Siete días
El viernes por la mañana, Luce se restregó los ojos antes de abrirlos y posó la vista en el reloj. Las 7.30. Apenas había podido conciliar el sueño: estaba hecha un lío, se sentía tremendamente preocupada por Dawn y seguía enfadada por la vida anterior que había presenciado un día antes a través de la Anunciadora. Había resultado espeluznante ver los momentos previos a su muerte. Se preguntó si todos habrían sido como aquel. En su mente no dejaba de dar vueltas a la misma pregunta una y otra vez.
Si no fuera por Daniel…
… ¿habría tenido la oportunidad de vivir una vida normal, entablar una relación con otra persona, casarse, tener hijos y envejecer como el resto del mundo? Si Daniel no se hubiera enamorado de ella hace tanto tiempo, ¿estaría Dawn ahora desaparecida?
Pero todas esas preguntas al final iban a parar a la cuestión principal: ¿sería distinto el amor si lo sintiera por otra persona? Se suponía que el amor era algo natural, ¿no? Entonces, ¿por qué se sentía tan atormentada?
La cabeza de Shelby asomó desde la litera superior y su espesa cola rubia cayó detrás de ella como si fuera una soga.
—¿Estás alucinando tanto como yo con todo esto?
Luce dio una palmadita en su cama para que Shelby bajara y se sentara a su lado. Vestida aún con su grueso pijama de franela, Shelby se deslizó hasta la cama de Luce con dos tabletas grandes de chocolate negro.
Luce iba a decir que no podía comer nada, pero en cuanto el olor del chocolate le llegó a la nariz, quitó el papel brillante de la envoltura y dirigió una pequeña sonrisa a Shelby.
—Es lo que necesitamos —afirmó Shelby—. ¿Te acuerdas de lo que dije anoche acerca de Dawn besuqueándose con algún bola de sebo? Me siento fatal por eso.
Luce negó con la cabeza.
—Shelby, no lo sabías. No deberías sentirte mal por eso.
Ella, en cambio, sí tenía motivos para sentirse mal por lo que le había ocurrido a Dawn. Luce ya llevaba mucho tiempo considerándose responsable de las muertes de personas cercanas a ella: primero Trevor, después Todd y luego la pobre Penn. Se le hizo un nudo en la garganta al pensar que tal vez debería añadir a Dawn a su lista. Se secó una lágrima antes de que Shelby la viera. Empezaba a plantearse que tal vez sería mucho mejor guardar cuarentena y permanecer apartada de cualquier persona a la que quisiera para no ponerla en peligro.
Un golpecito en la puerta les hizo dar un respingo tanto a Luce como a Shelby. La puerta se abrió lentamente. Era Miles.
—Han encontrado a Dawn.
—¿Qué? —preguntaron Luce y Shelby incorporándose a la vez.
Miles acercó la silla del escritorio de Luce a la cama y se quedó sentado mirando a las chicas. Se quitó la gorra y se frotó la frente. Estaba bañado de sudor, como si hubiera atravesado corriendo todo el campus para contárselo.
—No he podido pegar ojo en toda la noche —dijo mientras daba vueltas a la gorra entre las manos—. Me he levantado temprano y he salido a dar una vuelta. Me he encontrado a Steven y él me ha dado la buena noticia. Los que se la llevaron la devolvieron al salir el sol. Está asustada, pero sana y salva.
—Es un milagro —murmuró Shelby.
Luce era más escéptica.
—No lo entiendo. ¿La han devuelto? ¿Sana y salva? ¿Desde cuándo ocurren esas cosas?
¿Y cuánto tiempo había necesitado quienquiera que fuese para darse cuenta de que se habían llevado a la chica equivocada?
—No fue tan sencillo —admitió Miles—. Steven intervino. Él la salvó.
—¿De quién? —prácticamente gritó Luce.
Miles se encogió de hombros y se balanceó sobre las patas traseras de la silla.
—¡Ni idea! Estoy seguro de que Steven lo sabe, pero no soy lo que se dice su mejor confidente.
Aquello hizo gritar de alegría a Shelby. El hecho de que Dawn hubiera sido hallada sana y salva parecía tranquilizar a todo el mundo menos a Luce, que tenía el cuerpo entumecido. No podía dejar de pensar: «Debería haber sido yo».
Salió de la cama y cogió una camiseta y unos vaqueros de su armario. Tenía que encontrar a Dawn. Ella era la única persona que podía contestar a sus preguntas. Y, aunque Dawn nunca lo entendería, Luce sabía que le debía una disculpa.
—Steven dice que la gente que se la llevó no volverá jamás —añadió Miles observando a Luce con preocupación.
—¿Y tú te lo crees? —le preguntó Luce en tono burlón.
—¿Por qué no debería hacerlo? —se oyó preguntar a una voz desde la puerta abierta.
Francesca estaba apoyada en el umbral, vestida con una gabardina de color caqui. Irradiaba tranquilidad, pero no parecía realmente contenta de verlos.
—Dawn ya está a salvo en casa.
—Quiero verla —dijo Luce, sintiéndose ridícula al verse de pie con la camiseta raída y los pantalones de deporte con los que había dormido.
Francesca frunció la boca.
—La familia de Dawn ha venido a recogerla hace una hora. Regresará a la Escuela de la Costa cuando sea el momento oportuno.
