, a Daniel le daba igual de qué familia viniera Luce. Había sido el aniversario —el que se acercara al límite de su maldición— lo que le había espantado. Shelby ya estaba acostumbrada a que Daniel intentara alejarse de Luce cuando sabía que se acercaba su muerte. Él le partía el corazón para salvarle la vida. Probablemente andaría deambulando por ahí, destrozado también.

Tenía que ser así. La chica que tenía delante debía morir un centenar de veces antes de vivir la vida en la que Shelby la conocería, en la que tendría su primera ocasión de romper la maldición.

No era justo. No era justo que tuviera que morir una y otra vez y, entretanto, tuviera que sufrir de ese modo. Lucinda merecía ser feliz.

Shelby quería hacer algo por Lucinda, aunque fuera algo pequeño.

Volvió a mirar a Miles, y este arqueó una ceja como queriendo decir —o eso esperaba—: «¿Estás pensando lo mismo que estoy pensando yo?». Shelby asintió.

—Esto no es más que un gran malentendido —le dijo—. Conocemos a Daniel.

—¿De veras? —Lucinda parecía sorprendida.

—Haced una cosa: acudid a la feria mañana y os aseguro que Daniel estará allí también, y así podréis…

A Lucinda le tembló el labio, enterró el rostro en el hombro de Shelby y se echó a llorar.

—No podría soportar que sacara el nombre de otra de la urna.

—Lucinda —le dijo Miles con tanta ternura que ella dejó de llorar y lo miró de la forma íntima en que Luce a veces lo miraba. Shelby sintió unos celos muy extraños y miró para otro lado mientras Miles le preguntaba—: ¿creéis que Daniel os ama?

Luce asintió.

—¿Y de verdad pensáis —siguió Miles— que lo que os une a Daniel es tan débil como para que la posición de vuestra familia pueda romper ese vínculo?

—Él… él no tiene elección. Lo dice el Código de los Templarios. Debe casarse…

—¡Luce! ¿Es que no sabes que tu amor es más fuerte que un estúpido código? —espetó Shelby.

Lucinda arqueó una ceja, espantada.

—¿Cómo decís? —preguntó.

Miles le dirigió a Shelby una mirada de advertencia.

—Digo… esto… que el amor verdadero es más fuerte que las meras sutilezas sociales. Si amáis a Daniel, debéis decirle cómo os sentís.

—Me siento rara. —Ruborizada, Luce se llevó una mano al pecho. Cerró los ojos y, por un instante, Shelby pensó que iba a arder allí mismo. Retrocedió un paso.

Pero no era así como funcionaba, ¿no? La maldición de Luce tenía algo que ver con el modo en que interactuaban Daniel y ella, algo que la presencia de él despertaba en ella.

—Quiero creer que lo que decís es cierto. De repente siento que nuestro amor es muy fuerte.

—¿Tanto como para que os marcharais con él si lo trajéramos al festival mañana?

Lucinda abrió los ojos. Eran grandes, feroces y de un intenso color avellana.

—Me iría con él. Iría a cualquier parte del mundo por volver a estar con él.