—¿Por qué os comportáis como si no hubiera ocurrido nada? —Luce levantó los brazos—. Como si Dawn no hubiera sido secuestrada…
—No la secuestraron —le corrigió Francesca—. La tomaron prestada y resultó ser un error. Steven se encargó de todo.
—Hum, ¿se supone que esto nos hará sentirnos mejor? ¿Pensar que la tomaron prestada? ¿Para qué?
Luce escrutó el rostro de Francesca y no apreció en él más que tranquilidad. Pero entonces algo cambió en los ojos azules de la mujer: se entornaron para luego abrirse, y Luce comprendió la súplica silenciosa de Francesca: que no manifestara sus sospechas en presencia de Miles o de Shelby. Aunque no sabía muy bien por qué, Luce confiaba en Francesca.
—Steven y yo pensamos que estaréis todos bastante conmocionados —prosiguió Francesca, incluyendo en su mirada a Miles y a Shelby—. Hemos suspendido las clases de hoy y estaremos en nuestros despachos si queréis pasaros a charlar.
Sonrió de ese modo angelical y deslumbrante tan característico suyo. Giró sobre sus talones y se marchó taconeando por el pasillo.
Shelby se levantó y cerró la puerta tras Francesca.
—¿Os podéis creer que haya hablado de «tomar prestado», haciendo referencia a un ser humano? ¿Acaso Dawn es un libro de la biblioteca? —Dobló las manos en puños—. Tenemos que hacer algo para distraernos. Mirad, me alegro de que Dawn esté a salvo, y creo que confío en Steven, pero, aun así, sigo completamente horrorizada.
—Tienes razón —dijo Luce mirando hacia Miles—. Vamos a distraernos un poco. Podríamos salir a pasear.
—Es demasiado peligroso. —Los ojos de Shelby iban de un lado a otro.
—Ver una película…
—Demasiado tranquilo. Eso no apaciguará mi mente.
—Eddie dijo algo sobre un partido de fútbol a la hora del almuerzo —apuntó Miles.
Shelby se puso la mano en la frente.
—¿Es que tengo que recordaros que yo he acabado con los chicos de la Escuela de la Costa?
—¿Y un juego de mesa…?
Finalmente, la mirada de Shelby se iluminó.
—¿Y qué tal el juego de la vida? Por ejemplo… ¿de tus vidas anteriores? Podríamos dedicarnos a seguir de nuevo la pista a tus familiares. Yo podría ayudarte…
Luce se mordió el labio. Haber penetrado en aquella Anunciadora el día anterior la había conmocionado profundamente. Seguía sintiéndose físicamente desorientada y emocionalmente agotada, por no hablar de cómo se sentía respecto a Daniel.
—No lo sé —dijo.
—¿Te refieres a seguir haciendo más de lo que hacías ayer? —preguntó Miles.
Shelby volvió la cabeza y se quedó mirando a Miles.
—¿Todavía estás aquí?
Miles recogió una almohada que había caído al suelo y se la tiró. Ella se la devolvió con un golpe, aparentemente impresionada por sus propios reflejos.
—Vale, de acuerdo. Miles se queda. Las mascotas siempre son de utilidad. Quizá necesitemos a un cabeza de turco, ¿verdad, Luce?
Luce cerró los ojos. En efecto, se moría de ganas de conocer más cosas sobre su pasado, pero ¿y si resultaba tan difícil de asimilar como lo había sido el día anterior? Aunque contara con Miles y con Shelby, tenía miedo de volver a intentarlo.
Pero entonces se acordó del día en que Francesca y Steven habían mostrado a la clase la Anunciadora de Sodoma y Gomorra. Después de la exhibición, mientras que los demás alumnos se tambaleaban, Luce no dejaba de pensar que lo importante no era si habían vislumbrado o no aquella escena tan cruenta. El hecho es que había ocurrido. Igual que su pasado.
Por el bien de sus antiguos yoes, Luce no podía dejarlo ahora.
—Hagámoslo —dijo a sus amigos.
Miles dio a las chicas unos minutos para que se vistieran antes de encontrarse en el pasillo. Pero Shelby se negó a ir al bosque donde Luce había invocado a las Anunciadoras.
—No me miréis así. Acaban de atrapar a Dawn, y el bosque es oscuro y tenebroso. No quiero ser la próxima, ¿vale?
Entonces Miles insistió en que sería bueno que Luce intentara practicar el arte de invocar a las Anunciadoras en algún lugar nuevo como su habitación.
—Basta con que silbes, y las Anunciadoras vendrán —aseguró—. Somételas. Ya sabes que eso es lo que quieren.
—No quiero que empiecen a acechar por aquí —dijo Shelby volviéndose hacia Luce—. No te ofendas, pero una necesita intimidad.
Luce no se sintió ofendida. Las Anunciadoras no dejarían de acosarla, independientemente de cuándo las invocara. Igual que Shelby, no quería que las sombras aparecieran sin más en su dormitorio.
—La cuestión con las Anunciadoras es demostrar control. Es como adiestrar a un cachorro. Lo único que hay que enseñarles es quién es el amo.
Luce volvió la cabeza hacia Miles.
—¿Desde cuándo sabes tantas cosas sobre Anunciadoras?
Miles se sonrojó.
—Puede que no sea muy aplicado en clase, pero sé hacer un par de cosas.
—Ah, ¿sí? ¿Qué cosas? ¿Se puede poner aquí e invocarlas? —preguntó Shelby.
Luce se puso de pie en el centro de la habitación sobre la alfombra de yoga con los colores del arco iris de Shelby y pensó en lo que Steven le había enseñado.
—Abramos una ventana —propuso.
Shelby se levantó para abrir la ventana y dejó que entrara una ráfaga fresca de brisa marina.
—Buena idea. Resulta más acogedor.
—Y también más frío —dijo Miles levantándose la capucha de la sudadera.
A continuación los dos se sentaron en la cama mirando a Luce, como si fuera una artista en un escenario.
Cerró los ojos, procurando no sentirse en el punto de mira, pero en lugar de centrarse en las sombras, en lugar de invocarlas mentalmente, no dejaba de pensar en Dawn y en lo aterrada que tenía que haber estado la noche anterior y en cómo se sentiría ahora estando de vuelta con su familia. Se había recuperado muy pronto de aquel horrible accidente en el yate, pero eso era mucho más serio. Y era culpa de Luce. En realidad, de Luce y también de Daniel por llevarla hasta allí.
Daniel no dejaba de decir que la llevaba a un lugar más seguro, y ella no podía por menos de preguntarse si en realidad lo que había logrado era convertir la Escuela de la Costa en un lugar más peligroso.
Un grito ahogado de Miles le hizo abrir los ojos. Miró justo encima de la ventana, donde una gran Anunciadora oscura como el carbón se apretaba contra el techo. A primera vista parecía una sombra normal arrojada por la lámpara de suelo que Shelby ponía en la esquina cuando practicaba vinyasa. Pero entonces empezó a extenderse por el techo hasta que pareció como si la habitación estuviera revestida de una pintura letal, dejando una estela fría y maloliente sobre la cabeza de Luce. Estaba fuera de su alcance.
Esa Anunciadora, a la que ella ni siquiera había invocado y que podía contener cualquier cosa, la estaba provocando.
Inspiró con nerviosismo y recordó lo que Miles le había dicho sobre el control. Se concentró tan intensamente que le empezó a doler la cabeza. Tenía el rostro rojo y los ojos tan apretados que temió tener que abandonar. Pero entonces…
La Anunciadora se dobló y se deslizó a los pies de Luce como si fuera un grueso rollo de tela caído. Con los ojos entornados, vio una sombra de color marrón, más pequeña y redonda, que se levantaba sobre la más grande y oscura siguiendo sus movimientos, casi igual que un gorrión volando en línea con un halcón. ¿Qué significaba esa nueva sombra?
—Es increíble —murmuró Miles.
Luce quiso interpretar las palabras de Miles como un cumplido. Eso que la había aterrorizado toda la vida, eso que la había hecho sentirse tan mal; eso que tanto miedo le había dado, ahora se sometía ante ella. Era algo que ciertamente resultaba increíble. Jamás se le habría ocurrido verlo así hasta que descubrió el asombro en el rostro de Miles, y por primera vez se sintió fabulosa.
Controló la respiración y se tomó un tiempo para levantarla del suelo y ponérsela en las manos. En cuanto la gran Anunciadora gris estuvo a su alcance, la sombra pequeña se echó al suelo como una curva dorada de luz procedente de la ventana, camuflándose con las tablas de madera.
Luce tomó los extremos de la Anunciadora y contuvo el aliento al tiempo que rezaba para que el mensaje que albergaba fuera más inocente que el del día anterior. Tiró de la sombra y le sorprendió que presentara más resistencia que las otras que había manipulado. A pesar de su apariencia delicada e insustancial, en sus manos resultaba rígida. Cuando logró formar con ella una pantalla de aproximadamente un metro, le dolían los brazos.
—Es lo máximo que puedo hacer —dijo a Miles y a Shelby, que se pusieron de pie y se acercaron.
El velo gris del interior de la Anunciadora se levantó o, por lo menos, a Luce se lo pareció; sin embargo, observó que en el interior había otro velo grisáceo. Forzó la vista para ver que la textura gris se enturbiaba y se movía; entonces se dio cuenta de que no estaba vislumbrando la sombra: aquel velo grisáceo era una nube espesa de humo de tabaco. Shelby tosió.
Aunque la humareda no se disipó por completo, los ojos de Luce se acostumbraron a ella; al poco se fue materializando una amplia mesa en forma de media luna con un tablero de fieltro rojo. Encima se veían varias cartas de una baraja dispuestas en filas ordenadas. A un lado había un grupo de personas extrañas sentadas: algunas parecían ansiosas y nerviosas, como un hombre calvo que no dejaba de aflojarse la corbata de topos y silbaba para sí; otras parecían agotadas, como la mujer repeinada que echaba la ceniza de su cigarrillo en un vaso medio lleno de algo. El pastoso rímel se le desprendía de las pestañas y le dejaba un veteado de polvo negro debajo de los ojos.
Al otro lado de la mesa, un par de manos revoloteaban sobre una baraja de cartas, lanzando con pericia una carta a cada persona de la mesa. Luce se acercó a Miles para ver mejor. La distrajeron las brillantes luces de neón de los miles de máquinas tragaperras que había más allá de las mesas. Pero eso fue antes de que viera a la persona que repartía las cartas.
Creía que estaba acostumbrada a ver versiones de sí misma en las Anunciadoras. Una imagen joven, llena de esperanza, inocente incluso. Pero esta vez era distinto. La mujer que repartía cartas en aquel casino sórdido llevaba camisa blanca, pantalones negros ajustados y un chaleco también negro abierto por la zona del pecho. Tenía unas uñas largas y rojas, decoradas con unas lentejuelas brillantes que no dejaba de emplear para apartarse el pelo negro de la cara. Su atención se elevaba apenas por encima de la cabeza de los jugadores, de forma que no miraba nunca a nadie directamente a los ojos. Le triplicaba la edad a Luce, pero compartía algo con ella.
—¿Esa eres tú? —susurró Miles esforzándose por no parecer horrorizado.
—¡No! —respondió Shelby con rotundidad—. Esta tipeja es vieja. Y Luce solo vive hasta los diecisiete. —Dirigió una mirada nerviosa hacia Luce—. Quiero decir, en el pasado, hasta ahora ha sido así. Sin embargo, esta vez seguro que vivirás hasta la edad adulta, e incluso puede que logres ser mayor que esa mujer. Lo que quiero decir…
—Ya basta, Shelby —la interrumpió Luce.
Miles negó con la cabeza.
—Tengo que ponerme al día en muchas cosas.
—Muy bien, pues si no soy yo, al menos sí tenemos que estar… No sé, relacionadas de algún modo.
Luce observó cómo esa mujer canjeaba las fichas del calvo de la corbata. Tenía unas manos parecidas a las de Luce. También la forma de la boca era bastante semejante.
—¿Os parece que podría ser mi madre? ¿O mi hermana?
Shelby tomaba notas a toda velocidad en la cubierta de un manual de yoga.
—Solo hay un modo de descubrirlo. —Enseñó rápidamente la anotación a Luce—. «Las Vegas. Hotel y Casino Mirage. Turno de noche. Mesa cerca del espectáculo del tigre de Bengala. Vera con uñas postizas marca Lee».
Volvió a mirar a la mujer que repartía las cartas. Shelby era muy buena advirtiendo los detalles en los que Luce nunca reparaba. El nombre de la identificación de empleada decía VERA en letras blancas y algo inclinadas. Pero entonces la imagen empezó a temblar y a desvanecerse. Al poco rato se disgregó en trozos diminutos de sombra que cayeron al suelo y se retorcieron como la ceniza de un papel ardiendo.
—Un momento… ¿acaso esto no es el pasado? —quiso saber Luce.
—No lo creo —dijo Shelby—. Por lo menos, no es algo muy remoto en el tiempo. Había un anuncio del nuevo espectáculo del Cirque du Soleil al fondo. Así que ¿qué te parece?
¿Ir hasta Las Vegas para encontrar a esa mujer? Sin duda, resultaría más fácil acercarse a una hermana de mediana edad que a unos padres bien entrados en los ochenta, pero aun así… ¿Y si se marchaban hasta Las Vegas y Luce se volvía a bloquear?
Shelby le dio un codazo suave.
—Realmente me tienes que caer muy bien para que esté de acuerdo en acompañarte a Las Vegas. Mi madre trabajó de camarera allí durante unos años cuando yo era pequeña. Te lo prometo: es el Infierno en la tierra.
—¿Cómo vamos a ir hasta allí? —preguntó Luce sin querer pedirle a Shelby si podrían volver a tomar prestado el coche de su patético ex novio—. Por cierto, ¿a cuánto queda Las Vegas de aquí?
—Demasiado para ir en coche —intervino Miles—. Pero a mí me viene muy bien, porque siempre he tenido ganas de practicar la transposición.
—¿Quieres decir pasar al otro lado?
—Eso mismo.
Miles se puso de rodillas y recogió con las manos los fragmentos de la sombra. Aunque parecían hechos añicos, no dejó de amasarlos con los dedos hasta que obtuvo una bola grande y descuidada.
—Como os he dicho, esta noche no podía pegar ojo. Así que, de algún modo, me colé en el despacho de Steven a través de la vidriera del montante que hay encima de la puerta.
—Sí, claro —le espetó Shelby—. Pero si suspendiste en levitación. No eres lo bastante bueno para elevarte y atravesar esa ventana.
—Y tú no tienes fuerza para arrastrar la estantería de libros hasta ahí —replicó Miles—. Pero yo sí, y tengo esto que lo demuestra. —Sonrió y sostuvo un libro grueso y negro titulado Manual sobre Anunciadoras: invocarlas, vislumbrarlas y viajar en diez mil sencillos pasos—. Tengo también un enorme moretón provocado por la salida mal planificada a través de la parte superior de la puerta, pero en cualquier caso… —Se volvió hacia Luce, que a duras penas podía contenerse para no arrebatarle el libro de las manos—. Pensé que con tu talento para vislumbrar y mi conocimiento superior…
Shelby resopló.
—¿Y qué habrás podido leer tú? ¿Un 0,3 por cien del libro?
—Un 0,3 por cien muy útil —dijo Miles—. Creo que tal vez podremos hacerlo sin perdernos para siempre.
Shelby ladeó la cabeza con suspicacia, pero no dijo nada más. Miles no dejaba de manipular a la Anunciadora con las manos y empezó a extenderla. Al cabo de uno o dos minutos, se había convertido en una masa de color gris que casi tenía el tamaño de una puerta. Los extremos estaban algo tambaleantes y era casi traslúcida, pero en cuanto él se la separó un poco del cuerpo pareció adquirir una forma más sólida, como un molde de yeso después de secarse. Miles acercó la mano al lado izquierdo de aquel rectángulo oscuro, palpando la superficie en busca de algo.
—¡Qué raro! —murmuró mientras seguía toqueteando a la Anunciadora—. El libro dice que, si logras expandir lo suficiente la extensión de la Anunciadora, la tensión de la superficie se reduce a un ratio que permite la penetración. —Suspiró—. Se supone que debería haber…
—Un libro fantástico, Miles. —Shelby hizo una mueca—. Ahora ya eres un auténtico experto.
—¿Qué buscas? —quiso saber Luce, acercándose a Miles. De pronto, al observar cómo las manos de él se desplazaban por la superficie lo vio.
Un cerrojo.
Luce parpadeó sorprendida y la imagen se desvaneció, pero ella sabía dónde se encontraba. Se acercó a Miles y apoyó la mano contra el lado izquierdo de la Anunciadora. El tacto le hizo proferir un grito ahogado.
Era como uno de esos cerrojos de metal pesado con pasador y manija que se utilizaban para cerrar las puertas del jardín. Estaba helado y tenía un tacto áspero a causa del óxido invisible.
—Y ahora, ¿qué? —dijo Shelby.
Miró a sus dos amigos boquiabiertos, se encogió de hombros, manipuló la manija y finalmente corrió el pasador invisible.
En cuanto se soltó, la puerta de la sombra se abrió de golpe y estuvo a punto de echar a los tres al suelo.
—Lo hemos conseguido —susurró Shelby.
Ante ellos se abría un pasillo largo y profundo de color rojo y negro. Su interior era pegajoso y olía a moho y a cócteles aguados hechos con licores baratos. Luce y Shelby se miraron con inquietud. ¿Dónde estaba la mesa de blackjack? ¿Y la mujer a la que habían visto antes? Un fulgor rojo se encendía y se apagaba desde el interior, y Luce entonces oyó el sonido de las máquinas tragaperras, y el ruido de las monedas al caer en las bandejas de premio.
—¡Qué guay! —dijo Miles a Luce cogiéndola de la mano—. He leído sobre esta parte. Se llama fase de transición. No tenemos más que seguir andando.
Luce tendió la mano hacia Shelby y la asió con fuerza mientras Miles entraba en el interior de aquella oscuridad pegajosa y tiraba de ellas para que entraran.
Solo anduvieron un par de metros, en realidad lo justo para llegar a la puerta de la habitación de Luce y Shelby. En cuanto la puerta gris y nebulosa de la Anunciadora se cerró detrás de ellos produciendo un inquietante sonido, su habitación en la Escuela de la Costa desapareció. Lo que a lo lejos había sido un profundo y brillante color rojo aterciopelado de pronto pasó a ser un blanco intenso. La luz blanca avanzó rápidamente hacia ellos, los envolvió y les llenó los oídos de sonido. Los tres se tuvieron que proteger los ojos. Miles iba al frente y arrastraba a Luce y a Shelby detrás de él. De no ser así, Luce se podría haber quedado paralizada. Cogida a sus amigos, se notaba las palmas de las manos sudadas. Oía un único acorde musical, alto e intenso.
Luce se frotó los ojos, pero la cortina nebulosa de la Anunciadora le oscurecía la visión. Miles extendió el brazo hacia delante y describió un suave gesto circular hasta que la cortina empezó a desconcharse, como si se tratara de trozos de pintura antigua cayendo del techo. Por cada una de las laminillas que caía penetraban en aquel ambiente frío y húmedo ráfagas del aire del desierto que calentaban la piel de Luce. Cuando la Anunciadora se deshizo en pedazos a sus pies, la vista que tenían ante sí de pronto adquirió sentido: se encontraban frente a la Strip de Las Vegas. Aunque Luce solo la había visto en fotografías, la punta de la Torre Eiffel del hotel Paris Las Vegas se erguía ahora a lo lejos a la altura de su vista.
Eso significaba que se encontraban muy arriba. Luce se atrevió a mirar abajo: estaban de pie en el exterior, en el tejado de algún sitio, con el borde situado a apenas un par de metros de sus pies. Y más allá: el bullicio del tráfico de Las Vegas, las copas de una hilera de palmeras y una piscina cuidadosamente iluminada. Todo ello situado a al menos treinta pisos del suelo.
Shelby se soltó de la mano de Luce y empezó a recorrer con cuidado los límites del tejado marrón de cemento. Tres alas de longitud idéntica y forma rectangular se extendían desde un punto central. Luce giró sobre sí misma y abarcó trescientos sesenta grados de luces de neón intensas y, más allá de la Strip, a lo lejos, una cordillera de montañas desérticas, iluminadas de forma desagradable por la polución lumínica de la ciudad.
—¡Maldita sea, Miles! —exclamó Shelby saltando por encima de las claraboyas para escudriñar otras partes del tejado—. Esta translocalización ha sido fabulosa. Ahora mismo me siento casi, casi atraída hacia ti.
Miles se metió las manos en los bolsillos.
—Hummm… Gracias.
—¿Dónde estamos exactamente? —preguntó Luce.
La diferencia entre su voltereta dentro de la Anunciadora y aquella experiencia era como la noche y el día. Había sido mucho más civilizado. No había hecho vomitar a nadie. Además, había funcionado, o al menos eso le parecía.
—¿Qué ha ocurrido con la vista de antes?
—He tenido que alejarme un poco de la escena —dijo Miles—. Pensé que resultaría bastante raro que los tres apareciéramos de una nube en medio de un casino.
—Sí, pero no demasiado —admitió Shelby forcejeando con una puerta cerrada—. ¿Alguna idea brillante para salir de aquí?
Luce hizo una mueca. La Anunciadora temblaba fragmentada a sus pies. No podía imaginar que tuviera fuerza suficiente para ayudarles ahora. No había modo de salir de aquel tejado, ni tampoco de regresar a la Escuela de la Costa.
—¡Tanto da! ¡Soy un genio! —exclamó Shelby desde el otro lado del tejado.
Se encontraba encorvada sobre una de las claraboyas manipulando una cerradura. La abrió con un gruñido y luego levantó una hoja de cristal con bisagra. Introdujo la cabeza e hizo un gesto para que Luce y Miles la siguieran.
Luce escrutó con cuidado la claraboya abierta y vio un enorme y lujoso cuarto de baño. Había cuatro compartimentos bastante espaciosos a un lado, y una hilera de lavamanos de mármol levantados ante un espejo dorado en el otro. Delante de un tocador había una lujosa butaca de color malva con una mujer sentada mirándose en el espejo. Luce solo le veía la parte alta del peinado, que llevaba recogido hacia arriba y ahuecado, pero su reflejo mostraba un rostro muy maquillado, un flequillo espeso y manicura francesa en unas manos que aplicaban de nuevo una capa adicional e innecesaria de pintalabios rojo.
—En cuanto Cleopatra se marche a través del tubo de su pintalabios, bajamos sin más —susurró Shelby.
Debajo de ellos, Cleopatra se levantó del tocador, juntó los labios, se quitó una mancha roja de los dientes y se encaminó hacia la puerta.
—A ver si lo he entendido bien —dijo Miles—, ¿queréis que me meta en el baño de señoras?
Luce miró de nuevo el tejado desolado. En realidad, solo había un modo de entrar.
—Si alguien te ve solo tienes que fingir que te has equivocado.
—O que vosotros dos os estabais dando el lote en una de las cabinas —añadió Shelby—. ¿Qué pasa? Esto es Las Vegas.
—No le demos más vueltas. Vamos.
Miles se sonrojó al descolgarse por la ventana. Extendió lentamente los brazos hasta que los pies le quedaron justo encima del elevado recubrimiento de mármol del tocador.
—Ayuda a Luce a bajar —exclamó Shelby.
Miles cerró la puerta del baño y luego levantó los brazos para coger a Luce. Ella intentó imitar la técnica suave que él había empleado, pero sus brazos estaban flojos cuando se descolgó por la claraboya. Aunque no podía ver gran cosa bajo los pies, notó la fuerza de las manos de Miles en torno a su cintura antes de lo que había esperado.
—Puedes soltarte —le dijo él. Cuando lo hizo, la bajó con elegancia hasta el suelo. Extendió los dedos por los costados de ella sobre la camiseta fina que los separaba del contacto con la piel. Seguía con los brazos en torno a ella cuando Luce posó los pies en las baldosas del suelo. Iba a darle las gracias, pero cuando le miró a los ojos se sintió muy cohibida.
Se apartó de él demasiado rápido, farfullando una disculpa por haberlo pisado. Ambos se apoyaron contra el tocador, tratando con nerviosismo de no mirarse a los ojos y manteniendo la mirada clavada en la pared.
Eso no debería haber ocurrido. Miles solo era un amigo.
—¡Hooola! ¿Alguien piensa ayudarme?
Las piernas enfundadas en medias de Shelby se agitaban en la claraboya pataleando con impaciencia. Miles se colocó debajo de la ventana y la asió con brusquedad del cinturón para luego bajarla suavemente tomándola por la cintura. Luce se dio cuenta de que dejaba a Shelby con más rapidez que a ella.
Shelby se apresuró por el suelo de baldosas doradas y abrió la puerta.
—¡Eh, vosotros, vamos! ¿A qué esperáis?
Al otro lado de la puerta, unas camareras muy bien maquilladas y vestidas de negro iban y venían sobre tacones altos de lentejuelas, con bandejas de cocteleras que apoyaban en el antebrazo. Unos Hombres embutidos en trajes oscuros y caros se arremolinaban en torno a las mesas de blackjack, donde jaleaban como adolescentes cada vez que se arrojaba una mano. Allí no se oía el soniquete incesante de ninguna máquina tragaperras. Reinaba un peculiar aire de silencio y exclusividad, y resultaba tremendamente excitante. Pero no tenía nada que ver con la escena que habían presenciado en la Anunciadora.
Una camarera se les acercó.
—¿Os puedo ayudar en algo? —Bajó su bandeja de acero para escrutarlos.
—¡Oh, vaya! Pues caviar —dijo Shelby sirviéndose tres blinis y pasando uno a cada uno—. ¿Estáis pensando lo mismo que yo?
Luce asintió.
—Solo íbamos abajo.
Cuando las puertas del ascensor se abrieron en el deslumbrante vestíbulo del casino, Miles tuvo que empujar a Luce para que saliera, a sabiendas de que al fin habían llegado al lugar adecuado.
Las camareras eran mayores en aquel lugar, parecían más cansadas y enseñaban mucha menos carne. No parecían deslizarse por la alfombra naranja manchada, sino que andaban pesadamente por ella. Y la clientela era más semejante a la que atestaba las mesas en la visión: autómatas con sobrepeso, de clase media, mediana edad, tristes, que se vaciaban las carteras. Ahora no tenían más que encontrar a Vera.
Shelby los condujo por el laberinto repleto de máquinas tragaperras, los hizo pasar junto a grupos de gente arremolinada en las mesas de la ruleta que gritaban a la bola diminuta mientras esta giraba; mesas cuadradas con gente que soplaba a los dados, los lanzaba y finalmente celebraba el resultado; pasaron una serie de mesas de póquer y otros juegos raros como el pai gow hasta que finalmente llegaron a unas mesas en las que se jugaba al blackjack.
La mayoría de los repartidores de cartas eran hombres: altos, encorvados, con el pelo lustroso; hombres con bigote gris y gafas; uno de ellos llevaba mascarilla. Shelby no se detuvo para mirar a ninguno, e hizo bien: en el rincón más alejado del casino se encantaba Vera.
Llevaba el pelo negro recogido en lo alto en un moño asimétrico. Su cara parecía fina y hundida. Luce no sintió la misma emoción que cuando había visto a su otra familia de otra vida en Shasta. De todos modos, ella aún no sabía quién era Vera para ella excepto una mujer cansada de mediana edad que sostenía una baraja de cartas ante una mujer pelirroja y medio dormida para que la cortara. La mujer partió la baraja por el centro de forma descuidada, y a continuación las manos de Vera empezaron a volar.
Las otras mesas del casino se hallaban abarrotadas, pero la pelirroja y su diminuto marido eran las dos únicas personas que estaban con Vera. Con todo, ella desplegaba todas sus habilidades y daba las cartas con tanta soltura que parecía que ese trabajo no requiriera esfuerzo alguno. Luce advirtió entonces en Vera una elegancia y unas aptitudes para el espectáculo que no había notado antes.
—Bueno —dijo Miles junto a Luce mientras cambiaba el peso de un pie al otro—, ¿vamos a…?
De pronto las manos de Shelby se posaron sobre los hombros de Luce, y prácticamente la hundieron en uno de los asientos de piel que había junto a la mesa.
Aunque se moría por mirarla, al principio Luce evitó el contacto visual. Le inquietaba que la mujer la reconociera antes de que ella tuviera alguna oportunidad. Sin embargo, Vera escrutó a cada uno de ellos con el mínimo interés y Luce se acordó entonces de lo diferente que ella parecía ahora con el pelo teñido. Tiró de sus mechones nerviosamente sin saber qué hacer a continuación.
Miles plantó un billete de veinte dólares ante Luce y esta se acordó del juego al que se suponía que tenía que jugar. Deslizó el dinero por la mesa.
Vera arqueó una ceja perfilada.
—¿Tienes carné?
Luce negó con la cabeza.
—¿Nos dejaría mirar?
Al otro lado de la mesa, la señora pelirroja se había traspuesto y apoyó la cabeza en el hombro rígido de Shelby. Vera abrió los ojos con sorpresa al ver la escena y devolvió el dinero a Luce a la vez que señalaba el letrero de neón que anunciaba el Cirque du Soleil.
—Niños, ahí está el circo.
Luce suspiró. Iban a tener que esperar a que Vera terminara su trabajo. Y para entonces posiblemente se mostraría aún menos dispuesta a hablar con ellos. Luce, abatida, se dispuso a devolverle el dinero a Miles. Vera apartó los dedos en el preciso instante en que Luce iba a coger el billete, de modo que las yemas de sus dedos se tocaron. Las dos volvieron rápidamente la cabeza. Aquel sobresalto extraño cegó a Luce por un momento. Contuvo el aliento y clavó su mirada en los grandes ojos color avellana de Vera.
Y lo vio todo:
Una casa de madera de dos pisos en una nevada ciudad de Canadá. Telarañas de hielo en las ventanas, el viento agitando los cristales. Una niña de diez años viendo la televisión en la sala de estar y meciendo un bebé en el regazo. Es Vera. Una niña pálida y bonita vestida con vaqueros al ácido y botas Doc Martens, un grueso jersey de cuello alto de color azul marino que le llega hasta la barbilla, y una manta barata de lana arrugada entre ella y el respaldo del sofá. Sobre la mesilla, un cuenco de palomitas convertidas ya en un puñado de granos fríos y sin explotar. Un gato gordo de piel anaranjada rondando por la repisa de la chimenea bufando al radiador. Y Luce. Luce es su hermana, la niña pequeña a la que sostiene en brazos.
Luce sintió que se balanceaba en su asiento del casino, muy dolida al recordar todo aquello. Rápidamente, la impresión se desvaneció y fue sustituida por otra.
Luce de pequeña, siguiendo a Vera arriba y abajo de la escalera con unos escalones amplios y gastados por sus pasos fuertes; el pecho a punto de estallar de risa al oír el timbre de la puerta. Llega un chico guapo con el pelo corto, viene a recoger a Vera para una cita y ella se para y se compone la ropa y se vuelve de espaldas y se marcha…
Un instante después, y Luce es ya una adolescente, con una melena negra alborotada de mechones rizados que le llegan hasta el hombro. Tumbada sobre el cubrecama de tela tejana de Vera; el tejido áspero de algún modo le resulta cómodo.
Luce hojea el diario secreto de Vera. «Me quiere», ha escrito Vera una y otra vez mientras su caligrafía se vuelve cada vez más grotesca. Y luego las páginas arrancadas, el rostro enfadado de su hermana, la señal visible de haber llorado…
Y aún otra escena distinta con una Luce algo mayor, de tal vez diecisiete años, que se preparaba para lo que iba a ocurrir.
La nieve cae con fuerza del cielo como si fuera una suave interferencia blanca. Vera y unos cuantos amigos patinan sobre el hielo que cubre un estanque detrás de su casa; se deslizan dibujando círculos rápidos, felices y entre carcajadas. En el borde helado del estanque, Luce está agachada y siente que el frío le cala la fina ropa mientras se ata los patines deprisa, como siempre, para alcanzar a su hermana. Junto a ella, una presencia cálida que no necesita mirar para identificar: Daniel está en silencio, taciturno, y lleva ya los patines bien atados. Siente las ganas de besarlo, pero no ve ninguna sombra. La noche y todo alrededor están plagados de estrellas que, llenas de posibilidades, refulgen con una nitidez infinita.
Luce buscó la presencia de sombras y luego se dio cuenta de que era normal que no estuvieran, pues ese era un recuerdo de Vera. Por otra parte, la nieve impedía distinguirlo todo bien. De todos modos, Daniel seguramente lo sabía, igual que lo había sabido al zambullirse en el lago. Sin duda lo había presentido en todas y cada una de las ocasiones. ¿Alguna vez le había importado lo que les pasaba a personas como Vera después de que Luce muriera?
A continuación, se oyó un estallido procedente de la orilla del lago donde Luce se hallaba, semejante al de un paracaídas al soltarse. Y luego: una llamarada intensa de fuego de color rojo en medio de una ventisca. Una gran columna de llamas anaranjadas refulgentes alzándose contra el cielo en el borde del estanque. Donde había estado Luce. Los demás patinadores se apresuraron hacia allí por el lago. Pero el hielo se estaba fundiendo muy rápidamente, de forma catastrófica, de modo que los patines se hundían en las frías aguas de debajo. El grito de Vera retumbó esa noche azul y su mirada agónica fue todo cuanto Luce pudo ver.
En el casino, Vera apartó la mano como si se hubiera quemado. Los labios le temblaron un poco antes de decir: «Eres tú». Luego negó con la cabeza: «Pero eso es imposible».
—Vera —susurró Luce tendiendo de nuevo la mano hacia su hermana. Le hubiera gustado abrazarla, llevarse todo el dolor que Vera había sentido y hacérselo suyo.
—No. —Vera negó con la cabeza y retrocedió con un gesto admonitorio hacia Luce—. No, no, no.
Reculó hasta que dio con el repartidor de cartas de la mesa de detrás, tropezó con él y volcó una enorme pila de fichas de póquer que tenía sobre la mesa. Los discos de colores se deslizaron por el suelo provocando exclamaciones entre los jugadores, que saltaron de sus asientos para recogerlos.
—¡Maldita sea, Vera! —atronó un hombre rechoncho por encima del barullo.
Mientras él se dirigía balanceándose hacia la mesa con su traje barato de poliéster gris y zapatos negros, Luce cruzó una mirada de preocupación con Miles y Shelby. Los tres menores de edad no querían tener nada que ver con el jefe de sala. Sin embargo, él seguía regañando a Vera, dibujando una mueca de disgusto con los labios.
—¿Cuántas veces…?
Vera había recuperado el equilibrio, pero, aterrada, no apartaba la vista de Luce, como si fuera el demonio en lugar de su hermana en otra vida. Los ojos perfilados de Vera estaban blancos de terror mientras farfullaba:
—Ella, ella, ella n-n-no puede estar aquí.
—Por Dios —musitó el jefe de sala viendo a Luce y a sus amigos. Luego habló por el walkie-talkie—. Seguridad, tengo aquí a un par de gamberros menores de edad.
Luce se escurrió entre Miles y Shelby, la cual, con los dientes apretados dijo:
—Miles, ¿y si hicieras una de esas translocaciones tuyas?
Antes de que Miles pudiera contestar, tres hombres de muñecas y cuellos enormes aparecieron ante ellos con porte amenazador. El jefe de sala sacudió las manos.
—A la cárcel. Así veremos en qué otros problemas han estado metidos.
—¡Yo tengo una idea mejor! —dijo una voz femenina con tono desafiante por detrás del muro de guardias de seguridad.
Todas las cabezas se volvieron para localizar la voz, pero solo la cara de Luce se iluminó:
—¡Es Arriane!
La diminuta muchacha dirigió una sonrisa a Luce mientras se abría paso con ligereza entre la multitud. Con unos zapatos de plataforma de unos doce centímetros de alto, el pelo alborotado y los ojos prácticamente ocultos por la raya de un perfilador negro, Arriane se acoplaba a la perfección con la extraña clientela del casino. Nadie parecía saber muy bien qué pensar de ella, y menos aún Shelby y Miles.
El jefe de sala se volvió para encararse con Arriane, que apestaba a betún y jarabe contra la tos.
—¿Vamos a tener que llevarla también a usted al calabozo, señorita?
—¡Oh, bueno, parece divertido! —Arriane abrió los ojos—. Pero, por desgracia, esta noche estoy totalmente ocupada. Tengo entradas de primera fila para ver al Blue Man Group y luego también, cómo no, está la cena con Cher después del espectáculo. Y sé que hay algo más que tengo que hacer… —Se dio una palmadita en la frente y luego miró a Luce—. ¡Ah, sí! ¡Sacar a estos tres de aquí! Si nos disculpan… —Lanzó un beso al enojado jefe de sala, hizo un gesto de disculpa hacia Vera y luego chasqueó los dedos.
Entonces todas las luces se apagaron.